Hacia veinticuatro años la bautizaron con el nombre de Elise, y si se había dado a sí misma el sonoro seudónimo de Galatée había sido solo porque en ese oficio ninguna mujer utilizaba su verdadero nombre. Por eso, para ella no supuso un gran cambio que en casa de Kempelen la llamaran de nuevo con el nombre de Elise. Solo tuvo que inventarse los apellidos. Los medios que empleaba para cumplir este encargo habían funcionado, y sin embargo, en ese momento, más de dos meses después de su acuerdo con Friedrich Knaus, todavía no había alcanzado su objetivo.
Ante cada habitante de la casa, Elise había representado con éxito una persona distinta: frente a Anna Maria von Kempelen era la ingenua subordinada que sentía admiración por su señora, se dejaba aleccionar por ella, compartía su religiosidad y la envidiaba por la vida que llevaba. Al mismo tiempo, siempre estaba dispuesta a escuchar las preocupaciones que Anna Maria quisiera compartir con ella y le daba la razón absolutamente en todo. En presencia de Anna Maria, Elise se hacía tan invisible como podía, se encasquetaba bien la cofia y caminaba ligeramente inclinada.
Si, en cambio, estaba sola con Jakob, ponía en juego sus encantos: un tímido pestañeo, un rizo que se escapaba de la cofia, la inclinación sobre el cesto de la ropa en el momento más oportuno para mostrarle el escote. Con Jakob representaba a la piadosa virgen que coquetea con su timidez, que en secreto solo espera a alguien como él, que quiere ser conquistada, pero no bruscamente, sino despacio, paulatinamente y con todas las artes de seducción que solo él conoce.
Finalmente, para la segunda criada, Katarina, era una ayuda constante que nunca ponía en cuestión el rango superior de la otra en la jerarquía de la servidumbre, y una oyente bien dispuesta cuando se trataba de cotillear sobre la vida de los señores.
Solo con Kempelen parecían fracasar todas sus estrategias. Friedrich Knaus no había acertado con respecto a él: aunque era vanidoso, no lo era bastante para sucumbir a una admiración fingida, y aunque era un hombre, se dominaba demasiado para ceder a sus sensuales seducciones. Él era el último de quien podría obtener el secreto del turco ajedrecista.
Y estaba muy claro que había un secreto. La prohibición de pisar la planta superior de la casa, la indicación de que no hablara con nadie sobre su trabajo allí, las rejas, las ventanas tapiadas, la cautela de Kempelen antes, durante y después de las sesiones: todo mostraba que quería ocultar algo a cualquier precio. Elise no podía decir si se trataba de mantener en secreto un mecanismo de relojería perfecto o un hábil engaño que ese mecanismo disimulaba. A pesar de los meses pasados con Knaus, la mecánica seguía siendo para ella tan incomprensible y tan poco interesante como siempre lo había sido el juego del ajedrez.
Sus avances con Jakob solo le habían aportado aquel cuento inverosímil, aunque tampoco habían sido totalmente inútiles: por un lado, Elise supo que el ayudante no era tan hablador como había esperado, y por otro, confiaba en que aquel beso hubiera despertado en él el deseo de otros. Pero si quería más de ella, él también tendría que dar más.
Aparte de eso, todo lo que podía presentar quedaba reducido al misterioso compañero de Jakob. Elise los vio por casualidad una noche que volvía de correos: una figura pequeña, achaparrada, con un bastón de paseo, que había acompañado al judío a La Rosa Dorada. Elise los siguió a escondidas, soportó varias horas el frío de la calle, y cuando el hombre abandonó por fin la taberna sin Jakob, lo siguió. Lo perdió en las oscuras callejuelas de Weidritz, y luego dos borrachos la tomaron por una prostituta y la atacaron. Pero precisamente el hombre al que había seguido corrió a prestarle ayuda; como surgido de la nada se lanzó como una fiera contra los dos individuos y después huyó cojeando. Alguien que evitaba a los gendarmes cuando había realizado un acto heroico, tenía que tener por fuerza algo que ocultar.
Elise se quedó con la cadenita que los hombres le habían arrancado, un medallón de la Virgen rayado y sin valor, como los que se regalan a los niños. Y aunque guardaba en la memoria la cara deforme del desconocido, no había vuelto a verlo por las calles de la ciudad, ni en las ocasiones en que había seguido los pasos a Jakob hasta el barrio judío.
Knaus le había prometido que le daría tiempo, pero ahora el suabo ardía de impaciencia. Cada día llegaban hasta él, en Viena, noticias de los triunfos del turco y del creciente interés que existía por ver aquella maravillosa máquina, pero nunca, en cambio, noticias de Calatee anunciándole que estaba cerca de descubrir el misterio.
Knaus le había enviado dos cartas a la oficina de correos, y ella le había asegurado en sus respuestas que estaba en el buen camino, que era solo una cuestión de tiempo.
Entretanto, debía de estar ya de tres meses, y no podría ocultar eternamente bajo sus ropas de trabajo el vientre que crecía. Cuando llegara el momento, su misión debía estar cumplida, ya que quería retirarse con la paga de Knaus a la provincia, lejos de la corte vienesa, para traer a su hijo al mundo. Allí acababan sus planes. No sabía qué haría después con su hijo y consigo misma, todavía no había encontrado ninguna solución, pero cuando en algún momento tranquilo pensaba en ello, se le hacía un nudo en la garganta.
Mientras Elise preparaba una nueva táctica, la baronesa Ibolya Jesenák, la ex amante del caballero Von Kempelen, murió, después de una presentación del turco ajedrecista en el palacio Grassalkovich, a consecuencia de una caída desde un balcón.
Las cosas se pusieron en movimiento sin que Elise interviniera para nada.
Para la mayoría de los ciudadanos de Presburgo, la muerte de la viuda Jesenák fue un escándalo, pero no constituyó ningún enigma: Ibolya Jesenák había tenido siempre un carácter depresivo y tendía a la melancolía más de lo que era habitual en su ya de por sí melancólico pueblo. El número de amigos de Ibolya era limitado: los hombres se dividían entre los que habían tenido una relación con ella y querían mantenerla en secreto a toda costa, y aquellos a los que había rechazado; ambos grupos evitaban el contacto con la baronesa. Las mujeres la habían temido como a una competidora y la habían castigado con el desprecio. Solo su hermano, el barón János Andrássy, había estado, al final, próximo a ella (las malas lenguas murmuraban incluso que los dos hermanos se querían con un amor no solo fraternal; un rumor, por otra parte, tan falso como peligroso si se pensaba en la afición a los duelos del teniente de húsares).
Estaba claro, en todo caso, que, desde la muerte de su marido, la ciudad solo había visto a Ibolya Jesenák de buen humor cuando bebía. Y eso hizo también la noche de su muerte. Su despedida era la copa de champán vacía sobre la baranda.
Esa noche se le había hecho insoportable la miseria de su solitaria vida y, empujada por el alcohol, se había quitado la vida.
La otra teoría tenía pocos defensores, aunque su escaso número quedaba compensado por la obstinación con que la apoyaban: según ellos, el turco ajedrecista había lanzado a la baronesa por el balcón. Este grupo no se detenía en la indudablemente difícil explicación de los hechos —al fin y al cabo, el autómata estaba clavado a su mesa y solo podía mover la cabeza, los ojos y un brazo—, y exponía los concluyentes motivos que existían para el asesinato: primo, el autómata era un turco y la baronesa era una húngara, y de todos es sabido que los turcos desean la muerte a todos los húngaros; secundo, Andrássy había arrancado al turco unas tablas, y casi lo había vencido, por lo que el autómata vengaba esta afrenta arrebatando a Andrássy lo que le era más querido: su hermana; tertio, y último, el asunto entre la viuda Jesenák y Wolfgang von Kempelen era un secreto a voces entre la nobleza de Presburgo; además, había testigos de la pelea que habían mantenido en la sala de los Ángeles apenas media hora antes de la muerte de Ibolya; ergo Kempelen había ordenado a su criatura que quitara de en medio a la amante rechazada, que se había convertido en una carga para él.
Otro factor que hablaba en favor de la autoría del turco era la llegada desde Marienthal de la noticia de que el antiguo maestro que unas semanas atrás había hecho tablas contra el autómata había muerto también (cierto que no violentamente, sino de viruela, pero al parecer ese era un detalle irrelevante). En todo caso, a partir de ahí algunos concluyeron que el turco castigaba, con su muerte o con la de un ser querido, a cualquier contrincante que se atreviera a oponerle resistencia. Se habló del «maleficio del turco», y algunos que habían maldecido después de ser derrotados por la máquina de ajedrez, se felicitaban ahora por su falta de talento, que les había salvado del maleficio asesino del turco. Un viticultor de Ratzersdorf que en abril había jugado contra el turco manifestó ahora que aquel día, durante la partida, oyó en su cabeza la voz del androide. El turco, según dijo, lo amenazó con castigar a sus hijos y a sus nietos con el cólera y agostar sus viñas si lo derrotaba.
