Con motivo de la boda de la princesa Maria Antonia, o Marie Antoinette, como fue llamada en Francia, con el delfín Luis XVI en Versalles, el príncipe Antón Grassalkovich, director de la Cámara Real Húngara, invitó, a mediados de mayo, a la nobleza húngara y alemana a un baile en el palacio de verano del Kohlenmarkt.
Acudirían al acto el duque Alberto de Sajonia-Teschen y su esposa, la duquesa Cristina, así como el cardenal primado Batthyány, el príncipe Esterházy, los condes Pálffy, Erdódy, Apponyi, Vitzay, Csáky, Zapary, Kutscherfeld y Aspremont, el mariscal de campo Nádasdy Fogáras y muchos otros. Se ofrecería una cena, un baile y, para concluir, unos fuegos de artificio. Entre la cena y el baile, el príncipe quería sorprender a sus ilustres invitados con una actuación de la máquina de ajedrez; en la Cámara de la Corte, él y Wolfgang von Kempelen llegaron a un acuerdo sobre la demostración.
La sorpresa de Grassalkovich fue bien recibida, y los aplausos para Kempelen y su máquina en la sala de conferencias del palacio fueron más que cordiales. Cuando hubo que elegir entre los invitados a un oponente para el turco, Grassalkovich pidió al mariscal de campo Nádasdy Fogáras, en reconocimiento a sus éxitos militares, que acudiera a la mesa. El canoso militar le dio las gracias pero declinó el ofrecimiento; según dijo, era un hombre demasiado anticuado para retar a una máquina tan moderna como aquella. Prefería ceder su puesto a un teniente de su regimiento, que era conocido por su extraordinaria habilidad en el juego del ajedrez: el barón János Andrássy.
El barón Andrássy fue el primer oponente del androide que no actuó para no perder sino para ganar. Jugó con una agresividad aún mayor de la que era habitual en el turco; sin preocuparse por las pérdidas condujo a sus tropas rojas hacia delante, con los soldados de infantería formando una cuña para marchar contra las líneas enemigas. Los fusileros cayeron en masa, al no estar protegidos por la caballería de Andrássy, pero las rojas abrieron brecha en las filas blancas; el rey enemigo quedó al descubierto y solo pudo salvarse con un enroque. El general de Andrássy salió a la caza; los oficiales cruzaron el campo de batalla escapando una y otra vez a los ataques blancos, y los soldados y oficiales del turco fueron empujados a los lados. La victoria de Andrássy parecía segura, pero el rey blanco ya estaba fuera de su alcance; se encontraba atrincherado junto a los cañones, inalcanzable incluso para la caballería.
Entonces las blancas iniciaron el contraataque y la batalla dio un vuelco: los pocos infantes rojos que quedaban fueron aplastados; los oficiales, sitiados en el centro del campo. Ahora Andrássy pagaba dolorosamente haber sacrificado a todos sus fusileros en el ataque; incluso los más insignificantes soldados blancos se imponían a los oficiales rojos, mientras la caballería del turco los cubría, a menudo incluso por partida doble o triple, y de este modo frustraba cualquier posible desquite. Al final, solo el general de Andrássy defendía al rey, pero el campo de batalla había quedado libre para la intervención de sus cañones, que derribaban todo lo que se cruzaba en su camino. Evitando la línea de tiro, un jinete blanco se acercó a los últimos cañones y finalmente los conquistó, aunque él mismo cayó poco después a manos del general. Al final del combate, a derecha e izquierda yacían los caídos de ambos ejércitos, rojo de sangre y blanco. En el campo de batalla ya solo quedaban los dos reyes sin pueblo junto con sus generales, acechándose en esquinas opuestas, tratando, entre crujir de dientes, un alto el fuego, rabiosos por la suerte de su oponente, así como dos infantes perdidos, uno blanco y otro rojo, aparentemente incapaces de comprender que habían sobrevivido sin daño a la carnicería mientras todos sus camaradas habían caído; vagaban inútiles y ciegos por el campo fantasmalmente vacío, ahora empedrado de losas funerarias rojas y blancas.
