Por motivos de seguridad, Tibor viajó en el interior de la máquina de ajedrez.
Aunque Jakob había protestado contra aquella inhumana forma de transporte, Kempelen le recordó que Tibor solo estaría seguro mientras el secreto del turco lo estuviera también. El enano se resignó, pues, a su destino y solo pidió agua suficiente para soportar el viaje en el bochorno de la canícula. No soplaba la menor brisa sobre la campiña morava. El Danubio y el Morava se habían convertido en dos tibios arroyos, que discurrían con tanta lentitud por su cauce que hubiera podido creerse que se movían contracorriente. En ausencia de Branislav, Kempelen había contratado a dos hombres que debían acompañarlos hasta Viena y luego en el camino de vuelta; ambos montaban a caballo, como Kempelen, mientras que Jakob, una vez más, iba sentado en el pescante del carruaje de dos caballos. La máquina de ajedrez iba detrás, colocada transversalmente. No la habían tapado, y Jakob había atado el enrejado de listones hacia un lado, de manera que podía decirse que el turco miraba el camino por encima del hombro de Jakob.
Un velo lechoso cubría el cielo. La difusa luz del sol eliminaba cualquier sensación de profundidad, y como ni un soplo de aire agitaba las hierbas y el follaje, el paisaje hacía pensar en un cuadro cubierto de polvo.
Hacía una hora que habían abandonado Presburgo cuando los alcanzaron un grupo de jinetes al galope: el barón János Andrássy, montado en su caballo árabe, con el cabo Béla Dessewffy a un lado, y al otro, Gyórgy Karacsay, un teniente del regimiento de Andrássy. Los tres húsares pasaron junto a Kempelen y luego hicieron girar sus caballos, de modo que Andrássy y Kempelen quedaron frente a frente.
—Barón —saludó Kempelen.
—Caballero —replicó Andrássy—, ¿acaso huís de la ciudad?
—De ningún modo —dijo Kempelen. Sus dos hombres habían rodeado el coche y se habían apostado, vigilantes, junto a él—. Obedezco a una invitación de su majestad.
El barón levantó una ceja para expresar su respeto.
—Pero no os dejaré partir —dijo— mientras no hayáis saldado vuestras deudas.
Andrássy abrió la alforja y sacó una arqueta plana, que abrió. En su interior había dos pistolas encajadas en un fieltro verde.
Andrássy miró alrededor: el camino real estaba bordeado de prados adornados por algunos árboles aislados.
—No podría imaginar un lugar más apropiado. Cuidado, ya está cargada.
El barón tendió una pistola a Kempelen, con la empuñadura por delante.
Kempelen mantuvo las manos sobre la silla y no cogió la pistola que le ofrecían.
Los dos hombres de Kempelen se pusieron nerviosos, y como si hubieran percibido su ansiedad, también sus caballos empezaron a intranquilizarse. El teniente Karacsay cabalgó hasta ellos y les dijo algo; acto seguido, los hombres —después de lanzar una mirada de reojo a Kempelen— salieron al trote por donde habían venido. Jakob los miró perplejo.
—¿O preferís el sable? —preguntó Andrássy—. Béla será mi padrino. Y no tengo inconveniente en que vuestro ayudante sea el vuestro.
—No me haré volar la cabeza con vos, barón. Nuestras vidas me resultan demasiado valiosas. No tuve nada que ver con la muerte de vuestra hermana, os lo juro por Dios y por todos los santos.
—Pero sí vuestra máquina.
—Tampoco mi máquina. Pero si algún día está en condiciones de sostener una pistola o manejar el sable, os visitaré y podréis retarla a un duelo. Pero hasta ese momento, os conmino a que dejéis el paso libre.
El barón sacudió la cabeza y cogió también la segunda pistola de la arqueta.
—Barón, voy de camino a ver a la emperatriz —le exhortó Kempelen—, y no estáis por encima de la ley.
—Por ella os dejaré marchar —dijo Andrássy, mientras tensaba los dos gatillos—, pero mi exigencia se mantiene, recordadlo. A mí me arrebataron lo que amaba. Y a vos no os irá mejor.
Andrássy apuntó con la pistola que sostenía en la mano izquierda al turco ajedrecista, pero Jakob, que mientras tanto había saltado al pescante, levantó las manos y gritó «¡No!», para impedir que el barón disparara.
Andrássy bajó el arma un momento y sonrió.
—¿Un judío como protección? ¿Crees que esto me impedirá disparar?
De nuevo apuntó, y disparó. Jakob tuvo el tiempo justo para saltar del pescante y aterrizó en el suelo. La bala atravesó el pecho hueco del turco. Andrássy levantó la segunda pistola, entrecerró el ojo izquierdo y apretó el gatillo.
La bala atravesó la chapa, la madera y el fieltro de la mesa de ajedrez, rozó una lengüeta metálica del mecanismo de relojería y la hizo tintinear, se abrió paso a través de una maraña de engranajes, atravesó una rueda dentada, hizo saltar otra de su encaje, golpeó contra un cilindro y cambió de trayectoria, cruzó luego sin dificultad el lino y la piel y penetró en la carne que había detrás, chamuscó pelos, desgarró venas y músculos, hasta ir a dar contra un hueso de las costillas; allí perdió finalmente su fuerza. La bala quedó encajada junto con algunas astillas de hueso en un músculo desgarrado junto con sangre de las venas cortadas, mientras el estrecho camino por el que había llegado se cerraba de nuevo tras ella.
Andrássy no se tomó la molestia de volver a guardar las pistolas en la arqueta; se limitó a meterlas de nuevo, sueltas, en la alforja.
—Barón, sois un fósil detestable —dijo Kempelen con calma.
—No os tomaré en cuenta esta ofensa pronunciada en el impulso del momento, pues también yo me comporté, en el cementerio, de forma grosera —replicó Andrássy, y sujetó las riendas de su caballo—. Os esperaré en Presburgo. No me ha-gáis esperar demasiado, porque en ese caso no serán solo el hierro y la madera los que sufrirán daños.
Andrássy espoleó su caballo, y Dessewffy y Karacsay lo siguieron, llevándose la mano a la frente para despedirse de Kempelen. Los húsares no prestaron la menor atención a Jakob. El ayudante tuvo que dar un paso atrás para evitar los caballos, tropezó al hacerlo y cayó en el pequeño foso que había al borde de la carretera.