Pero estos visionarios eran una minoría. Eran los mismos que en otras ocasiones juraban haber visto a la Virgen Negra de la torre de San Miguel o a la Blanca Dama Lucía o a los espíritus de los doce consejeros asesinados; gente que tomaba a Federico II por una encarnación del Maligno, a Catalina II por una caníbal con preferencia por los recién nacidos y a los judíos por los causantes de la peste.
Después de que Karl Gottlieb von Windisch hubiera recibido numerosas cartas que le pedían que hiciera referencia en su periódico al maleficio del turco, el editor insertó un duro editorial en el Pressburger Zeitung, en el que recomendaba a los majaderos que «cerraran la boca y ahorraran tinta, o bien salieran de inmediato de la ciudad», pues la superstición de algunos ciudadanos simples avergonzaba a todo Presburgo.
Por primera vez apareció la palabra «brujería» en relación con Wolfgang von Kempelen y su máquina, y la Iglesia se puso alerta. Bajo la presidencia del cardenal primado Batthyány, los teólogos de la ciudad discutieron qué actitud debía adoptar la Iglesia ante la máquina del caballero Von Kempelen y si no sería más adecuado pedirle que pusiera fin a las demostraciones del turco.
Estas conversaciones constituyeron una razón de peso para que Wolfgang von Kempelen recibiera el total apoyo de sus hermanos de la logia Zur Reinheit, y en primer lugar del secretario secreto de la logia, el propio Windisch, que en una conversación dio a su amigo el título de «Prometeo de Presburgo». Según dijo, Kempelen debía seguir exhibiendo su máquina de ajedrez, con mayor motivo ahora, cuando las reacciones ante el suicidio de la baronesa habían mostrado que la antorcha de la Ilustración que iluminaba su época no había podido encender aún la paja húmeda de las cabezas de algunos de sus conciudadanos. Dejar que esa maravillosa obra de la técnica acumulara polvo en una sala sería como si Colón hubiera dado la vuelta a medio camino, como si Leonardo da Vinci se hubiera limitado a pintar cuadros hasta el fin de su vida, como si Klopstock hubiera seguido ejerciendo de maestro.
Tras la sesión de la logia, Nepomuk von Kempelen interpeló a su hermano:
—He oído decir que en la fiesta de Grassalkovich te ausentaste un rato.
Perdóname —dijo—, pero tengo que saber si tuviste algo que ver con la muerte de Ibolya. Tú o tu enano.
Kempelen no contestó enseguida, de modo que Nepomuk se disculpó de nuevo.
—Lamento tener que preguntártelo.
—No —dijo Kempelen—. La respuesta es no. No sé cómo murió Ibolya, y tampoco Tibor se enteró de nada. Él estaba en la mesa, y además, tapado con un paño. No podía oír nada. Comprendo que me lo preguntes. Yo en tu lugar tal vez hubiera hecho lo mismo.
Nepomuk asintió con la cabeza.
—Pobre mujer. Tal vez nos divertimos demasiado a su costa a veces.
—No hicimos nada que pudiera impulsarla a la muerte, Nepomuk. Como mucho, hubiéramos podido hacer algo para evitar que tomara esa decisión.
—Paz a su alma. Que su cielo esté lleno de hermosos ángeles, fuentes de las que mane champán y un guardarropa comparable al de Versalles.
Kempelen sonrió.
—¿Por qué no estaba el duque Alberto en la sesión de hoy? ¿Tiene algo que ver conmigo?
—No me extrañaría. Ten en cuenta que ahora se encuentra entre ti, o la logia, y Batthyány, en caso de que los curas quieran hacer algo contra tu persona. Tiene que actuar con mucho tacto.
—¿Se pondrá de parte de Batthyány?
—No lo creo. Tú sigues siendo uno de los favoritos de su madre, él es un hombre razonable, y yo soy un estrecho colaborador suyo… y naturalmente hablaré en tu favor.
Kempelen apretó, agradecido, el brazo de su hermano.
—¿Podemos confiar en el enano? —preguntó Nepomuk.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque no puedo soportarlo. No puedo dejar de pensar que algún día ese pequeño y astuto engendro del demonio se quitará la máscara y se convertirá en un peligro para ti. Quien ha llevado la vida de un enano y ha tenido que soportar del mundo tantas maldades, forzosamente tiene que volverse un malvado. Por otra parte, lo mismo vale para tu judío, si lo pienso bien. Realmente has formado un insólito equipo de marginados. Pero al menos el judío es transparente.
—Jakob no tiene ningún motivo para atacarme por la espalda. Y Tibor me es más fiel que nunca. Hasta mi mujer podría ser más peligrosa, a veces, que él —aseguró Kempelen—. Y por lo que más quieras, deja de llamar siempre «judío» a Jakob; tiene un nombre.
Al día siguiente, la mano con la que Tibor había tocado el muslo de la baronesa seguía oliendo a su perfume. El enano se enjabonó y restregó la mano hasta despellejársela para eliminar aquel olor que le recordaba a la mujer que había matado. Pero incluso después de hacerlo, siguió sintiendo en la nariz el dulce aroma a manzana. Igual que lady Macbeth imaginaba que no podía limpiarse de su mano la sangre del rey asesinado, Tibor no podía expulsar el fantasma de aquella fragancia.
Durmió poco las noches siguientes, y cuando lo hacía, tenía sueños febriles en los que la cabeza de la baronesa aparecía destrozada ante él, con su hermoso rostro convertido en una masa de sangre, huesos y sesos; por más que Kempelen le hubiera asegurado que había muerto rápidamente, sin dolor y sin sangre, y que las heridas más aparatosas se las había producido después, con la caída desde la ventana. Ahora cobraba realidad lo que Jakob le había contado sobre la campana de la torre del ayuntamiento, cuyo tañido hacía estremecer hasta lo más hondo a aquellos que no tenían la conciencia tranquila. Cada hora la campana le recordaba su acto, y su repique parecía gritarle cada vez: «Eres culpable, culpable».
Sin duda, como con la muerte del veneciano, también esta había sido un accidente, pero en el caso del veneciano Tibor solo había querido recuperar algo que le pertenecía, mientras que en el de la baronesa era su lujuria lo que había provocado la catástrofe. Si se hubiera dominado y hubiera dejado la mano en el interior de la mesa —tal vez sobre su propio cuerpo, aunque fuera pecado, igual que lo había hecho la baronesa—, al día siguiente hubiera podido relatar el incidente a Jakob entre carcajadas.
Y no solo era eso: además de haber matado a una mujer, Tibor había decepcionado también a Wolfgang von Kempelen, el hombre que lo había sacado de la cárcel, el hombre que le pagaba, le alimentaba, le daba alojamiento, que incluso había colocado a un amigo a su lado, el hombre que, en el vientre de su maravilloso invento, le había abierto un mundo que de otra forma habría permanecido oculto para él. Aquel hombre, con su decidida actuación, le había salvado al escenificar la muerte de la baronesa como un suicidio. Tibor pagaría en el más allá por el homicidio de la baronesa Jesenák, pero, por la falta que había cometido contra su benefactor, estaba dispuesto a pagar en este mundo: cinco días después del incidente del palacio Grassalkovich, Tibor ofreció a Kempelen abandonar su servicio, renunciar a todo su salario y dejar la casa tal como había llegado de Venecia —sin nada encima excepto sus ropas y con un ajedrez de viaje como única pertenencia—, para huir del imperio o entregarse a las autoridades, según Kempelen deseara.
—No deseo nada parecido —dijo Kempelen.
Estaban sentados en su despacho el uno frente al otro, y entre ambos se encontraba la máquina parlante, en la que Kempelen había podido trabajar cada vez menos las últimas semanas.
—Te quedarás en Presburgo, a mi servicio y a sueldo mío, y seguirás siendo el cerebro de mi máquina de ajedrez. Tibor sacudió la cabeza. Sentía frío.
—No —dijo.
—¿Qué significa «no»? Yo digo que sí.
—¿Por qué sois tan bueno conmigo? No lo he merecido.
—No soy bueno contigo; antes que nada soy bueno conmigo mismo —respondió Kempelen—. Piénsalo bien: si ahora te vas, no podré seguir exhibiendo la máquina de ajedrez. Entonces volverán a surgir voces que se preguntarán qué ocurrió realmente aquella noche en el palacio. Y si ya no puedo presentar al autómata, se olerán una intriga. La gente recordará que en el momento de los hechos yo no estaba en la sala. Y si tú ya no estás aquí, no tendré ningún testigo que pueda confirmar que Ibolya ya estaba muerta cuando la lancé por el balcón. Me acusarán de asesinato.
Ibolya era baronesa, y su esposo fue en otro tiempo un influyente hombre de Estado… serían implacables. Y para entonces ya nadie me creerá cuando diga que un enano fue el responsable de todo.
—Me entregaré. Recibiré el castigo que me corresponde.
—Y de este modo revelarás que el autómata era solo un truco de prestidigitador.
Y la familia Von Kempelen deberá dejar para siempre Presburgo y el imperio de los Habsburgo.
Tibor se hundió aún más profundamente en su silla.
—Tenemos que seguir exhibiendo al turco como si no hubiera ocurrido nada —dijo Kempelen—. Ibolya se suicidó porque no era feliz en este mundo, y el hecho de que en aquel momento el autómata se encontrara en la misma habitación fue pura casualidad. Los ilusos que pretenden que el turco es el responsable del suceso pronto dejarán de molestar.
