Todas las mañanas James Gabor Millikan se despertaba a las seis y durante quince minutos no movía ni un músculo. La transición de la inconsciencia del sueño a la existencia controlada al milímetro de su vida siempre le resultaba aterradora. Se quedaba rígido, con los ojos abiertos, repasando la lista de comprobación de su vida con la misma meticulosidad con la que un piloto prepara un 747 para un vuelo trasatlántico.
Y el símil le parecía perfecto. De la misma forma que el piloto no quiere estrellarse en medio del océano y matar a todos los pasajeros por falta de previsión, igualmente Millikan no deseaba dar pie a la más mínima equivocación ni permitir que el mundo tuviese ocasión de malinterpretarle y malinterpretar por tanto a los Estados Unidos de América. Sólo tras comprobar el estado de los distintos compartimentos de su vida comenzaba a salir del capullo protector de su edredón.
Se calzó las zapatillas inglesas, que la noche antes había dispuesto cuidadosamente al lado de la cama, y se puso el albornoz sobre el pijama de rayas. Su hogar se encontraba en la avenida Wisconsin, en Washington D. C., justo delante de la catedral nacional, pero esa mañana estaba en París, en el Hotel Intercontinental. Aun así, las zapatillas y el albornoz eran exactamente los mismos que en su hogar. La noche antes se había dado un baño y se había afeitado. Se aplicó un poco de gel en el pelo que empezaba a escasear y atacó con la maquinilla eléctrica la barba plateada que se había atrevido a aflorar desde medianoche.
Dedicó tres cuartos de hora a leer varios documentos que sacó del maletín, en su mayoría telegramas escuetos provenientes de ciudades importantes de Oriente Próximo.
Regresó al dormitorio de la suite y se aplicó colonia y desodorante, especialmente preparados en Whitsons on the High de Oxford. Abrió el armario. En el estante superior había diez camisas blancas de cuello francés impecablemente dobladas y almidonadas, que siempre tenía a su disposición. En el siguiente estante había diez pares de calcetines de seda negra, diez pares de boxers almidonados y planchados, diez camisetas y diez pañuelos de lino almidonados. En el de abajo había tres pares de zapatos negros que iba alternando. Tenía diez trajes de raya diplomática, negros como el carbón, obra de Mallory’s en Savile Row, que se iba poniendo sucesivamente; siempre había uno en la tintorería. Tenía cinco corbatas Hermès cómodamente enrolladas en su corbatero.
Se vistió de forma eficiente y decidida, se puso la corbata, los gemelos de flor de lis (después de todo, estaba en Francia), los Duckers fabricados a mano en el taller de Turi en Oxford, se miró en el espejo de cuerpo completo que había en la cara interior de la puerta del armario, recogió el abrigo de cachemira del colgador.
Luego bajó a recepción, saludó al portero y salió a las calles de su ciudad favorita. Se detuvo en la acera y respiró el aire frío y perfumado de principios de la primavera… Los cerezos y los primeros rododendros florecían. Miró a lo largo de la calle Castiglione hasta las nubes teñidas de rosa de las Tullerías. Giró a la izquierda y recorrió la calle St. Honoré; la brisa cambió al llegar a la esquina y captó aroma a café tostado y pan cocido. Se detuvo en su café favorito, se quedó junto a un encargado de saneamiento uniformado de azul, se tomó un café solo y se comió un cruasán.
Siguió caminando, pisando con cuidado para esquivar el patrón aleatorio de excrementos de perro, reflexionando acerca de que, gracias a Georges Haussmann, las alcantarillas de París estaban más limpias que las aceras. Caminó con prudencia, mirando los escaparates de las tiendas que vendían a los triunfadores del capitalismo y sus parejas: Gucci, Salavin Chocolatier, Guerlain, Bulgari y Fayer.
Sobre todo le gustaba París al comienzo del día, cuando la ciudad todavía estaba tranquila, mientras Washington seguía dormida y (exceptuando a los gnomos nocturnos de la Agencia) era incapaz de incordiarle. La molestia empezaría a media tarde, cuando ya no podría estropearle el almuerzo de trabajo. Durante las horas siguientes Millikan sería más o menos un agente libre y en perfecta forma: articulando los impulsos bastos y toscos de los Estados Unidos de América en forma de política exterior de cara al resto del mundo. Él, no Baker del Departamento de Estado, comprendía los Estados Unidos de América y el mundo. Él, James Gabor Millikan, era quien estaba allí, sobre el terreno, preparándose para almorzar con su viejo amigo Tarik Aziz, el ministro de Asuntos Exteriores de Irak. La reunión tendría que haber sido durante la cena, pero Aziz había sido misteriosamente convocado a Bagdad y había solicitado cambiarla a un almuerzo.
