¿Cómo es que aún vives? —preguntó Kempelen—. ¿No serás un fantasma o un doble? ¿O tal vez un autómata a quien la bala no podía afectar y el sombrero estaba húmedo de aceite?
Tibor siguió a Walther por las escaleras que conducían hasta la iglesia, y efectivamente allí vio, atado a un árbol, un robusto caballo. El animal se volvió hacia los dos hombres cuando oyó el golpeteo de las muletas de Walther. Su aliento formaba nubecillas ante los ollares.
—Cest ca —dijo Walther orgulloso.
Tibor se quitó el tricornio y se acercó al animal. De pronto ya no tenía prisa.
Acarició el flanco tibio del caballo.
—Perfecto —dijo.
—He puesto provisiones en las alforjas. Mira.
—Estoy seguro de que estará todo.
—Por favor, mira un momento dentro.
Tibor sonrió y desabrochó la alforja. Se puso de puntillas para mirar dentro. Vio una hogaza de pan, queso y varias manzanas.
Una de las muletas de Walther cayó al suelo con un chasquido. Con el rabillo del ojo, Tibor vio un movimiento rápido, y luego algo duro se abatió sobre su cabeza con tal violencia que pensó que su cráneo estallaba en mil pedazos.
Cuando despertó de nuevo —al menos sus sentidos, porque su cuerpo seguía entumecido e inerte—, se encontraba boca abajo en el suelo; Walther estaba arrodillado junto a él y se esforzaba en arrancarle la levita. La cara de Tibor fue aplastada contra la fría grava y el enano sintió la sangre que fluía de la coronilla y se deslizaba por sus cabellos. Al lado veía los cascos del caballo.
Walther hablaba consigo mismo.
—El hábito no hace al monje, gran hombre, pero sin él eres otra vez solo Un gnomo jorobado, un vulgar sacabotas. ¿Crees que eres mejor por llevar finos vestidos de hilo? ¡Y Walther, que ha perdido su pierna y tiene que ganarse las gachas mendigando, salta como un chucho cuando le lanzas unas monedas a los pies! Pero ahora han cambiado las tornas. Ahora soy yo quien lleva tus ropas y tu elegante sombrero. Ahora es Walther el rico y tiene un caballo, y tú eres el tullido, y un pobre imbécil.
Por fin Walther había conseguido sacarle la prenda de los brazos, pero al hacerlo, la había vuelto del revés. Colocó bien las mangas y se puso la pequeña levita. Las costuras se abrieron cuando se estiró.
—¡Listo! Corto en los brazos y estrecho en los riñones, pero tres élégant. Mil gracias.
Tibor cerró los ojos de nuevo. Le costaba un gran esfuerzo mantenerlos abiertos; además, Walther no debía ver que había recuperado el conocimiento. Oyó cómo Walther sopesaba la bolsa del dinero. Luego sus pasos crujieron en la grava. Desató el caballo, introdujo las muletas en las alforjas y montó jadeando.
—Nos vemos en el infierno, gran hombre —siseó el camarada como despedida; trazó un arco en el aire con el tricornio, en un burlón signo de respeto, y escupió a la espalda de Tibor—. Después de ti.
Walther chasqueó la lengua y el caballo salió trotando. Tibor abrió los ojos por última vez para asegurarse de que Walther realmente se había ido. Luego, por fin la noche lo envolvió. Estaba seguro de que despertaría de nuevo, de que ni el golpe con la muleta ni el frío de la noche ni Andrássy lo matarían. No llegó a oír el disparo mortal de Andrássy contra Walther.
Una mujer que había ido a visitar la tumba de sus padres lo encontró por la mañana. La mujer despertó a Tibor y le ofreció su ayuda, pero él la rechazó amablemente: podía caminar, eso era lo más importante. Después ya se ocuparía de la sangre seca de su cabeza y su camisa. Temblando de frío y con pasos vacilantes, volvió a la Judengasse sin fijarse en las miradas asustadas de la gente con que se cruzaba. Cuando entró en la devastada vivienda de Jakob, Elise seguía llorando, y cuando vio el tricornio sobre la mesa y su bolsa junto a la cama, comprendió por qué.
