Un día en que Wolfgang y Anna Maria von Kempelen habían sido invitados por el príncipe Nikolaus Esterházy a un baile en Fertód, Tibor y Jakob emprendieron su segunda excursión prohibida por la ciudad. Esperaron a que se hiciera de noche y luego caminaron a lo largo de la muralla hasta la colonia de pescadores de Weidritz, donde, en la plaza del Pescado, se encontraba La Rosa Dorada, una taberna que Jakob visitaba de vez en cuando.
Tibor volvía a llevar sus zapatos zancos. Las piernas, y sobre todo los pies, le dolieron hasta mucho después de su primera escapada, y ahora volvían a inflamarse en las zonas de roce, pero aquella fugitiva libertad lo valía.
La Rosa Dorada se encontraba en un edificio con las vigas inclinadas por el tiempo y la fuerza de la gravedad. Bajo el techo, a poca altura, se acumulaba el hollín de las velas y el humo de las numerosas pipas de tabaco. A pesar del aire sofocante, todas las ventanas de vidrio amarillo estaban cerradas. Los clientes de la taberna eran alemanes y eslovacos; Tibor no pudo encontrar allí a ningún húngaro, ni tampoco a mujeres, con excepción de las dos camareras, que bailaban hábilmente entre las sillas, los bordes de las mesas y los tocamientos indecentes de los parroquianos sin dejar de sonreír. Las mozas llevaban grandes jarras de cerveza y bandejas de madera con hendeduras en las que se alineaban vasos de estaño llenos de aguardiente. En una mesa se jugaba a los dados, en otra al tarock, en una tercera a la tocatille, pero uno se acostumbraba al ruido igual que al hedor de tabaco, alcohol, sudor y pescado. Desde su puesto detrás del mostrador, donde servía cerveza y llenaba los vasos de aguardiente, el calvo dueño de la taberna saludó a Jakob con un gesto amistoso.
Encontraron una mesa libre en un compartimiento, y Jakob se sentó de modo que desde su puesto pudiera observar el mayor espacio posible de la taberna. Para Tibor fue un alivio poder sentarse y descansar los pies. El enano estiró bien las piernas, aunque no se atrevió a sacarse los falsos zapatos. Jakob le pasó dos cojines para elevar la altura del asiento.
Una de las dos camareras se acercó a ellos y pasó un paño por la mesa; pero, en lugar de limpiarla, solo consiguió esparcir los pequeños charquitos de cerveza y las migas de pan por la superficie. El cabello, de color rojo claro, le caía formando ricitos sobre la oreja; era bonita, a pesar de que el aire viciado de la taberna había ensuciado su piel pálida y de que tenía la punta de la nariz torcida, como si se la hubiera roto alguna vez. Jakob la miró fijamente sin ningún disimulo, y aunque ella mantuvo la mirada en la mesa con la misma fijeza, sonrió.
—Constanze, eres preciosa —dijo Jakob—. Y te lo digo sin estar en absoluto borracho.
—También lo dices cuando lo estás —replicó ella.
—Alguna vez tienes que posar para mí, ¿me lo prometes? Haré inmortal tu belleza. Serás mi Afrodita, mi Beatriz. Mi Helena.
Constanze trató de contener la sonrisa sin conseguirlo.
—¿Qué queréis? ¿Cerveza?
—¡Qué importa, todo nos sabrá a néctar si viene de tus manos, encantadora Constanze!
La camarera golpeó a Jakob con su trapo y se fue. Los dos hombres la siguieron con la mirada. Luego Jakob le hizo un guiño a Tibor.
—Es un terrón de azúcar. Y bebe tanto que, cuando la besas, es como si lamieras un vaso de vino vacío.
Tibor se sintió dominado por un breve y violento acceso de pasión cuando miró de nuevo a Constanze. Quería vivir una vez más lo que había vivido en Viena, pero esta vez sin máscaras y sin ser magnetizado antes. Notó cómo la sangre le subía a la cabeza y ardían sus orejas, hasta que pudo controlar su agitación. Aquel día cometió un pecado, y repetirlo sería aún más censurable que caer la primera vez.
—Me hace compañía hasta que el momento esté maduro para Elise —dijo Jakob.
—¿Nuestra Elise?
