Cuando Tibor volvió por la noche, todas las luces de la casa de la Donaugasse estaban apagadas. Kempelen le había dejado ante la puerta, en una bandeja, una cena que consistía en pan, salchichas, cebolla y una copa de malvasía roja. Mientras comía, Tibor se familiarizó con la pistola de Messerschmidt, y cuando acabó, la cargó: vertió algo de pólvora negra en la cazoleta y en la boca, la apretó con la baqueta, metió la bala y también la apretó bien. No amartilló el arma, pero dejó la pistola junto a la cama. Quería asegurarse de que tenía el equipaje a punto —a la mañana siguiente saldría temprano y no pensaba volver a casa de Kempelen después del entierro—, pero de pronto se sintió enormemente cansado, y se derrumbó en la cama sin desnudarse ni apagar la vela; cayó profundamente dormido.
Cuando despertó de nuevo, fuera todavía era oscuro. Le zumbaba la cabeza, tenía los miembros pesados y le costaba un enorme esfuerzo mantener los ojos abiertos.
Algo arañaba la puerta; ¿era un animal o solo formaba parte de un sueño? Tibor gimió. Poco después, la puerta, que Tibor había cerrado, se abrió, y dos figuras se introdujeron en su habitación a la luz de una vela. «¿Padre?», preguntó Tibor, aunque en realidad sabía que no tenía ante sí a un sacerdote ni a un médico, sino a un farmacéutico. El otro hombre era Kempelen. Tibor quiso incorporarse y huir, pero sus miembros estaban tan anquilosados que cuando se levantó de la cama, cayó al suelo. Los dos hombres le dieron la vuelta, lo colocaron boca abajo y le ataron las manos a la espalda. Hablaban entre ellos, pero Tibor no entendía qué decían.
Finalmente, sus manipulaciones lo despertaron de su embotamiento. Tibor movió las manos bruscamente y golpeó al farmacéutico en la cara; lanzó un puntapié a Kempelen y repelió también su segundo ataque; luego se sujetó a la cama y se incorporó tambaleándose; la pared que tenía detrás lo mantuvo en pie. El Cristo crucificado se soltó de su clavo y cayó con estrépito al suelo. Tibor lanzó una jarra contra sus atacantes, pero estos se inclinaron, y la jarra se rompió contra la pared.
Entonces quiso coger la pistola, que se encontraba junto a la cama, pero solo sujetó las sábanas. El farmacéutico se retiró unos pasos y sacó algo de una bolsa, mientras Kempelen, con la mano extendida, se acercaba a Tibor y le decía algo, pero este solo oía, como un perro, que repetían su nombre una y otra vez y no entendía nada más.
El farmacéutico se volvió de nuevo. Ahora tenía un trapo en la mano y otro ante la boca. Kempelen dio un salto para sujetar a Tibor. El enano no reaccionó con suficiente rapidez, de modo que ambos cayeron juntos al suelo. Tibor trató de empujar a Kempelen a un lado, pero este le lanzó un puñetazo al pecho justo en la herida del disparo, y Tibor se encogió de dolor. Un instante después, el farmacéutico apretó el trapo húmedo contra su cara. Tibor cerró instintivamente la boca e inspiró por la nariz, olía a orina. Se debatió; aún pudo ver cómo Kempelen apartaba la cara y escondía la nariz en el hueco del codo. Luego Tibor volvió a inspirar y el dolor desapareció. Sus miembros se relajaron, sintió una agradable calidez, y volvió a dormirse.
Stegmüller lanzó el trapo a la jofaina de Tibor y vertió agua por encima y sobre su mano. Kempelen abrió la ventana.
—¿Cuánto tiempo dormirá? —preguntó.
—No demasiado —dijo Stegmüller—. Es pequeño de estatura, pero tiene mucho aguante. —Levantó el vaso de vino vacío—. Mira: ha bebido un vaso entero y a pesar de todo se ha despertado. Y eso que la dosis era extraordinariamente fuerte.
—Vayamos donde el aire sea más fresco.
Llevaron al enano inconsciente al taller. Allí, Kempelen ató de pies y manos a Tibor con cuerdas de cáñamo y lo amordazó. Miró el reloj de la pared: hacía poco que habían dado las cuatro.
—¿Y ahora? —preguntó Stegmüller mirando el cuerpo inmóvil atado.
—Ahora —dijo Kempelen, y dejó un rato la palabra colgando en el aire—, ahora pondremos fin a su vida.
Stegmüller dio un respingo y sacudió la cabeza, incrédulo.
—No.
—¿Qué habías imaginado?
—Pensé que… querías castigarlo de algún modo… o sacarlo del país…
—¿Has traído el arsénico?
—Sí.
—Y dime, ¿para qué podría utilizarse el arsénico si no es para matar a alguien?
—No sé…
—Cuanto antes nos pongamos al trabajo, más fácil será. Kempelen extendió la mano.
Stegmüller cogió lentamente la botellita marrón del bolsillo interior de su levita y la colocó sobre la palma de Kempelen.
—¿Cómo se administra? —preguntó Kempelen.
—Oralmente… pero entonces la dosis tiene que ser muy grande y tarda unas horas… o se introduce directamente en la sangre, arañando la piel o cortando una vena.
—¿Entonces el efecto es más rápido?
—Fulminante.
—Pues lo haremos así. ¿Has traído un escalpelo?
Stegmüller sacudió la cabeza. Kempelen fue a su banco de trabajo, cogió una cuchilla de tallar y se la tendió al farmacéutico.
—¿Qué quieres que haga con eso? —preguntó Stegmüller.
—Lo que acabas de explicarme.
—¿Yo?
—Tú entiendes más que yo de estas cosas.
—No…
—¡Tú lo curaste!
—Por Dios, eso es distinto a… No. Lo siento, no puedo hacerlo.
—Nadie lo sabrá.
—No se trata de eso… Yo… —Stegmüller buscaba las palabras mientras miraba la cuchilla.
—Georg, domínate, por favor.
—Gottfried.
—Georg, Gottfried, qué importa; ¡hazlo de una vez!
Stegmüller miró a Kempelen a los ojos.
—No. En nombre de Dios, no, no y otra vez no; no lo haré. Puedes quedarte con el veneno y mis informaciones y hacerlo tú mismo, si eso no te asusta, pero yo no mataré a ningún hombre.
—La logia…
Stegmüller levantó las manos.
—Ninguna logia del mundo vale esto. Ni aunque me nombraran duque. Me importa más la salvación de mi alma. —Stegmüller volvió a dejar la cuchilla—. Ahora me voy.
—¡Quédate aquí!
Stegmüller ya había retrocedido unos pasos.
—No. No quiero ser testigo de este crimen.
—¡Quédate aquí, cobarde!
—Puedes llamarme cobarde; no te lo tendré en cuenta. Pero prefiero mil veces ser un cobarde a ser un asesino.
Stegmüller dio media vuelta y desapareció en la escalera. Kempelen oyó cómo tropezaba en su apresurada marcha hacia abajo. Luego volvió a hacerse el silencio en la casa.
Kempelen abrió el puño y vio la botellita. Volvió a coger la cuchilla y se arrodilló con el veneno y la hoja junto a Tibor. Las manos del enano estaban cruzadas a la espalda, con la mano derecha por encima. Kempelen deslizó la cuerda un poco más arriba, para dejar al descubierto la muñeca. Se veían tres venas azules bajo la piel.