Elise enmudeció al verlo, y luego estalló de nuevo en llanto, con más violencia aún que antes, pero con una sonrisa en los labios. Lo rodeó con sus brazos y lloró. Colocó una mano sobre su cabeza herida y lo meció como a un niño. Tibor cerró los párpados sobre sus ojos húmedos y creyó que iba a desmayarse otra vez.
Tibor se tapó los ojos con la mano. Estaba cansado. Pronto se haría de día.
Entretanto, Johann se había levantado, había buscado una manta y se había tendido de nuevo junto al fuego desfalleciente de la chimenea.
—Naturalmente me odias —dijo Kempelen—, y nunca has entendido mi conducta o estás seguro de que tú te habrías comportado de otro modo. Pero ¿no es cierto que ahora eres perfectamente feliz? Y sin mí no estarías aquí. No exijo que me, des las gracias por esto, solo te pido que lo pienses.
—No soy feliz.
—¿Por qué no? Eres un relojero de éxito, un miembro aceptado de esta sociedad, tienes un hogar, amigos…
—Pero no pasa un día en que no piense que yo maté a Ibolya Jesenák. Y por las noches sueño con ello. Ninguna oración, ninguna confesión ha podido liberarme de esto, ni tampoco los años. Esta culpa me ha perseguido durante trece años, y me perseguirá eternamente.
—Comprendo.
—No lo creo. —Tibor se levantó—. Ahora me iré a la cama. Ya es hora.
Volveremos a vernos dentro de unas horas para la partida final.
Kempelen levantó una mano.
—Espera.
—¿Qué?
Kempelen se frotó la frente.
—Espera, por favor.
—¿Estás pensando en acabar lo que Andrássy no logró terminar?
—No, diablos. Espera un momento.
Tibor esperó, pero no volvió a sentarse. Finalmente miró a Kempelen. Su mirada había cambiado.
—Querría proponerte un trato.
—¿Un trato como tu inconfesable trato con Andrássy?
Kempelen fingió no oír aquella observación.
—Si te liberara de esa culpa de la que me has hablado… de la muerte de Ibolya… ¿perderías contra el turco?
Tibor volvió la cabeza. Había contraído las cejas.
—¿Cómo quieres liberarme de esa culpa?
—¿Lo harías?
—¿Qué significa esta pregunta? Ibolya Jesenák ha muerto, y nada puede volverla a la vida. Nadie puede liberarme de esta culpa.
—Tibor, imagina, sencillamente, que yo pudiera hacerlo. Te ofrezco la salvación de tu alma. ¿Perderías, a cambio, la partida?
—Sí.
Kempelen inspiró profundamente.
—¿Qué tienes que decirme? —preguntó Tibor.
—Escucha: del mismo modo que Andrássy no te mató a ti, sino a tu camarada —dijo lentamente, marcando cada palabra—, tampoco fuiste tú quien mató a Ibolya.
Tibor volvió a sentarse.
—¿Recuerdas que después de que Ibolya cayera contra la mesa en casa de Grassalkovich, yo la coloqué sobre la mesa de ajedrez para examinarla? Sentí su pulso… todavía palpitaba. Mentí. No estaba muerta. Solo había perdido el sentido.
Tibor sacudió la cabeza.
—No.
—Te lo juro. Fue una caída inofensiva. Tú has tenido que soportar y soportas aún cosas mucho peores. No mataste a Ibolya.
—Pero entonces… —Tibor miró fijamente a Kempelen, con los ojos muy abiertos—. Madre de Dio… ¿Aún vivía cuando tú…?
—Sí.
—¿Tú la mataste?