Miró brevemente el interior de la iglesia polaca, persignándose al entrar, admirando los estáticos y barrocos santos y aspirantes a santos de las paredes. Pasó a la calle Royale, se detuvo un momento para admirar la elegancia neoclásica de la Madeleine, a la derecha, y luego giró a la izquierda hacia la plaza de la Concordia. Los jeroglíficos del obelisco destacaban con una desacostumbrada nitidez a la luz del sol matutino, como si los hubiesen tallado la noche antes.
A la derecha se encontraba la embajada estadounidense, en un edificio del siglo dieciocho de una elegancia espléndida e inútil. Pasó frente a la entrada principal y hasta la parte posterior, donde los marines de guardia le indicaron que siguiese avanzando, dejando atrás coches aparcados hasta una entrada anónima bien protegida que conducía a un pequeño ascensor. Subió hasta el cuarto de los cinco pisos, donde le recibieron otro marine y el agente de guardia de la CIA, que le esperaban.
Se encontraba en el centro de la acción: las habitaciones seguras. En los demás lugares no sucedía nada de importancia. El resto de la embajada no era más que fachada inútil. El agente de guardia tecleó el código para permitirle cruzar una puerta de cámara de seguridad encajada incongruentemente en un marco muy recargado. A través de la pesada puerta oyó el sonido del aire en movimiento. Cuando el agente de guardia la abrió, el sonido, como de inmensos ventiladores de garaje, ahogó cualquier otro: no era tanto estruendoso como absoluto y dominante.
Miraba una habitación dentro de una habitación: una caja de cristal colocada sobre cuatro resortes bimetálicos que la aislaban del resto del edificio.
Millikan recorrió rápidamente los pocos metros de espacio vacío que rodeaban la habitación de vidrio; supuestamente estaba inundado con radiación electromagnética que freía los riñones, o algo así, si te quedabas demasiado tiempo. Ya estaba dentro. Su ayudante, Richard Dellinger, le esperaba con un archivo con el sello de «Acceso restringido». Contenía los últimos informes de Langley para prepararle para lo que Aziz le estuviese preparando. Como era habitual, no contenía nada que no supiese ya. No estaban del todo seguros de la razón por la que Aziz había sido llamado con tan poca antelación, pero bien podía tratarse de alguna tontería interna sin ninguna relación con la sustancia de la reunión en sí, y por tanto Millikan decidió no malgastar esfuerzos elucubrando.
A las doce y media, él y Dellinger ya volvían a estar abajo y se fueron al hotel Crillon, situado al lado de la embajada. Grandes cortinas de tafetán a juego con las alfombras rojas enmarcaban las altas ventanas que ofrecían una panorámica de la plaza de la Concordia y, al otro lado del Sena, de la Asamblea Nacional. El comedor estaba repleto de turistas japoneses y árabes con dinero. El maître se acercó a toda prisa, muy dignamente, para informar a Millikan de que Aziz ya había llegado.
Millikan hizo un gesto de perplejidad a Dellinger.
—Pues sí que tiene prisa.
Siguieron al maître hasta un pequeño comedor privado en un rincón del restaurante, con una sola mesa vestida con un exquisito mantel de lino blanco, cubertería de plata y un precioso ramillete de flores primaverales en el centro. Un árabe con un mechón de pelo gris, bigotito y gafas gruesas se ponía en pie para recibirlos.
Millikan conocía a Aziz desde que los dos estudiaban en Inglaterra, y lo consideraba su igual tanto en el plano intelectual como en el diplomático. A pesar de que representaba un país que contaba con un único recurso, subdesarrollado y gobernado por un loco, Aziz era tan capaz como Millikan para articular los impulsos toscos y bastos de Irak en forma de política exterior presentable al resto del mundo.