Al final de la partida hubo unas tablas y dos perdedores, o mejor dicho, dos ganadores, pues la ovación dedicada al barón János Andrássy y al turco ajedrecista de Wolfgang von Kempelen fue ensordecedora. Incluso los que no estaban familiarizados con las reglas del juego habían comprendido instintivamente qué movimientos eran malos o buenos para sus favoritos; toda la sala aplaudió cuando Andrássy cogió una pieza blanca del tablero, y gimió luego cuando el turco se vengó. Algunas damas abandonaron incluso la sala durante el juego para no alterarse en exceso, y otras salieron al balcón. ¡Qué partida tan sangrienta se había celebrado aquel día! Cada dos movimientos caía una pieza de uno u otro lado. ¡Y de qué modo había plantado cara Andrássy al turco, incluso visualmente! Aunque estaba sentado en una mesa separada, el húsar, en cuanto realizaba su movimiento, miraba a los ojos artificiales del androide; sus labios siempre esbozaban una sonrisa bajo el bigote negro, una sonrisa que expresaba superioridad o quizá, también, respeto.
—Austria contra el turco —murmuró Nádasdy-Fogáras, sin dirigirse a nadie en particular—, el emperador contra el sultán, esto es un segundo Mohács.
Aún duraba el aplauso cuando Andrássy se levantó y se acercó a la mesa del turco. Antes de que Kempelen pudiera impedírselo, el barón sujetó la delicada mano izquierda del androide y se la estrechó con ambas manos.
—Pronto volveremos a vernos, mi buen amigo —dijo—. Este no será el último duelo que mantengamos.
Mientras tanto, el príncipe Grassalkovich dio las gracias a Kempelen por la sensacional demostración y por haber ajustado los cilindros del autómata de modo que solo hubiera hecho unas tablas y no hubiera vencido a Andrássy.
Luego el príncipe dirigió la palabra a sus invitados.
Mesdames et Messieurs, duque Alberto, duquesa Cristina, mis queridos invitados! Se diría que esta velada nos ha obsequiado con dos nuevas estrellas en el firmamento: el barón Andrássy, que ha conseguido arrancar a la invencible máquina de ajedrez unas más que gloriosas tablas y nos ha mantenido cautivados durante una hora entera con su valiente juego. —Andrássy respondió al aplauso levantando la mano—. Y naturalmente, el hombre que ha hecho posible que un montón de ruedas y cilindros nos haga sudar y ponga en cuestión si efectivamente somos la cumbre de la creación o si deberíamos disputarnos este título con los autómatas: ¡el caballero Von Kempelen, el más diestro mecánico de nuestro imperio, qué digo, del mundo entero! ¡Wolfgang von Kempelen puede estar tranquilo en lo que hace a la inmortalidad de su nombre!
Andrássy coronó su aplauso con un estentóreo «¡Viva!».
—Y debería añadir —continuó Grassalkovich cuando se apagó la ovación—, un, hasta la fecha, modélico funcionario de mi Cámara Húngara. ¿Cómo hubiera podido saber yo que estabais destinado a empresas más altas si jamás antes me habíais hablado de ello?
—Perdón, mi príncipe —replicó sonriendo Kempelen, y esbozó una reverencia.
El príncipe Grassalkovich rechazó la disculpa con un gesto.
—Os perdonaré, mi buen Kempelen, si me prometéis que nos seguiréis suministrando máquinas tan capaces como esta. Porque tengo la firme convicción de que esta máquina será solo la primera de muchas. Leibniz nos dio la máquina calculadora, ¡Kempelen nos dará la máquina pensante! Muy pocos han comprendido, en mi opinión, lo que esto significa para el mundo: ¡el ajedrez es únicamente un campo de ejercicio! Pensemos en las múltiples posibilidades de una máquina pensante: en la administración… en las finanzas… en las manufacturas; ¿y por qué no también en el campo, o incluso en la guerra? Yo digo: construidnos cientos de soldados mecánicos, caballero Von Kempelen, y enviadlos en lugar de nuestros hijos al combate, porque ellos no necesitan sueño ni víveres, no conocen el miedo, no cometen errores, ¡y solo sangran aceite! ¡Fabricadnos un ejército de autómatas, y de este modo volveremos a expulsar a Fritz de Silesia y enviaremos de una vez por todas a los turcos de vuelta al otro lado del Bósforo! —Aquí Grassalkovich se volvió hacia el turco ajedrecista y añadió para general regocijo—: Naturalmente tú puedes quedarte.