Cuando entre ellos hubo una distancia de unos cuarenta pasos, Jakob se incorporó de un salto, poseído por una súbita energía, corrió unos pasos tras los fugitivos por entre el polvo que habían levantado y vociferó:
—¡Volved, malditos cobardes! ¡Basura! ¡Canalla! ¡Podrido… húngaro… bigotudo… parásito!
Quiso lanzarles piedras, pero, al no encontrar ninguna, cogió, ciego de ira, un puñado de arena y arrancó un manojo de hierbas para echárselos.
—¡Basta ya, Jakob! —le gritó Kempelen, que hacía tiempo que había desmontado y había subido al carruaje.
Jakob se contuvo y corrió hacia Kempelen, que en aquel momento abría la puerta de dos hojas de la mesa. Sacaron a Tibor fuera, sujetándolo por los brazos. Algunas piezas de ajedrez salieron rodando con él de la caja. Una mancha roja redonda se había extendido por la camisa blanca, sobre el pecho del enano.
—¿Se han ido? —preguntó Tibor con las mandíbulas apretadas.
—Sí.
Ni siquiera entonces Tibor se permitió un grito, sino solo un gemido contenido.
Los dos hombres lo colocaron en el espacio libre detrás del autómata, y allí rasgaron su camisa. La herida en el lado derecho del pecho era pequeña. De vez en cuando, un poco de sangre brotaba del agujero. Giraron de costado a Tibor, y Kempelen arrugó la frente al ver que, en la espalda, su camisa estaba empapada de sudor pero no de sangre:
—La bala aún está dentro.
Jakob lo miró, expectante, porque no comprendía qué significaba aquello.
—Trae agua y paños.
Mientras tanto Kempelen se despojó de su casaca y se arremangó. Luego levantó la tapa de la cajita de cerezo. Dentro se encontraban sus herramientas. Sacó todas las tenazas y las extendió en el suelo del carruaje junto a Tibor. Roció dos de las herramientas con el agua que Jakob había traído, las frotó hasta secarlas, y tendió a Jakob una de puntas largas.
—Con esto abrirás la herida.
—¿Cómo?
—Introdúcela en la carne y separa las mordazas. Es la única forma de poder llegar a la bala.
—¡No puedo hacer eso!
—Domínate, por favor.
Jakob sujetó las tenazas. Había empezado a temblar, sudaba y estaba pálido como la cera. Kempelen cogió unas segundas tenazas.
—Acabemos de una vez.
Jakob se arrodilló junto a la cabeza de Tibor. Seguía mirando las tenazas como si nunca hubiera visto nada parecido.
—¿Señor Von Kempelen? —se oyó en el camino.
Kempelen se levantó y subió al pescante. Los dos acompañantes desertores habían vuelto.
—Aquí estamos otra vez —dijo uno de los hombres innecesariamente—. Los oficiales han dicho que podíamos volver. —En ese momento vio una mancha de sangre en la camisa de Kempelen—. ¿Todo va bien? ¿Podemos ayudar?
—Podéis desaparecer —replicó Kempelen—. No tengo empleo para dos cobardes como vosotros.
—¿Y nuestro sueldo? —preguntó el hombre, apocado, tras una pausa.
Kempelen sacó dos monedas de la bolsa y se las lanzó.
—No conseguiréis más. Y ahora, ¡idos al diablo!
Esperó hasta que se hubieron alejado cabalgando, y luego volvió con Jakob y Tibor.
—Vamos, adelante.
Vacilando, Jakob se acercó a la herida. Luego respiró hondo y deslizó las tenazas en la carne. Tibor gritó de dolor y levantó bruscamente los brazos y las piernas.
Jakob retiró enseguida las tenazas y las dejó caer, asustado.
Kempelen cogió una de las piezas de ajedrez dispersas por el suelo.
—Abre la boca —ordenó.
Colocó la pieza entre sus dientes, y Tibor la mordió. Kempelen se sentó sobre Tibor, y con las rodillas le mantuvo los brazos bajados a la derecha y a la izquierda del cuerpo.
—Sujétale la cabeza —le dijo a Jakob.
Este cogió la cabeza de Tibor entre los muslos y la mantuvo sujeta. Ahora Tibor solo podía mover las piernas.
Kempelen miró a Jakob. El judío volvió a introducir las tenazas en la herida. Tibor entrecerró un ojo y luego el otro, y los volvió a abrir. El enano se retorcía de dolor, pero ellos lo sujetaban con fuerza. Las tenazas de Jakob tropezaron con el hueso de la costilla; tocar algo rígido le hizo sentir escalofríos. Kempelen asintió con la cabeza, y muy despacio, con la lengua entre los labios, Jakob abrió las tenazas. Brotó la sangre. La pieza de ajedrez chirrió entre los dientes de Tibor.
—Ahí está —dijo Kempelen—. Sigue. Valor.
Jakob hizo lo que le mandaban: mantuvo las tenazas abiertas. Los músculos sanguinolentos se apretaron en torno a las mordazas de la herramienta. Kempelen entró también en acción con sus tenazas. Tibor gimió.
—Deja de quejarte. Mataste a su hermana —dijo Kempelen.
La herramienta resbaló una vez de las manos de Kempelen, pero luego todo fue muy rápido; pronto sacó las tenazas, cuyas puntas ensangrentadas sostenían la bala de plomo deformada. Agradecido, Jakob siguió su ejemplo, y Tibor relajó los músculos. Con la lengua empujó la pieza de ajedrez fuera de la boca. Lo que antes había sido una torre blanca era ahora un pedazo de madera aplastado mojado de saliva. Tibor todavía llevaba pegado a los labios el barniz que había saltado.
—Colócale una venda —indicó Kempelen a Jakob—. Tan apretada como puedas.
Luego se apartó de Tibor, dejó caer la bala descuidadamente y limpió las herramientas y sus manos ensangrentadas con un trapo. Dejó las tenazas sobre la mesa de ajedrez. Los tres hombres estaban cubiertos de sudor. Jakob rasgó el paño en tiras y empezó a colocar torpemente un vendaje en torno al hombro y la articulación del codo de Tibor. Kempelen tomó unos tragos de agua mientras lo observaba. Luego su mirada se dirigió hacia el turco. El disparo del pecho no había tenido consecuencias; apenas se distinguían los agujeros en la camisa de seda y el caftán.