—Sí.
—Pero… ¿por qué?
—¿No es evidente? Podría explicarte que lo hice para protegerte, pero durante esta noche no nos hemos mentido, y no quiero empezar ahora. —Carraspeó—. Lo hice sencillamente porque Ibolya nos habría traicionado. Ya la oíste. Me hubiera condenado.
—¡Ella te amaba!
—Ella se aburría —dijo el húngaro, y apartó la mirada—. Sí, despréciame. Ya no tengo nada que perder ante ti.
—¿Por qué… no me dijiste la verdad entonces? —Kempelen hizo un gesto vago, pero Tibor respondió él mismo a la pregunta—: Para poder echarme las culpas si se descubría el asunto…
—Tibor…
—… y para encadenarme para siempre al autómata y a ti por miedo al patíbulo.
—Exageras.
Tibor miró al suelo. Luego, inesperadamente, como un animal de presa, subió a la mesa de un salto y sujetó a Kempelen por el cuello. El caballero cayó con su silla hacia atrás. Tibor permaneció sobre él, con la mano izquierda sobre su garganta.
Había cerrado la mano derecha y tensado el brazo, dispuesto a descargar un puñetazo en el rostro de Kempelen. Este vio cómo el puño apretado temblaba por la tensión y la carne de los dedos se volvía blanca. No se movió. Tibor respiraba deprisa, con la boca medio abierta.
Johann se despertó con el ruido. Adormilado, se puso en pie y se acercó a los dos hombres.
—¿Señor Von Kempelen?
—No pasa nada, Johann —dijo Kempelen, con la voz deformada por la presión de Tibor en su garganta—. Quédate donde estás.
Tibor no prestó la menor atención al ayudante. Seguía sin poder decidirse a lanzar el golpe, y seguía apretando el puño.
—¡Dios mío, señor Neumann! ¡Por favor, no le hagáis nada! —suplicó Johann con voz llorosa—. ¡Es solo un juego! Si tanto lo deseáis, perderé yo.
Tibor asintió con la cabeza. Los rasgos de su rostro se relajaron; luego también su puño y la mano que sujetaba la garganta de Kempelen. Dio un paso atrás.
—No —le dijo a Johann—; no, señor Allgaier, no será necesario. Perdonadme, por favor, por haberos arrancado tan bruscamente de vuestro sueño.
La mirada de Tibor pasó de Johann a Kempelen, que permanecía tendido en el suelo, y volvió de nuevo a Johann. Luego dijo casi jovialmente:
—Buenas noches, señores. Dentro de unas horas volveremos a vernos en compañía del turco.
Benedikt Neumann realizó otros once movimientos, pero, con una táctica poco hábil, maniobrando con su rey hasta llevarlo a un rincón del que ya no podía escapar. Y allí la máquina de ajedrez de Kempelen forzó el mate. El público aplaudió. El presidente del salón de ajedrez opinó:
—No tenía la menor oportunidad de ganar. ¡Cómo iba a tenerla contra una máquina! Pero ha jugado de manera fenomenal.
Carmaux balanceaba la cabeza, compungido, y no dejaba de decir:
—Qué lástima, Señor, qué lástima. —Luego se levantó y abrió su bolsa—. Y ahora ha llegado el momento de sacar a pasear, según lo prometido, la bolsa limosnera.
Tibor, que seguía sentado, lanzó una dura mirada a Kempelen —una mirada que escapó a la atención de los espectadores—, y a continuación el mecánico húngaro dijo:
—No, messieurs, se lo ruego: nada de dinero. Por favor, olviden nuestro acuerdo de ayer. Ya han pagado su entrada, y para mí es suficiente recompensa haber podido asistir con ustedes a esta bonita partida.
De nuevo se elevó un aplauso por la magnanimidad del mecánico.
—Qué hombre más notable —dijo Carmaux.
Solo Antón, el ayudante de Kempelen, parecía consternado.