Kempelen rompió el sello que unía el corcho con la botella y sacó el tapón. Dejó la botellita abierta en el suelo. Luego cogió la cuchilla y apoyó la hoja primero sobre una, y luego sobre las tres venas. Volvió a apartarla, colocó dos dedos sobre las venas, y aunque temblaba, pudo sentir el pulso cálido de Tibor. También notó ahora que su espalda subía y bajaba siguiendo el ritmo de la respiración. De nuevo llevó la hoja de la cuchilla a la muñeca de Tibor. Apretó hacia abajo, y luego la retiró. No se veía sangre. El cuchillo ni siquiera había arañado la piel. En la muñeca solo se distinguía una línea blanca fina, resultado de la presión. O bien no había apretado lo suficiente, o el cuchillo estaba romo. Examinó la mano de nuevo. La mano con que Tibor había movido el brazo del turco ajedrecista. La línea blanca había desaparecido. Kempelen se cubrió la cara con las manos y suspiró.
Abrió el almacén donde se encontraba el autómata; levantó a Tibor para colocarlo en el interior, en el lugar donde había permanecido sentado en el último medio año.
Luego cerró todas las puertas de la mesa, empujó la parte frontal del autómata contra la pared y bloqueó el mecanismo. Cuando cerró la puerta de la sala, se hizo la oscuridad en torno al turco. Kempelen echó el cerrojo y colocó, además, un madero atravesado sobre la puerta y el marco. Devolvió la cuchilla a su lugar, guardó el arsénico intacto en su escritorio, apagó la vela y cerró la ventana de la habitación de Tibor. Después se dirigió a la cocina para hacerse un café, llevándose consigo la jofaina donde se encontraba el paño con el narcótico. Fuera había empezado a llover.
Negro, negro y silencioso, todo era negro y absolutamente silencioso cuando Tibor recuperó el conocimiento. Primero temió que el veneno que había inspirado le hubiera dañado los ojos y el oído, pero luego sintió que a su alrededor reinaba un silencio tenebroso. Seguía teniendo un trapo húmedo en la boca, pero solo era una mordaza que olía a su propia saliva y a nada más. Tenía la boca seca. Tenía tanta sed que le dolía tragar. Percibió el tacto de la tela bajo su cuerpo y detrás de su cabeza, y por el modo en que sus gemidos rebotaban en las paredes cercanas se dio cuenta de que estaba sentado en una caja. Un ataúd. Lo habían enterrado en vida. Por un momento se sintió dominado por el pánico, pero luego olió a metal y aceite, un olor familiar, y supo que no se encontraba en un ataúd, sino en el interior revestido de fieltro del autómata.
Tenía las manos atadas y entumecidas, y también los pies. Apenas podía moverse.
La última vez que había estado despierto, había comido. Lo que había sucedido después se le aparecía como en un sueño. Solo estaba seguro de que Kempelen lo había atacado con ayuda del farmacéutico y lo había drogado. Tibor no tenía ni idea de qué hora podía ser. Desde el ataque podía haber pasado una hora o un día.
Empezó a gritar, tanto como lo permitía la mordaza, y a golpear la pared que tenía enfrente con los pies atados, pero pronto el aire en la mesa empezó a escasear y a calentarse, y la sed se hizo aún más insoportable. De todos modos, si el turco se encontraba todavía en su cámara, lo que era probable, nadie podría oírlo.
Tenía que librarse de las ligaduras. Giró las manos y trató de sacarlas de entre las cuerdas, pero era inútil intentarlo: las ligaduras estaban demasiado apretadas y no podía alcanzar los nudos. Solo podía ayudarlo un cuchillo. Movió los dedos entumecidos y fríos, y reflexionó. ¿Qué llevaba consigo que pudiera serle útil? Nada.
Sus bolsillos estaban vacíos. ¿Qué había en el autómata? Una vela, pero nada para encenderla. Un juego de ajedrez y el mecanismo de relojería. El mecanismo: con sus ruedas dentadas. Recordó la última presentación en Schónbrunn, cuando el cliente agudo de una rueda le lastimó el brazo. Tal vez pudiera utilizar un engranaje para cortar las ligaduras. Giró la cabeza hacia la oscuridad a su derecha, donde se encontraba el mecanismo de relojería. Como conocía la disposición de las ruedas, trató de recordar dónde estaba la más pequeña de todas. Se volvió de espaldas al dispositivo, palpó con los dedos la rueda que buscaba, y luego colocó las ligaduras contra ella. Después movió las manos hacia delante y hacia atrás. No tenía la sensación de que llegara siquiera a mellar las cuerdas. En cambio, resbaló varias veces hacia atrás y metió las manos y los brazos en el engranaje. Los dientes arañaron su piel. Sin embargo, cuando se acostumbró a la postura oblicua y realizó un movimiento continuo, avanzó en su trabajo: como una sierra, el metal penetró en el cáñamo. Pronto se soltó una primera cuerda, luego una segunda, y después de que se rompiera la tercera, también se soltaron las demás. Tibor se frotó las muñecas heridas y se quitó la mordaza y las ligaduras de los pies.
Naturalmente todas las puertas estaban cerradas, y Tibor no tenía ninguna llave.
Como no podía ver nada, golpeó contra las cuatro paredes; por el sonido concluyó que Kempelen había empujado las dos caras de la mesa contra un rincón. De este modo la parte superior de la mesa no podía desplazarse. La única salida era la que ofrecía la puerta posterior, que se encontraba directamente junto a él. Tibor presionó con el hombro contra la madera. Las tablas crujieron, pero tanto la puerta como la cerradura soportaron la arremetida. Tibor sabía lo gruesas que eran las paredes de la mesa y que no tenía ninguna posibilidad de romperlas. Tal vez el tablero de ajedrez cediera.
Se arrastró hasta la parte central de la mesa, se colocó de espaldas y apretó con los pies contra la parte inferior del tablero. Como estaba descalzo, las cabezas de los clavos con las plaquitas de hierro le hicieron daño en las plantas; tuvo que doblar los clavos con la mano. Luego presionó con los pies contra el tablero hasta que el sudor brotó de su frente. Pero el mármol no cedió. La máquina de ajedrez estaba sólidamente construida para proteger el interior de las miradas de los curiosos. Solo con la fuerza, no conseguiría liberarse.
Necesitaba una llave, y si no tenía ninguna, tendría que fabricarla. Se arrastró de nuevo hacia atrás e introdujo la mano entre los engranajes para sujetar una de las varas de metal situadas sobre el cilindro. La rompió y la sacó. Luego empezó a doblar el metal, imitando la forma de la llave según la recordaba. Como no tenía tenazas, tenía que trabajar con los dedos, y como no veía absolutamente nada, debía hacerlo al tacto. Para ayudarse, cogió una pieza de ajedrez y dobló el alambre en torno a su cabeza. Una vez acabada la ganzúa, la introdujo en la cerradura. El auténtico trabajo empezaba ahora: Tibor tuvo que sacar la llave una y otra vez para doblar un poco el alambre, a veces solo la anchura de un cabello. Necesitó una hora larga, hasta que consiguió finalmente sujetar el pestillo y moverlo hacia atrás. La puerta estaba abierta, y Tibor salió arrastrándose de la mesa.
