Tibor abrió los ojos. Ante él se encontraba Elise. Llevaba un vestido rojo, por encima una capa azul oscuro, y en el brazo izquierdo, un niño envuelto en pañales.
Sonrió y avanzó un paso hacia Tibor. Pasó la mano derecha por su torso desnudo y descubrió el agujero que había abierto la bala. «¿Un agujero de ventilación para el mecanismo?» Tibor estaba excitado. Elise introdujo la mano derecha en el interior de su pecho, con las puntas de los dedos por delante. La mano se hundió hasta la muñeca en su carne como si fuera mantequilla. Luego volvió a sacarla. Sostenía su corazón en la mano. Era rojo y brillante como una manzana. Pero cuando lo giró entre sus dedos, él vio que no era un corazón, sino un reloj. Tibor miró hacia abajo, hacia el agujero. Bajo la piel había listones, cables y tubos rotos, embutidos entre paja y limo. De los tubos brotaba aceite. Cuando volvió a levantar la vista, Elise se había ido. Su miembro estaba duro como la madera. Sus extremidades eran, en realidad, de madera: cuando movió el brazo, vio que estaba tallado en madera clara. Una gran bisagra junto al codo mantenía unidos el brazo y el antebrazo. Muchas pequeñas bisagras movían los dedos. Tibor miró hacia un espejo con sus ojos de vidrio. En su frente estaba escrito en letras hebreas, con negro de plomo, aemaeth. Qué extraño que no lo viera invertido en el espejo. Qué extraño que pudiera leerlo. Se volvió. Tenía que ir a una iglesia. Allí le ayudarían. La iglesia era alta, construida con piedra negra. El aroma a incienso flotaba entre los bancos como niebla. Tibor fue hacia el altar, donde el sacerdote fumaba en pipa. El humo del tabaco malo era el incienso. El sacerdote llevaba un turbante. Era Andrássy, vestido con el caftán del turco. El hombre lo saludó agitando la mano izquierda. Sonreía. «Vénceme». Sobre el altar había un tablero de ajedrez. Tibor abrió el juego. Claro que ganaría. Andrássy jugaba con negras en lugar de con rojas. También el tablero tenía casillas negras y blancas.
Tibor parpadeó: el tablero se había agrandado. Era de nueve casillas por nueve.
Ahora eran cien casillas. Ahora doscientas cincuenta y seis. Ahora todo el altar estaba cubierto de casillas blancas y negras. Tibor seguía jugando con dieciséis piezas. Pero Andrássy había conseguido piezas nuevas. Piezas que hasta ese momento Tibor solo había oído mencionar en los libros: una corneja; una barca; un carruaje; un camello; un elefante; un cocodrilo; una jirafa. Las piezas efectuaban movimientos que Tibor no conocía. Se movían en curva. Saltaban grandes espacios. El pájaro salió de una casilla y atacó sin previo aviso un caballo de Tibor muy alejado. Andrássy sonreía. Cómo se parecía a su hermana. De su mejilla saltó el barniz. La piel cayó en copos al suelo. Por detrás quedaron a la vista los huesos. La carne se separó del cuerpo, como mortero seco de la pared de una casa. Al final era solo una osamenta, y la cabeza, una calavera. Pero la sonrisa seguía allí. Ahora las manos del esqueleto se movían juntas. Cuando Tibor hacía un movimiento, su oponente ejecutaba dos. Las piezas blancas caían una tras otra. Al final, el bestiario de piezas negras tenía ya como único oponente al rey blanco. Maeth, dijo el esqueleto. Tibor cogió de su casilla al rey para que no pudieran matarlo. Se llevó la pieza a la boca. Era blanda y sangró cuando la rompió con los dientes. Saboreó el gusto cálido del hierro. Se lo tragó todo: la sangre y la pieza. El esqueleto trató de sujetarlo. Tibor quiso evitarlo y salir corriendo. Pero había hilos fijados a su cabeza y a sus miembros. Y su oponente sostenía los hilos. El esqueleto atrajo al Tibor de madera hacia sí. Lo arrastró hasta tenderlo sobre la mesa de ajedrez. Con sus dedos de hueso intentó borrar las letras de su frente. Tibor gritó. La mano libre del turco se cerró en torno a su boca. Su grito quedó sofocado. Tibor ya no conseguía respirar.
Despertó sobresaltado. Elise le tapaba la boca con la mano. Tibor inspiró por la nariz con un silbido. Tenía los ojos muy abiertos. El enano hubiera apartado de un golpe cualquier otra mano, pero se quedó inmóvil. Ella estaba sentada en su cama.
En la otra mano sostenía una vela. ¿Por qué estaba sentada en su cama? ¿Cómo había llegado a Viena? ¿Dónde estaban Kempelen y Jakob?
Necesitó unos latidos más para volver del sueño a la realidad. Naturalmente ya no estaba en Viena. Hacía dos días que habían vuelto a Presburgo. Estaba en su habitación de la Donaugasse. Aunque desde luego esto no explicaba qué hacía ella en su cuarto, en plena noche. Tibor no había vuelto a verla desde su regreso. Era como si se la hubiera traído de su sueño, aunque llevaba su ropa normal, con un chal encima, y no un vestido azul y rojo. El sueño y la realidad coincidían solo en que tenía el torso empapado en sudor y desnudo, excepto por el vendaje, y en que sentía sabor a sangre en la lengua.
—¿Ya? —preguntó Elise.
Tibor asintió, y ella apartó la mano de su boca. En la palma había saliva y sangre.
Elise se secó la mano en la sábana. Tibor se había mordido la lengua durante el sueño. El enano se lamió la sangre de los labios y subió un poco la sábana para taparse.
—Lo siento, pero querías gritar. El señor Von Kempelen no debe oírnos —dijo Elise casi en un susurro.
Luego colocó la vela sobre la mesita de noche y se quitó el chal. Tibor miró la esfera del reloj sobre su pequeña mesa de trabajo. Hacía poco que habían dado las cuatro y seguía haciendo tanto calor como si fuera mediodía.