El segundo disparo de Andrássy, en cambio, había tenido serias consecuencias para la máquina. Kempelen abrió la puerta que daba al mecanismo y distinguió a primera vista la rueda dentada que había quedado suelta. Cogió las tenazas y quiso arreglar el daño, pero pronto se dio cuenta de que necesitaría más tiempo para la reparación.
Jakob, entretanto, vendaba a Tibor mientras lanzaba insultos contra el barón Andrássy; en realidad parecían servir más para tranquilizarlo que para consolar al enano.
Una hora y media después del ataque prosiguieron su viaje hacia Viena.
Tendieron a Tibor en la cama de Kempelen, y después de que Jakob le hubiera cambiado las vendas y Kempelen le hubiera dado algo de comer, el enano se durmió, a pesar de que aún no había acabado la tarde. Los otros dos empezaron a reparar los daños del autómata, una tarea ardua, ya que tenían pocas herramientas y ninguna pieza de repuesto. Hablaron poco, y no comentaron si la presentación podría celebrarse o no al cabo de dos días tal como estaba planeado.
A la mañana siguiente, Kempelen galopó hasta Schónbrunn para preguntar, a través de un ayudante de su majestad, si era posible aplazar la sesión. No lo era. La emperatriz tenía muchas citas concertadas y había mantenido la de la máquina de ajedrez, de modo que la cancelación hubiera equivalido a una afrenta.
Kempelen volvió empapado en sudor al Alsergrund y se alegró de que al menos en su casa el ambiente fuera algo más fresco. Había traído fruta del mercado y se sentó al lado de Tibor en la cama. El nuevo vendaje también se había teñido ya de rojo.
—¿Puedes mover el brazo? —preguntó Kempelen.
Tibor levantó el brazo derecho, estiró los dedos y cerró el puño. Solo al bajar el brazo le dolió la herida.
—¿Podrás jugar mañana?
—Sí, si tengo que hacerlo.
Kempelen asintió con la cabeza.
—Muy bien. Esta es la actitud correcta. Y tienes que hacerlo. No hay forma de saltarse la presentación. Esta vez nos lo jugamos todo; pero al mismo tiempo te prometo que acabará rápido. María Teresa es buena, pero no demasiado. Yo he jugado contra ella y le he ganado.
—¿Ganarle? ¿A la emperatriz?
—Creo que era una especie de prueba. Quería saber si me dejaría vencer, como hacen probablemente todos sus cortesanos. Yo la derroté, y pasé la prueba.
Kempelen se informó sobre los deseos de Tibor y luego lo dejó solo. A continuación habló con Jakob sobre la máquina. Todo podía repararse excepto una rueda dentada dañada, pero el mecanismo de relojería giraría también sin ella. El feo agujero de bala en el panel solo podría arreglarse en Presburgo, con la colocación de un nuevo chapado; pero Jakob había remendado el fieltro, de modo que no podía verse el interior.
Cuando Jakob propuso que llamaran a un médico para que examinara la herida de Tibor y pudiera, tal vez, coserla, Kempelen lo reprendió diciendo que un médico desconocido los podía poner a todos en peligro. Además, por fortuna la herida era pequeña, y las hemorragias ya disminuían. Si de vuelta en Presburgo veían que no mejoraba, Kempelen se ocuparía de encontrar allí a un médico de confianza. De todos modos, Jakob no dejó de insistir hasta que finalmente Kempelen, aludiendo a Tibor, que trataba de dormir en la habitación vecina, lo hizo callar y volver al trabajo.
María Teresa concedió al caballero Wolfgang von Kempelen el honor de un paseo por el parque del palacio de Schónbrunn antes de enfrentarse a la máquina de ajedrez. Kempelen le ofreció el brazo. Un soldado de la guardia y una dama de compañía de la emperatriz los seguían a una distancia prudente. Juntos caminaron hasta la elevación situada al sur del palacio, desde la que podían contemplar más abajo Schónbrunn, Viena y el Wiennerwald. El cielo estaba despejado y la sombrilla, ya a aquellas horas de la mañana, era una protección imprescindible. El día sería cálido de nuevo; un día que inevitablemente terminaría en una tormenta.
Vestida de negro incluso en ese día, María Teresa, que había resoplado durante la subida, se llevó las manos a la espalda y se secó el sudor de la frente con un pañuelo.
—Soy una anciana ridícula. ¿Acaso quiero demostraros algo con esta marcha? ¿O será a mí misma? Debería conservar mis fuerzas para vuestro turco.
—Si eso os consuela, majestad —dijo Kempelen—, también a mí me suda la cabeza bajo la peluca.
La emperatriz señaló la colina.
—Aquí me construirá Hohenberg un arc de triomphe. Y allá abajo, a nuestros pies, quiero colocar una fuente.
Kempelen se volvió.
—Entonces os aconsejo, en caso de que Hohenberg no lo haya planeado ya, que coloquéis el depósito justo aquí arriba; delante o detrás de vuestro arco de triunfo.
—¿Entendéis algo de estas cosas?
—En el Banato instalamos numerosas fuentes.
—En el Banato, naturalmente —dijo la emperatriz—. Kempelen, Kempelen, con vos nada resulta nunca ennuyeux. Bien, volveré a acudir a vos cuando se haya construido mi fuente, y os ocuparéis de la instalación de aguas.
—Sería un honor para mí, alteza.
Volvieron a bajar la colina y caminaron de vuelta, por el parque de flores, hacia el palacio.
—A propósito del Banato —comentó la emperatriz—, tendré que enviaros de nuevo allí, lo lamento. Si no necesitara al mejor hombre, enviaría a otra persona…
—Me gusta viajar.
—Como máximo un año, luego podréis descansar de este asunto. Seguro que querréis trabajar en vuestra nueva máquina, la parlante. Por cierto, ¿hasta dónde habéis llegado con ella?
—Aún guarda silencio, majestad. Pero está en el buen camino. De todos modos me falta dinero, pero sobre todo tiempo.
—Comprendo la indirecta, Kempelen. No temáis, obtendréis vuestro dinero. Será vuestro turco, en cierto modo, quien me lo saque; así lo he pensado. Entonces conseguiréis todos los medios necesarios, y si queréis, también el puesto en el gabinete de la corte.
La emperatriz ladeó un momento la sombrilla para mirar al cielo.
—II fait tres beau —dijo—. Vuestro turco y yo jugaremos en el jardín. Con un tiempo tan hermoso no vamos a encerrarnos en un palacio, n’est-ce pas?
