A orillas del Danubio, en la zona de Sommerein, yace un hombre con un brazo, un hombro y la cabeza sobre el suelo fangoso de la orilla y el resto del cuerpo metido en el agua, que apenas tiene un palmo de profundidad. Las pequeñas olas lo balancean sin cesar. Tiene la boca y los ojos abiertos. Su piel es de un tono verde pálido, está abotargada y cubierta por una fina capa cerosa, de modo que casi se le podría confundir con una figura de cera. La piel de la mano que yace en el agua ya se está separando de la carne, y se desprende en toda su superficie, como la muda de una serpiente, como si fuera solo un guante transparente. Sus ropas están empapadas, y dentro del agua dan la sensación de ser muy pesadas. En el cuerpo del hombre, sobre su piel descubierta, las moscas han depositado sus huevos, y ya han surgido las primeras larvas. Estas, por su parte, sirven de alimento a depredadores mayores, las hormigas y los escarabajos, que se han arrastrado o han volado hasta esta península humana, y a las ranas, que han llegado nadando a través del cañizal. Las criaturas que temen a los carnívoros huyen a los pliegues de la ropa y allí se esconden en las cuevas oscuras y húmedas de piel y tela. Por debajo de la superficie del agua se alimentan los frenéticos aradores de la sarna y los ondulantes gusanos.
Pequeños peces rodean el cuerpo para regalarse con la piel desprendida o con los devoradores de carroña, y en aguas más profundas los acechan, a su vez, los peces predadores. Pero el punto de reunión de todas las criaturas, la caverna acuática, podría decirse, de esta isla, por encima y también por debajo del agua, es una herida cortante que atraviesa el pecho del hombre, con una anchura de la longitud de un dedo. Aquí una hoja desgarró el cuerpo; horizontalmente, de modo que no se encalló en las costillas. La camisa está cortada igual que la carne; pero hace tiempo que el agua del río lavó la sangre de la tela. En la herida, la carne roja y tierna está desprotegida y lista para ser devorada; aquí hundirán primero sus dientes las ratas, las martas y los zorros cuando capten el olor.
Un cuervo que hacía tiempo que trazaba círculos sobre la isla humana, aterriza ahora sobre la frente limosa, sobre la piel fofa, que se rasga bajo sus garras. Los escarabajos escapan arrastrándose a tierra firme o huyen volando; las ranas saltan al cañizal; los peces se esconden bajo las piedras o en la profundidad del río. Pero el pájaro tiene otro alimento como objetivo. Con el pico levanta la armadura de las gafas de la nariz del hombre y las deja caer al agua, donde se hunden. Luego empieza a desprender a picotazos los fríos globos oculares de sus cuencas. Aunque después de cada bocado mira receloso alrededor, ninguna criatura lo molestará.
Sobre el labio superior del muerto todavía pueden reconocerse unas líneas difuminadas de carbón. Representan un bigote a la moda turca.
El lunes por la mañana entregaron a Kempelen una nota en la que el alcalde Windisch lo invitaba a acudir al ayuntamiento para un asunto urgente. Kempelen se afeitó, se vistió, y una hora más tarde era introducido en el despacho del alcalde.
Windisch se levantó de su escritorio y despidió a su secretario. Su sonrisa carecía por completo de alegría.
—¡Wolfgang, mi apreciado amigo! Te veo pálido. —Se estrecharon las manos y se sentaron—. He aplazado todas las citas. Quería decírtelo yo mismo. También habría ido a la Donaugasse, si hubiera podido.
—¿Qué ha ocurrido?
Windisch cogió unas gafas que había sobre el escritorio y se las tendió a Kempelen.
—Ayer encontraron a tu ayudante. Cerca de Sommerein.
—¿Ha hecho algo? ¿Dónde está ahora?
—Lo siento, me he expresado torpemente: está muerto. Han sacado su cadáver del Danubio. Su cuerpo ha sido llevado al depósito de cadáveres del hospital, y he mandado informar al rabino Barba.