Para su sorpresa, fuera el ambiente era casi tan sofocante y tenebroso como en el interior de la mesa. Solo se veía una pequeña rendija de luz bajo la puerta que conducía al taller. Luz: debía ser de día, pues. Naturalmente también esta puerta estaba cerrada. Tibor podría haber fabricado otra ganzúa, pero sabía que también había un cerrojo por fuera, y que no podría abrirlo.
Volvió a tientas hasta el autómata y tocó el brazo derecho del androide, la madera y el caftán con las orlas de piel por encima. La madera fría no cedió a la presión de la mano de Tibor.
La mano subió palpando por el rígido brazo del turco, pasando por el hombro y el cuello hasta la cara. Los dedos se deslizaron por la barbilla, la boca y la nariz, hasta los ojos. Tibor tocó los globos oculares de cristal con la yema del pulgar. Sintió que el vidrio estaba más frío que el resto del turco. La oscuridad le impedía verle la cara.
Tibor aumentó la presión contra el ojo. Se oyó un chirrido en el cráneo de madera del turco. Finalmente el reborde del ojo se rompió, y el ojo se hundió en el cráneo vacío.
Como una canica, cayó a través del cuerpo hueco, golpeó contra las costillas de madera y los alambres y finalmente quedó colgando de su nervio óptico.
El turco ajedrecista nunca volvería a jugar. El ojo hundido fue el toque de corneta, el pañuelo caído al inicio del torneo, el primer disparo de la batalla. Si Tibor debía morir, el maldito autómata lo acompañaría. Tibor torció el brazo derecho del androide contra la espalda. Los huesos de madera se astillaron y se quebraron, la seda del caftán se rasgó longitudinalmente. Arrancó el brazo del hombro del turco y lo partió sobre su rodilla como si fuera un leño. Después lanzó los restos a un rincón.
A continuación hizo pedazos el brazo izquierdo, que al contener el delicado pantógrafo, se astilló con mucha mayor facilidad, casi como los huesos de un pájaro.
Tibor giró la mano que guiaba las piezas de ajedrez, con su delicada mecánica que tanto había costado fabricar, y la separó de la articulación, la lanzó al suelo y allí la hizo añicos con el talón. Luego arrancó del cuerpo del androide manco el caftán y la camisa, de modo que el turco quedó desnudo en la oscuridad. Tibor sujetó las costillas de madera con las manos, las partió en dos; ni siquiera notó la astilla que se clavó al romperlas. Tirando con las dos manos, arrancó los cables del cuerpo, y el turco asintió por última vez salvajemente, aunque ya no había nadie a quien pudiera dar mate. Aquel era su propio final del juego. Tibor le arrancó la cabeza, torció el cuello del turco hasta que la nuca se quebró. Hizo saltar el turbante junto con el fez de la pelada testa de madera, y luego presionó también el segundo ojo, que cayó a través del cráneo hasta el cuello abierto y rodó por el suelo. Finalmente agarró la cabeza ciega y la golpeó con la cara contra la pared una y otra vez, hasta que saltó el revoque y la faz del turco se convirtió en un grotesco amasijo de cartón piedra aplastado, astillas de madera, barniz y falsos pelos de la barba. ¡Cuánto le habría gustado verlo!
El enano dejó caer la cabeza al suelo y se volvió hacia la mesa. No podía destrozar la madera, pero sí el falso mecanismo de relojería. Rompió el madero que había sido la columna del androide separándolo del taburete que tenía debajo y embistió contra los engranajes y cilindros. Resonó una melodía abstrusa, como si alguien hubiera pisoteado un clavicordio. Tibor hurgó en la herida hasta que las ruedas dentadas saltaron de sus encajes y reventó el peine sobre el cilindro. Habría dado cualquier cosa por tener algo de aceite y fuego para transformar para siempre en cenizas los restos destrozados del impío autómata y convertir todos los engranajes en inertes gotas de metal fundido.
La noche pasó y llegó la mañana. Kempelen llevaba varias horas sentado a su mesa, casi inmóvil, pensando cómo podría matar a Tibor que, detrás de la pared, yacía atado en la máquina. No había encontrado ninguna solución. Luego, oyó cómo Tibor se despertaba y golpeaba contra la madera, y aunque el martilleo amortiguado apenas era audible, Kempelen no podía soportarlo. No podía concentrarse. De modo que se vistió y cabalgó a través de la llovizna hasta la Cámara de la Corte, para seguir pensando sin ser molestado. Era tan temprano que fue el primer funcionario al que el portero abrió las puertas. El caballero indicó al conserje que no dejara entrar a nadie. Luego se sentó a su escritorio —tal como antes había estado sentado en el despacho de su casa—, y con la mirada perdida en el vacío trató de llegar a alguna determinación. Pero tampoco aquí lo consiguió. Cuando las campanas del ayuntamiento dieron las nueve, recordó que le esperaban en el entierro de Jakob.
Una hora más tarde, en el cementerio judío, Wolfgang von Kempelen lanzó tres paletadas de tierra sobre el féretro de su antiguo ayudante y dejó también sus gafas.
—Polvo eres y en polvo te convertirás —dijo, tal como habían hecho antes que él los seis judíos: la casera de Jakob, el chamarilero Krakauer, dos miembros de la comunidad judía, un levita de la sinagoga y el enterrador.
Kempelen no escuchó ni una palabra de la ceremonia. Todo el entierro pasó para él como en un sueño. La tumba de Jakob era estrecha y estaba situada al borde del cementerio, bajo un tilo, junto al muro a la sombra de una casa. La lápida era sencilla. Kempelen recordó que, no hacía mucho, Jakob juró que se llevaría a la tumba el secreto de la máquina de ajedrez. Había mantenido su palabra: allí yacían ahora ambos.
Ante las puertas del cementerio lo esperaba, sorprendentemente, János Andrássy.
El barón, que no llevaba uniforme, pero sí, como siempre, sable y pistola, sonrió con aire cansado.
—Pensé que os encontraría aquí —dijo—. ¿No es triste que siempre coincidamos en los cementerios?
Kempelen se quedó inmóvil. La visión de Andrássy lo había arrancado de su apatía.
—Un cementerio es y ha sido siempre un lugar totalmente inadecuado para un lance de honor, apreciado barón. Solo espero que no estéis aquí por ello, porque hoy tengo menos interés aún que nunca en aceptar vuestro desafío.
—No quiero batirme en duelo con vos —replicó Andrássy—, ni hoy ni mañana ni nunca. Retiro mi solicitud.
Kempelen parpadeó.
—¿Por qué ese cambio de opinión?
—Entretanto he conseguido cierta satisfacción. Aunque no es en absoluto la que había deseado. Yo soy quien mató a vuestro judío.
Kempelen se quedó mudo de sorpresa.
—Caminemos un poco —dijo Andrássy, apuntando con un gesto hacia la salida de la Judengasse—. Estaré encantado de explicároslo todo, si es que deseáis saberlo, pero no en el barrio judío.
Mientras andaban corriente abajo por la orilla del Danubio, Andrássy le contó que la noche que murió Jakob se encontraba en su cuartel ante las puertas de la ciudad.