—Mi salario…
—Lo conservarás. No me aprovecharé de tu situación para obtener dinero.
Kempelen miró a Tibor. El enano había empezado a llorar. Kempelen suspiró, se levantó y rodeó la mesa para ponerse a su lado.
—Fue un accidente, Tibor. Un accidente provocado por tu conducta desatinada.
Pero no eres un asesino, Tibor. Eres una buena persona, débil tal vez, pero todos somos débiles. Y aunque mi relación con Dios sea un poco… distante, estoy seguro de que Él te perdonará.
Tibor se avergonzó de sus lágrimas, pero había muchas cosas de las que se avergonzaba todavía más. Kempelen superó una barrera interior, se arrodilló y abrazó al enano. Tibor se aferró a él con fuerza.
—Vamos, vamos —dijo Kempelen; luego se apartó de Tibor, le tendió su pañuelo y apartó la mirada—. ¿Puedo hacer algo más por ti? —preguntó.
—Quisiera confesarme.
—No. Lo siento. Pero eso es imposible. Ahora aún más que antes.
—Tengo que confesarme.
—Ni hablar. En interés de ambos —dijo Kempelen, sacudiendo la cabeza—. Precisamente la Iglesia… solo están esperando una oportunidad para destruirme.
—Signore, es tan importante… No puedo dormir, no puedo comer… necesito redimirme de mi pecado, o me consumiré. —Kempelen calló—. No puedo jugar.
Scusa, pero no puedo entrar de nuevo en esa máquina antes de haber confesado lo que hice.
Kempelen hizo una mueca.
—Por lo que veo, no me dejas elección. Bien, veré qué puedo hacer. Te conseguiremos un sacerdote.
Kempelen acompañó a Tibor fuera de la habitación. En el taller, Jakob, que estaba ocupado remendando el desgarrado caftán del turco, les dirigió una sonrisa forzada.
—¿Se han solucionado todos los problemas? —preguntó.
—Problemas, me gustaría añadir —replicó Kempelen con súbita dureza—, que no tendríamos si tú hubieras hecho tu trabajo tal como habíamos convenido. Si no hubieras abandonado irresponsablemente al autómata para disfrutar de la compañía de las jóvenes baronesas, Ibolya Jesenák aún viviría… Tibor estaría libre de culpa y todos nosotros estaríamos libres de problemas.
Jakob abrió la boca, volvió a cerrarla y luego dijo:
—Judit Grassalkovich casi me obligó a hacerlo.
—Te acompañamos en el sentimiento.
—¡Me aseguró que las puertas estarían cerradas y vigiladas! —insistió Jakob, que parecía un escolar al que riñen por una travesura.
—Me da igual. Te indiqué que te quedaras con el autómata. Desobedeciste por motivos frívolos. Dejaste a Tibor en la estacada, Jakob. Esta no es la conducta que se espera de un colega, y mucho menos de un amigo.
Jakob buscó una réplica sin éxito.
—De verdad que lo siento —dijo finalmente.
Sin decir palabra, Kempelen volvió a su despacho y cerró la puerta suavemente.
Jakob se volvió hacia Tibor, de nuevo sonriendo.
—Madre mía. El viejo hechicero imparte lecciones —susurró—. Pásame las tijeras.
Tibor miró un momento a Jakob a los ojos y no se movió. Luego fue también a su habitación y dejó al ayudante con la única compañía de la máquina. Kempelen dio a Jakob un permiso para los tres días siguientes.
A la mañana siguiente, Kempelen llevó a la casa a un monje vestido con una cogulla marrón grisácea atada con un cordón blanco. Desde la ventana, Tibor vio cómo los dos se acercaban por la Donaugasse. No pudo distinguir el rostro del hermano, porque llevaba la capucha caída sobre la frente. Kempelen pidió a Tibor que se sentara en la cama de su habitación y luego colocó un biombo ante él; por un lado, para crear unas condiciones parecidas a las de un confesionario, pero sobre todo para que el sacerdote no pudiera ver a Tibor. Al parecer, la confianza de Kempelen en el secreto de confesión era tan débil como la de Jakob. El caballero introdujo al sacerdote y lo presentó como un monje del convento de los franciscanos, junto al mercado del pan. No mencionó su nombre. Luego dejó solos a los dos hombres.
Durante mucho rato, Tibor no dijo nada. Temblaba de arriba abajo y estaba helado.
—Debes saber que, sin que importe lo que hayas hecho, Dios perdona a todos los pecadores siempre que muestren arrepentimiento —le dijo el monje.
No hubiera podido encontrar palabras mejores. Al instante Tibor se tranquilizó, y el temblor desapareció, igual que el frío que sentía en sus miembros.
—Perdóname, padre, humildemente confieso que he pecado —empezó—. Desde mi última confesión ha pasado un mes y una semana.
—Dime qué mandamientos de Dios has infringido.
Y Tibor contó cómo había matado. Si el monje estaba impresionado por lo que Tibor le confiaba lo disimuló admirablemente. Cuando Tibor terminó, el sacerdote le dijo que aquel no era un pecado que se pudiera expiar con unas pocas oraciones.
Ordenó a Tibor que mantuviera un diálogo diario con Dios y con la Madre de Dios, combatiera todos los deseos carnales y confiara en el apoyo de aquellos que le eran próximos.
Luego el hermano se fue, y Tibor respiró. De las tres confesiones que había realizado en Presburgo, aquella, aunque había sido la más difícil, había sido también la más apaciguadora. La elección del franciscano confirmaba una vez más que podía confiar en las decisiones de Wolfgang von Kempelen.
Cuando oyó a los dos hombres en la escalera, fue al taller y miró por la ventana para ver cómo abandonaban la casa. Por lo visto, Kempelen quería acompañar al hermano hasta el convento. Ninguno de los dos hablaba. Tibor iba a apartarse de la ventana cuando Elise salió a la calle, miró alrededor y siguió a los hombres en dirección a la Puerta de San Lorenzo, mientras se cubría precipitadamente con un chal. Tibor frunció el ceño. ¿Habían olvidado Kempelen o el monje alguna cosa y ella quería llevársela? Tibor la siguió con la mirada hasta que la perdió de vista.
El acompañante de Kempelen se echó atrás la capucha cuando giraron por la Hutterergasse, después de haber cruzado la puerta de la ciudad. Era un hombre de tez pálida, barbilampiño, con las mejillas y la nariz cubiertas de pecas, que hacían que pareciera más joven de lo que realmente era. Sus cabellos eran pelirrojos.
Aunque era algo más alto que Kempelen, no se apreciaba la diferencia porque, al andar, inclinaba la cabeza hacia delante.
—No —dijo Kempelen. Su acompañante lo miró, y el caballero explicó—: Nadie debe ver que te has disfrazado de monje.
—Hace un calor endemoniado bajo esta cogulla. Necesito beber algo urgentemente —comentó el pelirrojo, pero atendió la indicación de Kempelen.
—Te obedecerá —dijo el falso monje un poco más tarde—. Y más después de mis exhortaciones. El sentimiento de culpa lo atormenta tanto que hará todo lo que le mandes.
Kempelen se limitó a asentir con la cabeza. No quería tener aquella conversación en plena calle.
—Lo has solucionado magníficamente. Hacerlo pasar por un suicidio cuando ella ya estaba muerta, y con medio Presburgo dos habitaciones más allá…
—Por favor —le pidió Kempelen, levantando la mano para conminarle a guardar silencio.
Su acompañante asintió.
—Solo quiero decir… que quizá vuelva a preguntar por mí. En ese caso solo hace falta que me avises. Te ayudaré con mucho gusto siempre que no esté de nuevo de viaje. La verdad es que debería empezar a pensar en hacerme monje.
—Gracias.
—Esa loca de Jesenák, que en paz descanse… ¡Mira que tontear con un autómata!
Yo no beso a mi máquina de calcular ni coqueteo con el telar de mi mujer. —Rió—. ¿Cuándo crees que podrás hablar con el maestro de la sociedad sobre mi admisión como aprendiz en la logia?
—En cuanto mi actual problema haya quedado olvidado. En cuanto puedan escuchar una nueva solicitud de mi parte sin pensar inmediatamente en la máquina de ajedrez. Me temo que aún tardará unos meses. Pero puedes confiar en ello.
—No hay prisa.
Giraron en la Schlossergasse y pasaron ante los comercios de los toneleros y los canteros, que, debido al buen tiempo, tenían sus establecimientos abiertos, de manera que se les podía ver mientras trabajaban. Los continuados golpes del acero sobre la piedra rebotaban en las paredes de las casas y se unían en un concierto arrítmico como el gotear de la lluvia en un alféizar. En uno de esos talleres, se dijo Kempelen, se estaría grabando en esos momentos en una piedra el nombre «Ibolya Jesenák».
—¿Les preocupará a los hermanos que haya comprado un título de nobleza y ahora ya no me llame Stegmüller, sino Von Rotenstein? —preguntó el pelirrojo.
—Como auténtico Georg Stegmüller lo hubieras tenido más fácil que como falso caballero Von Rotenstein, de eso no hay duda.