Kempelen hizo girar las gafas entre los dedos. Jakob nunca las había llevado tan relucientes como estaban ahora.
—Quieren enterrarlo mañana mismo. La comunidad judía se ocupará de ello.
Según su fe, no deben pasar más de tres días entre la muerte y el entierro, pero eso ya no es posible ahora.
—¿Se ha… ahogado?
—No. Ya estaba muerto cuando lo lanzaron al agua. O en todo caso habría muerto poco después a consecuencia de la herida.
Windisch empujó al otro lado del escritorio el informe de la gendarmería. Una hoja atravesó el torso de Jakob, desde la espalda y cruzando el pecho; esquivó el corazón por poco, pero penetró en los pulmones. El golpe fue tan fuerte que la hoja desgarró incluso la parte delantera de la camisa. Además, el muerto tenía el labio partido, bajo una oreja había una pequeña herida contusa y uno de los ojos estaba morado: consecuencias achacables a haber recibido golpes violentos. Un detalle espeluznante era la falta de ambos ojos, que seguramente habría picoteado un pájaro carroñero.
—Mi pésame más sincero. Sé que lo apreciabas, aunque a veces te resultara irritante.
—¿Quién… quién lo ha hecho?
—No lo sabemos. Y no creo que lo sepamos nunca. Le robaron; faltaba su bolsa, que aún llevaba en La Rosa Dorada. Aunque también es posible que cayera de su bolsillo cuando lo lanzaron al río. Pero ¿un asesinato por dinero? Para robar a un hombre basta con derribarlo de un golpe o, si se quieren hacer las cosas a conciencia, clavarle un cuchillo en la espalda. Pero no hace falta atravesarlo de parte a parte.
Nadie debe conocer este detalle, de otro modo me pasaré el día desmintiendo cuentos supersticiosos sobre espíritus y golems. Tal vez debido a su borrachera Jakob se metió con la gente equivocada. Las restantes heridas así parecen indicarlo.
Por lamentable que sea, no sería la primera vez que, por un resentimiento infame, matan a un judío de una paliza.
Kempelen empujó el informe al otro lado de la mesa, y Windisch lo metió en una carpeta.
—Naturalmente no tienes que decidirlo hoy, pero supongo que suspenderás la próxima presentación del turco. ¿Wolfgang?
Kempelen levantó la mirada. No estaba escuchando.
—Perdona, ¿qué decías?
—La presentación. En el Teatro Italiano.
—No, no. Naturalmente se mantiene.
—Pero… ¿y tu ayudante?
—Encontraré un sustituto.
Windisch inclinó la cabeza y observó a Kempelen. Luego se rascó la nuca.
—Wolfgang, ¿crees que debo preocuparme?
—¿Por qué?
—Parece como si no hubieras dormido desde hace días… ya no tienes sirvientes, Anna Maria hace semanas que está en el campo… y ese loco de Andrássy ha escrito incluso al maestre de la logia para que te exija que aceptes su solicitud de un duelo.
He advertido a Andrássy que no dejaré sin castigo los lances de honor en mi ciudad, pero no quiere escuchar.
—Ya se calmará.
—No apostaría por ello. ¡Estos magiares! Por distinguidos que parezcan, en cada uno de ellos se oculta un Etzel sanguinario. ¿Y qué manejos te llevas con Stegmüller?
¿Por qué deberíamos aceptar en la logia a un tonto de remate como él?
—Karl, Stegmüller es un bufón inofensivo.
—Es un bufón, en eso tienes razón, y precisamente por este motivo deberías evitar su compañía antes de que te perjudique.
Kempelen asintió y cambió de tema:
—¿Escribirás tu libro sobre la máquina de ajedrez?
—En cuanto tenga tiempo.
