Desde su pequeña ventana, Tibor miró a los pájaros en el cielo. A juzgar por sus gritos, eran gansos. Si formaba un embudo con las manos por detrás de las orejas y cerraba los ojos, podía oír incluso el batir de sus alas. La cuña que formaba la bandada en vuelo era tan perfecta que la línea de las patas hubiera podido seguirse con una regla. La distancia de cada ave respecto a la que tenía por delante parecía, en todos los casos; idéntica, y cuando el guía batía las alas, el movimiento parecía prolongarse a través de las dos filas como una ola. Tal vez Descartes tenía razón y Dios era un fabuloso constructor de máquinas, de manera que los animales no eran más que máquinas; perpetua mobilia, impulsadas por resortes y movidas por engranajes, pues ningún hombre, ni siquiera el mejor soldado en el campo de ejercicios, era capaz de semejante perfección. El entendimiento del hombre siempre le impediría ser perfecto. Y aunque esos pájaros eran tan bobos como un reloj, eran también tan perfectos como ellos. Tibor pensó en el pato artificial del constructor de autómatas francés, del que había visto representaciones ilustradas. El animal podía caminar, picotear la avena y digerirla, pero no volar, porque sus alas eran de pesado hierro y no de cuerno ligero. ¿Quién sabe si el pato de Vaucanson lamentaba no poder acompañar en otoño al sur a los miembros de carne y hueso de su especie?
Cuando Tibor volvió a mirar hacia arriba, la formación de los gansos había desaparecido, y ya solo pudo ver el cielo gris.
El tiempo había cambiado por completo durante ese día. De un calor sofocante habían pasado a un tiempo lluvioso, frío y húmedo, como si agosto hubiera dado paso directamente a octubre y hubiera olvidado septiembre. Con la misma rapidez había cambiado también el humor de Tibor: la felicidad por el encuentro con Elise —la similitud de sus biografías, su trato confiado con él, y sobre todo sus tiernos cuidados y el beso final— había durado solo medio día. En los dos días que siguieron a la disputa con Kempelen, el enano se sintió dominado por una parálisis que nunca antes había experimentado. Pasaba las horas tendido en su cama sin hacer nada, pero sin dormir, y cuando forzosamente debía realizar alguna actividad, como beber, comer o hacer sus necesidades, la ejecutaba de forma mecánica, del mismo modo que su herida se curaba de forma totalmente mecánica y sin su colaboración.
No quería trabajar en su mecanismo de relojería, que había empezado y estaba ahora sobre la mesa. De vez en cuando cogía un libro, pero era inútil, porque leía sin entender las palabras. Incluso pensar le resultaba duro, y tenía que forzarse a hacerlo.
Pero en los pocos momentos en que estaba realmente despierto, sabía que su parálisis no sería duradera. Seguramente su cuerpo y su espíritu estaban acumulando energías para algo que vendría. Tibor no sabía qué era. Se dejaría sorprender, como todos los demás.
Kempelen pidió a Jakob y a Tibor que repararan todos los daños de la máquina de ajedrez, tanto los del ataque de Andrássy como los causados por Tibor en el jardín de la Cámara. El propio Kempelen estaría todo el día en la Cámara de la corte y había anunciado que a continuación asistiría a una sesión de su logia. Tibor se sintió aliviado por su ausencia. El enano había adquirido ya conocimientos suficientes de mecánica fina para ayudar a Jakob en la reparación. Al cabo de unas horas, Jakob colocó un nuevo chapado de madera de raíz sobre el entablado agujereado de la puerta, y con aquello quedó acabado el trabajo.
—Estás tan silencioso hoy… —señaló Jakob, aunque él mismo había estado aún más callado que Tibor durante toda la mañana—. Hace mucho que no salimos los dos de casa. Ya no sé cuánto tiempo hace que no tengo una buena resaca. ¿Qué te parece si salimos a echar un trago esta noche? ¿Qué me dices?
—Kempelen estará aquí.
—Ya te sacaremos fuera de algún modo sin que te vea. Vamos, nos conseguiremos una chica cada uno, una judía para mí y una católica para ti, yo una Sara, y tú una María.
—No —dijo Tibor—, no quiero.
—A mí no me engañas. Quieres, pero no te atreves.
—Jakob, sencillamente no tengo ganas.
—Le tienes miedo a Kempelen —dijo Jakob, y le dio un empellón en el hombro derecho, sin pensar en el vendaje—. Te está presionando con la historia de Ibolya, hubiera debido suponerlo. A primera vista, su muerte lo perjudicó, con las preguntas de los curas y ese húngaro rabioso, pero en realidad le está sacando provecho a la situación. Porque, debido a tu culpabilidad, puede controlarte tanto tiempo como quiera.
—Cada día te inventas una nueva —replicó Tibor secamente, y empezó a recoger las herramientas.
Pero aquello no bastó para detener a Jakob. El judío siguió hablando en voz aún más alta.
—Después de la primera presentación del turco dependía de ti; ahora es al contrario. La muerte de Ibolya le vino de maravilla. Sois como las hermanas presburguesas. ¿No te he hablado de las hermanas presburguesas? Es una historia increíble.
—No me interesa.
—Las dos murieron hace ya unas décadas. Eran hermanas gemelas y habían crecido juntas, pegadas por la espalda, como si hubieran derramado un bote de limo en el claustro materno. Fueron a parar al convento de las Ursulinas. Incluso de Passau llegaron sabios para examinar a las niñas soldadas, pero ningún médico se atrevía a separarlas. Estaban unidas la una con la otra para siempre jamás. De manera que crecieron juntas, pero una se hizo más alta y fuerte que la otra. Desde pequeñas, reñían muy a menudo. Cuando no se ponían de acuerdo, la mayor sencillamente arqueaba la espalda, de modo que los pies de la pequeña no tocaran el suelo, se iba y se llevaba consigo a su hermana, que ardía de indignación. Así sois ahora vosotros dos: Kempelen y tú. —Tibor siguió ordenando en silencio mientras Jakob miraba al techo, rumiando—. ¿Qué se hizo de las dos…? Creo que… sí, la pequeña murió, y antes de que pasara un día también había muerto la mayor. ¿O fue al revés? Una auténtica lástima, porque si no fuera así, podríamos salir esta noche con ellas; yo te llevo a la espalda, tú coges a la pequeña y yo a la mayor… En fin, en todo caso ya sabes adonde quiero ir a parar, ¿no?
Tibor, que estaba junto al banco de espaldas a Jakob, no respondió nada. Jakob cogió un tarugo de madera que había sobrado de la reparación y se lo lanzó a la cabeza.
—Eh, Alberico, (enano que custodiaba el tesoro de los nibelungos, N. del T.) habla conmigo.
Tibor se volvió despacio y se frotó la nuca, donde le había dado la madera.
—¿Te separas de Kempelen y me acompañas a la Rosa?
—Para ti todo es siempre muy sencillo —dijo Tibor—. Para ti todo es solo cuestión de divertirse cuanto más mejor. Mujeres, vino y estar guapo, es todo lo que te interesa. Podría morir pronto, pero, por lo visto, a ti tanto te da.
—¡De ningún modo! ¡Porque si mueres pronto, aún es más importante que hoy disfrutes de la vida! —Tibor volvió a girarse, pero Jakob siguió hablando—. Demonios, piensas tanto en el mañana que te olvidas por completo del hoy. Ya ahora te estás preocupando por tu vida después de la muerte. Qué decepción si te mueres, y te aseguro que aún falta mucho para eso, y descubres que en realidad no hay vida después y que todas tus preocupaciones y todo el tiempo perdido no te han servido para nada.
—Una palabra más contra mi fe y abandono la habitación.
—¿Es una amenaza? ¿«Abandono la habitación»? Qué miedo me da. ¡No, por favor, no abandones la habitación, te lo suplico de rodillas! Dime, ¿qué han hecho tu fe y tu gloriosa Madre de Dios por ti, aparte de fastidiarte toda tu vida y meterte al final en este endemoniado embrollo?
Tibor cumplió su amenaza y se dirigió hacia su habitación. Pero Jakob cruzó el taller y se plantó ante la puerta, impidiéndole el paso.
—¿Sabes a quién me recuerdas? —preguntó Jakob.
—No me interesa.
—Piensa.
—¡No me interesa! Déjame pasar.
—Me recuerdas al Tibor que conocí justamente aquí por primera vez hace apenas un año: un pequeño gruñón asustadizo que no entiende una broma y que con sus católicas manitas y piececitos se defiende contra todo lo que hace que la vida valga la pena de algún modo.