Finalmente, Tibor se levantó de su asiento, y dijo a un muchacho que ese día y el anterior se había sentado en la segunda fila de sillas:
—Ven, Jakob, nos vamos.
De pie, el muchacho era ya tan alto como el enano. Kempelen abrió la boca, estupefacto. El chico era rubio, de piel clara y extraordinariamente guapo. Sobre la comisura derecha de los labios tenía un pequeño lunar. Tibor ya no volvió la cabeza, pero el muchacho miró por encima del hombro y sostuvo la mirada de Kempelen hasta que desapareció entre los espectadores.
—¿Por qué no has ganado? —preguntó Jakob a su padre mientras volvían con su carruaje a La Chaux-de-Fonds.
—Porque el otro era mejor que yo.
Jakob sacudió la cabeza.
—No entiendo el juego, pero he visto que no te esforzabas. Como si hubieras perdido las ganas de jugar.
Tibor sonrió y le pasó la mano por el pelo.
—¡Qué listo eres! Naturalmente tienes razón, no me he esforzado. He dejado ganar al otro. Pero en cualquier caso habría perdido, créeme. Es verdad que habría podido alargar la partida y tal vez hubiera llegado a conseguir unas tablas, pero el otro era mejor.
—El turco.
—Sí. El turco.
—De todas maneras has estado fantástico. ¡Todos han aplaudido! Se lo contaré enseguida a mamá.
Durante un rato permanecieron callados. No había viento y la nieve de la noche se había fundido, pero todavía hacía un frío terrible. Jakob miró el paisaje, y luego a su padre.
—¿Estás pensando en la máquina? —preguntó.
—No, no —respondió Tibor—. Estaba pensando en tu madre. En tu madre carnal.
—¿En Elise?
—Sí. Es una pena que no pudieras disfrutar más de ella.
—Hubiera podido quedarse.
Tibor suspiró.
—Sencillamente no soportaba La Chaux-de-Fonds. La vida como madre en un pueblecito suizo no estaba hecha para ella. Quería algo más. Le prometí que velaría por ti, de modo que se fue a París a probar fortuna. El verano después de tu nacimiento.
—¿Y encontró lo que buscaba?
—No, no lo creo. Cuatro años más tarde volvió, cuando yo ya hacía tiempo que estaba casado con mamá.
—Y estaba enferma cuando vino a casa.
—Exacto. Dijo que quería curarse de su enfermedad con nosotros. Pero seguramente ya sabía que no se curaría nunca. Solo quería volver a verte otra vez. Y a mí. Porque cuando consiguió lo que había venido a buscar, todo fue muy rápido.
¿Recuerdas el día en que la llevamos al cementerio?
Jakob asintió. Después de una pausa, preguntó:
—¿La amabas?
—Sí —dijo Tibor; respiró varias veces y luego añadió—: Sí, la amé mucho.
—¿Tanto como a mamá?
—No se puede comparar.
—¿Y ella también te amaba?
Tibor bajó los ojos y sacudió la cabeza.
—No. No del todo, me temo.
—¿Por qué no?
—No lo sé.
—¿Porque eres pequeño?
—Tal vez. Pero también es posible que no fuera por eso. ¿Sabes, Jakob?, ella me reveló una cosa antes de morir. Estaba triste por no haber amado nunca como yo lo hacía, me dijo, y que a veces incluso había estado celosa de mí por esto; sobre todo cuando nos veía juntos con mamá. —Tibor miró a Jakob a los ojos—. Y luego dijo:
«Nunca he experimentado realmente el amor, pero sé que con ningún otro hombre de los que he conocido he estado tan cerca de este sentimiento como contigo».
Jakob no se atrevió a replicar nada, y se alegró de que su padre, sin decir palabra, le tendiera las riendas y él pudiera concentrarse en guiar al caballo, mientras Tibor seguía observando el paisaje.