Llevaron al autómata de la sala del Oro Blanco al jardín de la Cámara. Como a la sombra de los árboles no había espacio suficiente para los espectadores, la mesa se colocó a pleno sol. Las cuatro ruedas se hundieron chirriando en la grava. En un tiempo brevísimo, la oscura superficie del mueble estaba tan caliente por el sol del mediodía que no se podía tocar y el aire vibraba por encima de la placa. La madera se deformó, dejando escapar crujidos y chasquidos, y la pesada orla de piel del caftán del turco parecía extrañamente fuera de lugar.
Los espectadores eran menos numerosos, pero más selectos, que en la primera aparición del autómata. Entre ellos había numerosos hombres de Estado, como Haugwitz, Von Kaunitz, el conde Cobenzl y los mariscales de campo Laudon y Licchtenstein; algunos de ellos habían acudido por curiosidad, y otros porque la emperatriz había insistido en ello. Estos dignos personajes conversaban con el emperador José sobre política e intentaban no parecer demasiado impresionados por el turco ajedrecista. Como su madre, el joven emperador tenía el cuello un poco abotargado, pero, gracias a su envergadura, ese rasgo no le hacía parecer pesado.
Solo tenía que procurar no dejar caer la barbilla sobre el pecho. Como de costumbre, José vestía una Casaca de una severidad casi prusiana, de color azul oscuro con solapas rojas, por debajo un chaleco amarillo y pantalones amarillos, y cruzada sobre el hombro, una banda con los colores de Austria. Como el resto de los hombres, el emperador José se encontraba expuesto al sol sin protección —el pálido Kaunitz, que no llevaba maquillaje, ya se había quemado la nariz—, mientras que las mujeres se protegían al menos con sombrillas y podían refrescarse con los abanicos. Las manos se dirigían con avidez hacia las bandejas de los lacayos, que llevaban agua y zumo de manzana. Un negro con el uniforme de ayuda de cámara servía uvas y observaba el tablero de ajedrez con interés, y al turco, en cambio, con recelo. El hijo menor de la emperatriz, Maximiliano Francisco, también estaba presente; tiró de la falda del turco mecánico hasta que su ama le indicó que se resguardara a la sombra. La emperatriz aconsejó a Kempelen que viajara alguna vez con la máquina de ajedrez a Versalles, pues, según dijo, a María Antonia le gustaban mucho los muñecos de cuerda.
Entre los espectadores se ocultaba también Friedrich Knaus; preocupado, por un lado, por no llamar la atención como la primera víctima prominente del turco, y por otro, por examinar la máquina de ajedrez y descubrir finalmente cómo funcionaba.
Jakob se fijó en él y alertó a Kempelen con un susurro, tras lo cual el húngaro se dirigió resueltamente hacia el mecánico de la corte de su majestad y lo saludó con un amistoso apretón de manos.
—Es magnífico que nos obsequiéis por segunda vez con vuestra presencia —dijo Kempelen—. ¿O cumplís un encargo de la emperatriz?
—Oh no, vengo por voluntad propia —replicó Knaus con una sonrisa dulzona—. ¿Cómo podría perderme una presentación de vuestra llamada máquina de ajedrez? Esperemos solo que su previsible triunfo no enoje demasiado a la emperatriz.
Entretanto se preparó todo lo necesario. Cuando la emperatriz vio la mesa de ajedrez separada, protestó:
—Quiero sentarme frente al turco. Como hizo Knaus.
—Pero majestad, el autómata no deja de ser…
—¿Peligroso? Olvidad ese cuento, c’est ridicule. ¿No creeréis también vos que vuestro bravo turco lanzó a la desgraciada viuda Jesenák por la ventana?
Como de costumbre, el acto se inició con la presentación de la mesa de ajedrez vacía. Cuando todas las puertas estuvieron cerradas de nuevo, Kempelen miró una vez más, con una vela, por la puerta de Tibor, para encenderle la vela sin ser visto.
Luego cerró también esta puerta. Normalmente Kempelen hubiera dejado su vela sobre la mesa de ajedrez, pero allí, a pleno sol, no hacía falta, por lo que la apagó de un soplo.
La emperatriz ocupó su lugar junto a la mesa. Un sirviente le acercó la butaca, un segundo criado se colocó con una sombrilla tras ella y un tercero le tendió las gafas.
—Ahora veremos si el mahometano consigue derrotar a la cristiana.
Kempelen dio cuerda al mecanismo y soltó el tope. A continuación se colocó junto a la mesa sobre la que se encontraba la caja con las herramientas. Seguro como siempre, el turco movió su caballo hacia delante. María Teresa se puso las gafas para valorar el movimiento, y luego movió su caballo. Aquellos de entre los espectadores que todavía no habían visto en acción al autómata aplaudieron, pero la emperatriz lanzó una mirada alrededor y acalló los aplausos.
—En realidad no ha sido ninguna proeza, aun teniendo en cuenta este excepcional bochorno.
Tibor no recordaba haber sudado tanto en su vida. Después de que hubieran dejado al autómata en el jardín, se echó sobre la camisa un poco del agua que le habían dado para refrescarse. Pero aquello solo había servido para derrochar agua, porque a esas alturas ya estaba, de todos modos, completamente empapado. La ropa se le pegaba a la piel; incluso el fieltro y la madera que se encontraban debajo de él estaban húmedos. No tenía espacio suficiente para limpiarse el sudor de la frente con la manga, por lo que debía hacerlo con las manos, que luego se secaba frotándolas con su camisa. Cuando se inclinaba sobre su tablero de ajedrez, gotas saladas caían sobre las piezas. Tibor sentía como si se hubiera hinchado con el calor, dilatado como la masa de un pastel o como el hierro; tropezaba con esquinas que nunca antes había rozado, y la espalda le dolía de permanecer acurrucado. Junto a él giraban tantas ruedas…; ¿por qué no habían podido instalar también una rueda de palas que enviara un poco de brisa al aire estancado del interior? Aunque en ese caso tal vez la vela, el requisito más importante, se hubiera apagado. A Tibor, la llama no le parecía mucho más caliente que el aire que tenía alrededor, y el humo apenas podía percibirse, cubierto por el olor del sudor, al que a su vez se superponía el intenso olor de la madera calentada por el sol. Tibor tenía la sensación de que en la máquina habían entrado cucarachas u hormigas, que ahora se arrastraban por su espalda y su cabello, pero solo eran gotas de sudor. El sudor entraba en su boca, pero sin calmar su sed, le ardía en los ojos y sobre todo en la herida, porque el vendaje había sido lo primero en quedar empapado. El agujero le latía en el pecho como un segundo corazón. Todo el brazo derecho le picaba; por lo visto se le había dormido, y ya no tenía sensibilidad en las puntas de los dedos. Tibor no podía saber si aquello era debido a la herida o a la mala postura que había adoptado para proteger el músculo herido del pecho. Mover el pantógrafo le exigía un gran esfuerzo. El enano tenía que estar muy atento para que el mango no resbalara de su mano mojada. En una ocasión quiso ayudarse con la mano izquierda para descargar un poco la otra, pero nunca lo había practicado, y el movimiento que realizó fue brusco e impreciso.