—¡Y tú me recuerdas al superficial y egoísta pagado de sí mismo que no se preocupa en absoluto por los sentimientos de los demás y que ataca los nervios al prójimo con su insulsa cháchara! Déjame ir a mi habitación.
Jakob dio un paso de lado y dejó pasar a Tibor.
—Por última vez —dijo Jakob—, ¿vamos a beber algo esta noche?
—No.
—Entonces le preguntaré a Elise.
Tibor, que ya casi había cerrado la puerta de su habitación, se volvió.
—No lo harás.
Jakob levantó una ceja, sorprendido por la violenta reacción de Tibor.
—Vaya, vaya —dijo—. ¿Celoso?
—Búscate otra compañera de juegos, hay bastantes en la ciudad —exigió Tibor—. Ella merece algo mejor.
—¿De verdad lo merece? ¿Y eso mejor serías… tú?
—Tú no, en todo caso.
—¿Has hablado de eso con ella? ¿No os encontraréis en secreto, vosotros dos?
—No —mintió Tibor.
—Pues tal vez deberías hacerlo alguna vez. Sé que Kempelen lo ha prohibido.
Pero su presencia es muy, muy revitalizadora —dijo Jakob con una mueca de satisfacción—. Sin duda más revitalizadora que limitarse a mirar con la boca abierta desde tu ventanita cómo tiende la ropa. Entonces, además, también podrías descubrir que tal vez no se corresponde del todo con la imagen que pareces tener de ella. Por otra parte, huele de maravilla.
Tibor no replicó y sujetó el pomo de la puerta.
—¿Vendrás si viene ella? —preguntó finalmente Jakob—. Solo nosotros tres. ¿La besaremos en la mejilla derecha y en la izquierda con la ciudad a nuestros pies?
¿Formarán el pequeño, la bella y el judío una alegre y borracha hoja de trébol?
Jakob tuvo el tiempo justo de apartar la mano del marco, antes de que Tibor cerrara la puerta de golpe. La sonrisa sarcástica del judío se mantuvo aún un buen rato en su cara, hasta que Jakob se dio cuenta de que sonreía a pesar de estar solo en la habitación; no se sentía en absoluto de humor, y relajó sus rasgos. El turco no era compañía suficiente para él. Jakob cogió su levita y abandonó el taller y la casa.
Sus piernas lo llevaron más deprisa de lo necesario a la Michaelergasse, de modo que, a pesar del tiempo frío, cuando llegó ante el palacio de la Cámara Real, sus mejillas estaban sonrosadas. Miró hacia arriba, por los tres pisos de la fachada hasta el frontón con el escudo húngaro y las dos estatuas de la justicia y la ley que lo coronaban. Luego entró en el edificio. Se presentó al portero como un colaborador del consejero Von Kempelen. Un conserje con peluca corta fue enviado al despacho de Kempelen. Poco después volvió y pidió a Jakob que lo siguiera. Los dos hombres subieron hasta el tercer piso por unos escalones de mármol blanco cubiertos por una alfombra roja. Todas las personas con que se cruzaron por el camino los saludaron cortésmente; la distinción con que iban vestidas hizo que Jakob se avergonzara de su sencilla levita y sus pantalones de lino. Después de atravesar un pasillo, llegaron al despacho de Kempelen. El conserje llamó a la puerta y Kempelen los invitó a entrar.
—Jakob —dijo el caballero con afabilidad, levantándose de su escritorio—. ¡Qué agradable sorpresa! —Y estrechó la mano a su ayudante, como si hiciera semanas que no se vieran—. Jan, tráenos un zumo de frutas. Mi ayudante parece sediento.
El conserje se inclinó, abandonó el despacho caminando de espaldas y cerró las puertas tras de sí. Solo entonces se desvaneció la sonrisa del rostro de Kempelen.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Tibor?
Jakob sacudió la cabeza.
—Tengo que hablar con vos.
—¿Ahora? ¿Aquí?
—Ya me conocéis. Soy una persona impulsiva. No quiero cargar con esto por más tiempo.
Kempelen pidió a Jakob que se sentara al otro lado del escritorio. El despacho estaba lujosamente decorado con muebles de estilo francés. A través de las altas ventanas podía distinguirse la torre del ayuntamiento, y en los lugares donde las paredes no estaban ocupadas por estantes con expedientes, se veían mapas del Banato y de Hungría.
—¿Y bien?
—Se trata de Tibor —empezó Jakob—. Ya no quiere jugar. Está agotado y herido.
Deberíamos despedirlo antes de que acabe con nosotros.
—Tu interés te honra, pero creo que Tibor puede hablar perfectamente por sí mismo. Y ya nos hemos puesto de acuerdo en continuar.
El conserje trajo una bandeja con una jarra de zumo y dos vasos.
—En realidad debería servir champán —opinó Kempelen—. Ahora hace casi exactamente un año que entraste en mi taller. ¡Cómo pasa el tiempo!
Kempelen se encargó de servir la bebida y el conserje los dejó solos. El caballero tendió un vaso a Jakob.
—¡Por el año que ha pasado y por el que vendrá!
—Pero ¿estaremos aún un año juntos? —preguntó Jakob.
—¡Naturalmente! ¿Por qué no debería ser así?
—Porque empiezo a aburrirme. Soy muchas cosas: escultor, constructor de autómatas, relojero, pero no soy un feriante. Me he pasado los últimos meses llevando al turco ajedrecista de aquí para allá, dando cuerda al falso mecanismo y transportando una caja que solo contiene herramientas con aire misterioso. Mientras reparaba la máquina, me he dado cuenta de hasta qué punto echo en falta mi trabajo.
—¿Quieres cobrar más?
—Todo el mundo quiere cobrar más. Pero sobre todo me gustaría tener nuevas tareas. Dejadme construir un nuevo androide. Cambiemos al turco por otra figura. O dejadme construir un cuerpo para vuestra máquina parlante.
—No. La máquina parlante no necesita ningún tonto muñeco. Esta máquina no debe destacar por su forma, sino por sus capacidades.
—Si no tenéis ningún trabajo para mí… tendré que buscarme uno yo mismo.
Aunque solo sea para escapar del ambiente fúnebre que impera en este momento en la casa.
—¿Adonde quieres ir?
Jakob se encogió de hombros.
—A Ofen… de vuelta a Praga… a Cracovia o a Munich…
—Te has olvidado de Viena.
—Bien: o a Viena.
Una paloma gris se posó en el alféizar de una de las ventanas, empezó a arrullar, volvió luego la cabeza y miró por el cristal. Calló. Giró la cabeza a un lado y a otro con movimientos secos, observando a los dos hombres, y de pronto salió volando, como si algo la hubiera asustado.
—Los relojeros de Viena —explicó Kempelen—, y particularmente Friedrich Knaus, si es que has pensado en él, no te cogerán por tus capacidades profesionales sino porque has trabajado conmigo. Querrán que les cuentes el funcionamiento del turco.
—Callaré. Soy un hombre leal.
—Te ofrecerán mucho dinero.
—Yo no me vendo.
—No te engañes a ti mismo ni me engañes a mí: todo el mundo tiene un precio.
Solo depende de la cantidad.
—Os seré leal. Tibor es mi amigo. No lo entregaré al verdugo. Me llevaré a la tumba lo que sé. Pero no puedo ofreceros más que este juramento.
Kempelen suspiró. Tendió el brazo sobre el escritorio, con la palma hacia arriba.
—Jakob, te necesito.
—Pero no como transportista de muebles. Ya no puedo encontrar ninguna satisfacción en este trabajo.
—Esta… satisfacción de la que hablas desapareció en el momento en que descuidaste tus deberes y permitiste que la baronesa Jesenák llegara hasta el autómata sin impedimentos después de la presentación.
Jakob miró fijamente al techo.
—No querréis reprochármelo eternamente.
—Pero eso pesará eternamente sobre mí. Tú también eres culpable de esa muerte; de modo que también nos ayudarás a salir del lío en que tú mismo nos has metido.
—Bien. ¡Muy bien! ¡Pero no viajando con ese asqueroso autómata por todo el país! —gritó Jakob, y se incorporó en su silla.
Kempelen se llevó el índice a los labios y luego señaló la puerta para conminarle a bajar la voz.