—Grassalkovich también era un simple funcionario, y hoy nadie cuestiona su nobleza. Aunque quizá a ti te resulte difícil comprenderlo. Tú naciste con el «von».
Los dos hombres habían llegado a la farmacia El Cangrejo Rojo, a la sombra de la torre de San Miguel, pero no entraron en el negocio por la entrada principal sino por detrás, a través de un estrecho pasaje entre las casas. En la trastienda, Stegmüller cambió su cogulla de monje por una bata de farmacéutico. Aunque no le apetecía y tenía cosas más importantes que hacer, Kempelen permitió que Stegmüller lo invitara a una copa de vino. El farmacéutico le dio luego un té curativo para la tos de su hija. Teréz había cumplido dos años hacía tres días, un aniversario que apenas habían celebrado debido a su enfermedad y a los últimos acontecimientos.
—¿Posees algún arma? —preguntó Kempelen de pronto cuando se despedían.
Stegmüller dudó un momento, y luego contestó:
—Un Suhler de pedernal para mis viajes. Puedo conseguirte algo mejor si lo deseas.
Kempelen sacudió la cabeza.
—Solo era una pregunta.
El caballero dejó al farmacéutico y volvió a la Donaugasse por un camino distinto al de la ida.
El día de la Ascensión, un día sin nubes, con un calor veraniego, la baronesa Ibolya Jesenák, nacida baronesa Andrássy, fue sepultada, en su trigésimo año de vida, en el cementerio de San Juan. A la ceremonia asistieron en gran parte los invitados a la fiesta de Grassalkovich, a los que se añadió cierto número de húsares del regimiento de Andrássy. Todos sus antiguos amantes estaban presentes, se murmuraba, y entre ellos también los hermanos Kempelen con sus esposas.
Wolfgang von Kempelen sudaba bajo sus ropas negras y mantenía la vista baja para no dar pie a que lo interpelaran. Se había visto obligado a asistir al entierro, pero no tenía ningún interés en convertirse en el centro de atención. Al caballero no se le escapaba que los asistentes al acto cuchicheaban sobre él y su autómata.
En la puerta del cementerio, sin embargo, cuando Kempelen ya se había sacudido la ceniza de las manos y se creía a salvo, sucedió: el cabo Dessewffy, un camarada de Andrássy, y su mujer preguntaron a Kempelen sobre la posibilidad de apuntarse a la siguiente presentación del turco ajedrecista, y enseguida los tres se vieron rodeados por otros interesados. Por más que Kempelen se esforzó en calmar el entusiasmo, pronto empezaron a oírse las primeras bromas sobre el autómata. János Andrássy se acercó al grupo y solicitó hablar un momento con Wolfgang von Kempelen.
Enseguida las voces bajaron de tono.
Kempelen y Andrássy caminaron unos pasos hasta que Kempelen finalmente habló.
—Barón, quisiera manifestaros de nuevo mi más sentido pésame. Ya sabéis que, desde nuestro primer encuentro, un fuerte vínculo me unió a vuestra hermana. De modo que si puedo hacer algo por vos…
Andrássy sonrió y negó con la cabeza, como si quisiera indicarle que no era necesario mencionarlo.
—Respondedme solo a una pregunta —dijo—; es todo lo que deseo.
—Adelante, por favor.
—¿Dónde estabais cuando mi hermana cayó del balcón?
—Refrescándome.
—¿Todo el rato? Estuvisteis mucho tiempo fuera.
—La noche era muy calurosa, supongo que lo recordaréis.
Andrássy asintió.
—¿Visteis a mi hermana durante ese tiempo?
—No. Ella estaba en la sala de conferencias, y yo, en cambio, en los lavabos.
—Sus ropas estaban desarregladas, el carmín y el maquillaje, corridos. Y tenía la peluca mal colocada, como si alguien se la hubiera arrancado antes.
—Por lo más sagrado os digo, barón, que yo no fui responsable de nada.
Andrássy posó la mano en el brazo de Kempelen para tranquilizarle.
—No. No me interpretéis mal. No sospecho de vos.
—¿De quién, pues?
—De vuestro turco.
Kempelen se quedó perplejo.
—Barón… Supongo que no prestaréis oídos a las historias de esos locos que creen que el autómata mató a vuestra hermana.
—Uno de los lacayos afirma que encontró carmín sobre la boca del turco. Y, como ya he dicho, las ropas de mi hermana estaban desarregladas.
—¿Y qué concluís?
—Que mi hermana no se suicidó. Que fue forzada impúdicamente por vuestra máquina y luego empujada por ella a la muerte.
Kempelen iba a replicar rápidamente, pero se frenó enseguida y dijo:
—Con todos mis respetos, esto es absurdo. Es una máquina, como bien habéis dicho. Las máquinas son incapaces de… vejar a las personas o asesinarlas.
—¿Igual que son incapaces de jugar al ajedrez?
Andrássy había levantado una ceja y volvía a sonreír levemente, como lo había hecho frente al turco ajedrecista.
Kempelen necesitó un momento para encontrar una réplica.
—Está bien, barón. Vos opináis que mi autómata hizo esto a vuestra hermana. Por mi parte, solo puedo volver a aseguraros que eso es totalmente imposible. ¿Cómo podemos poner fin a este desagradable desacuerdo?
—Conforme a la Escritura —respondió Andrássy—, al modo del soldado. Os pido que destruyáis al turco.
—Comprendo. —Kempelen inspiró hondo y luego soltó el aire—. Lo lamento, pero no puedo hacer eso, y no lo haré. La máquina de ajedrez se ha convertido en la esencia de mi vida, y arrebatármela sería como si os arrebataran a vos el caballo y el sable. Por no hablar de las quejas que resonarían en todo el imperio.
—Sin embargo, deberéis hacerlo, o lo conseguiré de otra forma.
La sonrisa de Andrássy había desaparecido.
—¿Y cómo pensáis hacerlo? ¿Queréis entrar en mi vivienda con un hacha y hacer astillas la máquina?
—Lo haría gustosamente, pero tengo otros medios. Por ejemplo, volveré a preguntar si realmente estuvisteis todo el rato refrescándoos. Y cuál fue el contenido de vuestra conversación con mi hermana, que sin duda siguieron también algunos de los invitados. Porque no se os habrá escapado que al frívolo amor de Ibolya se asoció también, en los últimos años, cierta amargura en relación a vos. Teníais motivos para desear su muerte: manteníais una relación con mi hermana que amenazaba con provocaros disgustos en el futuro.
—Medio Presburgo mantenía una relación con vuestra hermana. Si es solo eso…
Sin previo aviso, Andrássy le propinó una bofetada; el golpe fue tan violento que Kempelen cayó al suelo. Aún no había tenido tiempo de darse cuenta de lo que había ocurrido, cuando el barón se arrancó el gorro de piel de la cabeza, desenvainó su sable y apuntó con él a Kempelen.
—Os mataré por esto, canalla. Aunque seáis el juguete favorito de la emperatriz, pagaréis por estas palabras dichas ante la tumba de mi hermana. ¡En pie!
Pero Wolfgang von Kempelen permaneció en el suelo. Andrássy no haría nada a un hombre en situación de inferioridad. De su labio partido, salía sangre. Algunos hombres habían visto el incidente y se acercaban apresuradamente. Kempelen oyó a una mujer que gritaba, pero no hubiera sabido decir si era la suya. Qué curioso, pensó, no hacía ni una semana Ibolya le había golpeado en la misma mejilla.
—¡En pie! —gritó de nuevo Andrássy, pero ahora ya estaba rodeado también por sus húsares, mientras Nepomuk y otro hombre corrían al lado de Kempelen.
Nepomuk quiso ayudar a su hermano a incorporarse, pero Kempelen permaneció tendido hasta que los húsares consiguieron que su teniente volviera a entrar en razón y Andrássy guardara el sable en la vaina con la misma fuerza que le hubiera gustado utilizar para clavarlo en el cuerpo de Kempelen.
Kempelen se levantó. Sentía las piernas extrañamente débiles, pero Nepomuk lo ayudó a sostenerse erguido. Entonces Andrássy, deshaciéndose de las manos que querían retenerle, volvió a acercarse. El barón se detuvo ante él, respirando muy deprisa por la nariz y con los ojos entrecerrados; se quitó el guante de la mano derecha sin apartar la mirada de Kempelen. Luego le golpeó en la cara con él y lo lanzó a sus pies. Había sangre en la tela blanca.
—Podéis elegir, caballero Von Kempelen: destruid al turco o cruzad vuestra espada conmigo.
A continuación Andrássy se abrió paso de nuevo hasta sus húsares, que lo rodearon, y se marchó directamente hacia su carruaje sin volver a recoger su gorro ni intercambiar una palabra con nadie.
Jakob cogió el guante ensangrentado, lo giró en la mano y se lo tendió a Tibor, meneando la cabeza.
—«Destruid al turco o cruzad vuestra espada conmigo» —citó Kempelen—. Qué reliquia. Seguramente en su tiempo libre aún caza dragones o busca el Santo Grial.
—¿Un duelo? —preguntó Jakob—. Os… derrotará.