Durante la exhibición de la máquina de ajedrez, los sirvientes habían retirado todas las mesas y sillas de la sala de los Ángeles, donde se había celebrado el banquete, y ahora una orquesta de cámara tocaba para el baile. El príncipe Antón Grassalkovich rogó a sus invitados que bajaran al piso inferior, y poco a poco la sala de conferencias se vació. Kempelen quiso iniciar el desmontaje y el transporte del autómata, pero Grassalkovich insistió en que lo acompañara a la sala del baile.
Al salir, Kempelen indicó a Jakob que estuviera pendiente del turco y de la caja hasta que volviera. Jakob recogió las piezas del tablero y las guardó en el cajón inferior.
La princesa Judit, la joven esposa de Grassalkovich, permaneció hasta el último momento, con dos de sus amigas, en la sala de conferencias para observar de cerca al turco antes de que Jakob lo cubriera con el paño.
—Pobre Pachá —dijo una de las amigas—. Ahora se quedará completamente solo hasta que lo despertéis de nuevo.
—Oh, estoy seguro de que tiene dulces sueños —aseguró Jakob.
—¿En qué sueña un autómata? —preguntó Judit—. ¿En ovejas mecánicas?
Jakob se encogió de hombros.
—Tal vez. O en un harén con concubinas mecánicas.
—¿Y qué aspecto tienen esas mujeres?
—Se les puede dar cuerda, no se oxidan y son increíblemente bellas. Aunque, por descontado, no tanto como vuestras excelencias.
Las tres rieron entre dientes, y Judit le ofreció su brazo.
—Acompañadnos abajo. Debéis explicárnoslo todo sobre su vida amorosa.
—Lo haría encantado, pero me temo que no puedo. Debo velar su sueño.
—Diré a los sirvientes que apaguen las velas, cierren las puertas y no dejen entrar a nadie. Nada perturbará su descanso.
Jakob no respondió. Judit le ofreció el brazo de nuevo y dijo:
—¿No iréis a oponeros a la petición de una princesa Grassalkovich?
—Jamás me atrevería a hacerlo.
Jakob tomó el brazo que le ofrecían, y enseguida tuvo colgada del otro brazo a una amiga de la princesa. Se fue escaleras abajo charlando con las tres mujeres hacia el lugar de donde llegaba el sonido de la orquesta, mientras los sirvientes cerraban las puertas de la oscura sala de conferencias, en cuyo centro dormía, oculto bajo el paño, el turco ajedrecista.
Esa noche, la baronesa Ibolya Jesenák llevaba un vestido verde claro tan lujoso como atrevido, con abundantes brocados, volantes y rosas de seda, así como un gran lazo rosa sobre el pecho que atraía las miradas de los hombres y provocaba en las mujeres una mezcla de envidia y burla. Las dos personas en cuyo honor se celebraba la fiesta, la princesa Marie Antoinette y el príncipe Luis, hacía tiempo que estaban olvidadas. Ahora todo giraba únicamente en torno a Wolfgang von Kempelen y János Andrássy; y los que no bailaban se agrupaban en torno a uno de los dos hombres: los hombres de Estado en torno a Kempelen y los oficiales en torno a Andrássy. El ayudante del caballero, mientras tanto, atendía a las preguntas que le planteaban las jóvenes condesas y baronesas. Ibolya no sacaba provecho de que los dos personajes más celebrados de la fiesta fueran su hermano y su amante. Nadie en la sala se interesaba por ella, todos parecían haber olvidado los lazos que unían a Ibolya con los héroes de la velada. La baronesa se sentía sola de nuevo. Por eso hizo que el conde Csáky la solicitara para una gavotte, soportó su mirada ávida y su mal aliento y constató que ya había bebido demasiado para bailar.