—¡Dejemos esto y disfrutemos de la fama! —continuó Jakob en un tono más bajo—. En realidad solo es cuestión de tiempo que descubran a Tibor. Alguien se esconde y nos observa durante el desmontaje. Sobornan a vuestro personal. El húngaro loco dispara de nuevo y le mete a Tibor una bala en la cabeza. Alguien grita «¡Feurio!, y todos, incluido Tibor, huyen de la sala… Existen tantas posibilidades, tantas grietas. Esta ilusión no puede funcionar mucho tiempo más.
—Yo no opino lo mismo.
Jakob miró hacia la torre del ayuntamiento. La campana dio las cinco, y él esperó a que acabara de sonar.
—Entonces, lamentándolo mucho, tendré que abandonar Presburgo —dijo.
—¿Quieres extorsionarme?
Jakob sacudió la cabeza. Luego se levantó.
—La máquina está totalmente reparada. Queda suficiente tiempo para la presentación en el Teatro Italiano, podéis encontrar un sucesor para mí, si es que realmente necesitáis uno. Y si lo deseáis, no tendré inconveniente en instruir a esta persona. Quisiera que me pagarais el resto del salario hasta el fin de semana. El año que he pasado a vuestro servicio me ha proporcionado muchas alegrías, señor Von Kempelen. Y muchas gracias por el refresco.
También Kempelen se levantó, con el ceño fruncido.
—¿Y dejarás a Tibor en la estacada? ¿Al herido Tibor, que no tiene a nadie sino a ti? ¿A él, que siempre había confiado en tu amistad y tu interés? ¿Puedes llevar eso sobre tu conciencia?
—No será fácil. Pero que este sea vuestro último recurso para retenerme me confirma que mi despedida es la única decisión correcta —replicó Jakob; luego esbozó una reverencia y abandonó el despacho.
Jakob se alejó andando deprisa de la Cámara de la Corte Real y se dirigió hacia la Puerta de San Miguel, aunque no iba en la dirección correcta. Solo quería encontrarse tan pronto como fuera posible fuera de la vista del palacio de la Cámara, por si Kempelen lo estaba mirando por la ventana. Hasta que no giró por la Schneeweissgasse, no redujo el paso, mezclado entre los ciudadanos qué iban a casa desde el trabajo o se dirigían a las posadas. Jakob se detuvo ante la tienda de tabaco de Habermayer y miró fijamente el escaparate, no porque le interesara la colección de pipas, sino porque debía reflexionar sobre lo que había hecho y sobre qué haría ahora. No quería estar solo en ese momento, pero, para ir a la taberna, aún era demasiado pronto.
Decidió volver a la Donaugasse, donde esperaba encontrar aún a Elise. Alguien debía recompensarlo por su heroico despido, y si efectivamente le quedaban solo unos días en Presburgo, aquel era un buen momento para compartir cama de nuevo con Elise. La primera vez había sido fabulosa. La criada había estado mucho más contenida que Constanze, pero tal vez precisamente por eso su cita había sido fabulosa. Eso y pensar que quizá había sido su primer hombre.
Elise ya no estaba en la casa de Kempelen, que se veía gris y vacía a la luz del atardecer. Con las ventanas enrejadas y tapiadas y los postigos cerrados, parecía un bastión abandonado. En aquel momento Tibor y el turco eran los dos únicos, y callados, habitantes del edificio. Pero Jakob no quería renunciar a Elise —durante todo el camino había estado imaginando cómo sería desnudarla y amarla—, de modo que dirigió sus pasos hacia la Spitalgasse, donde vivía la criada.
Las ocho habitaciones de la casa de la Spitalgasse se alquilaban solo a criadas de la baja nobleza y de la burguesía. Jakob ya había estado allí una vez, y disfrutó del lugar, pues la mayoría de aquellas criadas eran aún más jóvenes que Elise; Jakob las saludó cordialmente y pudo captar las risitas ahogadas a su espalda. Dirigía la casa una tal viuda Gschweng, un auténtico dragón que exigía orden y moralidad y habría castigado severamente cualquier visita masculina. Pero para Jakob constituía un reto pasar ante ella, y tanto entonces como ahora lo consiguió sin dificultad. Llamó a la puerta de Elise en el primer piso, y la joven abrió. Elise se mostró aún más sorprendida que Kempelen antes; la joven estaba realmente consternada por la visita. Jakob sonrió.
—¿Qué haces aquí? —siseó Elise—. ¡Desaparece antes de que te descubra la vieja!
—¿Puedo entrar?
—¡Ni hablar!
—Entonces instalaré mis posaderas en la escalera —dijo Jakob, y tras hacerlo, añadió—: Esperaré hasta que me dejes entrar, y confío en que lo pienses mejor antes de que llegue la malvada viuda. —Y empezó a cantar tan alto que su voz retumbaba en toda la escalera.
A las puertas de la ciudad, Margarita me ofrece su cerveza, nada me complace más que sentarme con ella a la mesa.
En el patio, a la sombra del tilo, me musita ternuras al oído.
Elise suspiró y abrió la puerta. Jakob entró en la habitación de un salto, y en el tiempo que Elise empleó en cerrar la puerta y girar la llave, ya se había sacado la levita.
—¿Qué significa esto? —preguntó ella—. ¿Qué quieres?
—A ti —dijo él—, a ti y solo a ti, Elise.
—¿Te has vuelto loco?
—Sí. Me vuelvo loco en cuanto te veo.
Jakob le acarició el vello de la nuca. Pero Elise rehuyó el contacto.
—Por favor, déjalo —dijo, en un tono algo más suave.
—¿Por qué? ¿No es hermoso?
—Tengo que trabajar.
—No tienes que hacerlo. Y yo tampoco. Hagamos algo hermoso esta noche.
—Me das miedo.
Jakob dio un paso hacia ella y la besó. La joven sintió el miembro rígido a través de la tela del vestido. Al ver que Elise no respondía al beso, Jakob volvió a apartarse.
—Bésame —dijo.
—No. Por favor, Jakob, vete ahora.
Jakob se dejó caer sobre su cama.
—Me prometiste que me besarías si te revelaba el secreto de la máquina de ajedrez. Te lo revelaré. Entonces tendrás que besarme. Es lo que acordamos.
—Me dijiste dos veces una mentira, y ahora ya no me interesa.
—Esta vez digo la verdad. Mírame.
Ella no lo miró.
—No me importa, Jakob.
—¡Mírame! —Ella siguió apartando la mirada—. ¡Dentro del autómata… se sienta un enano! Un enano diminuto pero muy inteligente dirige la máquina desde dentro.
Esta es la verdad, lo juro por Dios. Por mi Dios y por tu Dios. Si quieres, te mostraré a ese enano.
Elise permaneció en silencio.
—Dame mi beso —dijo Jakob.
Elise seguía sonriendo, pero la alegría había desaparecido de su voz.
—¿Y luego te irás?
—Sí.
Se acercó a la cama. Él tendió la cabeza hacia ella. Elise lo besó, y esta vez lo hizo exactamente como quería Jakob. Luego Jakob la retuvo, sujetándola del brazo.
—¿Quieres a Kempelen para ti? —preguntó.
Elise entrecerró los ojos, como si no hubiera entendido la pregunta.
—Has prometido que te irías.
—Solo esta pregunta: ¿quieres a Kempelen?
—No.
—No soy un estúpido, Elise. Conozco a las personas. A él. Y también a ti.
Últimamente te has propuesto que se vuelva loco por ti. Y naturalmente yo molesto.
—Suéltame el brazo.
—No sería nada nuevo. Cuántos señores de la alta nobleza no han tenido un asunto con sus guapas criadas porque sus mujeres, después del matrimonio, se habían convertido en unas arpías sin atractivo.
—Estás diciendo tonterías.
—Entonces, ¿por qué ha desterrado, pues, a Anna Maria a Comba y no la visita desde hace meses? ¿Y por qué te encontré el día de su marcha en la cocina deshecha en lágrimas fingidas?
Jakob le tiró del brazo con rudeza para atraerla a la cama y, antes de que ella pudiera evitarlo, le colocó la mano en el vientre, que se abombaba bajo el amplio vestido. Elise sintió la cálida presión de sus dedos sobre la pared abdominal, y sintió cómo las articulaciones del niño cedían por debajo.
—¿Y de quién esperas un niño sino de él?
Elise palideció. Ahora ya no se resistía.