—Ya puedes decirlo: me matará. Claro que lo haría, sin que importe el arma que yo elija. Pelea desde que era un niño. Pero no me enfrentaré con él. —Los otros dos le dirigieron una mirada interrogativa—. Se tranquilizará. O sus numerosos ayudantes lo calmarán. Confío en que pronto recapacite. La sangre que hay en este guante será la única que se derrame en este asunto.
—Lo lamento, signore —dijo Tibor.
—Lo sé. No hace falta que lo repitas continuamente.
—¿Alargamos el descanso del turco? —preguntó Jakob.
—No. Ya hemos cumplido con el respeto debido a los muertos. Después de Pentecostés volveremos a jugar. Precisamente ahora la gente se acumulará ante la puerta, intrigada por «el maleficio del turco». Las madres dirán a sus hijos que el turco se los llevará si no se portan bien. —Kempelen se volvió sonriendo hacia Jakob—. Hablando de maleficios, los supersticiosos ya no solo temen al turco, sino también, desde hace poco, a un golem que, según dicen, hace de las suyas por las calles de la ciudad. Me lo han contado en la Cámara de la Corte. Aunque parece que, a diferencia del original de Praga, este golem de Presburgo solo es la mitad de alto y lleva sobre su cuerpo de barro una elegante levita. Dicen que estuvo a punto de matar a dos menestrales en Weidritz, pero la gendarmería llegó a tiempo. El gendarme que lo siguió explicó que, durante la persecución, el golem se encogió y en un momento dado se disolvió en la tierra. Si se presenta la ocasión, pregúntale a vuestro rabino si tiene algo que ver en este asunto.
Tibor calló, pero, cuando Kempelen se fue, preguntó:
—¿Qué es un golem?
—Una vez, el poderoso rabino Lów creó, en Praga, un hombre de barro, igual que Dios creó una vez al ser humano de barro, y le insufló vida con fórmulas de la cabala. El golem debía proteger a los habitantes de la ciudad judía de las persecuciones de los cristianos. Por entonces era corriente arrastrar cadáveres en secreto hasta la ciudad judía para acusar de asesinato a sus habitantes, por eso el golem debía patrullar las calles por la noche. El golem es mudo y pobre de espíritu, pero entiende y ejecuta todas las órdenes que se le dan. En su frente lleva escrita la palabra aemaeth, que significa «verdad», pero cuando el maestro borra las primeras letras de la frente, queda la palabra maeth, que significa «muerte»; entonces el golem se descompone y vuelve a la tierra. Pero los golem no solo son útiles: lo peligroso en ellos es su fuerza incontenible y que, a través de la tierra que pasa del suelo a su cuerpo, crecen día a día. En una ocasión, un golem creció tanto que el rabino ya no podía alcanzar su frente para borrar las letras y destruirlo. De modo que se le ocurrió una treta: pidió al golem que le quitara las botas, y cuando el coloso se agachó, el rabino borró las letras de su frente. Pero el montón de barro era tan grande que cayó sobre el rabino y lo aplastó con su peso. ¿Qué lección podemos sacar de esto?
Tibor se encogió de hombros.
—No juegues con fantasmas, porque algún día te convertirás en su víctima —sentenció Jakob—. Así se dice, al menos, en la cábala.
Tibor recordó la noche en la colonia de pescadores. Le divertía que su caída en un charco fangoso le hubiera dado la fama de ser una figura mítica judía.
Los clérigos de Presburgo se pusieron de acuerdo en instar a Kempelen a que inmovilizara a su turco ajedrecista, ya que era una muestra de arrogancia frente a la creación divina, de modo que el Prometeo presburgués fue llamado a presencia del Zeus de la ciudad, el conde Joseph von Batthyány, cardenal primado de Hungría y arzobispo de Gran.
Prometeo asciende, pues, al Olimpo, es recibido afablemente por Zeus, y los dos interlocutores calibran a su oponente mientras intercambian cortesías y charlan sobre nimiedades. Zeus tiene intención de impresionar con su título y su pompa y expresar un juicio en apariencia suave, pero al mismo tiempo inexorable, manifestado en un tono que no admita réplica. Prometeo, al contrario, se propone halagar al poderoso con una humildad fingida, pero oponerse al mismo tiempo a toda costa a su voluntad y, con palabras lógicas y si es necesario sofísticas, defenderse de los caducos argumentos de la religión.
—¿No tenéis suficiente con el hombre auténtico para tener que crear hombres artificiales? —inicia Zeus el combate con una sonrisa.
—Mi turco es solo una máquina como cualquier otra, que sirve a los hombres y que, como todas las máquinas, pretende evitarles trabajo y facilitarles la vida —replica Prometeo.
—¿Evitarles trabajo? ¿A qué trabajo os referís? ¿Al trabajo del ajedrez? —Un golpe de Zeus que no yerra el objetivo—. Vuestra máquina no tiene razón de ser, ni es tampoco grata a Dios.
—¿Qué hace que una máquina plazca a Dios más que otra? ¿Es un telar una máquina mejor solo porque produce algo? ¿O acaso os molesta la forma de mi máquina: que sea un turco, un infiel? ¿Rechazaríais igualmente por eso a un telar si se presentara bajo la forma de un musulmán tejiendo alfombras? No tengo inconveniente en cambiar el rostro de mi autómata y llevarlo a bautizar si así lo deseáis, aunque temo que pueda oxidarse.
Zeus se permite una leve sonrisa divertida ante la imagen, pero sacude la cabeza:
—No me molesta la forma, sino la función de vuestra máquina: el pensamiento. El pensamiento es la cualidad que Dios, en su gran creación, ha reservado solo al hombre. El pensamiento, el alma pensante, es lo único que nos diferencia de los animales. Un hombre máquina que puede pensar, más aún, que supera al hombre en el pensamiento, en su más genuina capacidad, no debe existir. De este modo os colocáis por encima de Dios y de su obra.
—De ningún modo —dice Prometeo, e inclina un poco la cabeza para expresar su humildad—. Soy un hombre mortal como cualquier otro.
—Precisamente por ello vuestra máquina inteligente no debe existir.
—¡Pero existe, y ese hecho no significa que la creación de Dios sea incompleta, sino que, al contrario, contribuye a honrarla aún más!
Zeus se inclina hacia atrás y se lleva la mano a la barbilla.
—Tendréis que explicarme eso.
—Yo soy un hombre, creado por Dios, y con los talentos que Dios me ha dado pude construir una máquina pensante. El hombre piensa, pero Dios dirige: yo soy solo una de sus herramientas.
—Un callejón sin salida —replica Zeus—. Con vuestra tortuosa lógica que afirma que Dios dirige al hombre, en último término remitís a Dios cualquier acto de los hombres, por impío que sea; también, pues, la mentira, el robo y el asesinato. Pero la responsabilidad por vuestras obras reside en vos, no en Dios. —Prometeo quiere alegar algo, pero Zeus lo conmina a callar con un gesto—. ¿Y queréis hacerme cambiar de opinión, precisamente a mí, con argumentos teológicos; justamente vos, que tenéis tan poco que ver con la Iglesia como vuestra criatura? ¿Cuándo asististeis por última vez a la Santa Misa? ¿De cuándo data vuestra última confesión? ¿Cuándo mantuvisteis por última vez un diálogo con aquel cuyos argumentos pretendéis presentar aquí? Tened al menos la franqueza de manteneros fiel a vuestro ateísmo y a vuestros ideales francmasones, a lo que vos llamáis ilustración y yo llamo y llamaré siempre confusión.
Y Zeus coge pesadas cadenas, argollas de hierro y un martillo, sujeta a Prometeo y lo ata a las rocas con unos pocos golpes poderosos.
—También vos tenéis limitaciones, caballero Von Kempelen —dice Zeus, y llama a un águila para que le devore el hígado con el pico—. Vuestra máquina humana es agua para los molinos de los filósofos heréticos como Descartes, que quieren hacer creer al mundo que las máquinas son mejores que los hombres, y que el hombre es solo una máquina imperfecta que cree que posee un alma. ¿Os habéis preguntado alguna vez qué hay, en último término, tras todas estas teorías materialistas?
Inseguridad y caos, asesinato y homicidio.
Prometeo tira de sus cadenas, pero parece imposible que pueda escapar solo con sus propias fuerzas.
—Incluso Descartes pensaba que los hombres tienen un alma dada por Dios.
—Porque temía a la Iglesia. Era solo un reconocimiento de puertas afuera propio de un cobarde. En realidad era un hombre de vuestra casta. Se dice que incluso poseía un autómata que era una reproducción de su hija, prematuramente muerta.
Cuando se embarcó para Suecia, Dios hizo que el mar se agitara, y los piadosos marineros hicieron bien en lanzar por la borda al autómata, como en otro tiempo a Jonás, para apaciguar el mar y enterrar en él esa obra de magia negra. ¡Una reproducción de su hija muerta! ¡Qué herejía! Solo Uno posee el poder de resucitar a los muertos.
Durante un breve momento el sol titila, y cuando Prometeo mira a lo alto, ve que el águila que debe castigarlo traza círculos en el aire, negra contra el cielo azul.