Iba a irse a la cama cuando se presentó ante él un soldado de su regimiento que había llegado a caballo de la ciudad. El húsar le dijo que en la taberna de La Rosa Dorada, en la plaza del Pescado, el ayudante del señor Von Kempelen, disfrazado como la máquina de ajedrez, representaba el asesinato de la difunta baronesa Jesenák ante una multitud de clientes que le dedicaban grandes aplausos, y que él, el húsar, había creído su deber poner al teniente en conocimiento de este hecho.
Andrássy ensilló inmediatamente su caballo, mandó llamar a su cabo y partió con Desssewffy hacia la colonia de pescadores. Esperaron casi una hora junto a la casa y luego siguieron al ayudante de Kempelen en dirección a la Judengasse. Estaba completamente borracho, llevaba todavía las ropas del turco y cantaba una cancioncilla judía de la que no se entendía nada excepto el nombre de «Ibolya».
Andrássy y Dessewffy lo alcanzaron ante San Martín y lo llamaron. En ningún momento Andrássy tuvo la intención de matar al judío, pero la canción y el impertinente disfraz lo sacaron de sus casillas de tal modo que, cuando Jakob lo saludó con las palabras: «¿Qué, de camino a rematar unos muebles?», lo golpeó con el puño en la frente. Jakob cayó al suelo. Mientras aún estaba tendido allí, Andrássy le dio a su acompañante el dolmán, el kalpak, el sable y la pistolera y retó al judío a una pelea con los puños, de hombre a hombre, sin consideración de estado ni religión. El ayudante volvió a ponerse en pie, cogió sus gafas y apretó los puños.
Andrássy le preguntó si estaba listo y, apenas el otro asintió con la cabeza, le lanzó otro puñetazo. La pelea no fue justa: el primer golpe, y sobre todo la gran cantidad de alcohol que había bebido, hacían a Jakob prácticamente incapaz para la lucha.
Andrássy pudo esquivar sus torpes golpes con facilidad; en una ocasión el ayudante perdió totalmente el equilibrio después de lanzar un swing y casi volvió a caer. Sin embargo, el judío tuvo la hombría suficiente para no rendirse y seguir luchando hasta el final. Un potente golpe en la oreja lo dejó tendido finalmente en el empedrado. El turbante de la cabeza cayó.
Andrássy se inclinó sobre él y le hizo la pregunta que lo atormentaba desde hacía tanto tiempo: «¿Quién mató a mi hermana? Dime, judío, ¿fue el turco?».
Jakob se tomó tiempo para responder; antes se lamió la sangre de los labios.
Luego pronunció unas palabras en tono apagado. Andrássy acercó el rostro a la cara tumefacta del judío para oírlo mejor. Pero, en lugar de dar una respuesta, con una agilidad sorprendente Jakob levantó bruscamente la rodilla y alcanzó con tanta fuerza al confiado Andrássy entre las piernas que el húsar estuvo a punto de desmayarse y, retorciéndose de dolor, cayó al suelo junto a él. Durante todo ese tiempo, Dessewffy se había abstenido de intervenir, tal como le había ordenado el teniente. Jakob se levantó, se puso las gafas de nuevo con toda calma, escupió sobre el cuerpo del barón y dijo: «Exacto, el turco tiene a tu hermana sobre la conciencia. Solo vosotros, los húngaros, podéis ser tan bobos para creer en cuentos de fantasmas».
A continuación, Jakob siguió caminando, con paso vacilante, en dirección al barrio judío. Andrássy se puso en pie; atormentado por el dolor y loco de rabia, sacó el sable de la vaina que Dessewffy sostenía y corrió con él en la mano hacia Jakob.
Corrió tan deprisa que la hoja atravesó el cuerpo del ayudante como si fuera una fruta madura. Y ahí se quedaron los dos: Andrássy, horrorizado por su acción, y Jakob sintiendo todavía, incrédulo, el hierro ensangrentado que sobresalía de su pecho. Pero antes de que pudiera gritar, el judío ya estaba muerto.
—Lanzamos su cuerpo al Danubio, y nadie nos vio —concluyó Andrássy—. Me avergüenzo de mi acto. Sin duda era un mal hombre, pero no merecía esa muerte.
No fue un acto propio de un caballero. —Andrássy se detuvo y tendió la mano a Kempelen—. Por eso retiro mi guante. Quedáis liberado de nuestro lance de honor.
En este asunto ya ha corrido bastante sangre.
Kempelen cogió la mano que le tendían y dijo:
—Sí.
—Rezad por vuestro judío, porque yo, desde luego, no lo haré. —Andrássy se llevó la mano al sombrero para despedirse—. Adiós.
El barón ya había dado unos pasos en dirección a la ciudad, cuando Kempelen lo llamó de nuevo.
—¿Qué más queda por discutir entre nosotros? —preguntó Andrássy sin moverse de donde estaba.
Kempelen se acercó a él.
—Quiero haceros una propuesta —dijo con voz suave—. Si os doy el nombre del asesino de vuestra hermana, como habéis ansiado saber durante tanto tiempo… ¿me daréis vuestra palabra de hombre de honor de que guardaréis el secreto mientras viváis?
El rostro de Andrássy permaneció impasible, pero sus ojos se entrecerraron.
—Supongo que protegería el secreto, sí… el secreto; ¡pero, por Dios y todos los santos, nunca a quien se oculta tras él!
—Tampoco lo exijo —replicó Kempelen.
Cuando Andrássy, con la última de las llaves que le había dado Kempelen, abrió la puerta del pequeño almacén —con una pistola cargada en la mano izquierda—, apareció ante sus ojos un extraño espectáculo: allí estaba la mesa de ajedrez, con un madero sobresaliendo del mecanismo de relojería. Del turco solo quedaban las piernas, que estaban fijadas al taburete. El resto del cuerpo se encontraba repartido en pedazos por toda la habitación. La pared estaba resquebrajada en varios lugares, y los agujeros en el revoque dejaban ver la mampostería. En el suelo había un ojo.
Parecía que hubiera explotado una bomba y hubiera hecho estallar en mil pedazos al ajedrecista.
En medio de aquel caos estaba sentado un hombre pequeño, un enano, con la espalda apoyada contra la pared. El enano parpadeó cuando la luz del taller cayó sobre él y levantó una mano para protegerse los ojos. Su frente estaba cubierta de sudor, con astillas de madera, fragmentos de barniz y polvo pegados a ella. Cuando el hombrecillo se acostumbró a la claridad, dio la sensación de que reconocía a Andrássy, y sonrió. Andrássy lo apuntó con la pistola y le indicó que se levantara.
—¿Fuiste tú quien mató a mi hermana?
Tibor asintió.
—No quería hacerlo —dijo, aunque tenía la garganta tan seca que casi no se le entendía.
—¿La vejaste antes? ¿La tocaste impúdicamente o la besaste?
—La toqué.
—Entonces tendrás que pagar por ello. Te mataré. Ahora.
Tibor asintió de nuevo. Estaba demasiado débil para defenderse o huir, pero tampoco quería hacerlo ya. Andrássy era para él el mejor de los ejecutores. Ahora acabaría lo que había empezado en el camino de Viena.
—¿Tienes un último deseo?
Incapaz de hablar, Tibor señaló la jarra de agua que había sobre una de las mesas de trabajo. Andrássy asintió. Tibor cogió la jarra. El primer trago todavía le dolió.
Luego bebió con avidez hasta vaciar la jarra y volvió a dejarla sobre la mesa.