Al despedirse, los dos hombres se abrazaron. Kempelen se quedó con las gafas de Jakob. De vuelta en la plaza, frente al ayuntamiento, se las metió en el bolsillo. El caballero no volvió a la Donaugasse, sino que se dirigió a la Kapitelgasse, a la sombra de la catedral, donde vivía su hermano. Allí encontró a Nepomuk a punto de montar para ir a trabajar al castillo, pero cuando Kempelen le habló de los sucesos de los últimos días, Nepomuk indicó al mozo que desensillara el caballo. Iría al Schlossberg a pie, y su hermano lo acompañaría.
Ya habían abandonado la ciudad y subían por la escalera del castillo, cuando Nepomuk dijo en tono serio:
—Estás de mierda hasta el cuello.
—¿De modo que no crees que Tibor y ella callen?
—¡Merde, no! ¿Por qué iban a hacerlo? Él es un tipo retorcido, ya te previne sobre eso, y ella está en venta. Los dos hablarán, en cuanto la suma les convenga.
—¿Qué debo hacer?
—¿Y ahora me lo preguntas? Hace décadas que no me has pedido consejo, ¿por qué lo haces ahora? ¿Por qué no lo hiciste antes de prometerle a la emperatriz algo que no podías cumplir? Entonces te lo hubiera desaconsejado, y no tendríamos que tener esta conversación.
—¿Quieres humillarme ahora? ¿Por qué no te alegras entonces? En realidad siempre estuviste celoso de mi éxito.
—No. Te aseguro que no me alegro.
—¿Me darás tu consejo, o solo quieres reprenderme?
—Adelante, pues. La muchacha no me preocupa. Si se puede comprar, solo debes ofrecerle más dinero que el suabo. Y esperar que el código por el que se rige este tipo de gente también sea válido en su caso. Sin duda no será barato, porque deberás darle tanto que ni se le pase por la cabeza traicionarte por segunda vez. El enano es el mayor problema.
—¿Por qué motivo?
—Porque su reloj no marca la hora como el nuestro, y no creo que su moral dé para mucho.
—Es cristiano, de un fervor casi fanático.
—Al menos, eso ha hecho que creas.
—Si no puedo hacerle callar con dinero…
—Veamos, ¿quién más está enterado de lo de tu turco? —preguntó Nepomuk, y empezó a contar con los dedos—. Tú, yo, Anna Maria, el estúpido farmacéutico: nosotros callaremos. Tu falsa criada, a la que sobornarás. Tu judío e Ibolya están muertos y se han llevado el secreto a la tumba. El enano…
Nepomuk concluyó el recuento con un gesto al aire y calló.
Kempelen se detuvo.
—¿Debo matarlo?
—Yo no he dicho nada.
—No lo haré.
—Es desleal. Se lo tiene merecido, después de todo lo que has hecho por él.
—No. No puedo hacerlo.
—Entonces tendrás que prepararte para lo peor.
—No puedo matar a una persona.
—Estamos hablando de un enano, Wolf. Un aborto, un capricho de la naturaleza.
Quién sabe, tal vez le harías incluso un favor, si tan desesperado está como cuentas.
A lo mejor no lo ha hecho él mismo solo porque tiene miedo del fuego del infierno que amenaza a los suicidas.
—No lo haré —rechazó Kempelen sacudiendo la cabeza.
Los dos hermanos siguieron caminando en silencio. Ante ellos apareció la silueta maciza del castillo. Kempelen miró a la izquierda, ladera abajo, hacia la colonia de Zuckermandel: las redes y las barcas de los pescadores con la quilla al aire, el patio con los extraños bustos del escultor Messerschmidt, las pieles colgadas de los armazones de secado y las tinas abiertas de los curtidores. No podía oír los gritos de los hombres y el ruido de sus herramientas, pero el hedor de los ácidos para el curtido ascendía hasta ellos.
—¿Me ayudarás? —preguntó Kempelen.