Millikan y Aziz pertenecían al club más elitista del mundo, incluso más elitista que el de las agencias de espionaje, el de las grandes finanzas y el mundillo político. Había muy pocas personas, realmente pocas en el mundo que, por pura fuerza de su inteligencia y su sensibilidad, pudieran vencer las trabas de la identidad nacional, el sistema habitual de recompensa política y, sobre todo, la estupidez de sus burocracias para recorrer el sendero de la supervivencia mundial. Los políticos, por necesidad, son los grandes capitanes de los buques nacionales que navegan por los mares peligrosos y anárquicos de las relaciones internacionales. Pero estarían ciegos sin prácticos de puerto como Millikan y Aziz, hombres capaces de ver los arrecifes menos evidentes y las moles ocultas de los icebergs. Sirven a sus Estados, porque sólo los Estados disponen de los recursos necesarios para dar uso a su inteligencia. Pero no hay amos para esas personas de una inteligencia que lo comprende todo. Forman un cuerpo de profesionales que se han hecho a sí mismos, autorregulado, son los últimos de los verdaderos diplomáticos, la última generación de un arte iniciado en Italia después de la Paz de Lodi en 1454.
Millikan comprendía que en 1990, con la Unión Soviética desmoronándose, el Partido Comunista Chino llevando a cabo una improbable transición hacia la Cámara de Comercio China, e incluso Sudáfrica alejándose del caos, Estados Unidos sólo tenía un enemigo: Irán y la red mundial terrorista de Irán. Aziz también lo sabía, porque su país había pasado la mayor parte de la década anterior en un enfrentamiento pantagruélico con los ampliamente superiores —en casi todos los aspectos— iraníes. Sabía bien que sólo un programa de ayuda expertamente manipulado, dirigido tanto abiertamente como en secreto por los americanos, había hecho posible la supervivencia de Irak. Y por tanto, los dos hombres, que respetaban mutuamente sus habilidades, poseían la ventaja añadida de ser aliados en todo menos nominalmente.
Había un joven iraquí sentado junto a Aziz; su ayudante y el equivalente de Dellinger. Otro iraquí, casi un gemelo del joven Saddam Hussein, estaba junto a la puerta con un bulto sospechoso en la chaqueta. Cerca de la mesa había un francés de mediana edad, Gérard Touvain, el contacto con el Ministerio de Exteriores francés.
Aziz saltó de detrás de la mesa directamente hacia Millikan. Era una salida deliberada del protocolo, sin duda cuidadosamente planeada por Aziz para dar la impresión de un gesto espontáneo. Gérard Touvain intentó sin mucho entusiasmo interceder y realizar las presentaciones formales. Se limitaría a escuchar, y tanto para Aziz como para Millikan no sería más funcional que el motivo del papel pintado ni menos eficiente que los dispositivos de escucha repartidos sin duda por toda la estancia.
Millikan le dio la mano a Touvain a la ligera.
—Doctor Millikan —dijo Touvain—, permita que le presente a Su Excelencia Tarik Aziz.
Millikan dedicó a su viejo colega su mejor y más cálido apretón a dos manos.
—Zdraustvui, tovarishch. —Los dos habían servido simultáneamente en Moscú.
—Saint, mon vieux —respondió Aziz, y los dos se sentaron a la mesa.
Touvain inició una charla insustancial señalando a quien quisiera prestarle atención la belle lumière del hotel. Presentaron a los ayudantes, pasaron del guardaespaldas iraquí y, a Touvain, al cabo de unos minutos, le dijeron cortésmente que se largase.
Sobre la mesa pequeña había una bandeja dispuesta tal como había pedido Millikan, con una botella helada de Stolichnaya, caviar de beluga y platitos de pan negro, mantequilla, cebollas y huevo duro picado.
—Pensé que a esta hora ya habrías bebido demasiado champán, viejo amigo —le explicó Millikan, sabiendo el desprecio que sentía Aziz por los franceses por, entre otras cosas, haber dado asilo al ayatolá Jomeini en los años setenta.
—No podrías tener más razón, Jim —respondió Aziz.
Millikan detestaba que le llamasen Jim; de niño se peleaba si alguien le llamaba Jim. Pero Aziz llevaba veinte años llamándole Jim y no iba a pedirle ahora que lo dejase.
—Un brindis —dijo Millikan cuando los pequeños vasos estuvieron llenos de vodka, denso de tan helado—. Por la diplomacia.