—¿Qué… por qué estás aquí? —preguntó Tibor—. ¿Qué ha pasado?
—He encontrado unas vendas ensangrentadas en la basura y he pensado que debían de ser tuyas. Me he preocupado. Señaló el vendaje. Tibor miró hacia abajo.
—Un disparo —explicó—. Andrássy.
—¿Grave?
—No lo sé. La herida no es grande. Pero no quiere curarse.
—Tienes fiebre.
—Sí.
—¿Puedo verlo?
Juntos apartaron el vendaje. Sus dedos tocaron los dedos de Tibor, y también su brazo, su espalda y su pecho. Apartaron la tela a un lado, y Elise, con la vela en la mano, se acercó a dos palmos del pecho del enano. Hacía años, la herida de bala en el muslo que Tibor recibió en la batalla de Torgau cicatrizó deprisa y casi sin dolor.
En cambio, la de Andrássy no quería curarse: el halo en torno a la herida había aumentado de tamaño. Se había inflamado. El borde estaba duro, sin que el desgarro en la piel se hubiera cerrado. El pus brillaba a la luz vacilante de la vela. Tibor ya sabía que la herida estaba mal, pero la mirada que le dirigió Elise, con la frente arrugada, lo llenó de desazón. La joven suspiró.
—Necesitas un médico.
Tibor hubiera deseado que Elise dijera otra cosa.
—No puede ser.
—¿Lo ha dicho Kempelen?
—Tiene razón. Un médico me delataría.
—Ya empieza a supurar. Si nadie se ocupa de esta herida, es posible que mueras por la gangrena.
—Si esta es la alternativa a morir ahorcado… Estoy en manos de Dios.
Elise sacudió la cabeza.
—¿Kempelen te ha curado la herida?
—No entiende de eso.
—Vaya. ¿Por fin una disciplina de la que no sabe nada?
A Tibor le sorprendió el tono agresivo de sus palabras. Elise se dio cuenta y bajó los ojos.
—Puedo traerte a un médico, si quieres.
—No. Será mejor que no.
—Bien. —Elise cogió la bolsa que había dejado en el suelo y sacó una botella, algunos trapos blancos y también tijeras, aguja e hilo—. Entonces lo haré yo.
Tibor la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Entiendes de esto?
—Apenas. Pero siempre será mejor que no hacer nada y confiar en la lejana mano de Dios. —Le miró—. Lo siento. No quería blasfemar. Solo me preocupo.
Tibor asintió.
—Estoy seguro. Él lo comprenderá.
Elise abrió la botella y se la tendió a Tibor.
—Bebe.
Tibor frunció el ceño, pero bebió un trago. Era borovicka. Hizo una mueca de asco y dejó la botella.
—Todo —dijo Elise.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque lo necesitarás —explicó ella, y sostuvo en alto una aguja curvada—. Bastará que me dejes un trago.
De modo que Tibor bebió el aguardiente de enebro. Era casi un cuartillo. El gusto seguía desagradándole, pero a medida que bebía se fue haciendo más soportable. El alcohol le hizo efecto casi instantáneamente; Tibor se dio cuenta de que su mirada, sus movimientos y sus pensamientos se hacían más lentos y de que el dolor en el pecho cedía. Era curioso que en dos de las tres ocasiones en que se había encontrado con Elise estuviera borracho. Elise, mientras tanto, enhebraba la aguja.
Con el último trago que había dejado Tibor, mojó uno de los paños.
—¿Puedo empezar?
Tibor asintió, con la cabeza pesada. Acto seguido, Elise le frotó el pecho con el paño húmedo. El amargo olor del borovicka se extendió por la habitación. Cuando el paño tocó la herida, fue como si Elise sostuviera un atizador al rojo. Tibor gimió sonoramente mientras sus manos se aferraban a la cama. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Elise retiró la mano.
—O santa Madre di Dio —dijo el enano cuando pudo volver a hablar.
—Lo siento.
Cuando Tibor estuvo de nuevo relajado, Elise siguió limpiándole el pecho y la herida, pero procuró hacerlo con el máximo cuidado. Tibor cerró los puños con fuerza y apretó los dientes.
—Si te ayuda, sujétate a mi vestido —dijo ella.
Tibor llevó la mano hasta su muslo, donde tenía recogido el vestido, y sujetó un pliegue de la tela. Podía sentir su pierna por debajo cuando se movía. No parecía que aquello la molestara. Con el paño empapado en aguardiente, Elise se lavó las manos y limpió la aguja. Luego empezó a coser. Para esto, Tibor tuvo que colocarse muy plano boca arriba. Elise se inclinó sobre él, y solo la cofia impidió que su pelo rubio cayera sobre el pecho del enano. Las punzadas de la aguja ya no dolían tanto, lo que probablemente era debido solo al borovicka. Tibor la observó mientras trabajaba.
Estaba concentrada y, mientras cosía, se mordía instintivamente el labio inferior.
—¿Puedo hablar? —preguntó Tibor.
—Siempre que no te muevas.
—¿Dónde aprendiste a hacer esto?
—Algo me enseñó mi madre, y el resto lo aprendí en la escuela conventual. De todos modos, allí cosía lino y algodón… no carne y piel.
—¿Dónde viven ahora tus padres?
—En el cielo —dijo Elise—. Murieron cuando yo era todavía una niña, y me crié en casa de mi padrino.
—¿Y aún no te has casado?
—No. Aún espero.
—Pero seguro que te gustaría fundar pronto una familia propia, ¿no?
Elise suspiró. No levantó la vista de la herida. Tras un momento de silencio, dijo:
—Naturalmente. —Y un poco más tarde añadió—: ¿Y a ti?
Tibor levantó un poco la cabeza y la miró, pero por lo visto no había querido tomarle el pelo con aquella pregunta.
—No podría imaginar nada más hermoso.
—¿Desde cuándo estás solo?
—Desde que tenía catorce años.
—¿Qué te echó de casa de tus padres?
—Mis propios padres —respondió Tibor con una sonrisa triste.