La baronesa Jesenák se unió al grupo que rodeaba al ayudante de Kempelen, que en aquel momento explicaba que él y Kempelen estaban barajando la posibilidad de la reproducción automática, que haría que ya no fuera la mano del hombre quien los fabricara, sino otros autómatas. Jakob susurró en confianza a las damas que el turco no solo era extraordinariamente diestro en el juego del ajedrez, sino también en el juego del amor. Ibolya quiso participar en la conversación, pues, al fin y al cabo, conocía al turco desde hacía más tiempo y mejor que las restantes mujeres, pero el ayudante no le dejó meter baza. Mientras Jakob representaba la forma de dar cuerda a una demoiselle mecánica, un poco de champán de su vaso salpicó la falda de la baronesa y dejó una fea mancha. Ibolya vio que dos muchachas susurraban algo sobre su vestido y luego reían entre dientes. Con una sonrisa jovial, la baronesa Jesenák se despidió del grupito con la falsa excusa de que había prometido dar conversación a otros invitados.
Su hermano estaba rodeado de húsares y exponía su estrategia en el combate contra el turco, aunque interrumpido continuamente por las alabanzas del mariscal de campo. Los húngaros saludaron cortésmente a Ibolya, pero luego prosiguieron su conversación.
Debe perdonar a estos toscos soldados, baronesa —le dijo Nádasdy-Fogáras—, pero el único momento en que nosotros, los hombres, no hablamos de guerra, es en la batalla.
Ibolya pronto se aburrió de la conversación de los hombres y abandonó a los húsares. Aún faltaba más de media hora para los grandes fuegos de artificio.
Observó los ángeles dorados de estuco sobre los espejos. Un desconocido la invitó a bailar, pero ella le dio las gracias y rechazó el ofrecimiento. Entonces vio que Kempelen regresaba a la sala y cogía dos copas de champán del bufet. Sonriendo, le cortó el paso, le dio las gracias cordialmente y lo liberó de una de las copas.
—Espero que el príncipe Antón no se enfade al ver que bebes su champán —comentó Kempelen.
—Seguro que tú le llevarás otra copa. A tu salud, Farkas.
Ibolya hizo chocar su copa con la de Kempelen, pero mientras ella bebía, él no tocó la suya y miró más allá, hacia el grupo de hombres reunidos en torno al príncipe Grassalkovich, que esperaban su vuelta.
—A la tuya, Ibolya. ¿Me perdonas? Tengo que mantener una conversación importante.
—No me sorprende. Tú siempre tienes que mantener conversaciones importantes.
—Lamentablemente, mi máquina parlante todavía no está tan adelantada como para liberarme de esta carga.
Kempelen dio un paso adelante, pero Ibolya lo retuvo colocándole una mano en el pecho.
—Recibí tu nota —dijo.
—Ya.
—¿La escribió tu mujer?
—Si no recuerdo mal, mi firma aparecía abajo.
—Entonces, ¿te complace tu mujer y por ello ya no quieres verme más? —Ibolya dejó resbalar su mano por el chaleco—. ¿O has construido un pequeño autómata amoroso? Tu judío cuenta que son unos amantes fantásticos.
Kempelen puso los ojos en blanco.
—Ibolya, por favor. Leíste mi carta. Estoy casado, tú eres una persona respetable, y deberíamos dejarlo ahí. Tú misma has dicho que somos como los hijos de los reyes, que no pueden estar juntos.
Ibolya le dirigió una mirada penetrante y luego dijo:
—Por lo visto, vas a dejarme tirada.
—No se trata en absoluto de eso.
—Sí, me dejas tirada. Ya no me necesitas, y ni siquiera consideras necesario ya darme las gracias. Yo y Károly te hemos ayudado a progresar, y ahora que eres famoso, que comes en la mesa de los señores, pisoteas los peldaños de la escalera por la que subiste en otro tiempo.