—¿Qué esperas conseguir con eso? —preguntó Jakob—. ¿Crees realmente que abandonará a su mujer y que tú serás la nueva señora Von Kempelen? ¿O quieres vivir a sus expensas el resto de tu vida como su amante, como concubina con puesto fijo, como madre de su bastardo, y confiar en que durante unos años aún te encuentre deseable y te pague el alquiler? Aunque tengo que decirte, y no es que quiera asustarte ni que me importe especialmente, que su última amante es ahora pasto de los gusanos del cementerio de San Juan. —Jakob se levantó. Elise permanecía en silencio—. Pero supongo que no te has parado a pensar en eso. Solo has pensado: mejor un consejero de la Cámara de la Corte que un tallador circunciso sin linaje. Eres muy guapa, Elise, pero también muy tonta.
—Fuera —dijo Elise.
Jakob cogió su levita de la percha.
—Demonios, no me quedaría aunque me lo pidieras.
Fuera de la casa, Jakob agachó la cabeza para protegerse de la lluvia, hasta que se dio cuenta de que aún no llovía, aunque durante todo el día había amenazado tormenta. En el transcurso de unas pocas horas había cortado con Tibor, Kempelen y Elise, y se sentía aliviado y despreciable al mismo tiempo. Ahora solo tenía que seguir la Spitalgasse, que lo llevaría directamente a la plaza del Pescado; había llegado el momento de ir a emborracharse a La Rosa Dorada hasta que Constanze lo pusiera en la puerta. Y si ella quería y su embriaguez aún lo permitía, se la llevaría a su casa y haría con ella lo que hubiera preferido hacer con Elise. Jakob volvió a cantar su canción.
De noche me abandona el sueño y en la cama me agito intranquilo, mi corazón no encuentra consuelo y camino angustiado hasta el tilo.
A las puertas de la ciudad, se levanta la luna en el cielo, Margarita me viene a buscar, acabaron mi angustia y mi duelo.
Al día siguiente, un jueves, Jakob no apareció, tal como habían convenido, para la prueba con la máquina de ajedrez. Kempelen dio el día libre a Tibor y dijo que ya recuperarían el tiempo perdido. Seguramente Jakob había bebido la noche anterior demasiadas copas de Sankt Georg. Kempelen también parecía agotado. El caballero había vuelto muy tarde de su sesión de la logia.
Tampoco el viernes apareció Jakob por el taller. A mediodía, Tibor llamó a la puerta del despacho de Kempelen para hablar con él. El caballero llevaba puestas sus botas de montar. Estaba aún más pálido que el día anterior. Sobre la mesa había una pistola en su funda, y además plomo y pólvora. Tibor pidió a Kempelen que enviara a un mensajero a la vivienda de Jakob en la Judengasse o que fuera él mismo, para ver si Jakob estaba enfermo o necesitaba ayuda por algún motivo.
Kempelen suspiró y pidió a Tibor que se sentara.
—Me temo que ya no se encuentre allí.
—¿Y eso qué significa?
—¿Sabes que tenía en mente abandonar la ciudad?
—Pero no así, de un día para otro.
—¿Quién sabe qué va a hacer un hombre como Jakob? A mí también me sorprende, porque en realidad quería cobrar su salario. Pero, por otro lado, a menudo se dice que los judíos viajan ligeros de equipaje.
—No creo que se haya marchado.
—Tibor, yo también lo siento. Pero tendremos que acostumbrarnos. Jakob estaba ansioso por realizar nuevas tareas. Si la semana que viene no ha vuelto, buscaré un sustituto para él.
Tibor no respondió. Miró, malhumorado, un mapa de los alrededores de Presburgo y deseó que un alfiler en el papel pudiera mostrarle el lugar donde se encontraba Jakob en aquel momento.
—Voy a dar un paseo a caballo —dijo Kempelen.
—¿Adonde?
—A ningún sitio. Sencillamente necesito un poco de aire fresco y tener algunos árboles y campos a mi alrededor. —Y como si fuera una explicación, añadió—: Llega el otoño.
Kempelen se levantó y se ató la pistolera. Al ver que Tibor miraba interrogativamente el arma, sonrió:
—Si me encuentro con el barón Andrássy, me vengaré del ataque.
Desde su habitación, Tibor vio cómo Kempelen ensillaba su caballo negro. Luego fue a las ventanas del taller y siguió con la mirada al caballero, que salió a galope tendido por la callejuela en dirección al campo. Tibor dejó que pasara un cuarto de hora; después cogió sus llaves y bajó a la planta. Encontró a Elise en la habitación de la ropa. Se le encogió dolorosamente el corazón al verla, y los dedos que sostenían las llaves se humedecieron.
—Tibor.
Elise sonrió, aliviada, y dejó caer la ropa blanca en la cesta. Por un momento se quedó inmóvil; luego se arrodilló y lo abrazó. Tibor cerró los ojos, aspiró con fuerza su aroma y confió en que ella no hubiera oído su profunda inspiración. Quiso responder al abrazo, pero sus brazos permanecieron colgando, como si estuviera paralizado.
—Lo siento —dijo Elise después de soltarlo—, pero tenía ganas de hacerlo.
Tibor asintió con la cabeza. Ella volvió a ponerse en pie, de modo que Tibor tuvo que levantar la mirada.
—Estoy preocupado por Jakob —dijo Tibor—. ¿Sabes algo de él?
Elise sacudió la cabeza.
—La última vez que lo vi fue el miércoles, cuando se marchó del taller. Tal vez ha dejado Presburgo.
—Iré a buscarlo.
—Bien —dijo ella—. ¿Cómo va tu herida?
—Se curará. Hiciste un buen trabajo. Le dije al médico que me había cosido yo mismo la herida, y estaba maravillado.
—Tibor…, no era ningún médico.
—¿Cómo?
—Era el farmacéutico de El Cangrejo Rojo, Gottfried von Rotenstein. Y el mismo hombre que… tras la muerte de la baronesa, se hizo pasar por un monje. Lo único auténtico era la cogulla.
—¿De dónde has sacado eso?
—Lo vi. Kempelen te mintió.
—Sí —dijo Tibor en voz baja—, y quién sabe cuántas veces lo habrá hecho. Tal vez me haya mentido incluso más que yo a él.
Ambos callaron, hasta que Tibor se movió y dijo:
—Tengo que irme.
—Sé prudente.
Tibor cogió la levita y los zapatos altos de su armario para, una vez más, ganar altura y no llamar la atención en las calles.
Tibor llamó a la puerta, pero no contestó nadie. Con la llave, que como siempre estaba colocada bajo una teja, pudo entrar en la vivienda de Jakob. Había esperado encontrarlo durmiendo o al menos, con una habitación completamente vacía a excepción de los muebles. Pero sus esperanzas quedaron defraudadas: la cama estaba vacía y sin hacer, y sobre la mesa, las sillas y el suelo seguía reinando el habitual desbarajuste de bosquejos, esculturas inacabadas, herramientas y comida empezada: pan, una salchicha, una manzana y una botella de vino. Jakob no estaba, pero tampoco se había ido de viaje. Tibor abandonó la vivienda y devolvió la llave a su sitio. Mientras bajaba por la estrecha escalera, volvió a sentir la dolorosa presión de los zancos en los pies.
Tampoco el chamarilero judío pudo ayudarle. El hombre hacía días que no había visto a Jakob, pero le prometió que mantendría los ojos abiertos. Tibor rechazó amablemente la oferta de Krakauer de tomar un aguardiente de enebro o jugar una partida de ajedrez o hacer ambas cosas en la calurosa tienda de antigüedades.
El enano recordó entonces que Jakob tenía intención de ir a La Rosa Dorada, de modo que se dirigió a la plaza del Pescado. La taberna ya había cerrado, pero el calvo patrón lo dejó entrar. Las dos camareras limpiaban las mesas. La pelirroja Constanze reconoció a Tibor. La joven pidió permiso a su patrón para hacer un descanso y se sentó junto al enano en la mesa del rincón, la misma en que Tibor se sentó con Jakob en su anterior visita.
Jakob había estado efectivamente en La Rosa Dorada. Estuvo bebiendo durante horas y abandonó la taberna mucho después de medianoche, «solo, con un turbante y haciendo eses».
—¿Con un turbante? —preguntó Tibor.
Constanze sonrió.
—Está hecho un bufón. ¡Hubierais tenido que verlo!