Los cuatro entrechocaron los vasos y se tragaron el Stoli de un solo trago. Prepararon con cuidado, consumieron y saborearon las rebanadas de pan negro con mantequilla, cebolla, huevo y caviar. Aziz propuso un brindis:
—Por nosotros, Jim, y por la continua cooperación de nuestros países.
Media hora después se habían terminado el caviar, el vodka iba por la mitad y estaba olvidado. Los ayudantes habían tragado un poco de pan y mantequilla y habían sacado los cuadernos de notas. Millikan y Aziz, como correspondía a los reyes de la diplomacia, pasaron al tercer plato, una refrescante sopa ligera con un toque de limón para limpiar el paladar del excelente pero intenso steak tartare que la había precedido.
Aziz miró por entre platos y velas y señaló al techo, indicando así que los dos actuarían dando por supuesto que no eran las únicas personas escuchando.
—¿Cómo te van las cosas en Washington, mon collègue?
—Otlichno, moi drug. [Excelente, amigo.] El presidente comprende lo que es necesario hacer. Exceptuando a los pocos exaltados habituales del Congreso, no hay ningún problema. La prensa todavía comprende que Irán es nuestro principal problema, aunque debes entender que tu jefe, por su propia naturaleza, llama la atención de nuestros periodistas más sensacionalistas. El sector privado apoya nuestra política. ¿Qué hay por tu parte?
—Estamos muy satisfechos con nuestra cooperación… aunque comprenderás la necesidad de reemplazar a los hombres y el material perdidos durante la última guerra. Tendremos que dar usos creativos a parte de vuestra ayuda. Estoy seguro de que lo comprendes.
A los dos les gustaba jugar a aquello, sabiendo que mientras hablaban sus palabras eran procesadas y enviadas a docenas de capitales. Y no habían dicho nada que no hubiese sido publicado en el New York Times de la semana anterior.
—¿Queda algo de lo que hablar antes del siguiente plato? —preguntó Millikan.
—No —respondió Aziz—. Dejemos que nuestros amigos disfruten de esta buena comida. —Volvieron los camareros, trajeron nuevos platos: un sencillo y abundante saumon grillé.
Comieron bien y bebieron mejor, los dos viejos amigos que sabían que una cámara de vigilancia oculta tras la rejilla de ventilación de la pared observaba su representación. No se pasarían papeles sobre la mesa, no sucedería nada desafortunado. Se trataba de vivir bien, comer bien y pasarlo bien… Un buen momento diplomático.
—Tengo que orinar —anunció Aziz de pronto en voz alta.
—Moi aussi —respondió Millikan—. Iré contigo. —El camarero los guió por el comedor principal, pasillo abajo y doblando algunas esquinas hasta el baño, acompañados siempre por el guardaespaldas, que entró primero y pasó unos minutos comprobando que no hubiese bombas.
Entraron, Aziz a un urinario y Millikan a un excusado, este último disculpándose por sus riñones tímidos, y mearon con estruendo.
Millikan empezó a reírse como un niño travieso, como si el vodka le hubiese convertido de nuevo en un alborotado estudiante universitario.
—¿Qué pasa? —dijo Aziz en voz alta.
—Tienes que leer lo que pone en esta pared, es muy divertido —dijo Millikan.
Aziz se subió la cremallera y fue al excusado, encajándose junto a Millikan, quien estaba allí de pie sosteniendo un trozo de rugoso papel higiénico francés en el que había escrito algo con un rotulador soluble en agua. Aziz lo tomó y leyó.
Decía: «¿Vais a jodernos con Kuwait?»
Aziz agitó la cabeza en un «no» enfático. Millikan soltó aire y pareció relajarse. Recuperó el papel, lo rompió y lo echó al retrete. Aziz dijo:
—Quiero apuntar ese número de teléfono. Podría serme útil en alguna ocasión… para algunos de mis colegas iraníes.
Regresaron a una mesa donde sus ayudantes se relajaban… El vodka había dado paso al vino. Un carrito de postres llegó y se fue, acompañado de café, té y luego puros. A esas alturas ya eran las tres y media en el hotel Crillon.
—Será mejor que te asegures de que ha llegado el coche —le dijo Aziz a su ayudante, y luego, volviéndose hacia Millikan—: Por favor, transmite mis más sinceros respetos y mi admiración a tu presidente.