—Ibolya…
—Te diré una cosa, Farkas: sin mí hoy no estarías aquí ni hablarías con Grassalkovich y los demás. Sin mí, seguirías sentado en tu despacho ante el escritorio.
Ibolya había levantado la voz, y Kempelen miró alrededor, incómodo.
—Tranquilízate, por favor.
—Estoy muy tranquila. Solo te recomiendo prudencia: yo te he traído hasta aquí, pero también puedo echarte muy fácilmente.
—Escucha: esto no es cierto. —Ahora también el tono de voz de Kempelen se había endurecido, aunque hablaba en voz baja y seguía sonriendo—. Ninguna de las dos cosas es cierta. Estoy aquí porque he construido una máquina que juega al ajedrez. Y tú no puedes hacer nada para hundirme, cualesquiera que sean las razones que puedan impulsarte a hacerlo.
—¿Me estás retando?
—¿Y qué vas a hacer?
—Te prevengo, Farkas.
Kempelen vio cómo Grassalkovich le hacía señas, impaciente.
—Sigue previniendo todo lo que quieras, pero permíteme, por favor, que mantenga conversaciones provechosas. —Kempelen le tendió su copa de champán, ya que ella casi había acabado la suya—. Esto te hará compañía en mi lugar.
Ibolya observó cómo volvía con jovialidad fingida al círculo de Grassalkovich y, para excusar su tardanza, sin duda hacía un comentario jocoso sobre la viuda borracha. La baronesa vació las dos copas, cogió otra y abandonó la sala de los Ángeles. Nadie debía darse cuenta de su desgracia, y menos que nadie Wolfgang von Kempelen.
Ibolya volvió a la sala de conferencias, que no estaba vigilada ni cerrada; abrió, y cerró silenciosamente la puerta tras de sí. La única luz que iluminaba el lugar era la de las antorchas que habían colocado fuera en el parque. Todavía junto a la puerta bebió para darse valor, atravesó la sala, pasó junto a la mesa con la caja misteriosa, dio una vuelta en torno al androide cubierto con el paño y después lo retiró con cuidado para no despertar al turco.
Pero el turco ya estaba despierto: el androide la miraba fijamente con los ojos abiertos, igual que la había mirado en Viena, como si hubiera estado esperándola.
Sin embargo, se mantuvo inmóvil. Aquel era el primer hombre que su hermano no había conseguido derrotar. El hombre sobre el que todos hablaban, pero a quien nadie conocía realmente, ni siquiera su creador.
—Buenas noches —susurró Ibolya, y dejó caer el paño al suelo. Tomó otro trago mientras lo observaba—. ¿También solo?
La baronesa vació la copa y la dejó sobre la mesa de ajedrez. Con precaución acarició la mano izquierda del turco, que descansaba sobre el cojín de terciopelo.
Apartó el cojín, lo dejó en el suelo y dio cuerda al mecanismo de relojería de la máquina.
Luego apartó el tope. Rechinando, los engranajes se pusieron en movimiento.
Pero el turco no se movió.
—Mueve pieza, querido —lo animó Ibolya.
Dócilmente, el autómata levantó la mano, la movió por encima del tablero y la bajó en el lugar donde debería haber habido un peón blanco. Pero hacía rato que habían guardado las piezas. En lugar de sujetar un peón, el androide sujetó dos dedos de Ibolya, que los había mantenido bajo la mano del autómata. El turco levantó la mano y la colocó con cuidado junto al tablero. La mujer suspiró. Rodeó la mesa, se colocó detrás del androide y le acarició el cuello.
—Estás frío, y ardiente por dentro —dijo—. Esto nos diferencia de todos los horribles hombres que hay ahí abajo; todos esos hipócritas que mantienen su interior oculto bajo vestidos con armazones de alambre y un pesado maquillaje. ¿No tengo razón?
El turco asintió. De modo que la había comprendido. Y más aún: el androide giró un poco los ojos en dirección a la baronesa, de modo que los dos volvieron a mirarse.