Nepomuk dejó escapar una risa breve y seca.
—No. Soy director de cancillería del duque. No puedes contar con mi ayuda. Si fracasaras, ya tendría suficientes dificultades para mantenerme limpio siendo tu hermano. Ni pensarlo; no voy a hundirme en el estiércol.
En la Puerta de San Segismundo, los hermanos Kempelen se separaron. Nepomuk entró en el castillo y Wolfgang volvió a la Donaugasse, aunque antes dio un rodeo para pasar por su banco de depósitos y también por El Cangrejo Rojo.
En el despacho de Kempelen colgaba un mapa de Europa central. Desde la costa atlántica francesa hasta el mar Negro, del reino de Dinamarca hasta Roma, los estados estaban rodeados por precisos trazos negros y pintados con distintos colores.
Tibor se preguntó quién habría decidido qué colores correspondían a cada reino.
¿Por qué Prusia siempre aparecía pintada de azul? ¿Por qué Francia era violeta, e Inglaterra amarilla? ¿Por qué el imperio de los Habsburgo era rojo claro y no rojo oscuro? ¿La República de Venecia, era verde por sus prados o por el mar Adriático?
¿Era marrón el Imperio otomano porque los turcos tenían la piel oscura, o por su desmesurada afición al café y al tabaco? El mapa había sido doblado dos veces, y justo en el punto de corte de los pliegues se encontraba Viena, y a la derecha Presburgo. Sin que importara en qué dirección viajara, si Tibor quería abandonar Austria, la frontera más próxima estaba al menos a cinco días a caballo, o el doble a pie. La frontera más cercana era la de Silesia, y sabía que de ningún modo quería volver a Prusia.
Tibor había visto Sajonia, y no le había gustado. Polonia estaba entre Prusia, Rusia y Austria, y ya solo por eso no resultaba tentadora. ¿Debía ir a Baviera? ¿O debía volver a la República de Venecia y esperar que esta vez, a la tercera, le fueran mejor las cosas? ¿Querría huir del cercano invierno e ir al sur, a la Toscana, a Sicilia, a los Estados Pontificios? Había estado bien en Obra; ¿no debería pedir que lo aceptaran de nuevo en algún monasterio? ¿Qué otras posibilidades quedaban? En el mapa, la zona de Alemania y los divididos Países Bajos tenía un aspecto abigarrado, como una alfombra de retales, una burda acumulación de ducados, principados y electorados, condados y landgraviatos, obispados y arzobispados y ciudades libres; en algunos casos eran tan minúsculos que ya no había espacio para sus, nombres en el mapa y debían agruparse todos juntos en cuadrados, convertidos en un coloreado tablero de ajedrez. Tibor no iría a Alemania. No tenía el menor interés en pasar el resto de su vida como bufón de la corte, con cascabeles en el empeine, a los pies de algún insignificante landgrave. Francia, en cambio, era una única superficie ininterrumpida, y en su centro estaba París, como una gruesa araña negra en la red.
Francia significaba París. Él terminaría irremisiblemente en París, lo sabía, por más que odiara las grandes ciudades. Como en un embudo se deslizaría hasta París en cuanto pisara Francia, y allí acabaría en el arroyo o como campanero. El mapa terminaba en la frontera polaco-rusa, pero si la zarina devoraba niños como decían, tal vez también él acabaría un día en su mesa con una manzana entre los dientes. En España habían quemado a todos los judíos, y quien era capaz de tales horrores no podía ser de ningún modo hospitalario con los enanos. Él no hablaba inglés, y ya solo el paso del canal era suficiente para disuadirlo de ir a Inglaterra. Lo mismo podía decirse de las colonias inglesas, donde además continuamente había guerra y tenían como esclavos a negros capturados en África. En África había, por lo visto, razas de negros que no superaban los cinco pies. Pero eso seguía siendo una altura bastante superior a la suya. Jakob le había hablado de las memorias de un cura irlandés que en otro tiempo naufragó en una isla llamada Liliput, cuyos habitantes no medían más de un palmo. Tal vez debería superar su miedo al agua, lanzarse al mar y buscar esa isla, y como el tuerto entre los ciegos, ser rey de ese pueblo pequeño.