—No olvidéis que también vuestro gran sabio Alberto Magno poseía un autómata —objeta Prometeo.
—Autómata que Tomás de Aquino destruyó, con toda razón, de un furioso puntapié —rechaza la objeción Zeus—. Esto demuestra que en ocasiones los pecados se castigan ya en la tierra. De La Mettrie, ese materialista funesto, que quería ser a toda costa más provocador que Descartes y que proclamó a gritos por todo el mundo que el hombre era una máquina, se ahogó prematuramente con una empanada trufada. No podría imaginar un mejor final para un materialista. Que Dios tenga piedad de su alma inmortal y perdone mi sarcasmo.
A Prometeo se le acaba el tiempo. Ningún Heracles lo salvará. El águila chilla y Zeus ya se aleja.
—¡No soy el primer hombre que ha construido autómatas, y seguro que no seré el último! —grita Prometeo—. No importa qué me ordenéis, porque no podréis detener el progreso, como no habéis podido detener a los luteranos o el conocimiento sobre el lugar de la Tierra en el universo, o incluso a los materialistas, cuya doctrina, por otra parte, nada significa para mí. No podréis, igual que en otro tiempo no pudieron detener a Cristo.
—Aunque fuera tal como decís, me daría por satisfecho con haber luchado esforzadamente y haber ganado al menos esta batalla. Y por favor, no seáis impertinentes y dejad de compararos con el Salvador si no queréis enojarme seriamente.
El águila se dispone a caer en picado sobre el cuerpo de Prometeo, pero Zeus la contiene con un gesto y se acerca a Prometeo por última vez para hablarle en tono confidencial.
—Yo valoro a la gente inteligente como vos y no os deseo ningún mal. Deberíais estar agradecido por tenerme solo a mí como enemigo. En España, los constructores de autómatas como vos aún son perseguidos y llevados a la hoguera por la Santa Inquisición. Si el fuego del infierno no os asusta…
—España está muy lejos de Presburgo. Igual que la Edad Media, por otro lado.
¿Amenazaríais hoy, de nuevo, a Galileo con la hoguera?
Los músculos de Prometeo se tensan, los rasgos de su cara se deforman, su nuca tiembla. El sudor aparece en su frente. Las cadenas rechinan por la tensión. Zeus, que aún le debe una réplica, llama al águila.
—La Iglesia está lejos de encontrarse tan inerme como vos tal vez desearíais —dice Zeus a modo de despedida—. La emperatriz, y por ella me he convertido en el primer servidor de la Iglesia en este país, es una mujer piadosa.
—La emperatriz —replica Prometeo, de pronto sonriente— es mi principal protectora.
Entre una nube de polvo y piedras, las cadenas son arrancadas de la roca y Prometeo se libera antes de que el águila lo haya alcanzado. Ya se aleja saltando sobre las rocas. De los extremos de sus cadenas cuelgan todavía fragmentos de piedra, pero esa carga no entorpece en su huida de vuelta al mundo de los hombres y de los hombres máquina.
El duque Alberto de Sajonia-Teschen respondió, en una carta personal al cardenal primado, a la petición de Batthyány de prohibirla exhibición de la máquina de ajedrez de Wolfgang von Kempelen. El gobernante húngaro no compartía las prevenciones religiosas del obispo, decía en la carta, y aunque quisiera, no disponía de los medios legales para prohibir a Kempelen la exhibición de su máquina.
Además, esa máquina se había realizado por deseo expreso de la emperatriz. El duque Alberto concluía manifestando su esperanza de que esa embarazosa disputa entre ciencia e Iglesia quedara rápidamente zanjada.
Prometeo Kempelen mandó traer una botella de champán y, a falta de compañeros con quienes brindar, lo hizo con su criatura, por la victoria contra Zeus Batthyány, por el apoyo del duque Alberto y por su creciente fama. Y por la perspectiva, nunca antes imaginada, de que su obra no solo inspirara a los mecánicos y a los matemáticos, sino también a los filósofos.
Un día después de la brillante reanudación de las sesiones del turco ajedrecista, Katarina se despidió sin previo aviso de su puesto de cocinera y sirvienta. La mujer abandonó la casa de los Kempelen sin reclamar el sueldo que le adeudaban ni pedir un certificado de trabajo, y no permitió que Anna Maria intentara hacerla cambiar de opinión. Tras la marcha de la sirvienta, Kempelen llamó a Elise a su despacho para hablar con ella. Elise cogió una jarra de agua fresca, un bienvenido refresco para el caballero encerrado en la habitación recalentada por el sol de junio. Cuando la joven entró, Kempelen estaba trabajando en su máquina parlante. El caballero le pidió que se sentara, y después de beber un trago de agua, le preguntó si estaba contenta con su puesto y su salario o si tenía algún deseo que expresarle. Elise sacudió la cabeza sin decir nada.
—¿Y no sabes por qué Katarina ha dejado su trabajo? ¿Tal vez le daba miedo mi máquina?
—No lo creo. —Elise se rascó el borde de la cofia—. Hace mucho calor aquí dentro.
—Puedes quitarte la cofia, si quieres.
Elise dudó, pero finalmente se la quitó y con un gesto dejó caer sus cabellos sobre la espalda. Luego apoyó de nuevo las manos en el regazo.
—Hay una cosa —dijo—, pero no sé si tiene que ver también con Katarina.
—¿Y es…?
—Después de la última misa del domingo… uno de los sacristanes me pidió que me quedara, porque el sacerdote quería hablar conmigo. En la iglesia de San Salvador.
—Sí. Lo conozco.
—Fue muy amable. Pero dijo que en esta casa ocurrían cosas que no estaban de acuerdo con la fe… por la máquina y todo eso. Creo que me insinuó que no siguiera trabajando aquí. Y que él podría encontrarme un trabajo mejor. Tal vez le dijeran lo mismo a Katarina.
Kempelen fijó la vista en un punto situado por detrás de Elise y reflexionó.
—Seguro que lo han hecho —opinó—. ¿Y tú, por qué te has quedado?
—Porque no creo que en esta casa se ofenda a Dios. Y porque estoy a gusto aquí.
—Eso está bien. Elise, voy a aumentarte el sueldo.
—Es demasiado generoso, señor.
—Quiero recompensar tu fidelidad. Aunque tendrás que trabajar más hasta que encontremos a una sustituta para Katarina. Además, esa no habrá sido la primera molestia que habrás tenido que soportar. Tal vez convendría que en el futuro buscaras otra iglesia para tus misas.
Elise asintió con la cabeza.
—Son una cuadrilla de enemigos del progreso —se quejó Kempelen—, y solo espero que pronto se calmen. Pero también hay otras opiniones: mira, uno de nuestros invitados ha redactado un artículo sobre el autómata y sobre mí. Acaba de llegar de Londres.
Kempelen cogió un periódico abierto y se lo alargó por encima de la mesa.
—¿Esto es… inglés? —preguntó Elise después de echarle una ojeada.
—Naturalmente. Ah, perdona —Kempelen volvió a coger el periódico—. En cualquier caso, el redactor escribe solo cosas buenas sobre el turco. —Kempelen recorrió las líneas con la mirada—. Aquí: «Parece imposible alcanzar un conocimiento más elevado de la mecánica del que ha conseguido este gentleman… Ningún artista construyó jamás una máquina tan maravillosa». Y concluye así: «De hecho […] se puede esperar todo de sus conocimientos y capacidades, que refuerza […] aún más si cabe su inusitada […] no […] su rara modestia».
Kempelen inspiró profundamente y mantuvo la mirada fija en las líneas. Luego volvió la vista hacia Elise, que le sonreía con ojos brillantes, y se sorprendió de su propia arrogancia.
—En fin, esto no ha sido precisamente una prueba de modestia.
Los dos rieron juntos.
—Muy bien —dijo Kempelen—. Eso era todo.
Mientras Elise se levantaba, Kempelen colocó la publicación inglesa junto a la mesa. Cuando volvió a incorporarse, sintió un tirón en el cuello. Cerró los ojos y se llevó la mano a la nuca dolorida.
—Desde que estuve con Batthyány, tengo el cuello hecho polvo —explicó—. Me siento como si hubiera estado arrastrando piedras.
—¿Puedo…? —preguntó Elise—. Lo hago bien; me lo enseñó una monja muy amable en la escuela.
Antes de que Kempelen pudiera responder, Elise había rodeado la mesa y se había colocado tras él. La joven puso una mano sobre su nuca y empezó a presionar.
Kempelen permaneció tenso, hasta que se sumó la segunda mano.
—Dentro de unos minutos, el dolor habrá desaparecido —explicó ella en voz algo más baja.
Elise le dio masaje, pero al cabo de un momento pareció darse cuenta de que lo que hacía no era correcto: sus dedos se movieron más lentamente, y finalmente se pararon del todo y se separaron de su piel.
—Lo siento —dijo tímidamente—. Soy una atolondrada.
El caballero casi pudo oír cómo se sonrojaba.
—No, no. Sigue. Es agradable.
Tras darle permiso, Elise empezó de nuevo. Como a un hombre fatigado que lucha contra el sueño, a Kempelen se le cerraban los ojos mientras la presión de los dedos ablandaba agradablemente sus músculos doloridos, pero siempre volvía a abrir los párpados.