Entonces le contó cómo su padre y su madre, aun sin quererlo —para el amor les bastaba con los hermanos sanos—, siempre lo soportaron hasta que la difamación se extendió por el pueblo y los obligó a expulsarlo de la granja. Le describió su peregrinación por Austria, Bohemia, Silesia y Prusia, sus experiencias en la guerra, su época en el monasterio y los años de ajedrez que siguieron. De vez en cuando tenía que pararse cuando una de las puntadas le dolía demasiado.
—¿Por qué no volviste a entrar en un monasterio? —preguntó ella.
—Porque siempre me sentí demasiado insignificante para eso.
—¿Crees que el abad hubiera tenido algo contra un monje pequeño?
—No me refería a mi cuerpo, sino a mi alma.
Elise lo miró a los ojos. Abrió la boca, pero no encontró las palabras adecuadas.
Luego se concentró de nuevo en coser.
—¿Y por qué juegas tan bien al ajedrez?
—No lo sé. —Realmente no lo sé. Pero creo que… Dios nos ha bendecido, a cada uno de nosotros, con una cualidad en la que alcanzamos la perfección. Solo podemos esperar descubrir algún día cuál es esta cualidad. ¿Por qué juego yo tan bien al ajedrez? ¿Por qué Jakob puede dar vida a la madera muerta? ¿Por qué eres tú tan hermosa?
Elise no respondió. Cogió las tijeras y cortó el hilo muy cerca de la piel de Tibor.
Tibor se incorporó con esfuerzo y observó su pecho. Sobre el agujero de bala se veía ahora un cosido, como las puntas de una estrella, que juntaba la carne por encima.
Elise cogió un paño limpio para secarse el sudor de la cara.
—¿Recuerdas nuestra conversación? —dijo Tibor—. ¿Informarás al obispo? ¿Debo huir ahora?
Elise sacudió la cabeza.
—Estás herido. No puedes viajar. Esperaré.
Tibor sonrió.
—Mañana iré a ver a Kempelen y le reclamaré mi salario. Me debe más de doscientos cincuenta florines. Nunca en mi vida he poseído tanto dinero, aunque tampoco lo necesito. Puedes quedarte con cien florines. Por lo que has hecho por mí, y para tu futuro.
—No lo aceptaré.
—Claro. Sabía que lo dirías.
—Estás borracho.
—Sí. Pero eso no cambia nada.
Elise cogió vendas nuevas y empezó a vendarle el pecho.
—¿Adonde irás? —le preguntó.
—No lo sé. Sencillamente caminaré.
Cuando acabó de vendarlo, Elise recogió en silencio sus utensilios y los paños sucios. Luego se sentó de nuevo en el borde de la cama.
—Deberías dejar la vela encendida. Cuando se haga de día ya habrá eliminado el olor del borovicka.
—Te amo —dijo Tibor súbitamente—. María, la Madre de Dios, es testigo de cuánto te amo; de cuánto te quiero y cuánto te deseo; tanto que cogería un cuchillo y me lo clavaría en el cuerpo solo para que volvieran a cuidarme tus manos.
Se hizo un silencio absoluto. Solo podía oírse el suave crepitar de la vela. Durante mucho rato Elise luchó para no hacerlo, pero finalmente tuvo que tragar saliva. Tibor se dejó caer, agotado, contra la pared.
—Perdóname —dijo—. Por favor, no digas nada; y aún menos si es algo bueno.
Vete. Dormiré y seguiré soñando.
Elise se levantó y cogió su bolsa. Miró a Tibor. Luego se inclinó hacia él, le dio un beso en la frente mojada de sudor y abandonó la habitación. Aunque se deslizó sin ruido por la casa, Tibor pudo oír cada uno de sus pasos hasta la escalera. Fuera, en el patio, un tordo empezó a cantar.
No hubiera debido besarlo. Pero había querido hacerlo, viéndolo allí tendido, pequeño y debilitado, borracho, mortalmente herido y perdidamente enamorado.
Por lo visto, la tomaba por una santa. ¡Cien florines quería pagarle, qué locura! ¡La mitad de su fortuna, y precisamente a ella!, a la mujer que le había mentido de principio a fin y que lo entregaría al verdugo. Su buena fe, aquella tozuda piedad que resistía a todos los golpes del destino, la encolerizaban. Llegó a la Puerta de San Lorenzo y torció por la Spitalgasse. Sobre los frontones trinaban los primeros pájaros. Presburgo era realmente un pueblo. En Viena ahora habría todavía, o habría de nuevo, gente en las calles. En cambio, allí el empedrado era, a aquella hora del día, un lugar de recreo para pájaros, zorros, liebres y ratas. Elise se cambiaría en su habitación y luego volvería a su trabajo diario en casa de Kempelen como si no hubiera ocurrido nada.
Qué rápido habían cambiado de nuevo las cosas. La revelación de Tibor antes del viaje a Viena había sido muy beneficiosa para ella. De pronto tenía en sus manos a Kempelen y a Knaus. Pero ahora el turco había vuelto de Viena, y por lo que había podido sacar del inhabitualmente silencioso Jakob, la presentación ante la emperatriz había sido un fracaso. Apenas había visto a Kempelen, y cuando se encontró con él, el caballero habló solo lo indispensable. ¿Qué dispondría Knaus ahora? ¿Podía, o debía, retirarse? Elise lo deseaba. Podía prescindir perfectamente de la compañía de Jakob, que había perdido su alegría y de Kempelen, cuya arrogancia se había transformado en melancolía. Quería regresar a Viena, abandonar sus bastas ropas de criada y volver, vestida de seda y brocados, a la corte.
Pero si lo pensaba bien, tampoco le importaban demasiado Knaus y los de su calaña. Y no quería abandonar a Tibor. El enano confiaba en ella, incluso la amaba, y aunque ella naturalmente no lo amaba y nunca podría amarlo, se sentía responsable de él, por más que se resistiera a este sentimiento.