Ibolya se sobresaltó primero, y luego rió entre dientes.
—¿Por qué no? —dijo—. Al fin y al cabo, con Pigmalión funcionó.
Sujetó el rostro del turco con ambas manos y besó su boca de madera. Los labios del autómata quedaron marcados de rojo. Ibolya respiraba agitadamente. Los ojos del turco eran casi hipnóticos, y el mecanismo emitía una melodía magnetizadora. A partir de ese momento dejó de hablar. Movió el brazo derecho del androide hacia atrás, como había visto hacer una vez a Kempelen, se arremangó el vestido y se sentó en su regazo. Luego volvió a bajarle el brazo, de modo que quedó encerrada entre los dos brazos del turco. En el regazo del autómata había una arista, dura pero acolchada por el suave caftán, que le presionaba la entrepierna. Primero rozó con las manos, y luego con las mejillas, la orla blanca de piel y se le escapó un gemido.
Volvió a besar al turco; besó su frente y sus cejas, al final también el cuello desnudo, mientras mantenía abrazada su nuca y al mismo tiempo se acariciaba las piernas con la mano libre, cada vez más arriba hacia los muslos desnudos. Su pelvis giró en el regazo del turco. Entonces sacó un pecho fuera del profundo escote y frotó el botón contra la piel blanca. Apoyó la espalda contra el borde de la mesa y echó la cabeza hacia atrás. Con la mano derecha cogió el brazo del turco hasta que el caftán se tensó por encima. Los dedos de su mano izquierda habían encontrado el camino en las enaguas y acariciaban en círculo sus partes íntimas; parecía que el turco la ayudaba, porque su mano subió por el muslo, lo apretó y se calentó con el contacto.
Extasiada, Ibolya sujetó la mano y quiso llevarla hacia su sexo, pero cuando la tocó, sintió unos dedos blandos y cortos, y la mano rehuyó el contacto. Ibolya vio a su izquierda cómo un brazo pequeño desaparecía en la abertura de la mesa de ajedrez, cerraba la puerta tras él y la aseguraba por dentro.
Gritó, quiso levantarse del regazo del turco antes de que otras manos salieran del cuerpo de la máquina y la atraparan, pero los dos brazos del turco la retenían. Se debatió y golpeó a su asaltante, se deslizó por debajo de su brazo izquierdo y perdió la peluca, cayó al suelo y se alejó a toda prisa del autómata gateando, estorbada por las enaguas bajadas. Algo se rasgó. Hasta que no estuvo a algunos pasos de distancia del androide, no se volvió a mirarlo, jadeante. Pero, aunque el mecanismo aún funcionaba, el turco no se movió; se limitó a mirar fijamente hacia delante.
Se abrió una puerta. Wolfgang von Kempelen tuvo que acostumbrar sus ojos a la oscuridad de la sala de conferencias antes de ver a Ibolya, que, sentada en el suelo, lo miraba con los ojos muy abiertos, con los cabellos revueltos, el rojo de labios emborronado, las medias y las enaguas bajadas y un pecho asomando por encima del corpiño. Kempelen cerró la puerta y detuvo el mecanismo del autómata, de modo que, excepto por la respiración de Ibolya, volvió a reinar el silencio. El caballero se puso en cuclillas a su lado.
—¿Va todo bien? —Su voz delataba una gran preocupación.
Ibolya mostró con dedos temblorosos la mesa de ajedrez, buscó las palabras y finalmente exclamó:
—¡Ahí dentro hay una persona!
—Chisss… Calma.
Kempelen puso la mano en su brazo, pero ella la apartó.
—¡No me digas que me calme! ¡En la mesa había alguien!
—Lo estás imaginando. Solo es el turco. Has bebido mucho, Ibolya.
La ayudó a levantarse.
Ella volvió a colocarse el pecho en el corpiño.
—Tu autómata solo funciona porque hay un hombre sentado dentro. Nos has engañado a todos. —Kempelen quiso tenderle la peluca caída, pero ella no la cogió.