—¿Cómo está tu tía de Bystrica? —preguntó.
—Prievidza —corrigió Elise—. Bien, muchas gracias.
Finalmente, Kempelen cerró los ojos. El caballero percibió su perfume, en el que hasta entonces nunca se había fijado. Sus manos, a pesar del trabajo doméstico, seguían siendo suaves. Imaginó cómo se colocaba con una mano un mechón de pelo detrás de la oreja. Aparte de esto, no pensó en nada.
Y sobre todo no oyó que Anna Maria se acercaba al despacho. Cuando la vio, ya estaba inmóvil en el marco de la puerta, observando la escena que tenía ante sí con los ojos muy abiertos.
Elise retiró las manos demasiado tarde; se las llevó a la espalda como si quisiera ocultar a dos malhechores. Durante unos segundos la escena quedó congelada, en un silencio absoluto interrumpido solo por una avispa despistada que chocaba repetidamente contra el vidrio de la ventana.
—Puedes irte, Elise —dijo Kempelen.
Sin decir palabra, Elise cogió su cofia y abandonó la habitación bajo la severa mirada de Anna Maria.
—¿Quieres explicarme esto? —preguntó Anna Maria.
—¿Quieres cerrar la puerta antes, por favor?
Anna Maria atendió su petición, pero siguió de pie junto a la puerta, pálida, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Me dolía la nuca, como en los últimos días. Me ofreció hacerme un masaje.
Acepté agradecido. Ni más ni menos.
—Echarás a esta mujer a la calle.
—Tranquilízate. Solo me daba un masaje en la nuca.
—No es tu mujer.
—No. Y hasta ahora mi mujer no me lo ha propuesto nunca.
—La despediremos enseguida.
—No la despediremos porque nos quedaríamos sin criadas —replicó Kempelen—. Si quieres ponerte furiosa con alguien, que sea conmigo; ella es más inocente que un cordero, no tiene la culpa de nada.
—¿Va a ser tu nueva Jesenák?
—Anna Maria, por favor. No tiene gracia. Siempre he hecho lo que me has pedido, pero tus celos deben tener un límite. Haré cualquier cosa que desees, pero Elise se queda.
—¿Cualquier cosa?
—Pues deshazte del turco.
Kempelen colocó una mano detrás de la oreja, como si no hubiera oído su petición.
—¿Por qué demonios debería hacerlo? El turco nos está haciendo ricos, riqueza que, por otra parte, tú no has tenido ningún escrúpulo en gastar en las últimas semanas; nos abre todas las puertas, nos convierte en tema de conversación en toda la ciudad…
—Estoy harta de ser el tema de conversación en la ciudad. La gente dice que el autómata mató a la Jesenák.
—Eso solo lo dicen los idiotas, y como tú no eres idiota, sabes que no es cierto.
—Me da miedo pensar quién debe de llevarlo sobre su conciencia, si no fue el autómata.
—¡Cómo tengo que decirte que fue ella misma!
—Katarina se ha marchado porque teme al turco.
—No; Katarina se ha marchado porque teme a los curas. Es distinto.
—Esto no mejora las cosas en absoluto. —Anna Maria se sentó en la silla en la que antes se había sentado Elise y la acercó a la mesa—. Quisiera volver a estar con el hombre con quien me casé —dijo—. Tenías un buen trabajo, una pensión segura y grandes perspectivas de ascenso. Y sin embargo, inviertes todo tu dinero y tu tiempo en inventos, o mejor dicho, en trucos de prestidigitador, contratas de quién sabe dónde a un hombre impío y a un monstruo, te arriesgas a ser desenmascarado ante la emperatriz, a ser desterrado por el obispo y asesinado por el barón, y todo por la fama, por la esperanza de que un día, cuando haga tiempo que estés muerto, una estatua de ti adorne una plaza de esta ciudad.
—¿No será que estás celosa de mis éxitos?
—No. Nunca. Solo quiero lo mejor para ti. Para nosotros. Te amo.
Kempelen lanzó un resoplido.
—Entonces no me digas cómo tengo que vivir mi vida.
—Despide a Elise.
—¿De qué tienes miedo? Tú no temes que le ofrezca mi amor. Lo sabes muy bien.
Temes que pueda usurpar tus deberes matrimoniales…
—Deja eso…
—Temes que pueda ser la mujer que me dé hijos…
—¡Por favor!
—… que no revienten inmediatamente después de nacer…
Anna Maria se cubrió los ojos con las manos y gritó:
—¡Wolfgang!
—… como Julianna, Andreas y Marie.
Anna Maria empezó a llorar y Kempelen calló. Había ido demasiado lejos. Hasta ese momento no se dio cuenta de que había contado a los niños muertos con los dedos, y se sintió incómodo. Calló, miró cómo ella se encogía visiblemente en su silla y sintió deseos de golpear con un martillo las piezas laboriosamente construidas de su máquina parlante.
Luego abandonó el despacho, sin tocar a Anna Maria, y bajó a la cocina. Dio permiso a Elise, a la que encontró también llorando, para ese día y el siguiente, y ordenó a Branislav que a la mañana siguiente llevara a Anna Maria y a Teréz a Comba, a la propiedad rural de los Kempelen, apenas a un día de viaje al este de Presburgo. Allí pasarían el verano la madre y la hija, con Branislav. Kempelen le pidió que atendiera con especial cuidado a su esposa, que, según le dijo, había sufrido un pequeño colapso que probablemente había que achacar al bochorno.
Tibor se tropezó con Elise de noche en el Weidritz y vio cómo la criada seguía a Kempelen y al franciscano. Aquella mujer no era simplemente una persona curiosa: era una espía. La sospecha adquirió mayor fuerza aún cuando, después de una sesión del turco ajedrecista, se quedaron solos durante un momento; él, en la máquina de ajedrez, y ella, que en realidad debía barrer, tratando de abrir con una ganzúa la caja misteriosa de Kempelen. Naturalmente Elise confiaba en que nadie la veía, y solo retiró la ganzúa cuando oyó pasos en la escalera. Tibor había entrenado su oído en la oscuridad de la caja, de modo que en realidad no vio nada de aquello, sino que lo escuchó conteniendo el aliento. Dado que Anna Maria, Teréz y Branislav estaban fuera, Elise tenía aún más facilidades para fisgonear. Kempelen y sobre todo Jakob no estaban a la altura en su papel de vigilantes. Así, un día en que Tibor estaba sentado a su mesa pensando en un problema de final de partida, oyó de pronto cómo introducían un alambre en la cerradura y trataban de forzar la entrada. Pero el enano había cerrado con dos vueltas, como hacía siempre desde la visita sorpresa de Kempelen y su hermano. Tibor no hizo nada, no podía hacer nada, solo estuvo mirando fijamente la puerta, esforzándose en no hacer ningún ruido. Era evidente que Elise no manejaba bien la ganzúa. Y también fracasó con la puerta: al cabo de diez minutos abandonó con un suspiro de exasperación. Después Tibor permaneció aún un buen rato inmóvil, pues sabía que en algún momento conseguiría abrir esa puerta y descubriría el secreto de la máquina de ajedrez.
¿Por qué no informó a Kempelen? Una palabra suya y Elise estaría en la calle, el turco ajedrecista estaría a salvo, y también Tibor, que podía estar seguro de que iría al cadalso por el asesinato de la baronesa. Tal vez fuera el orgullo —el sentimiento de superioridad sobre Kempelen y Jakob—, la satisfacción de saber algo que ellos no sabían. Seguramente los dos hombres pensaban que Elise era demasiado tonta para hacer algo como aquello. Solo Tibor sabía cómo era ella en realidad. Él había podido ver una y otra vez cómo Jakob sucumbía a su coquetería, había oído cómo el jactancioso de Jakob aseguraba que haría perder la cabeza a la joven, y si bien al principio se sentía celoso, ahora le divertía que Jakob pensara que ella lo idolatraba, cuando lo único que quería de él era el secreto de la máquina de ajedrez.
Elise recorría un laberinto en cuyo centro la esperaba Jakob. Ella era el premio, el cofre del tesoro, la virgen en la torre, y esa idea lo excitaba. Todos los esfuerzos de la joven se orientaban hacia él, aunque ella aún no lo supiera. Volverían a encontrarse de nuevo. Sin duda podía ocurrir que todo fuera muy deprisa y Tibor encontrara la muerte, pero le parecía improbable: había observado a Elise el tiempo suficiente, Jakob le había contado su trayectoria vital, él la había visto en la iglesia, y llevaba su Virgen sobre el corazón: no era mujer que fuera a entregarlo al verdugo. Y si se equivocaba con respecto a ella, es que esa era la voluntad de Dios.
En julio, Kempelen recibió por correo una invitación de María Teresa a la corte de Viena. El mensaje decía que la emperatriz no podía resistirse, después de todas las historias que se oían sobre la fabulosa máquina, a la tentación de jugar una vez personalmente contra ella. También deseaba, durante esta partida, a mediados de agosto, hablar con Kempelen sobre sus otros proyectos y sobre su apoyo a estos.