—Gracias.
—Arrodíllate —le ordenó Andrássy, y cuando Tibor se puso de rodillas de cara a él, añadió—: Del otro lado.
Tibor se volvió de espaldas al barón. Andrássy colocó su pistola sobre la mesa.
—¿Matasteis a mi amigo?
—Tampoco yo quería hacerlo —respondió Andrássy—. Díselo, si llegas a verlo.
Tibor oyó cómo Andrássy desenvainaba el sable y lo balanceaba, preparándose para descargar el golpe mortal. Tibor apoyó la cabeza sobre el pecho, juntó las manos y rezó:
—Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, en la hora de nuestra muerte. Amén.
—Amén —dijo también Andrássy.
Luego levantó el sable en el aire con las dos manos. Tibor cerró los ojos.
Se oyó un ruido de pasos que no eran de Andrássy. La pistola desapareció de la mesa. Andrássy se volvió. Amartillaron la pistola. Ahora también Tibor abrió los ojos y se volvió. Junto a la puerta estaba Elise, con ropa de viaje y la pistola bien sujeta, apuntando al húngaro. Como ya no se molestaba en ocultar su embarazo, la redondez de su vientre era claramente visible. Andrássy bajó el sable. Nadie dijo una palabra.
Finalmente, Andrássy dio un paso adelante y alargó la mano.
—Dadme la pistola.
Pero en lugar de retroceder, Elise también se adelantó y levantó un poco más la pistola, de modo que Andrássy podía ver el interior de la boca.
—Te mataré —exclamó Elise, y su voz se quebró en un gallo—. ¡Por todos los demonios, te mataré de un disparo! ¡Abajo el sable!
Andrássy miró a Tibor, luego a Elise, y finalmente dejó el sable sobre el suelo.
—¡Y ahora de rodillas!
Andrássy no obedeció.
—No me mataréis.
—¡Lo haré si no te arrodillas inmediatamente! —gritó Elise, y dio un paso más en su dirección. Andrássy se arrodilló. Tibor recogió el sable.
—¿Y ahora? —preguntó Elise. De sus ojos brotaban lágrimas.
—No sé —dijo Tibor.
Durante un rato los tres intercambiaron, miradas, pues ninguno de ellos sabía qué debía hacer a continuación.
Tibor esperó, hasta que Andrássy miró a Elise, y entonces lo golpeó en la nuca con la empuñadura del sable. Andrássy se inclinó hacia delante, gimió, y Tibor volvió a golpear. Luego metió la hoja del sable en una hendidura entre dos tablas y dobló la empuñadura hasta que se rompió. Después la lanzó a un lado. Elise todavía apuntaba con la pistola al hombre inconsciente.
—No lo mataremos —dijo Tibor.
Con manos temblorosas, Elise desamartilló el arma. En cuanto lo hizo, empezó a sollozar ruidosamente. La pistola resbaló de sus manos y se le doblaron las rodillas.
Tibor estaba allí para frenar su caída. Ahora Elise lloraba sin freno, incapaz de contenerse, aferrada a la camisa de Tibor. Él le puso una mano en la espalda y la otra en la nuca. Inspiró. Olía como siempre.
—Piano —murmuró, y—: Tranquillo. —De pronto había olvidado las palabras alemanas.
Ella lo apartó y levantó los ojos, enrojecidos:
—¡No tienes ningún derecho a despreciarme! ¡Deberías saber más de estas cosas!
¡Tú ya sabes qué es tener que venderse! Yo he vendido mi cuerpo; tú, tu cabeza: ¿dónde está la diferencia? ¿Qué te convierte en alguien mejor que yo? ¿Es porque te he mentido? Lo mismo has hecho tú. ¡Tú has mentido y engañado con tu máquina, y no eres mejor que yo solo porque rezas! No tienes derecho a despreciarme —dijo Elise, y añadió bajando un poco la voz—: No quiero que me desprecies.
Tibor calló. Cogió su cabeza entre las manos y la besó en la frente.
—Vámonos de aquí.
Los dos se levantaron. Tibor cogió la pistola de Andrássy. Elise se secó las lágrimas.
—¿Dónde está Kempelen? —preguntó Tibor.
—No lo sé. Aquí no. Todas las puertas estaban abiertas, pero no lo he visto.
—Esta noche conseguiré un caballo.
—¿Quieres esperar tanto?
—Sí. A pie no soy bastante rápido.
—¿Y dónde quieres esperar? ¿Y si Andrássy se libera y envía a sus soldados a buscarte? Tibor reflexionó.
—Lo mejor sería ir a casa de Jakob. Tengo que recibir el caballo muy cerca de allí. Recojo mis cosas y nos vamos.
Mientras Elise arrastraba a Andrássy a la habitación y lo encerraba tal como antes había estado encerrado el enano, Tibor metió a toda prisa sus cosas en una mochila: el ajedrez de viaje, su dinero, las pistolas de Messerchmidt y de Andrássy, y también la pieza que Jakob había tallado para él. Luego se puso la levita y el tricornio y abandonó la habitación y la casa de Kempelen definitivamente. Tampoco en la Donaugasse había señales de Kempelen; de todos modos, dieron un rodeo para llegar a la Judengasse a través del mercado de verduras y del mercado de carbón y comprobaron más de una vez que nadie los seguía. No hablaron durante el camino.
La llave de la vivienda de Jakob seguía bajo la teja, y nadie había vaciado todavía el lugar. La ropa y los papeles de Jakob estaban ordenados sobre la cama tal como Kempelen los había colocado. Elise observó su busto de madera de tejo, y Tibor observó a las dos Elise.
Poco después oyeron el crujido de unos pasos en la escalera, y alguien llamó a la puerta. Tibor cogió la pistola y preguntó quién había allí.
—¿Señor Neumann? —preguntó la voz detrás de la puerta—. ¿Sois vos, señor Neumann? Soy Aaron Krakauer.
Tibor ocultó las dos pistolas bajo las sábanas y abrió la puerta al chamarilero.
—Shalom, señor Neumann —dijo Krakauer—, ya sabía yo que os había visto, y a la encantadora señorita.
—Estaremos aquí poco tiempo —explicó Tibor—. Pronto salimos de viaje.
Krakauer asintió.
—Han enterrado a Jakob. No os he visto allí.
—Quería ir, pero me retuvieron.
—Es una lástima. No sería la maldición del turco, ¿verdad?
—¿Qué?
—El carnicero dijo que la maldición del turco mató a Jakob, igual que antes había matado a la baronesa y al maestro de Marienthal, porque Jakob se había atrevido a ridiculizar al ajedrecista en una taberna.
—No. No fue el turco. —Tibor pensó en el turco tal como lo había dejado: destrozado de tal modo que era irreconocible—. Y aunque hubiera sido el turco, ya ha pagado por ello.
Krakauer cruzó las manos sobre el pecho.
—¿Puedo hacer algo por vos, señor Neumann? ¿O por la señorita? ¿Un borovicka?
—No, gracias —dijo Tibor—. Pero, por favor, no le digáis a nadie que estamos aquí. Al fin y al cabo, esta no es nuestra casa.
—Sí, sí, desde luego. Bien, pues adiós y buen viaje. Que el Todopoderoso os acompañe.
—Muchas gracias, señor Krakauer.