Sin embargo, no quería lamentarse por su herida: el disparo le parecía un castigo apropiado, casi bienvenido, por su crimen. Al fin y al cabo, la bala también hubiera podido —ojo por ojo— destrozarle la cabeza. Junto a Tibor giraba el cilindro que la bala había rozado antes de penetrar en su cuerpo, y la pequeña hendidura pasaba regularmente sobre el latón de arriba abajo, desaparecía y aparecía de nuevo.
Entonces se detuvo. El mecanismo de relojería se había quedado sin cuerda.
Tibor resistiría. Había llegado el momento de tensar de nuevo el muelle. La partida contra la emperatriz le haría acreedor de la máxima consideración por parte de Kempelen: en estas condiciones, con un disparo en el pecho, jugar contra la mujer más poderosa de Europa ante su corte y ganar sin cometer un solo error era, sin duda, una hazaña única.
—Se diría que vuestro turco sufre a causa del calor —dijo María Teresa, mientras Jakob, a su lado, volvía a dar cuerda al mecanismo—. Sus movimientos parecen extrañamente apáticos. Sin embargo, debería estar acostumbrado a estas temperaturas en su tierra, n’cst-ce pas?
—Es posible que, debido al calor, el metal se haya deformado en el interior.
—¿De modo que las máquinas tienen debilidades humanas? —replicó la emperatriz con una sonrisa, y volvió a concentrarse en el juego.
Kempelen miró a José, que ahora hablaba cada vez más a menudo con Von Haugwitz, y no solo —intuía Kempelen— sobre la máquina de ajedrez. Por otra parte, José no era el único cuya atención se había distraído; Kempelen se propuso no volver a programar ninguna sesión al aire libre.
María Teresa, mientras tanto, había descubierto el agujero de bala en la puerta situada a su izquierda.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó—. ¿Ratones, tal vez? —Y antes de que Kempelen pudiera empezar a explicarse, la emperatriz metió el dedo meñique en el agujero—. ¿O es una abertura de ventilación para el mecanismo?
A través de las ruedas, Tibor vio el abultamiento en el fieltro; entonces la pequeña costura se rasgó y el dedo quedó a la vista: un gusano de color rosado que lanzaba miradas escrutadoras al nuevo entorno. En un gesto de pánico, las manos de Tibor se adelantaron para cubrir la luz de la vela; una precaución sin sentido, ya que el dedo no tenía ojos. Mientras tenía las manos ante la vela, un intenso dolor recorrió el pecho herido del enano. Su mano tembló y apretó involuntariamente la llama de la vela, que se apagó con un silbido suave. Se hizo la oscuridad.
—¡Por favor, majestad, cuidado! ¡El dedo podría quedar atrapado en los engranajes!
Ante el aviso de Kempelen, la emperatriz volvió a sacar el dedo. El fieltro se cerró tras él.
Un hombre con una única antorcha que se hubiera apagado en la profundidad de una caverna no podría estar más desesperado que Tibor en ese momento. El enano intentó sobreponerse al pánico: al fin y al cabo, Kempelen y él habían ideado un plan frente a esta eventualidad: si, por el motivo que fuera, la vela se apagaba, Tibor no tenía más que poner los ojos del turco en blanco. Esta señal indicaría a Kempelen que con cualquier excusa, debía mirar de nuevo el mecanismo para volver a dar fuego a Tibor. En la oscuridad, Tibor sujetó los cables que movían los ojos y tiró de ellos. El turco giró los ojos de cristal de modo que ya solo era visible el blanco.
Un murmullo se extendió entre el público.
—¿No se siente bien, vuestro musulmán? —preguntó la emperatriz.
Kempelen dio un paso adelante para observar al androide. La señal era muy clara, pero la vela de Kempelen estaba apagada. Y no había ningún fuego a la vista.
Kempelen no podía ayudar a Tibor.
—Solo está cavilando —explicó Kempelen—. Seguirá jugando. Moved tranquilamente vuestra pieza, alteza.
La emperatriz ejecutó el movimiento. Tibor oyó por encima cómo los dos imanes se movían y se soltaban. Pero no los vio. Levantó la mano derecha hacia la parte inferior del tablero —el pecho le dolió al palpar los imanes—, pero no pudo hacerse una idea de la situación, con todos esos clavos y plaquitas de hierro. Tropezó con una rueda dentada que le pellizcó el antebrazo; dejó caer el brazo de nuevo. Bien, por lo visto Kempelen no iba a ayudarle. «Seguirá jugando»: era una orden dirigida a Tibor para que terminara la partida a cualquier precio. Cerró los ojos —un gesto absolutamente inútil, porque de todos modos la oscuridad era absoluta— e intentó recordar la situación del juego. El alfil de la emperatriz estaba amenazado por uno de sus peones; en consecuencia, debía de haberlo movido a una de las dos casillas seguras. ¿Pero a cuál de las dos? Tibor se decidió por la segunda. Así habría jugado él. Palpó las piezas sobre su tablero —con cuidado, para no sufrir otro percance como el de la vela—, cogió el alfil rojo y lo colocó en la casilla correspondiente. No podía jugar a ciegas, pero en realidad tampoco tenía que hacerlo: sencillamente palparía las piezas y comprobaría al tacto el estado del juego. A continuación realizó su movimiento. Adelantó agresivamente a la reina, porque si algo quería ahora era acabar rápidamente la partida. Tenía ventaja suficiente; la emperatriz ya no podía ponerlo en peligro. Guió el pantógrafo sin cometer ningún error. Los latidos de su corazón se calmaron. ¿Había refrescado en el interior de la máquina desde que la vela estaba apagada? En cualquier caso, ahora que se había quedado sin visión, los ruidos le parecían más intensos: el sonido del mecanismo, los murmullos de los espectadores, la grava que crujía con cada paso, e incluso el suave jadeo de la emperatriz, que estaba sentada apenas a tres pasos de él.