La mirada de Tibor se deslizó del mapa a la pared y hasta la puerta, donde habría estado el océano Pacífico con sus islas si el mapa hubiera abarcado todo el mundo.
La puerta se abrió y Kempelen entró en la habitación.
Se sentaron. Kempelen parecía de buen humor —contento hubiera sido decir demasiado—, y de ningún modo hostil hacia Tibor. Llevaba una bolsa de cuero y vació su contenido sobre el escritorio: doscientos sesenta florines; el salario de Tibor, descontando los pequeños gastos, repartidos en cuarenta soberanos de oro y veinte florines. Kempelen cogió un papel del cajón de su escritorio en el que constaban todos los asientos, para que Tibor pudiera convencerse de que todo estaba en orden.
Cuando Tibor volvió a meter todo el dinero en la bolsa y notó su peso, se sintió como un ladrón. Pero aquel dinero le pertenecía.
Tibor preguntó por Elise. Kempelen había estado en su casa y también le había pagado su salario, y además una cantidad más que generosa por su silencio.
—Callará —dijo Tibor, sin estar tan seguro como aparentaba.
—Eso espero. Porque si no lo hace, la perseguiré y le ajustaré las cuentas, como también le he indicado. Ha preguntado por ti.
—¿Qué le habéis dicho?
—Le he dicho que también a ti te había traicionado y que suponía que no querías volver a verla nunca. ¿Me he equivocado?
—No —respondió Tibor—. La odio.
—Es comprensible —dijo Kempelen—. ¿Adonde piensas ir ahora?
—Al norte —mintió Tibor.
Kempelen asintió y tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Debo decirte algo más, antes de que te despidas. No soy bueno en estas cosas… por eso seré directo; espero que soportes la impresión. Jakob ha muerto.
«Jakob ha muerto». Claro. Jakob estaba muerto.
Mientras Kempelen describía dónde y en qué estado habían encontrado el cadáver de Jakob, Tibor comprendió qué vana había sido su esperanza de volver a verlo con vida.
El judío no se había despedido, no había reclamado su salario, no se había llevado nada, ni siquiera su cinturón de herramientas. Jakob estaba muerto, y las oraciones de Tibor no habían podido cambiar nada. Detrás de Tibor, contra la pared, estaba apoyada, como siempre, la espada de gala de Kempelen. A Tibor le hubiera gustado sacarla de la vaina para ver si había sangre seca pegada a la hoja. Si la hubiera encontrado, le habría cortado la cabeza a Kempelen con ella. Tibor asintió cuando Kempelen le preguntó si pensaba marcharse ese mismo día.
—Lo comprendo —dijo el caballero—. Es una lástima que no puedas estar presente en el entierro de Jakob, seguro que a él le habría gustado. Naturalmente yo iré. Supongo que seré el único goim allí. Lo enterrarán en el cementerio de la Judengasse.
Tibor reflexionó.
—Si quieres, puedes quedarte aquí esta última noche —le ofreció Kempelen—. O puedes ir a una posada si ya no deseas la compañía del turco o la mía. Pero no quiero retenerte. Se acabó. Eres libre.