Eres… ¡un farsante! ¡Has engañado a todo Presburgo… a toda Europa con tu supuesta máquina!
Ibolya fue hasta la mesa de ajedrez y golpeó con los nudillos una de las puertas frontales.
—¡Eh, el de dentro, abre!
Al ver que no había respuesta, trató de abrir ella misma, pero la puerta estaba bien cerrada.
—Por favor, Ibolya. Esto no tiene sentido.
La mujer se volvió hacia él.
—Abre. ¡Quiero ver quién me ha tocado!
Kempelen suspiró, pero vio que la baronesa no aceptaría una negativa. Cogió un manojo de llaves del bolsillo de su casaca, pero no se lo tendió.
—No hace falta que lo abra —dijo—. Ya sabes que dentro se encuentra una persona, con eso basta.
—¿De modo que lo reconoces?
—Sí.
Ibolya rió brevemente y sacudió la cabeza.
—Esto es increíble.
—Tengo que felicitarte cordialmente, querida —dijo Kempelen, en un tono bastante más jovial—. Ahora eres una de las pocas personas que conocen el secreto del turco ajedrecista.
—Vaya, pues pronto serán más.
Kempelen se quedó perplejo.
—No irás a contarlo, ¿verdad?
—¿Ah, no? ¿Y por qué motivo?
—Ibolya, seamos razonables; guardarás silencio sobre esto… y en contrapartida no contaré a nadie… lo que estabas haciendo aquí. —Y como prueba levantó la peluca.
—Eso no me da miedo. Me intriga mucho más saber qué dirá tu gorda emperatriz cuando su genio preferido se revele como un vulgar prestidigitador. Y cómo se las arreglará Grassalkovich para retractarse de las alabanzas a los autómatas que acaba de pronunciar.
—Por Dios, Ibolya, ¿qué pretendes conseguir con eso?
—¿No es evidente? Hacerte pagar haberme tomado y haberme rechazado luego.
—Te lo ruego, Ibolya: no lo hagas. Mi existencia depende de ello. Si querías asustarme, te aseguro que lo has conseguido. —Le cogió las manos—. Te lo suplico.
Puedes pedirme lo que quieras. Por favor, no lo hagas. En recuerdo de lo que hemos compartido… y de lo que siempre podemos volver a revivir.
—¿Hablas de… nuestra tierna liaison?
—Sí. Olvida mi tonto discurso de antes.
Ibolya sonrió y esperó a ver qué añadía.
—No puedo ocultar que sigo adorándote y deseándote con todo mi ser.
Kempelen se había acercado a ella y había susurrado esas últimas palabras. No estaba preparado para la bofetada que ella le propinó. El caballero se llevó la mano a la mejilla, incrédulo.
—Qué rastrero por tu parte volver arrastrándote solo un cuarto de hora después de que mi presencia te resultara tan penosa. ¡Quieres engañarme como engañas a los demás! Pero yo soy más inteligente que ellos. Si al menos hubieras sido honrado, tal vez me lo hubiera pensado mejor. Pero no tienes arrestos para ello, Farkas; tú ya no eres un húngaro, eres un vulgar alemán, y Wolfgang no se ha ganado mi compasión.
Ibolya le arrancó de las manos el manojo de llaves y abrió con ellas las puertas de la parte frontal, mientras él la miraba paralizado. Sobre la mesa, el brazo izquierdo del turco se agitó en un movimiento convulsivo.
—¿Dónde se ha metido tu genio de la máquina?
Ibolya dio la vuelta a la mesa e intentó abrir la puerta trasera derecha, pero no pudo hacerlo porque la sujetaban desde dentro. Pero Ibolya era más fuerte, y la abrió de un tirón. Se oyeron ruidos en el interior. De pronto el brazo del turco se desplazó bruscamente sobre la mesa y golpeó a Ibolya en la frente; algo en el pantógrafo se quebró con un crujido. La baronesa dio un paso atrás, se enganchó un pie en las enaguas, que no se había subido, tropezó y cayó de espaldas. Ibolya se golpeó con la nuca contra la mesa donde se encontraba la caja de Kempelen; se oyó un ruido como de un clavo entrando en la madera, y luego cayó al suelo. Lo último que se movió fueron los pliegues de su vestido, que se posaron lentamente en torno a su cuerpo.