—Oh, sí. Elise es sorprendentemente bella cuando se quita la cofia. ¡Pero, Dios mío, qué ingenua es! Y más piadosa aún que tú. Por eso dejo que el asunto vaya despacio.
—¡Kempelen te despedirá!
—Déjate de regañinas, aguafiestas, no lo hará. Ya te he dicho por qué soy indispensable.
A Tibor le hubiera gustado prohibirle el trato con Elise, pero ¿qué autoridad, y sobre todo, qué motivo tenía para hacerlo? Imaginó a Jakob besándola y la visión le provocó malestar. Jakob era una persona inmoral.
—¿También hay otros judíos aquí? —preguntó Tibor mirando la sala.
—No. Aquí no hay ningún judío. Aquí tampoco yo soy un judío, ¿entendido?
Y ante la mirada interrogadora de Tibor, Jakob explicó:
—No tienen por qué saberlo todo sobre mí. Quiero poder seguir bebiendo mi cerveza aquí sin que nadie me moleste. En el Centro Cultural Judío no sirven cerveza y discuten toda la noche sobre el Talmud. Mi idea de la diversión es bastante distinta.
Constanze sirvió la cerveza y Jakob levantó el vaso para brindar por su belleza.
Después del primer trago volvió a hacerlo por Tibor.
Con la segunda cerveza, Jakob trajo unos dados, Jakob explicó a Tibor las insultantemente sencillas reglas del juego, y este tuvo que preguntar dos veces para asegurarse de que realmente no lo había entendido mal. Después de unas rondas para acostumbrarse, a propuesta de Jakob, hicieron una apuesta de dos cruceros cada vez. Jakob ganó casi todas las partidas, pero a Tibor le era indiferente; al fin y al cabo, ahora, con el salario de Kempelen, disponía de más dinero del que nunca había tenido. El juego le parecía soso, pues no había forma de influir personalmente sobre el número de puntos, por más que Jakob asegurara que un escupitajo previo a los dados, el movimiento prolongado de estos y finalmente el lanzamiento con la mano izquierda, más próxima al corazón, influían en el resultado. Jugaron hasta que los primeros clientes salieron de la taberna tambaleándose, las conversaciones bajaron de tono y las chicas pudieron hacer un descanso.
En medio de una partida de dados, Tibor oyó la palabra «Kempelen», que alguien había balbuceado en la mesa de al lado, separada de la suya por un tabique de madera que llegaba a media altura. Con un gesto, el enano hizo callar a Jakob. El ayudante se colocó a su lado, y juntos espiaron la conversación, que se desarrollaba en un chapurreo de eslovaco y alemán.
Hablaban de que Kempelen había tapiado las ventanas de su casa, no para mantener alejados a los curiosos o a los ladrones, sino para retener a quien se encontraba en su interior: el turco.
—Si tiene bastante seso para ganarle una partida de ajedrez al señor alcalde, también podrá abrir una sencilla puerta y escurrirse fuera. De ahí las paredes —dijo uno de los tres hombres.
Jakob se tapó la boca con la mano para reprimir una carcajada.
—¿Y de dónde has sacado que quiere huir? —preguntó el segundo.
—Le he oído gritar. Una mañana, cuando pasaba por delante de la casa, le oí gritar desde arriba; un grito inhumano, como el de un animal en el matadero.
—Tal vez era un animal —opinó el tercero.
—O una persona de verdad —dijo el segundo—. Un autómata no puede gritar, creo yo.
—Tanto peor si atormenta a personas —replicó el primero—. Peter me ha contado y, que la Santa Madre de Dios nos proteja, que su mujer vio cómo el bobo del criado de Kempelen, el de los brazos largos, un día sacó de la casa un cesto con partes del cuerpo cortadas; había brazos y piernas, y vio cabellos también, dijo Peter. Lo quemaron todo a las puertas de la ciudad.
—Por eso los gritos…
—Su criada se fue de la ciudad poco después de que naciera el turco, o Kempelen la echó, tanto da; el caso es que nadie ha vuelto a oír hablar de ella. Tal vez sabía demasiado.