Así era, así se sentía la soledad. Esa sensación había acompañado a Tibor toda su vida y nunca le había molestado especialmente. Pero ahora, después de haber probado el fruto de la compañía, después de que su hambre se hubiera despertado, después de haber disfrutado de la amistad de tres personas —una se había convertido en su opresor, otra le había utilizado y traicionado, y a la última se la habían arrebatado asesinándola—, la soledad le hacía sufrir. Salió a la calle sin zancos, con sus «católicas manitas y piececitos», como los llamaba Jakob. A pesar de que sin los zapatos sus pasos eran más cortos, avanzaba más deprisa. No le preocupaba que la gente lo mirara. Debía entrar cuanto antes en una iglesia para rezar por el alma inmortal de Jakob. La última vez insultó a Jakob y a su religión y le cerró la puerta en las narices; sin embargo, Jakob solo había dicho la verdad. Y unas horas más tarde se desangraba entre sus asesinos y lo lanzaban al sucio y frío Danubio como si fuera basura. Tibor no pudo evitar pensar en el veneciano. ¿Había caído una maldición sobre Tibor —como la maldición del turco de que hablaban en Presburgo— que hacía que todas las personas con las que tenía trato acabaran muriendo? ¿Bastaba su contacto para provocar la muerte? ¿Alcanzaría también la maldición a Elise algún día?
Subió con paso decidido los escalones que llevaban a la iglesia de San Salvador y fue directamente hacia la pila de agua bendita. Mientras metía los dedos en el agua fría, tuvo una sensación extraña: en aquella iglesia había cambiado algo. Tibor miró alrededor, con la mano todavía en el agua, pero no pudo descubrir ninguna diferencia. Tanto el mobiliario como las paredes blancas con adornos dorados estaban como en su última visita. Había algunas personas sentadas en los bancos y esperando ante el confesionario. Entonces Tibor se dio cuenta de que no era la iglesia la que había cambiado sino él mismo. Miró a la Virgen con el Niño, pero ya no le pareció seductora. Era solo una imagen. Una dama. Una muñeca sin vida, como el turco. Qué ridículo le pareció de pronto el rosario que rezaba día tras día en su tablero de ajedrez. Sus oraciones no habían impedido que se enamorara de una prostituta preñada que lo engañaba. María no había protegido a Jakob. Aquel no era el lugar adecuado para rezar por su alma.
Cuando salía de la iglesia, alguien gritó:
—¡Eh, gran hombre!
Tibor se detuvo. En los escalones, a la sombra del portal, estaba sentado Walther con el platillo de las limosnas delante, como aquel día en que Tibor se confesó en Pascua. Tibor no se había fijado en él al llegar.
—¡Eh, gran hombre! —volvió a gritar Walther.
Tibor podía pasar de largo o volver a la iglesia, pero su camarada lo había reconocido. De modo que decidió acercarse a él.
—Dios te guarde, Walther —dijo.
—Sapristi, ¿eres un fantasma? ¡Pensaba que te habían liquidado en Torgau!
Walther lo sujetó del brazo y lo apretó para asegurarse.
—Yo pensaba lo mismo de ti.
Walther rió y se golpeó el muñón de la pierna.
—A esos prusianos les hubiera encantado hacerlo. Pero tuvieron que contentarse con mi pata. Ahora abona los campos de Sajonia. ¿Y qué me dices de esta jeta? Es útil para asustar a los niños cuando me sacan la lengua. —Walther le enseñó la cara llena de cicatrices, hizo una mueca grotesca y rió—. Pero ¿qué te ha traído a esta ciudad de salchicheros? ¡Sapperment, mírate! —dijo, y tiró de la levita verde de Tibor—. ¡Te has convertido en un petimetre! Levita, sombrero, ¡daría lo que fuera por poder pasearme tan a la mode como tú por las calles!
Tibor le contó qué había sido de él tras la batalla de Torgau, y se inventó un pretexto para justificar su presencia en Presburgo.
—Pero pronto me iré —concluyó.
—Bien, bien. ¿No tendrás unas monedas para un viejo amigo y fiel camarada de los dragones? —preguntó Walther, y golpeó el platillo haciendo tintinear los cruzados—. El negocio pinta mal hoy, y el invierno llama a la puerta.
Tibor asintió y echó mano a su repleta bolsa. Cuanto antes pudiera separarse de Walther, mejor. Pero cuando soltaba la cinta de cuero de la bolsa, se le ocurrió una idea.