«Mon cherfils Joseph», que en la primera presentación de la máquina se encontraba fuera retenido por sus deberes, había anunciado su interés por ver al turco. A Kempelen le pareció ahora aún más acertada su decisión de haber enviado a Anna María a Gomba, pues así podría prepararse sin ser molestado para la que tal vez sería la exhibición más importante de su máquina de ajedrez.
Kempelen esperaba que la invitación a Viena también pusiera fin al prolongado abatimiento de Tibor. «Después de Viena todo irá mejor», decía, sin explicar exactamente qué cambiaría y cómo. Tal vez luego las apariciones con el turco ajedrecista se reducirían progresivamente, para que Kempelen pudiera dedicarse por entero a la máquina parlante. Tal vez Kempelen estaba harto de las disputas con el barón Andrássy, con la Iglesia y ahora también con su mujer. Si era así, Tibor volvería a su antigua vida, que aunque no era particularmente satisfactoria, al menos le había permitido mantenerse libre de pecado y había sido hasta cierto punto grata a Dios.
Kempelen y Jakob estaban fuera, y el autómata estaba en el taller, no en su cámara: no podía haber un cebo más atractivo para Elise. La joven, que para entonces ya abría las puertas del taller siempre que lo deseaba, observó la máquina de ajedrez. El turco la miraba severamente, como si supiera que había venido a desenmascararlo, pero mientras su mecanismo no estuviera en marcha, no podía hacer nada para impedírselo.
Elise se sentó a la derecha del androide, en el suelo, para abrir la puerta posterior que daba al engranaje. Aún estaba buscando en su manojo de llaves la ganzúa adecuada, cuando alguien empujó la puerta desde dentro; en medio de un silencio irreal, porque las bisagras estaban perfectamente engrasadas. Boquiabierta, Elise miró hacia la mesa y hacia la oscuridad tras la puerta. Allí había una cara que le sonreía con tristeza. Por un instante le pareció incorpórea, y pensó que era una ilusión —el engranaje debía de estar situado de modo que, en la sombra, parecía una cara: dos ruedas dentadas eran los ojos; un muelle, la nariz; la boca, un cilindro—, pero cuando la cara se movió, también vio el tronco y un brazo. La joven parpadeó.
—Hola —dijo él, y al ver que no respondía, al cabo de un momento añadió—: Soy el secreto de la máquina de ajedrez.
Elise cogió aire para decir algo, pero se quedó sin respiración; de su boca no salió una palabra. Luego espiró sonoramente.
—Es lo que estabas buscando, ¿no? —preguntó él en voz baja, para no asustarla.
—Sí —respondió Elise.
—Te esperaba. Sabía que vendrías.
Elise entrecerró los ojos.
—Yo te conozco… tú eres el hombre que…
—Sí —dijo Tibor, y miró la cadena que llevaba colgada al cuello. El medallón quedaba bajo el corpiño.
De nuevo callaron; Elise porque no sabía cuáles eran las intenciones del hombre, y Tibor porque no sabía qué debía decir.
—Mira, así muevo la mano del turco —explicó finalmente.
Elise se acercó a la mesa, y Tibor le mostró, no sin orgullo, cómo guiaba el brazo del androide con el pantógrafo, y luego cómo movía la cabeza y los ojos. Le explicó que la única función de los engranajes era producir ruido, y cómo era posible que, aun estando todas las puertas abiertas, permaneciera oculto al público. Solo después salió de la mesa de ajedrez por la puerta de dos hojas. Como ella seguía sentada, él tenía más o menos su altura.
—Eres… —Elise había querido decir «contrahecho», pero no llegó a acabar la frase.
Tibor lo hizo en su lugar.
—Pequeño. Sí. Entonces llevaba unos tacones altos.
Tibor se sentó frente a ella, como para ocultar la diferencia.
—¿Quieres saber algo más?
—¿Cómo te llamas?
—Tibor.
—Yo soy Elise.
—Lo sé.
—¿Por qué me cuentas todo esto, Tibor?
—Más pronto o más tarde tú misma lo habrías descubierto. Te he observado.
—No lo entiendo… ¿por qué no informaste a Kempelen?
—Porque no quería que te despidiera. Creo que este trabajo es importante para ti.
Jakob me ha contado que tus padres murieron. Yo sé qué es estar solo. Y a pesar de todo, no creo que seas mala. ¿Te ofrecieron una recompensa por descubrirlo?
Elise asintió con la cabeza; estaba preparada para la siguiente pregunta.
—¿Friedrich Knaus?
—¿Quién?
—¿No conoces a Knaus?
Elise sacudió la cabeza.
—El obispo me pidió… bueno, no el propio obispo; un sacerdote, de parte suya. —Era cierto que el sacerdote había hablado con ella, pero solo para animarla a despedirse, tal como ya había contado a Kempelen—. Me pidió… no, me dijo que era mi deber como cristiana. Después del incidente en el palacio Grassalkovich.
Hasta ese momento Elise no había comprendido que Tibor estaba en la misma habitación que Ibolya Jesenák antes de su suicidio, que tal vez incluso era el último que la había visto con vida. Entonces se dio cuenta de que aquello no había sido en absoluto un suicidio, sino que el enano había asesinado a la mujer porque sabía demasiado. Y siguiendo esta cadena lógica probablemente la mataría a ella, pues la compasión de Tibor por su destino de huérfana era tan falsa como su supuesta orfandad. Bajo las enaguas llevaba un cuchillo, pero no podría alcanzarlo a tiempo. Y ya había visto cómo el enano fue capaz de dejar malparados a dos hombres corpulentos. Elise estaba perdida.
Tibor vio que la mujer empalidecía.
—Fue un accidente —dijo enseguida—. Una desgracia. Cayó mal. Luego él la tiró por el balcón para que pareciera un suicidio. Nadie quería que ocurriera.
—Te creo —dijo ella, aunque no era cierto.
Callaron, hasta que Tibor volvió a tomar la palabra.
—¿Qué harás ahora?
—No lo sé. ¿Qué debería hacer?
—No traicionarnos. Yo maté a la baronesa. Si esto se sabe, me perseguirán y me atraparán, y Kempelen cree que me ejecutarán; sin que importe que fuera o no un accidente. ¿Te paga algo la Iglesia?
—No. Nada. Nunca hablamos de ello.
Tibor asintió.
—Esto demuestra tu integridad. Porque si se tratara de dinero, Kempelen seguro que pagaría más. O yo.
Con el dedo, Tibor limpió un poco de polvo de las patas de la mesa de ajedrez. Le hubiera gustado poder quedarse allí con ella eternamente, por desagradable que fuera el tema de conversación.
—Me gustaría pedirte un favor —dijo Tibor—, aunque sea solo como agradecimiento por haberte ayudado aquel día en la colonia de pescadores. Quisiera que me informaras a tiempo, si tienes intención de delatarnos. Dame unos días para huir de Presburgo. Necesito que me concedas un poco de margen. Y Kempelen… es una buena persona. También se merece este margen. En contrapartida, yo no diré nada de nuestro encuentro.
Este acuerdo solo podía ser ventajoso para ella. Elise podía decidir si quería aceptarlo o romperlo. Aceptó.
—¿Por la Madre de Dios? —preguntó Tibor.
—Por la Madre de Dios —respondió ella, y sintió lástima por su credulidad.
—Deja que vayamos a Viena —le rogó Tibor—. Qué importa una semana más. Tal vez sea nuestra última función; luego todo habrá pasado. También al obispo dejará de importarle, y tú no tendrás nada que reprocharte ante él ni tampoco ante Kempelen.
Elise recordó la cadena que aún llevaba al cuello, y se la sacó del corpiño para devolvérsela.
—No —dijo él, levantando la mano—. Quédatela, por favor. Te la doy en prenda.
Devuélvemela cuando vayas a delatarnos. No antes.
Elise miró la imagen rayada de la Virgen y asintió. En ese instante decidió no decirle nada a Knaus de momento. Estaba segura de que el suabo no podía imaginar mayor triunfo que desenmascarar al autómata durante la partida con la emperatriz, y sin ninguna duda la recompensaría espléndidamente, pero Elise no pensaba proporcionarle un triunfo semejante. Si Knaus quería derrotar a Kempelen, debería hacerlo sin escándalo.
Además, ¿por qué iba a abandonar su actual forma de vida? Los dos bandos le pagaban. ¿Por qué iba a matar a las dos gallinas de los huevos de oro? Cuanto más se retrasara el momento de la revelación, mayor sería su paga. Y tal vez pudiera utilizar la continua mortificación que el éxito de Kempelen provocaba en Knaus para elevar aún más su recompensa. Había engañado a muchos hombres, se había aprovechado tanto de sus impulsos como de su infantil confianza en la palabra de honor, y quizá por primera vez en ese difícil año, volvía a sentirse fuerte.
Elise no valoró la importancia de aquel encuentro hasta la noche: había conocido a un deforme enano veneciano, a un asesino sensible y profundamente piadoso, a un jugador genial que dirigía desde dentro el mayor invento, o mejor dicho, la mayor impostura del siglo. Qué irreal era aquello. Un mono o un hombre con medio cuerpo, como Knaus había imaginado, no la hubieran sorprendido más.