Los tres callaron un momento. Tibor oyó cómo se llevaban a la boca sus jarras de cerveza y volvían a dejarlas sobre la mesa. Jakob agitaba las manos como si, a través del tabique, quisiera animarlos a continuar, y efectivamente el primero volvió a empezar enseguida:
—Él es de la logia.
—¿Qué…?
—Kempelen es de la logia. Es masón, ¡que el diablo se lleve a esta sociedad!
Probablemente lo obligan a producir esclavos inteligentes para ellos, y la emperatriz, que Dios la proteja, se deja deslumbrar por ese pecador impío. El obispo Batthyány debería poner fin a sus fechorías. Si me encontrara con ese turco, ¿sabéis qué haría?, cogería una maza y le haría trizas el cráneo. No porque sea musulmán, ¡él no puede hacer nada contra eso!, sino para ahorrarle sufrimientos.
Aquí abandonaron el tema de Kempelen, pero siguieron con el turco, tras lo cual comentaron el triunfo de la zarina Catalina en la guerra contra los turcos en el mar Negro.
Jakob estaba en el mostrador junto a Constanze cuando Tibor, hacia la medianoche, volvió del retrete: el judío hablaba con la camarera y la mujer sonreía como antes. Tibor ocupó su asiento y observó cómo Jakob cogía la mano de Constanze y, con las puntas de los dedos, le acariciaba los suyos, seguía con la uña las líneas de la palma y le acariciaba la piel donde los dedos se unían. Al patrón, aquello no parecía preocuparle, y tampoco Constanze apartó la mano. La joven se colocó un rizo pelirrojo tras la oreja. El patrón habló un momento con ella; mientras tanto, Jakob miró a Tibor y dibujó un beso con la boca. Luego volvió a dedicarse a Constanze. Tibor comprendió que su velada en común había terminado. Apuró su cerveza, dejó monedas suficientes sobre la mesa para pagar la cuenta de los dos y salió de la taberna. Jakob se limitó a inclinar la cabeza para despedirse; no podía saludar con la mano, porque las dos sostenían ahora las de la camarera.
Una luna baja brillaba sobre la ciudad y proyectaba una sombra intensa tras la columna de la peste en el centro de la plaza del Pescado, como la sombra de un reloj de sol. Detrás de la colonia de pescadores se oía el rumor del Danubio, ¿o era solo un efecto de su embriaguez? Tibor se sujetó con la mano al marco de la puerta hasta que se acostumbró a respirar el aire fresco de la calle.
Caminó a través del Weidritz de vuelta a casa. Cómo le hubiera gustado poder sacarse los zapatos y seguir andando descalzo. En la plaza del Pescado aún había visto a dos gendarmes haciendo la ronda, pero ahora las calles estaban vacías, y el sonido de sus zapatos y del bastón en el empedrado resonaba en las paredes de las casas. Por eso tuvo un sobresalto cuando una voz de mujer lo interpeló:
—¿Adonde vas, guapo?
Tibor se volvió lentamente. A su izquierda se abría un callejón techado —en la oscuridad no podía distinguir adonde conducía— y la mujer se apoyaba en la pared de la entrada.
Llevaba un vestido claro y un chal sobre los hombros. Tenía el cabello largo y oscuro y la boca pintada. En cierto modo le recordaba a la baronesa Jesenák. Su acento revelaba que era eslovaca. Tibor se limitó a observarla sin decir nada.
—¿No quieres un poco de amor?
Mientras hablaba, se levantó el vestido y mostró una pantorrilla cubierta con una media blanca. Al ver que Tibor sacudía la cabeza lentamente, en un gesto que podía malinterpretarse como una muestra de indecisión, se arremangó más el vestido hasta que Tibor pudo vislumbrar una liga en torno al muslo.
—No —dijo Tibor.
—Eres un hombre tan guapo… me gustaría hacerlo para ti.
—No.
Ella sonrió, se llevó un dedo a los labios y dijo:
—Cinco centavos. —Luego el dedo señaló a la pelvis, y dijo—: Diez centavos.