La partida siguió adelante. Después del siguiente movimiento de la emperatriz y después de cada uno de los movimientos, Tibor palpaba las plaquitas de metal, y ahora sí, con más calma, podía deducir la situación del juego. Se comió un caballo no defendido de la emperatriz. En cuatro movimientos como máximo tendría el mate.
Tibor movió su peón hacia delante. Pero cuando el turco realizó el mismo movimiento, derribó una pieza. Tibor pudo oírlo con claridad. La casilla supuestamente vacía estaba ocupada por una pieza. El alfil de la emperatriz. De modo que no lo había movido hacia atrás. Tibor depositó su peón sobre el tablero.
—¿Qué ocurre? —preguntó entonces José—. ¿El autómata no juega bien?
Tibor tenía que corregir el movimiento; Kempelen volvería a colocar el alfil rojo en su sitio. El enano sujetó el pantógrafo pero, al hacerlo, derribó varias piezas. Una rodó fuera del tablero y cayó al suelo de madera con un ruido que a Tibor le pareció escandalosamente fuerte. El pantógrafo no consiguió sujetar el peón. Tibor lo intentó de nuevo, y esta vez funcionó. Retiró el peón, pero no tenía ni idea de cuál debía ser su próximo movimiento. Al final adelantó una casilla un peón del extremo: un movimiento sin ningún sentido, pero que, al menos, era correcto. Percibió el desconcierto de los espectadores, pero aquello no debía preocuparle. Ahora debía reconstruir tan pronto como fuera posible la situación del juego. El caos en su tablero era total. Tibor palpó varias piezas caídas, algunas compartían una misma casilla, y una incluso había desaparecido; ni siquiera con ayuda de las plaquitas de metal era posible ya restablecer el estado del juego. María Teresa movió pieza, y una plaquita de metal tintineó sobre él en la oscuridad, pero ahora aquello no tenía importancia.
Tibor estaba perdido. Lo único que podía hacer era que aquella derrota no se convirtiera en una catástrofe, pues el mecanismo de relojería aún funcionaba, y el turco todavía parecía reflexionar. Tibor debía detener los engranajes. Cogió una pieza y la deslizó entre dos ruedas dentadas. Se oyó un chirrido, y luego el mecanismo se detuvo.
Ni Kempelen ni Jakob comprendieron que el mecanismo de relojería se había detenido porque Tibor lo había parado, y no porque los muelles impulsores se hubieran destensado. Jakob volvió a dar cuerda a la máquina. Pero la figura no se movió y el mecanismo permaneció silencioso.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó la emperatriz en tono severo.
—Un momento —dijo Kempelen—, voy a investigar qué ha sucedido.
Kempelen abrió la puerta posterior, y Tibor parpadeó instintivamente ante aquella repentina claridad. Como si fuera el vapor que escapa de un caldero al levantar la tapa, escapó también del autómata algo del calor interior y dejó entrar una bocanada de aire más fresco. Los dos hombres se miraron a los ojos. Tibor admiró el dominio y la seguridad que Kempelen podía mostrar incluso en una situación como aquella. El enano se limitó a sacudir la cabeza. Enseguida Kempelen volvió a cerrar la puerta.
—Mi enhorabuena, majestad —dijo—. La victoria es vuestra, pues, por desgracia, temo que mi turco debe abandonar el juego. Debido al calor, ha sufrido una avería cuya reparación, lamentablemente, llevará cierto tiempo.
—¿Hemos ganado? —preguntó María Teresa.
—Así es. De este modo os convertís en el primer oponente que ha conseguido vencer a mi máquina de ajedrez, y por mi parte, no hubiera podido desear un vencedor mejor. Un aplauso.
Pero solo unos pocos espectadores secundaron la llamada de Kempelen. Los asistentes estaban desconcertados.
La emperatriz expresó el pensamiento de todos los presentes:
—Una victoria pobremente disputada sobre el más fabuloso invento del siglo.
Hubiera preferido perder que ganar de este modo.
—Oh, naturalmente pido una revancha —replicó Kempelen, y ahora su voz temblaba un poco.
—¿Contra una máquina estropeada?
—Mañana habré reparado los daños; es una bagatela. Entonces podremos repetir la partida en el mismo lugar o continuarla en el estado actual del juego.
—Mañana viajamos a Salzburgo.
—Entonces esperaré a vuestro regreso y…
—No, no lo haréis.
—Pero para mí sería…
—Tal vez vayamos alguna vez a Presburgo. —La emperatriz se levantó de su butaca, y esta vez no representaba el papel de una anciana—. Nos sentimos muy bien allí. Hasta entonces, adieu, caballero Von Kempelen.
Kempelen iba a decir algo más, pero se lo pensó mejor y se inclinó sonriendo. Con la mirada dirigida al suelo, hacia los guijarros que tenía a sus pies, se fijó en que se había levantado algo de viento, que refrescaba su cara bañada en sudor. Cuando levantó la mirada de nuevo, la emperatriz ya se había alejado. Los espectadores formaban un estrecho pasillo. La mayoría miraba hacia Kempelen, que seguía con la vista a la emperatriz, igual que su criatura, el turco, lo hacía junto a él. Kempelen se volvió hacia Jakob y le dijo algo sin importancia, solo para evitar las miradas. El caballero mantenía la sonrisa, como si la fracasada sesión fuera solo una bagatela que no le preocupaba particularmente. La mímica de Jakob, en cambio, no era tan serena, y Kempelen tuvo que pedirle en un susurro que se dominara.
Algunas nubes se agolparon en el cielo. Cuando Kempelen se volvió de nuevo, el público se había dispersado. La mayoría había seguido a la emperatriz al palacio.
José y Von Haugwitz continuaban su conversación, como si la máquina de ajedrez hubiera sido solo una engorrosa interrupción sin interés. Los lacayos recogían las sillas y los refrescos. Nadie quería hablar con Kempelen; nadie excepto Friedrich Knaus, que no se había movido y se encontraba frente a él, con las manos a la espalda y la cabeza ligeramente inclinada, en una perfecta representación de deferencia. Con pasos medidos, casi paseando, el mecánico se acercó a la mesa de ajedrez y observó sonriendo al turco.
