Poco antes de que la carretera imperial atraviese por un puente de arco el pequeño pero impetuoso riachuelo de Vóckla, aproximadamente a medio camino entre Linz y Salzburgo, a unos pasos del camino se encuentra fijado a un árbol un pequeño altar de madera dedicado a la Virgen. Ante ese altar se encontraba ahora Tibor. El enano apartó el follaje otoñal que se había acumulado a los pies de la Madonna y se puso de puntillas para retirar una telaraña abandonada del tejadillo de la capilla.
Los colores de la Virgen habían palidecido, sobre el manto antes azul empezaba a crecer un musgo verde, el efecto continuado de una gotera del tejado había oscurecido un brazo de la imagen y la carcoma había dejado un cráter en su cuerpo.
Pero nada de aquello había podido enturbiar la dulzura de su sonrisa. Tibor la miró como a un antiguo conocido y recordó las palabras que en otro tiempo solía dirigirle.
Sacó del bolsillo de los pantalones el amuleto de la Virgen de Reipzig y colgó la cadena sobre la cruz. Otro viajero se lo llevaría si quería. Tibor ya no lo necesitaba.
Esperó hasta que el medallón dejó de balancearse, depositó un beso de despedida en sus dedos y rozó con ellos los pies de la Virgen. Después volvió a la carretera.
En el pescante del carruaje de dos caballos que había adquirido en Hainburg y que le había costado gran parte de su salario, se sentaba Elise. La joven, que no había querido interponerse en la conversación entre Tibor y la Virgen, miraba hacia abajo al agua del Vóckla. Su mano izquierda reposaba en el vientre redondeado, que sentía, a través del vestido, como si fuera el fondo tibio de un caldero.
—Pronto estaremos en Salzburgo —gritó Tibor desde el camino, y Elise se volvió hacia él.
—¿Y qué? ¿Acaso quieres dejarme allí y seguir cabalgando solo?
—¿Y tu hijo?
—Si hace falta, también puede venir al mundo en un pajar o en la carretera.
—Estos son los últimos días cálidos del año. El tiempo refrescará, e incluso podría nevar.
—¿Acaso quieres deshacerte de mí? ¿Piensas que soy una carga?
Tibor se acercó al carruaje. La miró desde abajo, haciendo pantalla con la mano para protegerse del sol, y sacudió la cabeza.
—Entonces deja de charlar y sube, necio enano, o seguiré camino sin ti.
Tibor sonrió y se izó hasta el pescante, mientras ella sujetaba las riendas y azuzaba a los caballos.
Cuando las ruedas del carruaje chirriaron sobre el puente de piedra, Tibor cogió la mochila que tenía a la espalda y sacó, de debajo de sus herramientas, el tablero de ajedrez de viaje con el que había jugado en Venecia la primera partida contra Kempelen. Con un movimiento descuidado lo lanzó por encima del petril —demasiado rápido para que Elise pudiera impedírselo— y ni siquiera lo siguió con la mirada.
El juego cayó sobre una roca y las dos mitades se separaron con el golpe. Treinta y dos casillas se quedaron sobre la piedra, y las otras treinta y dos resbalaron al agua.
Las piezas saltaron: un alfil aterrizó en las hojas de una espuela de caballero, una reina quedó encajada entre dos piedras, una torre siguió pegada al tablero, pero la mayoría cayeron al arroyo o rodaron hasta él y fueron arrastradas por el agua; peones, oficiales y altezas reales rojas y blancas partieron para un viaje salvaje río abajo, hundidas a veces por los remolinos, lanzadas otras brutalmente contra las rocas, siguiendo cada una caminos distintos; con los pies de fieltro empapados y las cabezas de madera asomando a la superficie: las crines de un caballo, una corona, el gorro de un obispo, una fila de almenas. El impetuoso Vóckla las condujo hasta su hermanito mayor, el Ager, que a su vez desembocó en el Traun, y el Traun los condujo al gran padre Danubio, que, sin tantas turbulencias pero en último término con la misma celeridad, los llevaría un día finalmente, pasando por Viena, Presburgo, Ofen y Pest, a través de Hungría, el Banato y Valaquia, al mar Negro.