La mujer se apartó de la pared, ya que Tibor no se había marchado lo bastante deprisa, y le cogió la mano libre. Luego se inclinó hacia él y lo besó. Aunque Tibor apretó los labios, la lengua de la mujer se abrió camino entre ellos. Sabía magníficamente, a hierbas frescas, a menta, limón y canela, con tanta intensidad que ardía en los labios de Tibor. Este recordó que un camarada de los dragones le había dicho que las prostitutas tenían un aliento fétido, porque todos los hombres a los que besaban dejaban su mal sabor y todos ellos se unían para formar un sabor único e insoportable que sabía peor que el ano de Lucifer; por eso las prostitutas que se preciaban masticaban hierbas aromáticas para no ahuyentar a sus clientes.
Mientras lo besaba, la mujer llevó la mano a la entrepierna de Tibor y sujetó lo que durante el beso se había enderezado automáticamente. Tibor abrió mucho los ojos y vio que ella no había cerrado los suyos. La mujer acabó el beso y lo arrastró hacia el oscuro callejón. Él ya no opuso resistencia.
El suelo no estaba empedrado, y el limo se había ablandado con la lluvia, de modo que Tibor tenía que poner mucha atención al caminar. El callejón giraba enseguida y acababa un poco más allá. En el rellano de una escalera había una alfombrilla desenrollada; allí se sentó la prostituta y se levantó el vestido.
Tibor dijo «no» de nuevo —era evidente que no estaba en condiciones de decir nada más—, con lo que la prostituta volvió a levantarse.
—Comprendo. Quieres ser fiel a tu mujercita que te espera en casa. Es muy noble por tu parte.
La mujer levantó la alfombrilla, empujó a Tibor contra la pared de la casa, extendió la alfombrilla a sus pies y se arrodilló ante él. Con manos hábiles le abrió los pantalones, sacó el falo y lo besó mientras lo mantenía sujeto con la mano. Unos segundos más tarde interrumpió su trabajo y miró hacia arriba a Tibor.
—Tienes que darme seis centavos.
Tibor tragó saliva antes de hablar.
—Antes dijiste cinco.
—Eso era antes, guapo. ¿Quieres que pare?
Tibor le dio el dinero con manos temblorosas. Sonriendo, la mujer guardó las monedas en un bolsillo oculto y continuó. Pero Tibor no podía gozar: los zapatos de Jakob le dolían aún más quieto que caminando. Tenía que apretarse contra la pared para no caer, y no podía decidirse entre mirar a la pared de enfrente o a la cabeza de la mujer, que se balanceaba de forma grotesca en su bajo vientre como un juguete mecánico. No quería seguir teniendo a aquella mujer donde estaba. Su borrachera de hacía un instante parecía haber desaparecido por completo. Cerró los ojos, pero tampoco en la oscuridad absoluta consiguió hacer aparecer imágenes de mujeres más bellas, de lugares más hermosos.
Se oían voces en la calle, de una mujer y varios hombres. Tibor volvió a abrir los ojos. No podía huir de aquel callejón sin salida. Pero las voces no se acercaban. Solo eran más fuertes que antes. La prostituta seguía sin inmutarse. Entonces la mujer gritó. Tibor apartó la cabeza de la prostituta. Una mujer había gritado, y él conocía la voz de esa mujer. La prostituta no se quejó cuando Tibor se marchó. Mientras corría, Tibor se abrochó los pantalones, tropezó al hacerlo y cayó de cara contra el fango. Se incorporó con esfuerzo con ayuda del bastón; la mujer seguía gritando, y también los hombres habían levantado mucho la voz.
Cuando salió del callejón, vio a un hombre que sujetaba a Elise por detrás mientras un segundo trataba de desabrocharle el corpiño; inútilmente, porque la criada de Kempelen le lanzaba continuas patadas. Ya había perdido un zapato. En aquel momento, la joven alcanzó con el talón el vientre de su agresor, y este, ciego de ira, le propinó una bofetada tan violenta que le volvió literalmente la cabeza.
Ninguno de los tres contendientes vio acercarse a Tibor. El enano golpeó en las corvas al asaltante con el bastón, y este cayó sobre el empedrado hasta quedar a la altura de su oponente. Tibor le lanzó entonces un puñetazo a la frente, y cuando la barbilla cayó sobre su pecho, le golpeó con tanta fuerza en la nuca con el bastón que la madera se rompió. Acto seguido el enano se volvió hacia el otro, que entretanto había soltado a Elise. La criada aprovechó para lanzarle un codazo al estómago, pero el hombre, que era más corpulento, estaba aún más borracho que su camarada, y llevaba un delantal de cuero, pareció no notarlo apenas. Tibor se lanzó sobre él y lo arrastró consigo al suelo. Los dos rodaron sobre el empedrado. Tibor le sujetó el gaznate y apretó tanto como pudo con sus pequeñas manos, tratando de hacer caso omiso de los dolorosos codazos en la cara y en el cuerpo que el otro le propinaba.