—Lo mismo para tu líder, amigo mío. —Los dos se dieron la mano cordialmente y salieron para ser recibidos por Touvain, quien los había esperado en una mesa cercana con cigarrillos, café y una novela existencialista. El ayudante iraquí apenas podía caminar. Dellinger se arrojó en el sofá del vestíbulo del hotel y cerró los ojos. Millikan acompañó a Aziz al exterior, donde le esperaba un Mercedes largo iraquí, el vehículo de pasajeros más pesado que Millikan hubiese visto jamás en las calles de París.
La puerta de la limusina apenas se había cerrado cuando Aziz ya hablaba por teléfono con alguien. Millikan, por su parte, redactaba mentalmente el cablegrama al presidente. No estaba exactamente seguro de lo que diría pero, basándose en lo que Aziz le había dicho en el excusado, incluiría su frase favorita: «Todo va bien.»
En París la temperatura era de quince grados y ya florecía la primavera. De pronto Dellinger estaba a su lado sin demostrar signos de embriaguez.
—Estaría bien dar un paseo —dijo Millikan.
Dellinger asintió enfáticamente en dirección a la embajada.
Millikan alzó las cejas.
—¿No hay paseo?
Dellinger se encogió de hombros.
Cinco minutos más tarde estaban en la habitación segura.
—¿Qué pasa? —dijo Millikan.
—Probablemente no sea nada, señor.
—Bien, muy pocas cosas me puedes decir para alterarme. Aziz me ha confirmado que no tenemos nada que temer en Kuwait. Me ha confirmado que se rearman para volver a atacar a Irán. Por Dios, ¿qué iban a ganar yendo por Kuwait? ¿Más petróleo? Por tanto, ¿de qué se trata?
—Verá, señor, la Agencia informaba sobre Irak a nuestro agregado de agricultura en Bagdad, que pasaba unos días en Washington. Nada fuera de lo común… sólo unos analistas sentados con el agregado transmitiéndole información reciente.
—¿Y?
—Bien, señor, parece que una de las analistas de la Agencia le dijo al agregado que los iraquíes estaban empleando los fondos de trescientos millones de dólares de Comida para la Paz para, en su opinión, comprar o desarrollar armas.
—¡Qué! —Millikan apenas podía creer lo que oía; debía de ser un error—. ¿Qué hacía una analista militar en una sesión informativa con un agregado de agricultura?
Dellinger se mostró compungido.
—No era una analista militar —dijo—. Era una analista de agricultura.
Millikan seguía demasiado estupefacto para enfurecerse.
—¿Me estás diciendo que una analista de agricultura decidió, primero, meterse en asuntos militares, y luego dar su opinión personal sobre la política militar de Saddam a uno de nuestros diplomáticos?
—Su opinión, sí.
Millikan respiró profundamente un par de veces.
—Por favor, sigue —dijo.
—Bien, cuando ese agregado regresó a Bagdad, se lo contó al subdirector de la misión, quien se lo contó al embajador, quien se lo contó a Baker, quien se lo contó al presidente.
—¡Oh, Dios bendito! —dijo Millikan y golpeó con tal fuerza la mesa que sonó como un disparo.
—Mientras estaba en el baño con Aziz, me llamaron y me lo contaron. No creo que sea importante. Pero pensé que debía decírselo.
Que algo así hubiese sucedido al final de un día casi perfecto… Millikan tenía ganas de gritar. Pero no gritó. En sueños, antes de las seis de la mañana, se permitía el lujo de gritar. A partir de las seis de la mañana no gritaba nunca.
Pero se le consentía cabrearse.
—No crees que sea importante. El presidente lo sabe, es posible que Aziz haya vuelto a Bagdad a toda prisa por eso y tú no crees que sea importante. ¡Maldita sea! ¿Esos gilipollas no saben que aquí intentamos hacer política exterior? ¿No puedo mantener ni una sola reunión con mi colega sin que el comportamiento imperdonable de una zorra analista me la destroce?
Richard Dellinger pensó que no era un buen momento para comentar el funcionamiento habitual del Gobierno de Estados Unidos. Se limitó a decir:
—No lo sé, señor.
—No vamos a perder la política de Oriente Medio simplemente porque una contable de último nivel no sabe mantener la boca cerrada. Dile al piloto que prepare el avión. Volvemos antes de lo previsto.