Tibor cerró la puerta tras el viejo judío. Empezaba la tarde.
Hasta que llegó la noche, apenas hablaron. Elise estaba tendida en la cama, de espaldas a Tibor, y dormía. E incluso en los momentos en que estaba desvelada, hacía como si durmiera. Se avergonzaba de su debilidad en el taller y el futuro la asustaba. Cómo deseaba que Tibor se sentara a su lado y al menos le pusiera una mano en la espalda. Pero Tibor se mantuvo alejado. El enano se limpió el sudor del cuerpo, se cambió de ropa y comió un poco. Luego examinó las pertenencias que había dejado Jakob. Recogió las herramientas, las envolvió en un pedazo de cuero y las guardó en la mochila: Jakob hubiera querido que se las llevara. Cuando se hizo de noche, Tibor cerró las cortinas y encendió el candelabro de siete brazos.
—Ya es la hora —afirmó finalmente; se puso la levita y se caló el tricornio.
Elise se sentó y se puso los zapatos.
—¿Adonde iremos?
—Fuera de la ciudad, y luego…
Tibor no terminó la frase. Detrás de la puerta había crujido un escalón, y ambos lo habían oído. Otra vez. Tibor cogió una pistola en cada mano, pero era imposible amartillarlas las dos; le lanzó una a Elise. Con el arma cargada apuntó hacia la puerta. Elise se deslizó un poco más arriba en la cama, como si de pronto se hubiera convertido en una balsa en un mar tempestuoso. Los únicos ruidos que se oían ahora eran los de las tablas que crujían a uno y otro lado de la puerta.
La puerta se abrió de golpe con tal violencia que la vieja cerradura se llevó consigo una parte del marco y la puerta quedó colgando, torcida, de los goznes. Ahí estaba Andrássy. Antes de que Tibor fuera consciente de ello, la boca de su pistola ya estaba apuntando a su cabeza. Sorprendentemente, detrás de Andrássy se encontraba Kempelen, armado también con una pistola. Tibor tuvo la sensación de que no había visto al caballero desde hacía una eternidad. A pesar del arma de Tibor, Andrássy entró en el cuarto, y Kempelen lo siguió, apuntando igualmente a Tibor con su pistola. Cuando también Elise, que seguía sentada en la cama, amartilló su arma, Kempelen apuntó un momento hacia ella, pero luego volvió a dirigir el arma hacia Tibor, como si no supiera muy bien cuál de los dos representaba ahora la mayor amenaza, o a quién deseaba matar primero. Tibor dio un paso de costado para poder disparar mejor contra Kempelen, con lo que el caballero optó definitivamente por encañonarlo a él. Elise apuntó a continuación hacia Kempelen.
Solo la pistola de Andrássy apuntaba todo el tiempo a Tibor. Ese extraño ballet se prolongó durante unos pocos segundos, en un silencio absoluto y casi cortés, como si previamente se hubiera acordado que nadie disparara antes de que todo estuviera dispuesto.
Tampoco ahora pudo reprimir Andrássy su aristocrática sonrisa.
—Qué fatal equilibrio.
Tibor no oyó lo que decía el barón. Miraba a Kempelen a los ojos. La boca negra de su pistola parecía un tercer ojo situado más abajo. Ocurriera lo que ocurriera en los siguientes minutos, esta sería la última vez en que los dos hombres se encontrarían frente a frente. La mirada de Kempelen parecía querer eludirle sin conseguirlo, como si Tibor lo hubiera embrujado con una hipnosis malévola, como si él fuera el conejo y Tibor la serpiente. Los dedos de Kempelen cambiaban continuamente de posición sobre el arma, como si esta amenazara con resbalar de su mano. A Tibor le recordó a uno de los pacientes del magnetizador de Viena, que había tratado de arrancarse a su propio cuerpo. La mirada de Tibor se perdió; todavía miraba a Kempelen, pero sus ojos se habían fijado en algún punto detrás de él, como si tuvieran la capacidad de ver a través del cráneo del caballero.
Todo parecía conducir a un empate: si él disparaba a Kempelen, Kempelen le dispararía a él, y ambos habrían perdido. Incluso si ninguno de los dos acertaba o la yesca de sus dos pistolas no prendía, los otros dos dispararían sus balas; Andrássy contra él y la reina contra Kempelen. La reina se encontraba, estratégicamente, en la mejor posición, pues el caballo le había vuelto la espalda. No podían darle jaque, y desde su casilla podía atacar al caballo y también al rey enemigo. Tibor no podía avanzar, pues por delante los oponentes bloqueaban su camino. A su derecha había una mesa, y a su izquierda una pared. Detrás había una cortina, una ventana y una puerta que daba al tejado de la casa contigua, pero la puerta estaba cerrada, y mucho antes de que llegara a abrirla, los otros dos habrían acabado con él. Si otra pieza de su color se añadiera al juego, aunque fuera solo un peón, un Krakauer, el asunto adquiriría otro aspecto. Pero tal como estaban las cosas en ese momento, no había otra solución que sacrificarse para que al menos la reina pudiera ponerse a resguardo.
—Huye, Tibor —dijo Elise.
O que la reina se sacrificara por él. Los dos hombres hicieron caso omiso del aviso, pero Tibor vio que Elise levantaba el brazo con que sostenía el arma y apretaba el gatillo. El golpe del martillo contra la cazoleta hizo que Kempelen y Andrássy se volvieran, y cuando la pólvora explotó en el cañón e impulsó la bala contra el techo de la habitación, Tibor ya había sujetado la Menorah y la había lanzado contra Andrássy. Las velas se apagaron instantáneamente. Andrássy gritó tras ser alcanzado por el candelabro. Se hizo la oscuridad, pero Tibor había aprendido a moverse en medio de las tinieblas. Volcó la mesa y cerró el paso a sus perseguidores.
Alguien tropezó. Oyó gemir a Elise. Algo chocó contra el suelo. Tibor dejó caer su pistola. Ahora ya no podía utilizarla.
Tibor se lanzó, con el hombro por delante, contra la cortina y la puerta que había tras ella. El golpe arrancó la estrecha puerta de los goznes herrumbrados y la hizo caer, un paso más abajo, sobre el tejado vecino, donde resbaló traqueteando sobre las tejas hasta quedar enganchada en un canalón. Tibor cayó tras ella, aterrizó ruidosamente sobre las tejas, que apenas cedieron, y se agarró enseguida con fuerza al caballete del tejado. En la vivienda de Jakob sonó un disparo y la bala pasó silbando muy por encima de la cabeza de Tibor. Kempelen gritó: «¡Vamos tras él!».
Un grito de Elise, luego un restallido. Como la cortina había vuelto a cerrarse tras Tibor, el enano no podía ver qué sucedía detrás. A caballo, avanzó arrastrándose sobre las tejas, que todavía estaban mojadas y frías de la lluvia reciente, hasta que alcanzó el siguiente tejado, que era bastante plano, por lo que podía caminar erguido. A la luz de la noche sin luna, Tibor buscó un camino para volver al suelo, pero no había ninguno: por un lado tenía el empedrado de la Judengasse, y por el otro, el cementerio. Debía seguir adelante y confiar en que apareciera pronto un patio al que pudiera bajar o una ventana por la que entrar. Cuando se volvió, Andrássy estaba mirando por el marco de la puerta. El barón levantó la pistola y apuntó a Tibor, pero la distancia era demasiado grande. Sin devolver la pistola a su funda, el húsar saltó del dintel al tejado y caminó con paso seguro, como un equilibrista por la cuerda, sobre el tejado de dos vertientes que Tibor había tenido que cruzar a cuatro patas. Tibor empezó a correr y saltó a la casa siguiente, ahora sin preocuparse por la seguridad: al fin y al cabo, tanto daba morir por una bala o por la caída contra el empedrado.