—Oye, Walther, ¿quieres ganarte unos florines?
Walther estiró el cuello.
—Adelante.
—Necesito un caballo para mi viaje. Tú entiendes de caballos. ¿Sabes dónde puedo conseguir uno?
—¡Desde luego! Ya sabes: «El dragón no es ni carne ni pescado, es un infante que siempre va montado».
—Entonces compra un animal para mí, y una silla y alforjas. Y también provisiones para una semana. Lo necesito para mañana por la noche.
—¿Un jaco con todo el aparato? No será barato, gran hombre.
—Tanto da. ¿Conoces la pequeña iglesia de San Nicolás, entre el Schlossberg y el barrio judío? Nos encontraremos allí, en el cementerio, dos horas después de que se ponga el sol. Te daré dos soberanos por tu ayuda y más si haces un buen trato. ¿Qué me dices?
—Suena como si te hubieras metido en una buena, pero a mí eso no me importa.
¡Soy tu hombre, qué demonios! ¡El miércoles estaré en el camposanto de San Nicolás con las riendas del rocín más rápido desde Bucéfalo en la mano!
Tibor cogió un buen puñado de monedas de la bolsa.
—¿Puedo confiar en ti, Walther?
—No deberías preguntar, pero puedo darte mi palabra de soldado y camarada. —Walther guiñó el ojo del lado derecho quemado, pero la carne estaba allí tan deformada que apenas pudo cerrarlo—. Y si el honor de los dragones no te basta, piensa que aunque tenga todavía una, o tres piernas —dijo, y palmeó las dos muletas que yacían a su lado en los escalones—, de todos modos me habrías atrapado antes de que el gallo cantara tres veces.
Tibor entregó las monedas a Walther, que con un ágil movimiento las hizo desaparecer en su manto.
—Que Dios te bendiga, pequeño —dijo Walther—. Ayudas a un caído a plantarse de nuevo sobre sus piernas. ¡O al menos sobre una, diablo!
Los dos camaradas se estrecharon las manos. Tibor tuvo que hacer un esfuerzo para no echar otra vez un vistazo alrededor, antes de salir en dirección a la plaza mayor.
Tibor se sorprendió al ver cuánto se parecía la sinagoga a una iglesia: el recinto tenía también una nave principal y dos laterales. Columnas con arcos de medio punto sostenían una tribuna sobre la que, como en la nave principal, había filas de bancos oscuros. No había púlpito. En su lugar, en el centro de la sala se levantaba una plataforma sobre la que se veía un pupitre vacío. Una barandilla baja la rodeaba y unos escalones daban acceso a ella desde ambos lados. Sobre este estrado colgaba una pesada araña. Los bancos estaban colocados de modo que se podía mirar hacia la plataforma desde los cuatro lados. En el ábside, en la pared este de la sinagoga, no había altar ni cruz, sino un relicario cuyo contenido estaba oculto tras una cortina de terciopelo rojo. En el remate, dos leones dorados sostenían en sus garras una especie de escudo. También el relicario estaba rodeado por una barandilla, y además, por una corona de candeleras. A la izquierda había un candelabro con siete velas como el que Tibor había visto en la vivienda de Jakob y en casa de Krakauer, si bien aquellos eran un poco más pequeños. Aunque los vidrios de las ventanas no eran de colores como los vitrales de las iglesias, el espacio interior estaba pintado de azul y oro, con motivos decorativos, frisos y numerosas estrellas de David. En cambio, no había imágenes o estatuas. Con excepción de los dos leones, Tibor no pudo ver representaciones de ninguna otra criatura. ¿No tenían santos, los judíos? ¿Dónde estaban Abraham, Isaac, Moisés y los demás?