—Vaya, vaya, el calor —dijo, golpeando significativamente con los nudillos la superficie de la mesa, como si supiera qué se encontraba debajo—. He observado que los relojes, en caso de fuerte calor, funcionan un poco más lentos. Pero… ¿detenerse? ¿Detenerse completamente? Eso nunca.
—¿Puedo ayudaros? —preguntó Kempelen.
—¿Ayudarme? ¿A mí? Oh no, caballero. Yo no necesito ayuda. ¿No la necesitaréis vos, tal vez? En la ciudad tengo un taller excelente; en caso de que queráis reparar vuestro… aparato, seréis cordialmente bienvenido. Si lo deseáis, podría ayudaros con mis herramientas y mis modestos conocimientos. Como un gesto de amistad, en cierto modo, entre hermanos del mismo gremio.
—Gracias. No será necesario.
Knaus inclinó la cabeza, mirando también hacia Jakob. Ya se disponía a marcharse, cuando se giró de nuevo, se llevó un dedo a los labios y sonrió divertido.
Luego comunicó a Kempelen el motivo de su diversión:
—¿Sabéis lo que acaba de decir su majestad imperial sobre nuestros autómatas?
Que son reliquias de tiempos pasados, polvorientos juguetes de la época anterior a la guerra, y que es preferible gastar dinero y energías en inventos más interesantes.
Algo así como: lo que ayer era avant garde, hoy es ya a ntiquité. Si no hubiera sido el emperador, le hubiera replicado apasionadamente.
Paseando con calma, el mecánico abandonó el jardín de la Cámara, avanzó arrastrando los pies sobre la grava y, de camino, aún se tomó tiempo para inclinarse hacia un rosal de rosas blancas y aspirar su aroma. Kempelen, Jakob y la máquina quedaron atrás. Ni siquiera Jakob se atrevió a replicar nada.
El cielo sobre la ciudad se volvió gris rápidamente, pero la lluvia se hizo esperar y consiguieron llegar a tiempo a la casa antes de que estallara la tormenta. Cuando Tibor salió por fin del autómata —hambriento, sediento y apestando a sudor—, el caballero estaba de espaldas junto a la ventana. Tibor no cogió el vaso de agua que le tendía Jakob hasta que contó a Kempelen todo el encadenamiento de desafortunadas circunstancias que le habían conducido al fracaso.
Kempelen no hizo preguntas, no asintió con la cabeza, no lo miró siquiera hasta que hubo acabado, y entonces dijo escuetamente:
—Tampoco antes habías jugado demasiado bien.
Tibor se alejó para lavarse, y mientras lo hacía, su sentimiento de culpa se transformó en enfado: al fin y al cabo, había hecho todo lo humanamente posible para llevar la partida a un buen final. Era Kempelen quien había permitido que la emperatriz se sentara junto a la máquina de ajedrez, y también había sido Kempelen quien no había podido volver a encenderle la vela, tal como habían convenido.
Cuando Tibor se quitó el vendaje teñido de sangre que se le pegaba a la piel como si se hubiera soldado a ella y vio la herida, que ahora estaba rodeada por un halo rojo, recordó que Kempelen también había permitido que Andrássy disparara, y que no lo protegía tal como había prometido.
Jakob se despidió de pronto, con una capa al brazo, después de haber vendado de nuevo el pecho de Tibor. Kempelen le exigió que se quedara, pero Jakob contestó que ya no tenía nada que hacer allí, y que podía ir a visitar la ciudad. Al fin y al cabo tenía derecho a tener tiempo libre. Cuando Kempelen insistió en su prohibición, Jakob replicó:
—Me dejo convencer de buen grado, pero no admito órdenes.
Estaba claro que el ambiente en casa de Kempelen era insoportable para él y que prefería incluso el granizo que entretanto había empezado a caer fuera en la Alser Gasse. Tibor habría estado encantado de acompañarlo.
Kempelen aún seguía junto a la ventana cuando Tibor le dijo que quería ir a echarse un rato. Luego añadió:
—¿Esta presentación ha sido la última?
—Preferiría no hablar de eso hoy.
Tibor asintió.
—No hubierais debido apagar vuestra vela.
Kempelen se volvió hacia él con el índice en alto.
—Te prevengo —advirtió—. No pretendas echarme la culpa por lo que tú has estropeado en el jardín de la Cámara. Sería mejor que recordaras que no es el primer error que cometes por el que luego tengo que responder yo.
Tibor debería haberse callado, pero no podía hacerlo.
—¡Son dos cosas que no pueden compararse en absoluto! ¡Hoy no he sido culpable de nada!
—Ni una palabra más —dijo Kempelen, y volvió a mirar por la ventana—. No quiero oír ni una palabra.
Tibor calló y se tendió en la cama en la habitación vecina. Cerró los ojos.
Para su sorpresa, la primera imagen que se le apareció en la oscuridad no fue la de su fracaso de aquel día o la del enojado Kempelen o la del cráter inflamado en su pecho, ni tampoco la imagen de la baronesa muerta, que durante tanto tiempo lo había perseguido, sino el rostro de Elise. Aquella hora con la criada hubiera podido durar eternamente. Cuando los dos, sentados el uno frente al otro, en compañía del pachá —como si fueran viejos amigos, con sus rodillas apenas a un palmo de distancia, sintiendo casi el calor de su cuerpo—, habían hablado abiertamente de que él era un estafador y ella una traidora. El sol brillaba en el taller e iluminaba las motas de polvo y transformaba sus preciosos cabellos en una aureola dorada, con el medallón santo en la mano de Elise, y su olor en la nariz. La imagen de Elise permaneció con él hasta que se durmió. Un sentimiento desacostumbrado se había apoderado de Tibor, un sentimiento que había esperado durante toda su vida.
Jakob observó cómo la pluma dibujaba la letra sobre el papel. Luego el marco que sostenía el papel se desplazó un poco hacia un lado y la pluma escribió la siguiente letra: a. De nuevo se movió el papel, y siguieron la k y la o. Acto seguido, la mujercita de latón sumergió el cañón de su pluma en un tintero para seguir escribiendo con tinta fresca, b. Luego el papel volvió al principio, pero una línea más abajo, de modo que el nombre de su familia quedó escrito bajo su nombre de pila: Wachsberger. Después de cada letra, el papel se desplazaba, y después de cada cuatro, se renovaba la tinta. La estatuilla que escribía todo esto —una diosa con un tocado alto y una túnica amplia, con una pluma en la mano derecha y la izquierda apoyada— estaba sentada sobre una gran bola del mundo sostenida por las alas de dos águilas de bronce, que a su vez descansaban sobre un zócalo de mármol marrón y negro ricamente ornamentado. El marco en que estaba tensado el papel, coronado por flores de latón, estaba unido a la máquina, de la altura de un hombre.