La huida por los tejados era como una partida de caza en el monte: las chimeneas se interponían en su camino, los canalones ofrecían de vez en cuando un engañoso punto de apoyo, las tejas y las vigas crujían y se rompían a su paso, mortero y cascotes, musgo y follaje húmedo se desprendían y se escurrían hacia abajo en la oscuridad. Andrássy cogió un camino distinto al del enano —ya que la red de tejados era lo bastante ramificada como para permitírselo—, sin duda con la esperanza de poder, cortarle el paso. Un patio interior se abrió a los pies de Tibor, un agujero cuadrado negro cuyo fondo era tan impenetrable como el de un pozo. Aquí y allá podían distinguirse algunas lámparas de aceite colocadas a diferentes alturas, pero las luces brillaban para sí mismas, como fuegos fatuos, sin iluminar su entorno, y Tibor no vio en ningún lado escalas o escaleras que condujeran hacia abajo. Pensó en la posibilidad de pedir auxilio, pero no se veía gente por ninguna parte, ni en las casas ni tampoco en la calleja.
Mientras Tibor se arrastraba por otro tejado, Andrássy disparó su pistola contra él. El plomo rompió una teja a su lado, y los fragmentos rojos saltaron en todas direcciones. Tibor siguió reptando y se sujetó a una chimenea para echar una ojeada alrededor. Andrássy estaba solo una casa más atrás y cargaba su arma en la oscuridad. La sucesión de tejados acababa un poco más allá, cortada por una garganta de callejuelas por cuyo fondo se deslizaba la niebla nocturna. Tibor se encontraba acorralado.
—Esta vez no acabará en tablas, ajedrecista —gritó Andrássy.
Tibor buscó refugio tras la chimenea antes de responder.
—No.
—¿Quieres luchar?
—Ya no.
—Es una lástima. —Andrássy ceceaba porque sostenía la baqueta entre los dientes—. Posees rasgos de indudable nobleza, algo que yo valoro mucho. Solo te falta la educación: par exemple, fue un error capital romper mi sable. Con eso me heriste en mi honor.
—Entonces, por vuestro honor, barón —replicó Tibor—, no hagáis nada a la mujer. Solo quería ayudarme. Y está encinta. Dejad que ella y su niño vivan.
—No te preocupes por eso. Nunca en mi vida le tocaría un pelo a una mujer. —Andrássy guardó la pólvora y las balas y amartilló el arma—. Al contrario que tú, debo añadir.
Tibor no necesitaba saber más. A su izquierda, el tejado acababa sobre el cementerio judío y un tilo llegaba a su altura. Si Tibor saltaba bastante, tal vez consiguiera sujetarse a sus ramas, y si no, en un final curiosamente irónico, terminaría muriendo junto a su amigo. Aquella idea hizo que le sudaran las palmas.
Se las secó en los pantalones y luego corrió tejado abajo. Andrássy no disparó: tal vez porque Tibor era un objetivo en movimiento, o tal vez, simplemente, porque aquel acto suicida lo había dejado estupefacto.
Impulsándose con un pie, Tibor saltó del canalón y extendió los brazos hacia adelante en su vuelo. Bajo él se encontraba el cementerio, ahora totalmente cubierto por la niebla; parecía que los velos de vapor fueran humo que ascendía del reino de los muertos. Las ramas y el follaje húmedo golpearon su cara, pero se esforzó en mantener los ojos abiertos. Consiguió sujetar una rama, pero era demasiado delgada.
El tallo se dobló bajo su peso y se rompió. Sin embargo, Tibor había podido asir a tiempo una segunda, más fuerte, y esta aguantó. Enseguida miró hacia arriba, al tejado, pero a través del follaje ya no pudo ver a Andrássy; lo que significaba que tampoco Andrássy podía verlo a él. De momento estaba seguro. Rápidamente inició el descenso, guiándose por el tacto más que por la vista. A su alrededor el agua de lluvia goteaba, y las hojas otoñales que hacía saltar de las ramas se deslizaban con suavidad hacia abajo. Para salvar el último tramo, tras descubrir en la niebla un hueco en la apretada formación de lápidas, se dejó caer. Aterrizó a cuatro patas, como un gato. Su vieja herida le dolía. Todo lo que le quedaba era su dinero, las ropas que llevaba encima y el sombrero calado en la cabeza. Ahora tenía que intentar llegar a tiempo a su cita con Walther, antes de que Andrássy recorriera las calles buscándolo. A través del laberinto de tumbas corrió hacia el portal. Algunas piedrecitas que había en los bordes de las losas sepulcrales cayeron a su paso.
Después de saltar de la verja del cementerio al pavimento de la calleja, Tibor empezó a correr, primero hacia el norte, para salir de la Judengasse, y luego, por la Nikolaigasse, hacia la iglesia. En el lado izquierdo de la calle había casas, y en el derecho, un muro tras el que se encontraba San Nicolás con su cementerio. La iglesia estaba situada en la ladera del Schlossberg, varios pasos por encima de la calleja, de modo que, en una brecha del muro, unos anchos escalones conducían hacia arriba.
En el escalón inferior se encontraba agachado Walther. Al ver que Tibor se acercaba, el mendigo se levantó con ayuda de sus muletas. Tibor se sintió revivir de alivio cuando encontró a su camarada en el lugar convenido.
—Por todos los cielos, ¿dónde estabas? —siseó Walther—. Estaba preocupado ¡llegas tarde!
—Lo sé —dijo Tibor casi sin aliento.
—Tienes media copa de árbol sobre el cráneo. —Walther apartó algunas hojas de tilo del tricornio de Tibor—. ¿Era un disparo eso que he oído antes?
—¿Tienes el caballo? Tengo que apresurarme.
—Claro. He atado al jamelgo en la capilla, donde solo el diablo podría robarlo. Es un bonito animal, gran hombre.
—Mil gracias, Walther.
—Calla, dame solo una y quédate con el resto. Tus mil cruceros son lo que llenarán mi estómago. ¡Sígueme!
Balanceando con destreza sus muletas, Walther ascendió por el camino de San Nicolás, y Tibor lo siguió.
Desde el otro extremo de la Nikolaigasse ya llegaba, sin embargo, Andrássy. El barón había forzado una trampilla del tejado y, a través de la casa vacía y de la escalera, había salido a la calleja. Luego había abandonado el barrio judío, alejándose en la dirección opuesta, y en aquel momento se acercaba a Tibor desde el Danubio.
En medio de la pelea que estalló después de que Elise disparara y Tibor apagara las velas, Elise sujetó a Andrássy con todas sus fuerzas para evitar que siguiera a Tibor. Como el barón no conseguía deshacerse de su abrazo, finalmente propinó un empujón tan violento a la joven que Elise perdió el conocimiento. Kempelen apenas se enteró de lo que estaba sucediendo. El caballero echó la cortina a un lado y vio que Andrássy perseguía al enano por los tejados; hasta que no encendió las velas con el pedernal, el acero y la yesca, no vio que Elise estaba tendida, inconsciente, en el suelo. Después de tomarle el pulso, la subió a la cama. Como no sabía muy bien qué debía hacer con ella, levantó primero la mesa caída. Debajo se encontraba la pistola cargada de Tibor.