Jakob entró en La Rosa Dorada con cara de malhumor y bebió solo los dos primeros vasos de Sankt Georg, a pesar de que la taberna estaba llena de pescadores, soldados y artesanos, de entre los cuales incluso conocía a algunos. Finalmente un oficial sombrerero se fijó en él y lo invitó a su mesa, a la que también se sentaban otros muchos oficiales y aprendices. El grupo quería que Jakob les contara historias sobre el «turco prodigioso», y él aceptó con la condición de que le pagaran las bebidas. Entonces habló de la fama del turco, de sus partidas contra el alcalde Windisch y la emperatriz; con cada frase y cada trago de vino su humor iba mejorando. Un balbuceante aprendiz de panadero, cuyo maestro había asistido a una de las sesiones en casa de Kempelen, dijo que los ojos de cristal del turco no se diferenciaban de unos ojos auténticos, a lo que Jakob replicó que los ojos no eran de cristal, sino que eran efectivamente auténticos, pues ni la máquina más refinada podía ver con unos ojos de cristal. Según dijo, el año anterior Kempelen y él, Jakob, extrajeron de sus cuencas los ojos de dos miembros de una banda de ladrones que los enfurecidos habitantes de una aldea próxima a Sankt Peter, en los Pequeños Cárpatos, habían colgado de una encina, antes de convertirse en alimento para los cuervos. Luego glasearon los ojos con azúcar, para que no perdieran su forma y su color, y después los encajaron en el cráneo del turco. Esta descripción asustó y asqueó a la mitad de los oyentes, pero divirtió a la otra mitad. Jakob prosiguió su relato contando cómo él y Kempelen deambularon de noche por los cementerios, equipados con linternas y palas, para buscar una mano izquierda adecuada para el turco. Su busca, sin embargo, no tuvo éxito, aunque pudieron conseguir algunos huesos con los que tallaron las piezas del juego de ajedrez. Las piezas rojas, añadió, se tiñeron con su propia sangre. Al final, Kempelen compró la mano que les faltaba a un verdugo que unos días atrás se la había cortado a un ladrón reincidente. Luego dieron vida a los ojos y a la mano con ayuda del magnetismo animal. Pero las restantes partes del turco, aseguró Jakob para acabar, se tallaron en madera corriente.
Cuando más tarde la conversación se centró en la misteriosa muerte de la baronesa Jesenák, explicó Constanze, Jakob se ofreció a representar el suceso.
Rápidamente encontró un manto que haría de caftán. Con un paño de cocina enrollaron un turbante en torno a su cabeza, y con un pedazo de carbón del fogón le dibujaron un bigote. Jakob se quitó las gafas. Los oficiales despejaron la mesa de jarras y vasos y en su lugar colocaron un tablero de ajedrez, le pusieron un cojín y una pipa en las manos, y así Jakob se convirtió en el turco. A esas alturas, la atención de todos los parroquianos de La Rosa Dorada se había concentrado en él. También Constanze, su colega y el propio patrón abandonaron el trabajo para divertirse con su representación. Jakob realizó algunos movimientos, caricaturizando los gestos del androide: la postura rígida, los movimientos bruscos, mecánicos, el giro de los ojos.
Con un fuerte acento oriental y una gramática primitiva, insultó a los clientes y los amenazó con devorar a sus hijos y raptar a sus mujeres y hacerlas gozar en su serrallo hasta que sus estridentes gritos extáticos llegaran hasta Austria. La taberna tembló con las carcajadas de los parroquianos.
Entonces el falso turco pidió un aguardiente de dátiles y unos higos para llenar su estómago mecánico; el patrón le ofreció, a cuenta de la casa, un vino dulce de Tokay.
Jakob tomó un trago y lo escupió enseguida —a la cara de un aprendiz—, y dijo que no era extraño que los infieles no pudieran combatir si bebían esas dulzonas aguas aromáticas propias de mujeres. Entre la masa empezaron a oírse gritos de oposición.
Un húsar exclamó que no hacía mucho habían expulsado a los turcos de Hungría, y que pronto los expulsarían de un puntapié en las posaderas de todo el continente. El público aplaudió, pero Jakob cogió una pieza y se la lanzó a la cabeza al soldado, y luego, con un gran hurra, inició un auténtico bombardeo contra todos los clientes hasta que se quedó sin sus treinta y dos piezas. A continuación reclamó una víctima.
La otra camarera se había ocultado a tiempo detrás del patrón, de modo que el dedo rígido del turco apuntó a Constanze. Ella también quiso salir corriendo, dijo, pero varios oficiales la sujetaron y la llevaron, a pesar de sus gritos y pataleos, al altar del sacrificio del turco. Jakob empezó a palparla, le tocó la cabeza y dirigió parsimoniosamente la mano hacia sus pechos y sus muslos, todo ello con movimientos mecánicos y con la misma mímica rígida que hacía que a los espectadores se les saltarán las lágrimas de risa. Mientras tanto, Constanze soltaba alternativamente risitas y chillidos. Luego Jakob la besó, y por un momento Constanze pudo relajarse. El alboroto se calmó y algunos lanzaron un «oh» emocionado; un cliente incluso exclamó: «Está enamorado». «Baronesa gusta —explicó el turco Jakob—, pero ahora debo destruir». Entonces rodeó con sus manos el cuello de Constanze y apretó como si fuera a estrangularla; ella le siguió el juego: respiraba roncamente y dejó de reír. Cuando Jakob gritó: «¡Jaque a la reina!», se derrumbó sobre la mesa con los miembros flácidos, sacando la lengua de lado y con los ojos en blanco. Jakob le bajó los párpados y dijo: «Baronesa mate». Los aplausos después de la representación fueron ensordecedores, y Jakob y Constanze se convirtieron en las estrellas de la velada. Luego ofrecieron a Jakob mucha más bebida de la que era capaz de tomar, y sin duda, más de la que podía soportar.
—Cuando se fue, aún llevaba el turbante y el bigote de carbón —explicó Constanze—. El turco que nos abandonó a altas horas de la noche estaba borracho como una cuba.
Tibor le dio las gracias por la información, aunque no le servía de gran cosa. Y Constanze prometió que si Jakob volvía en los próximos días le diría que el «señor Neumann» había preguntado por él.
Ante la columna votiva de la peste, Tibor reflexionó un momento. Aunque Jakob se hubiera derrumbado borracho en la entrada de una casa o entre unos matorrales, ya tenía que haber dormido la borrachera hacía tiempo. Kempelen volvería de su cabalgada antes de que oscureciera, y para entonces Tibor tenía que estar de vuelta en la Donaugasse. Pero no le parecía suficiente haber pedido a Krakauer y a Constanze que lo avisaran en el caso de que vieran a Jakob, de modo que decidió volver a la Judengasse para dejarle una nota en casa.
La esperanza de Tibor de que entretanto Jakob hubiera vuelto no se cumplió.
Mientras buscaba un papel en blanco para escribir la nota, Tibor encontró sobre las tablas del suelo un dibujo al carbón de una mujer en la que inmediatamente reconoció a Elise. Se sentó un momento en una silla para contemplar el retrato. Jakob no era un gran artista, pero la modelo era extraordinaria. Le pediría a Jakob que le permitiera conservar el retrato. Entonces su mirada se posó en un busto empezado de madera clara de tejo, que se encontraba cerca de la ventana. De nuevo Tibor reconoció a Elise. Jakob había sido tan fiel al modelo que ni siquiera retocó sus pequeñas imperfecciones, como la comisura de los labios derecha algo más alta o la cicatriz de la frente. ¿Habría posado Elise para él? ¿Quizá incluso en esa misma habitación? ¿Quizá desnuda?
El trabajo de la cara parecía acabado; en cambio, los cabellos estaban solo esbozados. La figura tenía una cuchilla de tallista encajada en la parte posterior de la cabeza. El enano la arrancó, y el hierro dejó un feo agujero en forma de media luna en la madera. Tibor confió en que la herida desaparecería cuando Jakob tallara su cabello.
El busto, colocado sobre un pedestal, quedaba a la altura de la cara de Tibor, que recorrió la madera con los dedos, repasando las líneas del rostro, la boca, la nariz, los ojos y las cejas. Luego posó las puntas de los dedos en los labios de la imagen. Pudo sentir cómo la madera se calentaba progresivamente al contacto con su piel. Cogió la cara en sus manos, cerró los ojos y depositó un beso en la boca de madera, con suficiente fuerza para notar su calor, pero con suficiente suavidad para no sentir su dureza.