Sintió deseos de cambiar de dirección, de bajar al Danubio, tenderse sobre la hierba húmeda, ver cómo las estrellas palidecían y los peces saltaban a la luz del alba. Le dolía su vida. Sabía que habría sido igualmente infeliz con la otra vida, con la vida que se había inventado para el enano, pero en aquel momento desearía haberla llevado. Preferiría ser una criada infeliz que una cortesana infeliz, que una soplona infeliz.
El niño se movió en su vientre. Se detuvo en la calle vacía y esperó a que hubiera pasado.
Poco después de las seis, Elise volvió a la casa de Kempelen. Había comprado, en el mercado de verduras, bollos y roscas, así como huevos frescos y leche. Después de dejar la compra en la cocina, cogió leña del patio. Aunque el aire era tibio, estaba helada, y se quedó un rato agachada junto a la cocina dejándose calentar por el fuego.
Luego puso el agua para el café. Mientras esperaba a que hirviera, molió el café y lo echó en la jarra. Cogió mantequilla y miel de la alacena, las colocó junto a las pastas, en una bandeja, y después cortó el jamón. Cuando el agua empezó a hervir, se volvió hacia la cocina. En la puerta abierta se encontraba Wolfgang von Kempelen, vestido con camisa, pantalones y botas de montar altas, con los brazos cruzados y el hombro apoyado en el marco. Sonreía. Elise se sobresaltó e instintivamente se llevó una mano al pecho.
—Buenos días —dijo él en voz baja, como si la casa estuviera llena de gente durmiendo que no quería despertar—. No quería asustarte, pero estabas tan ocupada que tampoco quería interrumpirte. Sigue, por favor.
Elise inspiró hondo.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí?
—Una eternidad —replicó Kempelen—. El agua hierve.
Elise cogió el agua del fogón y la vertió sobre el polvo de café, que se hundió en ella silbando.
—Pareces cansada. ¿Has dormido mal?
Elise asintió con la cabeza, pero no apartó la mirada de la jarra. Hubiera podido decir lo mismo de él, pues, a juzgar por los cercos oscuros que tenía bajo los ojos, no debía de haber conciliado el sueño en toda la noche (aunque la luz en su cuarto estaba apagada; Elise lo había comprobado antes de ir a visitar a Tibor). Sin embargo, Kempelen parecía de buen humor; el abatimiento que había observado en él el día anterior había dado paso a un extraño arrobamiento.
—Pobre Elise. Te estoy exigiendo demasiado, ¿verdad?
—Me las arreglo bien.
—En adelante será más fácil para ti. Voy a pedir a mi querida Anna Maria que vuelva de Gomba con Teréz. Entonces ya no estaremos solos, y tal vez tengas algo menos de trabajo. Por cierto, el café huele de maravilla.
—Gracias, señor.
—¿Puedo ayudarte?
—No, gracias. Ya casi he acabado.
—En fin, si quieres, puedes tomarte la tarde libre.
—Muchas gracias, señor. —Elise colocó el café en la bandeja y puso la leche en una jarrita—. ¿Cómo fue en Viena? —preguntó.
—Oh, fabulosamente —respondió él, y repitió con la mirada fija en el techo—. Sí, fue realmente fabuloso. La próxima vez te llevaremos con nosotros.
Elise se acercó a la alacena para coger tazas y platillos. Tuvo que ponerse de puntillas para alcanzarlos.
Kempelen se apartó de la puerta. «Espera». Sacó la vajilla por ella y la colocó en la bandeja. Después la miró. Le tocó la barbilla con los dedos de la mano derecha, la levantó un poco, luego llevó la mano a lo largo de su mejilla hasta la oreja y la besó.
La boca de Elise ya estaba abierta, y lo siguió estando durante el beso. Cerró los ojos.
Él pasó suavemente la lengua por sus labios. Luego tocó su cabeza también con la mano izquierda. Ahora estaban tan cerca el uno del otro que los pechos de Elise rozaban la camisa del caballero, y ambos notaron que el otro respiraba agriadamente. Elise metió el vientre hacia dentro para que él no notara el bulto.
Mantuvo las manos en el aire, incapaz de tocar a Kempelen o de dejarlas caer del todo. Los besos de Knaus eran ávidos y húmedos; Jakob, con toda su fanfarronería, la había besado como un escolar. Pero Kempelen era otra cosa: en otras circunstancias Elise hubiera disfrutado de aquel beso. Ahora entendía por qué la baronesa Jesenák lo había deseado.
Luego Kempelen se separó de ella, pero siguió sosteniendo su cabeza entre las manos y la siguió mirando a los ojos. El caballero apretó los labios con fuerza, como si estuviera pensando en algo. La presión cedió para transformarse en una sonrisa.
Apartó las manos, con la mano izquierda le colocó aún un mechón detrás de la oreja, inclinó la cabeza, cogió la bandeja con su desayuno y abandonó la cocina sin decir nada. Elise oyó cómo subía a buen paso los escalones hacia su despacho.
Instintivamente se lamió los labios húmedos y fríos.
Por la tarde, Kempelen llamó a la puerta de Tibor y, sin entrar, le pidió al enano que fuera a verlo a su despacho en cuanto tuviera tiempo. Tibor se vistió y fue, a través del taller vacío, hasta la habitación de Kempelen. La máquina parlante yacía en un rincón, protegida del polvo por un paño. Kempelen había empujado el modelo de yeso de la cabeza humana, con los dos lados separados, contra la pared, de modo que parecía que hubieran emparedado una cabeza por la mitad. Sobre el escritorio había numerosos papeles: cartas, notas, artículos de periódico y un calendario, todo cuidadosamente ordenado. En una mesa aparte había una bandeja con pastas, dos tazas y una jarra de café, cuyo intenso aroma llenaba la habitación.
Kempelen había empujado la butaca con el respaldo contra la ventana y había cruzado las piernas. Tenía en el regazo un tablero de dibujo, y tensado sobre él, un esbozo inacabado de la máquina de ajedrez abierto. El caballero parecía encontrarse de un humor excelente. Aparentemente, la tensión posterior a la muerte de Ibolya, los problemas con el barón Andrássy y la Iglesia y, sobre todo, el fiasco de Schónbrunn se habían esfumado sin dejar rastro. Parecía unos años más joven. Tibor, exangüe y sudoroso, marcado por los dolores de los días pasados, ofrecía, frente a él, un contraste chocante. El excesivo consumo de borovicka le había provocado dolores de cabeza y náuseas; desde la mañana, no había probado bocado, pero en cambio, no había dejado de beber agua.