Durante una eternidad, Kempelen y Tibor permanecieron tan mudos y silenciosos como el turco y la baronesa. Luego el enano trató de salir de la mesa a través de la puerta de dos hojas, y en su torpe avance destrozó por completo el pantógrafo.
Kempelen había vuelto a coger las llaves. El caballero se arrodilló ante la puerta y cortó la salida a Tibor.
—Quédate dentro —dijo en un tono que no admitía réplica.
—Madre di Dio, ¿qué ha pasado?
—Nada grave. Se ha caído. Enseguida iré a verla. Pero tú tienes que seguir escondido, Tibor.
Kempelen esperó hasta que Tibor asintió, y después cerró la puerta de dos hojas y todas las demás. El caballero levantó a Ibolya y la apoyó sobre la mesa de ajedrez.
No sangraba. Con cuidado colocó dos dedos sobre el cuello, donde se encontraba la yugular.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Tibor desde dentro. Kempelen no contestó—. ¡Signore Kempelen! ¿Qué le ha pasado?
—Está muerta —dijo Kempelen.
—No —dijo Tibor, y al ver que Kempelen no replicaba, añadió—: ¡No puede ser!
—Tibor, su corazón ya no late. Está muerta.
—O dolce Vergine —se lamentó Tibor—. O dolce Vergine, dolce Vergine, perdona, ti prego! —De pronto chilló—: ¡Quiero salir! ¡Quiero salir! ¡Dejadme salir! —Con los puños y los pies golpeó las paredes de modo que la mesa de ajedrez parecía palpitar bajo las manos de Kempelen—. ¡Quiero salir!
Kempelen se agachó junto a la mesa.
—Tibor, ahora escúchame bien. La única posibilidad de que salgas sano y salvo de aquí es que te saquemos dentro del autómata. Por eso vas a quedarte dentro. Yo me ocuparé de todo.
—¡No! ¡Prego, quiero salir!
Kempelen golpeó con la mano plana contra la madera. —Tibor, te ajusticiarán por esto. Morirás, capisce? Morirás si sales del autómata.
Tibor había empezado a llorar.
—¿Te he decepcionado alguna vez? —preguntó Kempelen—. ¿Te he decepcionado alguna vez, Tibor? ¡Respóndeme!
—No, signore —respondió Tibor entre lágrimas.
—Exactamente. Y tampoco esta vez te decepcionaré. Todo irá bien siempre que hagas solo lo que te diga.
—Sí, signore.
Kempelen volvió a incorporarse. Tibor pidió clemencia a la Madre de Dios:
—Ave María, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus…
—¡Calla! —le ordenó Kempelen—. Tengo que concentrarme.
Tibor siguió rezando silenciosamente. De vez en cuando se oía algún sollozo.
Kempelen se frotó las sienes con los ojos cerrados. Luego colocó de nuevo la peluca a Ibolya. Levantó su cuerpo, cogió su copa de champán y la llevó hasta el balcón. Se aseguró de que el parque todavía estaba vacío y después salió fuera.
La noche era tibia, casi estival ya. Kempelen colocó la copa sobre la baranda.
Inspiró profundamente, y la respiración le dolió. Las luces de las antorchas se difuminaron ante sus ojos. Miró por última vez el rostro de Ibolya; luego la levantó por encima de la baranda y la dejó caer.
Su cabeza golpeó contra el suelo empedrado de la terraza. No lo descubrieron hasta que los invitados salieron fuera para ver el espectáculo y los fuegos de Bengala iluminaron el cadáver de ojos dilatados con una luz alternativamente verde, roja y azul. En ese momento hacía tiempo que Wofgang von Kempelen había vuelto con los otros invitados para discutir animadamente acerca del desarrollo de los telares mecánicos en Inglaterra.