La puerta de la casa se abrió, y Tibor dejó caer el busto, sobresaltado. El enano oyó pasos en el vestíbulo, y luego se abrió la puerta de la vivienda de Jakob. Tibor se preguntó si Jakob llevaría todavía el turbante, e inmediatamente se dijo que aquella idea no tenía sentido. Efectivamente, Jakob no llevaba ningún turbante cuando entró en la habitación. Pero tampoco era Jakob. Era Kempelen.
Los dos hombres se miraron. Kempelen parpadeó, sorprendido no solo por la presencia de Tibor en la habitación, sino también porque el enano, con los falsos tacones, hubiera aumentado de estatura y fuera ahora al menos una cabeza mayor.
Kempelen llevaba en la mano libre varias ganzúas que no había tenido que utilizar, porque Tibor había dejado la puerta abierta. El caballero tenía los cabellos desgreñados por el viento y la cara enrojecida.
Tibor volvió a colocar el busto en su sitio, pero de modo que la cara de Elise no mirara hacia Kempelen.
—Vaya —dijo Kempelen.
—Estaba preocupado por Jakob —explicó Tibor—. Lo he estado buscando.
—Ya veo.
Kempelen entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Tibor meneó la cabeza.
—Has crecido —comentó Kempelen, y señaló sus piernas alargadas.
—No quiero llamar la atención en la calle.
—Muy ingenioso.
—Solo quiero escribirle una nota a Jakob, luego me iré.
—No. Vete enseguida —dijo Kempelen—. Yo escribiré la nota. A no ser que… quieras comunicarle algo distinto que yo.
Tibor miró fijamente a Kempelen y sacudió la cabeza muy despacio.
—Bien. Apresúrate, no cruces la ciudad, y entra en la casa por la puerta trasera. Te pones tú mismo en peligro, pero si te das prisa, nadie se enterará de nada.
Kempelen observó con qué habilidad Tibor caminaba con los zancos.
—Impresionante. ¿Es tu primera salida?
—Sí —dijo Tibor.
—Ya hablaremos en casa.
Tibor se marchó. Kempelen esperó un minuto. Luego empujó el respaldo de la silla contra la puerta para atrancarla. Se quitó la chaqueta, la colocó en la silla junto con las ganzúas y registró la habitación hasta el último rincón. Revisó cada carta, cada esbozo, cada diario, todas las herramientas, e incluso las prendas y la Menorah embadurnada de cera. Kempelen iba colocando lo que había examinado sobre la cama, de modo que, a cada minuto que pasaba, la habitación se veía más ordenada.
El caballero dejó la ropa tal como estaba en el armario, pero revisó todos los cajones y la parte inferior de los fondos.
En el bolsillo interior de la casaca amarilla que Jakob había llevado por última vez en Schónbrunn, Kempelen encontró una hoja doblada. La desdobló y leyó en voz alta las tres líneas.
«Jakob Wachsbergerf écrit a Vienne, le 14 aóut 1770».
Kempelen frunció el ceño; Le 14 aóut 1770. El 14 de agosto fue el día en que se enfrentaron a la emperatriz. Kempelen volvió a leer las palabras. Las distancias entre las letras eran exactamente iguales, y los caracteres eran muy similares. Cada una de las seis e se parecía a sus hermanas hasta en el menor detalle.
«Esta no es la escritura de Jakob —se dijo—. Tan medida… tan mecánica. —Miró a lo lejos y murmuró sin cambiar de expresión—: la máquina que escribe».
Volvió a doblar la hoja y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Al hacerlo, su mirada se posó en el busto. Le dio la vuelta y miró aquellos ojos sin vida.
Apenas un cuarto de hora después, Kempelen ataba su caballo en la Spitalgasse ante la casa para criadas de la viuda Gschweng, en la que Elise tenía su habitación.
La viuda le detuvo en la escalera e insistió en que los visitantes en general, y los hombres en particular, no eran admitidos en su casa, pero Kempelen explicó quién era, a saber, el señor de Elise y el hombre que le pagaba el sueldo, y que tenía que ir enseguida a su habitación para recoger algo importante por encargo suyo. No muy convencida, la viuda lo acompañó, de todos modos, hasta la puerta de Elise y la abrió. Luego trató de entrar también en la habitación, pero Kempelen la empujó con decisión al pasillo. La viuda protestó, hasta que Kempelen la amenazó en tono áspero con que hablaría de ella al alcalde si seguía quejándose, y le cerró la puerta en las narices.
Igual que había registrado la habitación de Jakob, Kempelen revolvió ahora la de Elise, con la diferencia de que en este caso dejó todos los objetos donde estaban, para que no se diera cuenta de su visita. En la cara posterior del espejo encontró finalmente lo que buscaba: la criada había encajado tres cartas sin sobre en el marco.
La escritura recordaba vagamente la de la «máquina prodigiosa que todo lo escribe», pero era, sin duda alguna, de una persona. No había fecha, así como tampoco destinatario ni remitente.
Chérie:
He recibido noticias de P., pero no de ti sino sobre la marcha triunfal de la máquina. Ya hace casi tres meses de tu partida. Si efectivamente es una máquina, no te preocupes, vuelve y dímelo. (Pero, en ese caso, ¿por qué tendría que prohibirte entrar en su taller?). Si no encuentras un camino a través del deseo de los hombres, utiliza la fuerza para entrar. Y si te descubre, piensa que lo peor que podría pasar es que te despidiera.
Ahora bien, si te retrasas porque te encuentras a gusto sirviendo a dos señores y te estás llenando los bolsillos para el futuro, te prevengo: yo me quedaré con mis florines y tu vida en la corte habrá quedado arruinada.
Kempelen se dio cuenta de que había empezado a temblar, pero leyó también la segunda carta.
Ma chére:
Gracias por tu nota. Veo que te has introducido bien. Insiste con el muchacho. En Schönbrunn no hacía más que mirar a las; demoiselles con la boca abierta, y si es como yo a su edad (o a la mía), estará deseando devorarte tout á fait. Luego vuelve deprisa conmigo y le daré a K. una revancha que no olvidará en su vida.
Tu me manques, chérie, y nuestras; débauches, y todas las mujeres me parecen insípidas en comparación contigo. Beso tus ancas prietas y lamo tus dulcísimas peritas.
Frédérique
Post Scriptum: Es mejor que destruyas esta carta igual que las otras. ¡Aunque solo sea por las palabras subidas de tono!
Kempelen dejó caer las dos cartas sobre la mesita y desdobló la tercera.
G.:
Imagino que habrás oído hablar de Viena. En; tout le jour no se me borró la sonrisa de la boca pensando en él. Fue delicioso. Dado que hasta ahora no has conseguido ningún éxito, supongo que tu estancia en P. ya no me resulta útil. Posiblemente había depositado demasiadas esperanzas en ti. Te pagaré tu salario solo este mes. Si en algún momento consigues descubrir el secreto del T., te pagaré la mitad de la recompensa prometida.
Baisers et cetera.
Kempelen cogió la primera de las tres cartas y encajó las otras dos en el marco después de doblarlas de nuevo. La viuda golpeó la puerta desde fuera y preguntó qué hacía.
—¡Desaparezca! Enseguida acabo —gritó, y la mujer obedeció.
El caballero quiso volver a colgar el espejo de su gancho, pero aún estaba temblando, y no lo consiguió enseguida. Mientras tanto danzaba todo el rato ante sus ojos su cara reflejada en el espejo; un rostro pálido, sudoroso, con el cabello desgreñado y el cuello abierto de forma poco elegante por el calor. Por más que lo cambiara de posición, no conseguía que el espejo colgara de su soporte. Kempelen lo apartó otra vez para asegurarse de que efectivamente había un gancho en la pared.
Finalmente encontró la anilla y soltó el marco. Un pequeño medallón que colgaba de una cadena sobre el borde superior del espejo repiqueteó contra el vidrio. Kempelen lo observó mientras se balanceaba repetido ante sus ojos —el original y la imagen en el espejo— y reconoció la representación rayada de la Virgen. Era el amuleto de Tibor, el medallón que antes siempre colgaba de su cuello y que en los últimos tiempos había dejado de llevar. Porque ya no lo tenía: porque estaba aquí: en casa de Elise.
Mientras iba hacia la salida, Kempelen dijo a la viuda que se arrepentiría si contaba a Elise que había estado en su habitación, y que también se arrepentiría si le contaba a alguien que la había amenazado. Cuando la mujer ya estaba a punto de desmayarse, en lugar de acercarle las sales, le puso un florín bajo la nariz, y la viuda recuperó la calma.