Kempelen caminó, respirando aguadamente, de un lado a otro de la habitación, se mordió las uñas y varias veces golpeó sin fuerza con el puño contra la pared, antes de armarse de valor y coger por fin la pistola. El caballero se sentó junto a Elise sobre la cama; con suavidad, para no despertarla, e intentó no tocarla en ningún momento.
Solo veía la parte posterior de su cabeza. Con el dorso de la mano se secó las lágrimas de los ojos; luego cogió un cojín y lo colocó en torno a la pistola para amortiguar el disparo. Cuando la boca presionó la cabeza de Elise, esta lanzó un gemido. Su dedo se curvó alrededor del gatillo. Apartó la cabeza para librarse de la visión, pero se encontró mirando a los ojos de Andrássy, que estaba de pie en el marco de la puerta; el caballero no había advertido su vuelta, y ahora apuntaba la pistola hacia él.
—Bajad vuestra arma —dijo Andrássy en un tono que no admitía réplica—, o seréis el próximo muerto de esta noche.
Kempelen obedeció enseguida la orden: el caballero dejó caer la pistola como un niño soltaría un juguete prohibido. Andrássy asintió con la cabeza y devolvió su arma a la pistolera. En la mano izquierda llevaba la bolsa del dinero de Tibor y su tricornio. Lanzó los dos objetos a Kempelen y, sin preocuparse de guardar las formas, se dejó caer pesadamente en la única silla. El barón inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y suspiró. El sudor brillaba en su piel.
Kempelen examinó, mientras tanto, los dos objetos que llevaba Andrássy. La bolsa era unas monedas más ligera que hacía dos días, pero aún pesaba bastante. El sombrero de Tibor le pareció un extraño trofeo, pero cuando colocó la mano en el ala, sintió que el interior estaba húmedo, y cuando la retiró, las puntas de sus dedos estaban cubiertas de sangre y grumos blancos. En aquel lugar, en la parte posterior del tricornio, había un agujero apenas mayor que la cabeza de un alfiler, y el fieltro alrededor se había oscurecido con la sangre. Kempelen se limpió enseguida los dedos con la sábana. Luego sostuvo el sombrero junto a la vela. La luz se reflejó en la sangre del interior. Allí había cabellos negros, astillas de hueso y una jalea blanca que solo podían ser sesos. Asqueado, Kempelen dejó caer el sombrero.
—En nombre de Dios, no seáis hipócrita —exclamó Andrássy—. Queríais su muerte, pero resulta que la muerte es un asunto sucio. ¿O pensáis que mi hermana era una visión agradable cuando la encontré sobre la terraza ante el palacio?
—Entonces, ¿ha muerto?
—Sí.
—¿Dónde está su cadáver?
—En el camino a Theben.
—¿Cómo?
Andrássy había corrido por las callejas vacías en busca del enano, furioso consigo mismo y por haber dejado escapar por segunda vez al asesino de su hermana. El barón dio un rodeo en torno al barrio judío y oyó ruido de cascos en la Nikolaigasse.
Tibor galopaba hacia él en la niebla, con el pequeño cuerpo embutido en la pequeña levita, encorvado sobre la silla. Andrássy apuntó a su cabeza y disparó. A causa del impacto, el cuerpo salió proyectado hacia atrás contra el lomo del caballo; luego se inclinó de lado como un saco lleno de lodo y se deslizó de la silla con el pie enganchado al estribo. Andrássy se apartó hacia el lado contrario. El caballo no se detuvo, sino que el estampido lo espoleó más aún, de modo que siguió adelante arrastrando el cadáver por el empedrado. El sombrero, y unos pasos más allá, la bolsa del dinero, cayeron al suelo. Luego caballo y jinete desaparecieron en la noche, y Andrássy recogió del suelo los dos objetos.
—Hicisteis bien en eludir el duelo conmigo —opinó Andrássy—, porque os hubiera metido una bala en el cerebro con idéntica precisión.
La campana del ayuntamiento dio las tres. Kempelen se estremeció al oírla.
Andrássy se pasó la mano por el pelo.
—Pobre diablo. Parecía que el caballo fuera a seguir trotando eternamente. En algún lugar de la carretera a Theben el pie se habrá soltado del estribo o se habrá roto la correa, y ahora tendrá un agujero en la cabeza tendido en el polvo del camino.
Kempelen no dijo nada. El caballero seguía mirando fijamente el sombrero de Tibor. Andrássy se levantó, apoyándose en la silla con las dos manos, como si fuera un anciano.
—Vámonos. Tal vez algún judío se habrá dado cuenta de que lo que se ha oído eran estampidos de pistola y no truenos y habrá llamado a la gendarmería.
Kempelen señaló a Elise.
—Ella… declarará contra vos.
—Aun así; sacáoslo de la cabeza, caballero. Esta mujer seguirá con vida. Lleva un niño en su seno.
—¿Qué?
—Habéis oído bien. Está embarazada. Y se encuentra bajo mi protección personal.
He dado mi palabra, y hasta ahora siempre la he mantenido.
Kempelen asintió con la cabeza. Levantó de nuevo la bolsa de Tibor, la sopesó un momento y luego la colocó junto a la cabeza de Elise en la cama. Quiso llevarse el tricornio agujereado de Tibor, pero Andrássy le aconsejó que no lo hiciera.
—Aunque es espantoso contemplarlo, al menos así sabrá que no debe buscarlo, sino más bien rezar por él.
De modo que Kempelen solo cogió las pistolas. Finalmente apagó las últimas tres velas que aún ardían y siguió a Andrássy fuera de la vivienda.
Cuando los dos hombres pasaron por delante de la tienda de Krakauer, el chamarilero salió para recibir la recompensa por haber informado a Kempelen, según lo acordado, de que el enano y su acompañante se ocultaban en casa de Jakob.
Fuera del alcance del oído del tendero, Andrássy siseó «judíos», y escupió, asqueado, al pavimento.
En el barrio judío, el barón János Andrássy y el caballero Wolfgang von Kempelen se despidieron definitivamente.
—Prometedme que el turco nunca volverá a jugar mientras yo viva —exigió Andrássy.
—Ya habéis visto mi máquina de ajedrez: el enano la ha destrozado. Está hecha añicos. Tenéis mi palabra.
Andrássy volvió a su cuartel. Kempelen ensilló esa misma noche su caballo, y a pesar de la oscuridad, cabalgó hacia Gomba para reunirse con su mujer y su hija.
Cuando Elise abrió los ojos, un sol radiante se elevaba sobre los tejados de la ciudad. En cuanto vio ante sí la bolsa de cuero con el salario de Tibor, supo que él ya no vivía. El sombrero agujereado sobre la mesa vacía solo sirvió para confirmárselo.
Elise se dejó caer de nuevo en la cama, y con el cuerpo sacudido por los sollozos, deseó que Kempelen hubiera acabado la tarea que le había traído allí y ella no hubiera despertado nunca, o al menos, no en este mundo.