—Parece que te has curado —dijo, sin embargo, Kempelen, y después de colocar el tablero de dibujo, el esbozo y el lápiz de grafito sobre la mesa, acercó su silla—. ¿Te encuentras mejor? —le preguntó.
—Un poco.
—Me alegra oírlo. ¿Quieres tomar un café? ¿O prefieres vino o un licor?
—Un café, por favor.
Kempelen le sirvió el café y le tendió la taza. Después de haberse servido también, el caballero volvió a sentarse y dijo:
—Quisiera hablar contigo sobre el futuro.
Tibor asintió. El café estaba delicioso: revitalizador y sustancioso al mismo tiempo.
—Quiero pedirle al alcalde Windisch que observe de nuevo personalmente al autómata y redacte luego un artículo sobre él. Se graba en cobre, ¿sabes? —Dio un golpecito al tablero de dibujo—. Con gusto lo haría yo mismo, pero el tiempo… El Pressburger Zeitung se lee mucho más allá de las fronteras de esta ciudad, y un artículo sobre el turco sería un buen tema para la publicación de Windisch y propaganda gratuita para nosotros. —Kempelen sostuvo en alto una edición del Mercure de France que había recibido hacía poco de París—. Si el autómata es un tema interesante incluso en el lejano París, seguro que también lo será aquí.
Tibor dejó la taza de café sobre la mesa, pero antes de que pudiera decir nada, Kempelen continuó:
—Quiero ofrecer otra gran exhibición, como la del palacio Grassalkovich, pero esta vez ante los ciudadanos. Tal vez alquile el Teatro Italiano. O iremos a la isla de Engerau y mostraremos allí, muy apropiadamente, al autómata en el pabellón turco.
¡Además, se ofrecería a cada visitante un café moca y una pipa de tabaco! ¿No sería magnífico? Naturalmente las presentaciones semanales aquí, en casa, deberán proseguir también. Pronto habrá pasado el verano y el tiempo volverá a ser frío y oscuro; entonces la gente volverá a interesarse por los divertissements, y el turco les dará justo lo que necesitan. Un autómata envuelto en misterio, posiblemente incluso maldito, a la luz de las velas, mientras el viento silba en las callejuelas: todos se apiñarán en la sala. Anna Maria pronto volverá de nuestra residencia de verano; entonces buscaremos una segunda criada para que atienda la afluencia de visitantes.
Estoy pensando en hacer que, en el futuro, el autómata realice también el salto del caballo. Ya sabes: el caballo salta a cada una de las sesenta y cuatro casillas sin tocar ninguna de ellas dos veces: un bonito divertimento. ¡Y tenemos que salir de viaje! Ha llegado el momento de que, en Viena, no solo juguemos ante la emperatriz (aunque seguiré insistiendo para que nos conceda una revancha), sino también ante el pueblo llano. Y luego veremos qué otros objetivos pueden plantearse. Ofen, Marburgo…
Salzburgo, Innsbruck, Munich, tal vez Praga… Estoy seguro de que en todas partes el turco obtendrá una acogida más que cálida. Cabezas coronadas y eruditos correrán a ver nuestras funciones. ¡Sacrificaré a los personajes más famosos y a los mejores ajedrecistas de Europa ante el altar del turco!
Tibor calló.
—¿Qué opinas? —preguntó Kempelen.
—Pensaba que habíais dicho… que la de Viena sería la última aparición del autómata.
Kempelen estaba estupefacto, o al menos hacía como si lo estuviera.
—Nunca he dicho eso. ¿Cuándo se supone que lo dije? ¿Y por qué, si puede saberse?
—Yo pensé que… por vuestros adversarios. Y porque queríais construir la otra máquina.
—Una cosa no excluye la otra. Y por lo que hace a nuestros insufribles perseguidores: Batthyány no está por encima del duque Alberto, y espero que el barón haya soltado vapor después de su funesto ataque.
—Hemos perdido contra la emperatriz.
—¿Y? ¿Acaso tus otros reveses redujeron la demanda? ¡En absoluto! Muy al contrario, en cuanto el turco mostró alguna debilidad, acudieron en tropel a verlo. La emperatriz es casi una diosa para sus súbditos; a nadie le sorprenderá que precisamente ella haya derrotado al turco. Lo que no significa que en el futuro —dijo Kempelen guiñándole un ojo— puedas perder.
Tibor hizo ver que tomaba un trago de café, aunque la taza hacía tiempo que estaba vacía; solo quedaba el poso negro del fondo. Tenía que reflexionar.
—Sobre todo tengo que convencer a José —continuó Kempelen—, pues un día, en un futuro no muy lejano, la emperatriz ya no estará, y para entonces necesitaré haber obtenido su gracia. Cuanto antes le convenza de que el turco es una obra maravillosa e infalible y no un inútil juguete mecánico, tanto mejor. Aparte de que ha llegado el momento de darle una lección al giboso de Knaus por su impertinencia.
—No puedo jugar —dijo Tibor.
—¿Por qué no?
—Todavía no puedo mover el brazo de una forma aceptable. No quiero que vuelva a pasar algo parecido a lo que ocurrió en Viena.
—Pasó porque tuviste que jugar en la oscuridad, y no por la herida.
—Pero el peligro sigue existiendo.
Kempelen asintió.
—Sin duda, sin duda. Tienes razón. —Reflexionó un momento—. Conseguiré un médico tan pronto como pueda. Él curará la herida, si hace falta la coserá, y así rápidamente volverás a estar sano y dispuesto para actuar.
—No —replicó Tibor, y de forma instintiva se levantó un poco el cuello de la camisa, aunque la negra costura quedaba oculta, de todos modos, por el vendaje nuevo—. ¿No decíais que un médico…?