Tibor se quitó el tricornio y se alisó el pelo. Junto a él, en la entrada, había una pila de agua. Tibor iba a introducir los dedos en ella, pero se detuvo. ¿Quería de verdad mojarse la frente con agua bendita judía? Tal vez no fuera siquiera agua bendita.
Deseó que Jakob hubiera estado allí con él para explicarle las cosas.
Atravesó la nave principal, escuchando el eco de sus pasos, dejó atrás la tribuna y fue hasta el relicario cubierto. Entonces reconoció en la cortina la representación de las dos tablas de piedra con los diez mandamientos; aunque la inscripción de las tablas estaba en hebreo. Tibor colocó sus manos sobre la barandilla y se arrodilló.
Rezó. Su oración no estaba dirigida a nadie, ni al dios de los cristianos ni al de los judíos; Tibor renunció a todas las fórmulas que había repetido a lo largo de su vida.
Aquella debía ser solo una oración para Jakob. Estaba bien que no sonara ningún órgano y no estuviera presente ningún creyente; así podía concentrarse en su oración. Pronto cayeron las primeras lágrimas sobre sus manos cruzadas y sobre el suelo de piedra, y en algún momento supo que ya no lloraba solo por Jakob, sino que lo hacía también por sí mismo, por Tibor, que había perdido a Jakob y muchas otras cosas.
Ya era oscuro cuando llegó a la colonia de Zuckermandel. Tibor había cobrado su dinero y Walther le conseguiría un caballo y provisiones. Ahora solo le faltaba un arma. Andrássy había disparado contra él. Kempelen se había procurado una pistola. Jakob tal vez todavía estaría vivo si hubiera poseído una. De modo que si alguien lo seguía, Tibor estaba dispuesto a vender cara su piel.
En casa del escultor la luz estaba encendida. Tibor llamó a la puertecita de la casa, aunque para un espíritu del magnetismo como él tal vez aquella entrada fuera demasiado discreta.
—¡Messerschmidt no está en casa! —tronó una voz desde el interior. Pero era evidente que era la voz del escultor.
Tibor no volvió a llamar. En lugar de eso, formó un embudo con las manos ante la boca y gritó con voz profunda:
—¡Alerta, vigila! ¡Soy el Espíritu del Magnetismo!
En el interior de la casa se hizo el silencio, y un momento después se corrieron algunos cerrojos. Messerschmidt abrió la puerta y miró desde arriba a Tibor, que se esforzó en adoptar una expresión severa.
—Perdóname, espíritu, no esperaba que fueras tú —dijo el escultor, y lo invitó a entrar.
Tibor había preparado su argumentación con todo esmero, y Messerschmidt lo escuchó con gran atención. Él, Tibor, el Espíritu del Magnetismo, dijo, se había enfrentado en varias ocasiones en las últimas semanas al Espíritu de las Proporciones, pero este siempre había puesto pies en polvorosa. Ahora necesitaba una pistola para acabar definitivamente con el mal espíritu con la pólvora y el plomo. Messerschmidt asentía sin parar, y cuando Tibor acabó, el loco escultor fue inmediatamente a la habitación contigua a buscar una pistola, balas y un cuerno de pólvora. Mientras tanto Tibor miró a su alrededor. No había cambiado gran cosa en el taller. En ese momento el artista trabajaba en un crucifijo. Algo en la imagen de Jesús le resultó extraño; cuando miró mejor, Tibor se dio cuenta de que el Salvador llevaba en la cabeza una gorra de fieltro, y sobre el cuerpo un traje típico húngaro.
Cuando Messerschmidt volvió, le contó que un campesino le había encargado un «Cristo húngaro», y ahora iba a tener efectivamente un Cristo húngaro con todos sus complementos.
Tibor quiso pagarle en metálico por la pistola, pero Messerschmidt abrió tanto los ojos cuando el supuesto espíritu sacó la bolsa del dinero que Tibor renunció a su propósito. Al despedirse, Messerschmidt le deseó mucha suerte en la caza.