—Santa María, madre de Dios, escucha nuestra oración. Protege y ampara a Jakob, esté donde esté, acompáñalo en sus viajes y condúcelo con seguridad a su destino. Y ayúdanos también a nosotros, gloriosa y bendita Señora, a superar nuestras tribulaciones en este tiempo. Condúcenos hasta tu Hijo, encomiéndanos a tu Hijo, reza por nosotros, para que seamos dignos de la promesa de Cristo. Amén.
—Amén —repitió Elise.
—Tal vez esté celebrando el sabbat en alguna parte —dijo Tibor, después de que se hubieran incorporado y se hubieran limpiado el polvo de las rodillas.
Habían vuelto a encontrarse en el taller. Por la mañana, Kempelen había ido a caballo al castillo, donde debía participar en una sesión convocada por el duque Alberto que no acabaría antes de la noche.
—Pero también es posible que se haya ido —dijo Elise—. Y pienso que… tú deberías seguirle.
—¿Adonde?
—Eso no importa. Sencillamente deberías irte de Presburgo.
—Sería peligroso.
—Tanto da. Si quieres, te acompañaré. Te apoyaré y te esconderé. Tengo conocidos que pueden ayudarnos. No puedo prometerte que funcione, pero no te lo propondría si no creyera en ello.
Tibor inclinó la cabeza de lado como un perro.
—¿Por qué quieres ayudarme?
—Porque… necesitas ayuda.
—Esto no es ningún motivo para ti. ¿Es compasión, o qué es? ¿Por qué haces todo esto?
Mientras Elise aún estaba buscando las palabras, los batientes de la puerta del taller se abrieron con tal violencia que golpearon contra la pared. Detrás, en el pasillo, se encontraba Wolfgang von Kempelen tal como había abandonado la casa una hora antes.
—Exacto, Elise —dijo en voz alta—, ¿por qué haces todo esto? ¿Por caridad cristiana? ¿O debe recompensarte él de algún modo? —Caminando a grandes zancadas, Kempelen entró en el taller. Tibor no podía apartar sus ojos de él—. Siento tener que interrumpir vuestro pequeño; téte-á-téte antes de que realmente hayáis intimado. Y te lo garantizo Tibor, era solo cuestión de tiempo. Yo puedo decirte por qué ella hace todo esto. —Sacó una carta de su casaca y la sostuvo ante la nariz de Tibor—. ¡Lo hace porque en realidad no es una ingenua criada de Soprón, sino una fisgona de Viena que se las sabe todas, una fisgona enviada nada más y nada menos que por Friedrich Knaus, mecánico de la corte de su majestad y el hombre que más odia a la máquina de ajedrez! ¿No te había ordenado Knaus que destruyeras las cartas?
Antes de que Tibor hubiera podido leer ni una palabra, Kempelen volvió a apartar la carta y golpeó con la palma de la mano la mesa del turco ajedrecista. Los movimientos de Tibor eran extrañamente pesados, como si de pronto hubiera empezado a fluir jarabe por sus venas. Elise empalideció y miró furtivamente hacia la puerta, como si pretendiera escapar del taller.
—Knaus anima a su guapa agente a utilizar todos los medios que sean necesarios, principalmente los físicos. —Kempelen se dirigió hacia Elise, que retrocedió un paso—. Realmente te faltaban manos para tratar con los tres hombres de la casa. A mí me ofreció sus senos y sus labios. ¿Qué pudiste experimentar tú entre sus brazos, Tibor? ¿Se despojó de sus ropas? ¿Investigó si algunas partes de tu cuerpo crecían si se trabajan adecuadamente? ¿Pudiste acabar con ella lo que empezaste con Ibolya, y por eso le regalaste tu pequeña Virgen? —Kempelen tendió la mano hacia la cadena que colgaba del cuello de Elise, pero ella lo esquivó. Tibor, mientras tanto, seguía mudo—. No me resulta difícil imaginar lo que preparaste para nuestro Jakob, que ya antes de tu llegada era un auténtico libertino. Seguro que lo besaste y te entregaste a él. Un pequeño pago por su traición; el resto se lo estará cobrando ahora a Knaus en metálico.
—No sé dónde está Jakob —dijo Elise.
—¿Piensas que voy a creer una sola palabra de lo que dices?
—No tengo noticias de Viena. Juro por lo más sagrado que no tengo nada que ver con la desaparición de Jakob.
—¿Por lo más sagrado? ¿Y qué es lo más sagrado para ti? ¿El dinero? Acaba ya con tu representación de la sirvienta timorata. ¡Bajo esta capa de falsa piedad no eres más que una vulgar y mentirosa prostituta, y voy a hacerte pagar tu perfidia!
Kempelen sujetó a Elise del brazo, y la joven gritó, más por el susto que de dolor.
Al instante, Tibor alargó el brazo izquierdo y, del mismo modo que Kempelen sujetaba a Elise, sujetó él ahora a Kempelen.
—Soltadla —dijo.
—¿Estás loco? ¿Qué significa esto?
—¡Soltadla!
Pero en lugar de aflojar la presa, Kempelen apretó aún más; ahora sí hizo daño a Elise, que con la mano libre trató inútilmente de deshacerse de sus dedos. También Tibor apretó con más fuerza, mientras Kempelen intentaba sacárselo de encima.
—¿Aún quieres defenderla? —gritó—. ¿No entiendes que nos llevará a la ruina?
Tibor no replicó. Sus labios estaban tan apretados como su mano. Ninguno de los tres se movía de donde estaba; solo las tablas crujían bajo sus pies. Finalmente Kempelen apartó a Elise de un empujón y se liberó de la mano de Tibor. Los dos, Kempelen y Elise, se frotaron el brazo dolorido. Kempelen observó a Tibor con los ojos muy abiertos.
—En nombre de Dios, ¿qué ha hecho esta mujer contigo para que ya no puedas distinguir al amigo del enemigo?
—Nos vamos de Presburgo.
—¿Cómo?
—Abandonamos la ciudad.
—¿Nosotros? ¿Acaso te ha embrujado?
—Tendréis que buscar a otro jugador.
—¿Qué demonios tienes en la cabeza? ¡No hay otro! ¡Ya hemos hablado de esto!
—Entonces modificad el autómata para que pueda entrar alguien mayor.
—Esto es imposible.
—Pues dejadlo. Será lo mejor.
—¡No puedo dejarlo! ¿Qué dirá la gente?
—Decid que debéis ocuparos de otros proyectos. Que ya no queréis continuar.
Kempelen se acomodó bien la casaca, descompuesta durante el forcejeo.
—Huye, Tibor. Ya veremos hasta dónde llegas antes de que te atrapen y te encierren.
Tibor señaló la máquina de ajedrez.
—En todo caso, mi celda será mayor que esta.
—¿Tu celda? —Kempelen rió—. No te hagas ilusiones: te colgarán como a un vulgar criminal.
—Antes haré una confesión.
—Nadie te creerá.
—¿Y si lo hacen? —preguntó Tibor, y levantó la cabeza—. ¿Podréis vivir afrontando este riesgo? ¿Con el miedo a que me crean, a que os desenmascaren como el tramposo que ha osado engañar a la familia imperial y a todo su imperio? Vuestra fama se transformará en vergüenza y deshonor, os desterrarán, os uniréis a la escoria de indeseables que hasta ahora deportabais al Banato. ¡Y allí podréis empezar de nuevo en una granja o una mina!
Kempelen sacudió lentamente la cabeza y dijo en voz baja:
—¿Eso quieres? ¿Es ese el agradecimiento que me muestras? Yo te saqué de la cárcel y de la miseria, te di un sueldo, te vestí, te cuidé… te proporcioné un nuevo hogar, incluso mi amistad… ¿y ahora esto? ¿Te llamas cristiano y quieres arruinarme a mí y a mi familia? ¿A la pequeña Teréz?
—Si me enviáis al cadalso, os lo tendréis merecido. Pero si no lo hacéis, ambos callaremos y nadie sufrirá ningún daño. Tenéis mi palabra.
—La tuya tal vez…, pero ¿y la suya?
Kempelen señaló a Elise, que había seguido el intercambio de palabras en silencio.
La mirada de Elise pasó de Kempelen a Tibor y volvió al primero. Tragó saliva.
—Callaré —dijo.
Kempelen golpeó con el dedo la carta que se encontraba sobre la mesa de ajedrez.