—No temas. Conozco a uno en quien puedo confiar.
—No necesito ningún médico.
—No seas bobo, Tibor. Claro que lo necesitas. Me he resistido demasiado tiempo a traerlo; ahora no trates de pronto de disuadirme de nuevo. —Kempelen cogió la pluma del tintero y agregó una nota a una larga lista—. Naturalmente no empezaremos con las exhibiciones hasta que estés completamente curado. —El caballero levantó la cabeza de la lista—. ¿Tienes algún otro deseo?
—¿Puedo recibir mi salario?
Kempelen dejó caer la pluma.
—¿Y eso por qué? ¿No te fías de mí?
—Sí. Pero…
—Si necesitas algo, dímelo a mí o a Jakob, y nosotros nos encargaremos de traértelo.
—No se trata de eso.
—Entonces ¿de qué? —Kempelen volvió a dejar la pluma en el tintero—. Si confías en mí, no hay motivo para que te pague el salario. No puedes gastarlo, y conmigo está tan seguro como en un banco de depósitos. A no ser que… a no ser que tengas intención de abandonar Presburgo sin mi conocimiento. Pero en ese caso puedes estar seguro de que no se me pasaría por la cabeza facilitarte el dinero para hacerlo.
Kempelen lanzó una mirada penetrante al enano. Tibor se sentía perfectamente lúcido ahora. Las náuseas y el dolor de cabeza habían desaparecido de golpe, y ni siquiera le dolía la herida.
Tibor dejó la taza de café ante sí sobre el escritorio y dijo:
—Sí, me gustaría abandonar Presburgo. No quiero seguir haciendo funcionar al turco. Os estoy agradecido por todo lo que habéis hecho por mí, pero quiero dejar mi puesto antes de que suceda alguna desgracia.
Kempelen se mantuvo un buen rato inmóvil, y luego cruzó las manos como si fuera a rezar. El caballero seguía manteniendo la mirada fija en Tibor, pero parpadeaba con una frecuencia inhabitual, como si le hubiera entrado algo en el ojo.
—¿No querrás cobrar más? —dijo finalmente.
—No. En adelante no quiero cobrar nada.
—Comprendo. De modo que realmente quieres dejarlo. —Tibor asintió—. ¿Puedes explicarme por qué?
—No soporto esta vida por más tiempo. Cuando no estoy encerrado en la máquina, lo estoy en mi habitación. Aprecio vuestra compañía y la de Jakob, pero quiero volver a frecuentar a los demás hombres.
—Las personas de ahí afuera se burlan de ti y te desprecian. ¿Ya lo has olvidado?
—No. Pero ahora prefiero incluso este rechazo a su ausencia.
—Tal vez podamos encontrar la forma de instalarte en algún lugar de otro modo… donde puedas moverte con más libertad.
—No es suficiente. Tampoco quiero jugar más con esta máquina. Puedo vivir controlando un objeto que mi Iglesia condena, puedo vivir con el miedo a Andrássy, pero no puedo vivir con la culpa de haber matado a una persona. —Tibor miró el esbozo del autómata—. Siempre que veo al turco, incluso ahora, no puedo evitar pensar que he matado a la baronesa, y no puedo soportarlo.
Por un momento pareció que Kempelen quería contradecirle; pero luego dijo:
—Teníamos un acuerdo.
—Reducidme el salario, si consideráis que he violado un acuerdo —replicó Tibor—. Sacadme veinte, cincuenta, cien florines de la suma que convinimos, dadme solo lo suficiente para alimentarme durante una semana. Pero tengo que irme. Lo siento. Debo marcharme. Sé que me hundiré si me quedo.
—¡Te hundirás si me abandonas! En Venecia te liberé de los Plomos. Estabas enfermo, verde y azul de las palizas y vestido con harapos que apestaban a aguardiente, en una celda sin luz a pan y agua. ¿Quieres volver allí? Esta casa tal vez sea una jaula, pero es una jaula de oro en la que no te falta de nada.
—Nunca volveré a acabar como en Venecia. Dios está conmigo. Y si de todos modos fracaso, será mi último fracaso en esta vida.
—¿Tienes fiebre?
—Os hubiera dicho todo esto antes, si no hubiera albergado la esperanza de que me despediríais después de Viena.
—¿Sabes que no puedo seguir sin ti?
—Buscad otro jugador. Os ayudaré a buscarlo, le enseñaré. Buscad a otro como yo.
—No hay otro como tú. Tú eres único.
Tibor lanzó una mirada a la mesa, donde yacían esparcidos los ambiciosos planes de Kempelen.
—Lo siento. Tengo que irme —insistió.
Kempelen respiró profundamente; luego se recostó contra el respaldo de su silla y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Yo también lo siento. Porque debo prohibírtelo.
—Con permiso, signare, no podéis prohibírmelo. Soy un hombre libre.
—Tienes razón, no puedo prohibírtelo —admitió Kempelen—. Pero podría amenazarte.
—¿Con qué?
Kempelen sonrió con tristeza.
—Tibor, Tibor. No me obligues a amenazarte. Por nuestra amistad.
—¿Con qué pretendéis amenazarme?
—Tibor, no queremos que nuestra relación se envenene, ¿verdad? Qué triste sería vivir en esta casa si tuviéramos que trabajar juntos pero no pudiéramos soportarnos ya.
—¿Con qué queréis amenazarme? —insistió Tibor.
—Bien —suspiró Kempelen—. Si desertaras, lanzaría tras de ti a los gendarmes, diría que deshonraste a la baronesa Ibolya Jesenák y luego la asesinaste.
—¡Fue un accidente! —gritó Tibor.
—No tal como yo lo describiría.
Tibor saltó de la silla.
—¡Entonces afirmaré que aún no estaba muerta cuando la tirasteis por el balcón!
—Y en caso de que realmente pronunciaras esta abominable mentira sin sonrojarte, ¿a quién piensas que creerían? ¿A un caballero austrohúngaro consejero de la corte real… o a un enano cuyo último lugar de residencia fue la cárcel de la ciudad de Venecia?