Comparado con la «máquina prodigiosa que todo lo escribe» de Knaus, el autómata de Kempelen era de una austeridad espartana, por no decir casi miserable.
Jakob
Wachsberger
Ecrit a Vienne
Le 14' Aoüt MDCCLXX
La inscripción parecía tan imperecedera como el escrito de una lápida. Friedrich Knaus separó el papel del marco, sopló la tinta con cuidado para secarla y luego se lo tendió a Jakob con un guiño.
—Pero no se lo enseñéis a vuestro patrón, o él también querrá uno.
Knaus descorrió los cerrojos de la bola del mundo. Cinco segmentos se abrieron como los pétalos de una flor y dejaron la maquinaria a la vista. También en ella se apreciaba la superioridad de esta máquina: los componentes eran más precisos, más pequeños, y los engranajes estaban mejor ideados que los del turco. Jakob se puso las gafas para inspeccionarla mejor. Knaus le llamó la atención sobre el cilindro en el que podían ajustarse las letras, que ahora estaban dispuestas para escribir el nombre de Jakob y el lugar y la fecha de su nacimiento.
—Sigo sintiéndome orgulloso de ella —dijo Knaus, y posó una mano sobre el mármol—, aunque ya no sea lo más nuevo. La utilidad es, debo reconocerlo, escasa, pues cualquier niño escribe más rápido. Y sus capacidades son limitadas: solo escribe lo que uno le dicta. Y deben ser en cada ocasión sesenta y ocho letras. No corrige las faltas, no compone versos, no piensa… —Knaus miró a Jakob, que observaba el cilindro con tanta atención que parecía que no escuchara—. Pero lo que hace, lo hace por su propio impulso. Es honrada de la cabeza a los pies. No simula ser lo que no es.
Ahora Jakob levantó la cabeza.
—¿Va a convertirse esto en un interrogatorio? Porque si es así, digo adieu ahora mismo.
Knaus levantó las manos apaciguadoramente.
—¡De ningún modo! La máquina de ajedrez no me interesa en absoluto.
Jakob levantó una ceja.
—¿Desde cuándo?
—Desde hoy al mediodía.
Knaus se sentó tras su escritorio.
—Me gustaría ofreceros un té o unas pastas, pero vuestra visita ha sido imprevista. Habéis tenido suerte de encontrarme en mi gabinete. —Jakob dobló el papel con el nombre escrito a máquina y se sentó en la silla que le ofrecían—. Pero os agradezco que finalmente hayáis atendido a mi ya antigua invitación. Habéis visto mi máquina, os he acompañado a visitar mi taller: ¿puedo hacer algo más por vos?
—Esta primavera me propusisteis que trabajara a vuestro lado. ¿Aún está en pie la oferta?
—Desde luego. Si entretanto no habéis olvidado vuestras habilidades.
—¿Cuál sería mi salario?
—Digamos, veinte florines.
—¿Al mes?
—¿Qué creíais? ¿A la semana?
—Es demasiado poco.
—¿Ah sí, lo es? —preguntó Knaus con una sonrisa.
El mecánico junto las manos y se reclinó en su asiento.
—Es, a todas luces, demasiado poco —insistió Jakob.
—Desde hoy vuestro barco hace aguas, querido amigo, y haríais bien en no despreciar la mano que se os tiende —respondió Knaus—. Porque si lo hacéis, os hundiréis con toda la tripulación, y sobre todo con vuestro gallardo capitán.
—Lo de hoy ha sido solo una pequeña derrota. Un fallo en el sistema.
—No ha sido una derrota, ha sido la derrota. He visto a otros caer en desgracia ante la emperatriz por razones menos graves.
Jakob se quitó las gafas y juntó las varillas.
—Solo creéis que él ha fracasado porque deseáis que sea así.
—Una cosa no excluye la otra. ¿Habéis visto su expresión de hoy? Naturalmente que la habéis visto. Vos estabais a su lado. Una expresión de desesperación hasta ahora desconocida en él, pero que en el futuro aparecerá cada vez con más frecuencia. Parecía, en cierto modo, abrumado por la situación. Como un condenado a galeras, ese aspecto tenía. Incluso ha echado de casa a su mujer porque suponía un peso excesivo para él.
—¿De dónde habéis sacado eso?
—El nunca ha sabido manejar las derrotas. El moderno Prometeo se ha convertido en un moderno Icaro. Creedme: Wolfgang von Kempelen va cuesta abajo, y no sé por qué deberíais acompañarlo en su camino.
—Por lealtad.
Knaus rió.
—Sí, exacto. Esa es buena.
—Quiero treinta florines. Es lo mínimo. De otro modo, me quedo en Presburgo.
—Podemos encontrarnos en los veinticuatro, no, digamos en los veintidós florines, pero no conseguiréis más de mí. Pensadlo: otros aprendices pagarían por trabajar en mi Gabinete Físico de la corte.
—Y otros maestros darían una fortuna por lo que sé.
Por un momento, Knaus calló y tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Bien. Si me revela cómo funciona esta fantochada de máquina aún podría rascarme el bolsillo.
Jakob miró al suelo y luego a la diosa sobre la bola del mundo.
—Por desgracia solo hago los relojes, pero no el tiempo, y no me sobra —dijo Knaus, al ver que no llegaba ninguna respuesta; luego volvió a levantarse y corrió bruscamente la silla hacia atrás—. Pensad en mi oferta, pero pensad también que ahora su precio baja en vez de subir.
Knaus abrió la puerta de su despacho para dejar salir a Jakob.
—Bien, adiós —lo despidió Knaus—. Aunque estoy seguro de que pronto volveremos a vernos.
—¿Es esta la forma como tratáis habitualmente a vuestros colaboradores?
—Nunca he pretendido ser amado por mis trabajadores, sino solo por los ricos y poderosos. Supongo que con esto respondo a vuestra pregunta.
Tras estas palabras, Knaus cerró la puerta. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. El mecánico se acercó con paso ágil a su «máquina prodigiosa», y en un arrebato de entusiasmo, besó los hermosos piececitos desnudos de la escritora.
Mucho rato después aún sentía el gusto del latón en los labios.