—Has trabajado casi medio año para entregarnos al verdugo. Supongo que Knaus te pagará una fortuna. ¿Por qué habrías de callar? ¿Por qué debería creer que lo harás? Y aunque fuera así: en cuanto lleguéis a Viena y yo deje de presentar al turco, Knaus sacará sus conclusiones. De un modo u otro, estoy perdido.
—Nadie sino vos ha creado al autómata. Fuisteis vos quien prometisteis a la emperatriz que le presentaríais algo que la dejaría estupefacta —dijo Tibor.
Kempelen no replicó.
—Quisiera recibir mi dinero mañana —continuó Tibor—. Cogeré lo que me pertenece, y por la noche abandonaré la ciudad. Prometo que no iré a Viena.
Kempelen miró fijamente a Tibor, pero su mirada estaba vacía. Era evidente que sus pensamientos estaban ya en otra parte. El caballero se marchó sin decir palabra.
Incluso el sonido de sus pasos en la escalera mostraba su abatimiento.
—Tibor, esto ha estado… muy bien —dijo Elise—. No sé qué me hubiera hecho.
Tenía miedo.
Tibor no le devolvió la sonrisa. Cogió la carta de Knaus y se la llevó a su habitación.
Después de entrar en su cuarto, se sentó en la cama y leyó la carta tres veces. En lugar de mover solo los ojos, movía toda la cabeza mientras pasaba de una línea a otra. Elise cerró la puerta tras de sí y apoyó la espalda contra ella, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Hubiera supuesto alguna diferencia que te hubiera dicho que trabajaba para él, y no para la Iglesia?
Tibor levantó la mirada de la carta.
—Será mejor que ahora me lo cuentes todo.
—No querrás saberlo todo.
—Nunca has estado en un convento.
Elise sacudió la cabeza.
—¿Quién eres, pues, Elise? —preguntó Tibor—. Si es que este es tu verdadero nombre.
—Nací como Elise. Pero desde hace algunos años en la corte me llamo Galatée.
—¿… En la corte? ¿Eres… una princesa?
—No. Soy una cortesana.
Tibor tuvo un sobresalto tan violento que rasgó la carta, que todavía sostenía con las dos manos. Estuvo a punto de disculparse por el destrozo.
—¿Amante de Knaus? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—Amante de Knaus… y de otros. Pero todos son señores distinguidos. Knaus quería que viniera a Presburgo. Pero no lo he hecho por dinero.
—¿Por qué entonces?
—Me hizo chantaje.
—¿Con qué?
—Estoy embarazada.
Tibor se pasó las manos por el pelo y las dejó allí, sobre su cabeza, como si quisiera evitar que estallara.
—Si hubiera hecho correr la noticia, habría arruinado mi reputación en la corte.
No podía negarme. Y puedo utilizar bien el dinero, para el niño.
—¿Y Knaus te dijo que nos debías…?
Elise asintió con la cabeza.
—¿Te acostaste con Jakob?
Después de dudar un momento, Elise asintió de nuevo.
—¿Y con Kempelen?
—No. Solo… nos besamos una vez. ¿Quieres un poco de agua…?
—¿De quién es el niño? ¿De Knaus?
—No lo sé.
—¿No lo sabes…? ¿Cómo es posible…? Oh, Dios mío.
—Podría ser de Knaus, pero… podría ser también del propio emperador, ¡imagínate! ¡Un hijo del emperador!
Elise le dirigió una sonrisa radiante y se colocó la mano sobre el vientre. Tibor lo miró fijamente. En realidad, le hubiera venido bien tomar un trago de agua.
Entonces ella se separó de la puerta y dio un paso hacia él.
—Dejemos de hablar de esto, Tibor. —Él meneó la cabeza, y ella lo entendió equivocadamente como un signo de aprobación—. Siempre me has defendido. Ha llegado el momento de que te recompense por tu heroísmo.
Elise se soltó la cofia, se la quitó y la dejó caer blandamente al suelo. Luego se sacudió el cabello y de pronto pareció mucho más hermosa que antes. Sin apartar la mirada de Tibor, soltó las cintas del corpiño, y lo desabrochó con habilidad pero sin prisas. Tibor pudo ver cómo sus pechos se movían un poco hacia abajo. Dejó caer el corpiño junto a la cofia. Ahora su torso estaba cubierto solo por un vestido blanco. Se llevó la mano al cuello y lo bajó por un hombro. Tibor contuvo la respiración.
Contempló el hombro desnudo, la redondez del antebrazo, el brillo de su piel blanca, inmaculada, la ligera sombra bajo la clavícula; el paisaje perfecto de su cuerpo con sus depresiones y sus colinas, con sus laderas y sus llanuras. Era aún más hermosa de lo que había imaginado en sueños. Y ahora sería suya. Un escalofrío recorrió su espalda.
Entonces Elise sacó también el otro brazo del vestido y con las dos manos lo bajó hasta las caderas; descubrió sus pechos, la curva de su talle y el vientre, en el que el embarazo, ya visible, solo contribuía a aumentar su belleza. Elise respiró hondo y se arrodilló ante Tibor, que seguía inmóvil. La joven tendió su brazo desnudo hacia él, le cogió la mano izquierda, la acarició por encima con los dedos y se la llevó a la boca. Con los ojos cerrados le besó el dorso de la mano y luego los dedos. Tibor sintió el soplo de su respiración y el calor de su piel. Luego ella le giró la mano y besó los dedos junto a la palma. La reluciente lengua de Elise se deslizó sobre sus venas. Ahora fue él quien tuvo que cerrar los ojos. Un estremecimiento recorrió todo su brazo. Cuando volvió a abrir los ojos, ella le dirigió una mirada cargada de promesas. Despacio, muy despacio, llevó la mano de Tibor hacia su pecho hasta que él sintió los pezones erguidos en la palma. El temblor se calmó cuando sus dedos se cerraron en torno al pecho de Elise. La joven cerró los ojos, extasiada, echó la cabeza hacia atrás y gimió.
Tibor despertó. El gemido era tan falso como todo el resto, como su ofrecimiento y su pose. No era placer lo que sentía, sino la escenificación del placer interpretada a la perfección por una prostituta que de ese modo había proporcionado ya a una infinidad de hombres la sensación de que cada uno de ellos era único. No era Elise la que acababa de besar a Tibor, sino Galatée, una mujer que él no conocía y que no quería conocer. Tibor sintió asco. Su piel caliente era repulsiva, y su desnudez y su lengua; retiró la mano como si se hubiera acercado a una llama. Su excitación desapareció instantáneamente y sintió la urgente necesidad de lavar aquella repugnante saliva de su mano.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
—Yo no soy el emperador.
Señaló el medallón que descansaba entre su mentón y sus pechos.
—Devuélveme mi medallón, por favor.
Durante un buen rato, ella no reaccionó. Solo parpadeó, incrédula. Luego se llevó la mano a la nuca para abrir el cierre de la cadena. Al hacerlo, se dio cuenta de que estaba desnuda aún, y se cubrió, de pronto avergonzada, los pechos y los hombros con el vestido antes de sacarse la cadena y tendérsela. Elise seguía de rodillas.
—Probablemente será mejor que no volvamos a vernos —le dijo Tibor—. De modo que adiós, Elise. Te deseo mucha suerte, a ti y a tu hijo. Solo te pido una cosa: permanece fiel a la palabra que has dado a Kempelen. Sin duda está equivocado y ha sido grosero con nosotros, pero en el fondo es un buen hombre que no merece soportar la amenaza que pesa sobre él. —Tibor se levantó de la cama, cogió su corpiño y su cofia y se los tendió—. Estoy dispuesto a pagar por tu silencio. No sé qué te paga Knaus, supongo que será bastante más, pero puedo darte unos cuarenta, tal vez cuarenta y cinco soberanos. El resto lo necesitaré para mí.
—No. —La voz de Elise era débil y vacilante—. No necesito dinero.
—¿Porque te obligaría más de lo que puede hacerlo tu palabra?
Tibor esperó una respuesta, pero ella no habló. El enano abrió la puerta. Elise comprendió el gesto, se levantó e inclinó la cabeza para mirarlo una vez más. Al abandonar la habitación, tropezó con el umbral. Tibor cerró la puerta tras ella.
Se había ido, pero su olor permanecía. Tibor abrió la ventana para dejar entrar el aire frío y húmedo del otoño. Luego extendió sus pertenencias sobre la cama para empaquetar lo más importante para el camino: sus ropas, el tablero de ajedrez de viaje, la pieza tallada de Jakob y las herramientas que le habían cedido.