Tibor no respondió. Su respiración era tan pesada que el pulmón derecho presionaba dolorosamente contra la herida del pecho.
—Puedes elegir —dijo Kempelen—, yo o el cadalso. Puedes seguir viviendo cómodamente en el autómata, aunque sea como prisionero, si es así como lo sientes, o puedes ser libre. Libre para morir.
—¿Podré vivir en otro lugar?
—No. Ahora ya no. Deberías haber aceptado la oferta antes; ahora ya no es válida.
Sé que quieres huir de Presburgo, de modo que te quedarás aquí, en casa, donde pueda vigilarte. Y si a pesar de todo ideas algún plan de huida, te diré que las tierras en torno a la ciudad están densamente pobladas. No hay bosques o montañas donde, llegado el caso, pudieras esconderte. No tendrías dinero y no encontrarías a nadie que te ayudara. Y con tu estatura no puedes pasar inadvertido. Los gendarmes no tardarían ni un día en encontrarte.
Tibor quiso sujetar a Kempelen por el cuello, o mejor, patear la máquina parlante oculta bajo el paño hasta convertir en astillas la obra maestra inacabada. Pero si dejaba que su cuerpo tomara el mando, aquello acabaría en catástrofe. Aferrándose con fuerza al borde del escritorio, pudo contener su rabia.
—Sei il diavolo —bufó.
—Non e vero, Tibor. No quería amenazarte, te lo he dicho, pero no querías escucharme. No me has dejado otro camino.
Y aunque supongo que ahora me odias, yo te aprecio y te valoro tanto como antes.
El hecho de que a pesar de este percance te consiga un médico lo demostrará.
Los dos hombres callaron. Kempelen se levantó, y pasando a una prudente distancia de Tibor, fue a abrir la puerta del taller.
—Pongamos fin a esta lamentable conversación —propuso—, antes de que digamos cosas que puedan dañar nuestra amistad.
Tibor abandonó el despacho. En cuanto Kempelen cerró la puerta tras de sí, los ojos de Tibor se llenaron de lágrimas. Por un momento pensó en cruzar la puerta que daba a la escalera, salir de casa de Kempelen tal como estaba y caminar sencillamente a lo largo de la Donaugasse hasta dejar atrás la ciudad; disfrutar por unas horas de la carretera y del cielo sobre su cabeza hasta que la guardia a caballo lo atrapara, lo arrojara a un calabozo y lo condujera al cadalso. Pero luego abrió la puerta de la izquierda, que conducía a su habitación. Para dar salida a su ira, empezó a desgarrarse los vendajes. Le hubiera gustado que Elise, esa noche, le hubiera llevado no una sino dos botellas de borovicka.
Caléndula officinalis, Chamomilla, Salvia officinalis.
Kempelen recorrió con la mirada los nombres marcados con una letra esmerada en los recipientes de arcilla, porcelana y vidrio oscuro. Verbena bastata, Cannabis sativa, Jasminum offiánale, Urtica urens, Rheum, China officinalis. Los remedios estaban tan bien cerrados en sus recipientes para impedir que su olor llegara al exterior; las hojas, flores y frutos secos, las raíces y cortezas pulverizadas, los minerales y tierras curativas triturados, las tinturas, extractos, pociones, óleos, aceites y alcoholes se confundían para constituir un aroma único que producía un efecto agobiante. La farmacia El Cangrejo Rojo olía como si hubieran preparado un plato hecho solo de especias. No era un aroma agradable. Stegmüller hacía tiempo que olía como su farmacia, por lo que la gente intentaba no permanecer mucho tiempo con él en un espacio reducido. El farmacéutico olía a medicinas, pero, como las medicinas se utilizaban solo con los enfermos, olía a enfermedad. Algunas personas se lo habían hecho notar, pero ni siquiera el agua de rosas y los perfumes dulces podían cubrir el olor a farmacia. Solo completaban la cacofonía de los aromas con otro nuevo. Ginseng, Lycopodium clavatum, Camphora, Ammonium carbonicum, Ammonium causticum. Kempelen abrió el frasco del amoníaco y olió su contenido. El penetrante olor ahuyentó el cansancio que sentía, pero revolvió su estómago vacío.
Luego pasó detrás del pesado mostrador, junto a la estantería donde se guardaban los minerales: Zincum metallicum, Mercurius solubilis, Sulphur. Oyó cómo Stegmüller rebuscaba en la casa un piso más arriba. Era temprano. Kempelen había pedido expresamente al farmacéutico que se encontraran antes de que sus empleados llegaran a El Cangrejo Rojo. Los postigos todavía estaban cerrados, y solo dos lámparas de aceite iluminaban la farmacia y sus muebles de madera negra. Silícea, Alumina. El estante situado junto a las tierras curativas estaba equipado con una puerta de vidrio con cerradura, y los recipientes que había dentro eran considerablemente más pequeños: Aconitum napellus, Digitalis purpurea, Equisetum arvense, Atropa belladona. Kempelen colocó las uñas de los dedos por debajo del marco de la puerta y tiró hacia fuera. La puerta, que no estaba cerrada, se abrió con un discreto chirrido. En la vitrina apenas se olía nada. Conium maculatum, Hyoscyamus niger. Por encima de Kempelen crujió una tabla. Por lo visto, Stegmüller necesitaba algo más de tiempo para su búsqueda. Kempelen cogió una ampolla marrón con la inscripción Arsenicum álbum. Estaba cerrada con un tapón sobre el que se había vertido laca de sellar roja. Kempelen sostuvo la botellita contra la luz de una lámpara y agitó de un lado a otro el polvo del interior, parecido a la harina.
Detrás de él, Stegmüller bajaba la escalera. Con un gesto rápido, Kempelen devolvió el arsénico a la vitrina y cerró la puerta de vidrio. Todavía tenía los dedos sobre el marco cuando Stegmüller entró en la farmacia; Kempelen hizo ver que estaba limpiando de polvo la madera.
—El cuerno de pólvora no estaba en su sitio —explicó Stegmüller.
El farmacéutico dejó sobre el mostrador el cuerno, una bolsita con balas de plomo y su pistola metida en la funda. Aunque era imposible que Stegmüller oliera a medicamentos más que su farmacia, a Kempelen le pareció que el olor había aumentado con su vuelta. El caballero sacó la pistola de carga delantera de la funda y la examinó.
—Me ha prestado buenos servicios —dijo Stegmüller—. Una vez, en el bosque de Bohemia, nos…
—¿Puedes traerme una lámpara? Está muy oscuro esto.
—Puedo abrir los postigos. Pronto saldrá el sol.
—No. Mejor la lámpara, Georg.
Stegmüller sonrió.
—Gottfried. Georg era ayer.
—Claro, Gottfried.
Stegmüller acercó dos lámparas de aceite y explicó a Kempelen el funcionamiento del arma.
—¿No tienes ningún arma propia? Es extraño, después de haber viajado hasta la salvaje Transilvania.
—Tengo una pistola. Bonita e inútil. Hasta ahora eran otros los que se encargaban de disparar. «Quien vive por la espada, morirá por ella». Yo vivo muy a gusto con esta máxima.
—Pero, por lo visto, el barón Andrássy no tiene las mismas máximas que nosotros.
—No.
Kempelen tensó el gatillo y lo soltó.
—Si quieres practicar —dijo el farmacéutico—, conozco un terreno en Theben donde nadie nos molestará.
—Sigo sin tener intención de aceptar un duelo con Andrássy. Pero la próxima vez que me apunte o apunte a mis propiedades, no me gustaría volver a encontrarme con las manos vacías ante él.
—Guárdalo hasta que dejes de necesitarlo.
—Gracias.
—Y ahora pasemos a tu enano. ¿Dónde está situada exactamente la herida? ¿Y en qué estado se encuentra ahora?
Mientras Kempelen le respondía, Stegmüller fue agrupando sobre el mostrador instrumentos, medicinas y vendas, que luego guardó en una bolsa.
—Deberías haberme hecho llamar ya en Viena —opinó cuando Kempelen acabó—. Esto puede acabar mal.
Kempelen devolvió la pistola a la funda.
—¿Has observado a Jakob, tal como te pedí?
—Sí. Pero es inofensivo. Siempre está metido en alguna taberna, pero no creo que esto te interese especialmente. Para ser judío, bebe bastante, ¿no te parece? En realidad no debería probar el vino.
—¿Y mi criada?
—¿La bella Elise? No he podido encontrar nada. Vuelve locos a los jóvenes en el mercado… pero supongo que espera a un caballero de brillante armadura. —Stegmüller dirigió a Kempelen una sonrisa irónica, pero este no se dio por enterado—. Fue una vez a la oficina de correos, pero no llevó ni recogió nada.
—Supongo que esperaba carta de su tía. O de su padrino de Odenburg.
—¿Tienen un romance, ella y tu judío?
—Seguro que no. Ella es casi tan católica como Tibor; lo evitará en lo posible. Gracias por tu ayuda.
Stegmüller colocó su mano sobre la de Kempelen.
—Tu amistad es suficiente recompensa para mí —dijo—. Esto y mi pronta admisión como aprendiz en la logia Zur Reinheit.
Stegmüller se echó la bolsa al hombro, y Kempelen cogió la pistola, el cuerno y el plomo.
—Y ya sabes —dijo Kempelen—, ni una palabra a nadie.
—O el honrado farmacéutico tendrá que probar su propia medicina —completó la frase Stegmüller, y dio unos golpecitos con los nudillos contra la vitrina tras la que, junto a otros remedios venenosos, se guardaba también el arsénico.
Elise lo reconoció enseguida, era el falso franciscano que había seguido hasta la farmacia de la torre de San Miguel, y que ahora Kempelen lo presentaba como el doctor Jungjahr. Jungjahr —o el noble Gottfried von Rotenstein, pues Elise había descubierto su nombre— la saludó con un besamano. Kempelen le pidió que hiciera café. El caballero trataba a Elise como si el día anterior no hubiera sucedido nada.
Los hombres se llevaron el café al taller, y Kempelen pidió a Elise que no los molestara en las horas siguientes.
Tibor, en cambio, no reconoció en Stegmüller a su antiguo confesor. El farmacéutico hizo que Kempelen le trajera un taburete y se sentó junto a la cama de Tibor, mientras el caballero se quedaba de pie junto a la mesa del enano observándolo todo. También frente a Tibor, Kempelen se comportó como si no hubiera ocurrido nada entre ellos, como si la disputa no hubiera existido. El caballero saludó a Tibor tan afablemente como lo había hecho Stegmüller, y se esforzó en adoptar una actitud animada. Stegmüller pidió a Tibor que se quitara la camisa. El farmacéutico se sorprendió al ver que una costura negra, como una pequeña red, aparecía sobre la herida, y miró interrogativamente a Kempelen.
—¿Quién ha cosido esto? —preguntó Kempelen.
—Yo mismo —respondió Tibor, procurando que su voz no revelara despecho.
Stegmüller examinó la herida y la costura, y asintió aprobatoriamente.
—Está bien. Primitivo pero bien hecho. ¿Dónde lo aprendisteis?
—En la guerra.
—La herida estaba inflamada, pero la inflamación está remitiendo —dijo Stegmüller, más a Kempelen que a Tibor—. De modo que ya no tengo gran cosa que hacer aquí.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Kempelen en un tono marcadamente severo.
—Yo no dije que necesitara un médico —respondió Tibor—. Solo dije que no podía jugar.
Kempelen dirigió un signo de asentimiento a Stegmüller, y el farmacéutico limpió nuevamente los bordes de la herida con un ungüento y colocó un vendaje nuevo.
Durante ese rato, Tibor mantuvo la mirada fija en el supuesto médico, mientras Kempelen, por su parte, lo miraba a él. Ninguno de los dos volvió a hablar; en la habitación habría reinado un silencio absoluto si Stegmüller no hubiera hablado para sí mientras trabajaba.