Progresivamente los golpes perdieron potencia; su víctima se esforzaba por conseguir aire y empujaba hacia atrás la cabeza de Tibor con sus manos grandes y toscas. Era el que tenía los brazos más largos. Tibor tensó la nuca para presionar en sentido contrario. Sus músculos temblaban quejándose por el esfuerzo.
El primero, entretanto, se había recuperado del susto y de los golpes y había cogido una caja de madera vacía que había encontrado junto a una pared. Con la caja en las manos se acercó a Tibor por la espalda, pero se había olvidado de Elise, que le hizo la zancadilla, lo derribó, y antes de que pudiera levantarse, le lanzó una patada a la cabeza. El golpe le acertó en el cráneo, y el hombre cayó sin un gemido sobre el empedrado.
La presa de Tibor en torno al cuello de su rival cedió, los dedos resbalaron de la piel sudada, y finalmente el hombre pudo zafarse de él; Tibor cayó de espaldas y notó que la cadena que llevaba al cuello, a la que se había agarrado la mano de su oponente, se rompía. El enano rodó sobre sí mismo y volvió a incorporarse, pero el otro ya se había levantado y había salido corriendo. Tibor le siguió con la mirada.
Algo caliente caía en su ojo derecho; debía de haberle abierto la ceja. Se tocó la herida, y al hacerlo se dio cuenta de que tenía toda la cara cubierta de fango. En las casas vecinas ya se abrían postigos y se encendían luces.
Una mano se posó sobre su hombro. Tibor se volvió bruscamente, pero solo era Elise, jadeante como él. A sus pies yacía el otro hombre. La criada miró a Tibor y él le devolvió la mirada con el ojo abierto. Elise tenía el cabello revuelto. El sudor brillaba en su piel, tenía un arañazo profundo en la frente, y el corpiño, desgarrado y sucio por las manos de su atacante, dejaba al descubierto el inicio de los senos. Aunque sus ojos estaban dilatados por el espanto y tenía la boca abierta, Tibor pensó que en su vida había visto nada tan bello.
Del lugar por donde había huido el hombre con el delantal de cuero se acercaban pasos. Eran los gendarmes. Tibor miró al suelo, pero no vio su amuleto por ninguna parte. Volvió a mirar a Elise, y luego salió corriendo en la dirección opuesta. Ella hizo un movimiento para retenerle y dijo «Espera», pero ya era imposible pararlo.
Tibor corría tan deprisa como lo permitían sus piernas artificiales.
Cuando llegó de nuevo a la plaza del Pescado, redujo la marcha. Se volvió y comprobó que todavía lo seguían; vio a uno de los dos gendarmes, que balanceaba su mosquete de un lado a otro al correr. Tibor siguió adelante, por un momento desorientado; podía huir a La Rosa Dorada, donde estaba Jakob, pero ¿cómo iba él a ayudarlo? A su derecha se levantaba la muralla con la Puerta de Weidritz cerrada, y a la izquierda, el Danubio; de modo que solo podía seguir recto adelante, hacia el castillo. El gendarme llamó al alto a Tibor; primero en alemán y luego en eslovaco.
Tibor se inclinó hacia delante y cayó al suelo. Al parecer, la pierna falsa se había roto. El enano se liberó de las dos prótesis tan deprisa como pudo, las lanzó por encima de un muro y siguió corriendo descalzo, estorbado ahora por los larguísimos pantalones. El gendarme se acercaba más a Tibor, y como vio que el fugitivo no tenía intención de detenerse, se ahorró el aliento y dejó de ordenárselo.
Tibor entró luego en la colonia de Zuckermandel, entre el Danubio y la ladera de la colina del castillo, un suburbio obligadamente estrecho con casas de una sola planta, dividido por una única calle sin iluminación. Aquí no solo olía a pescado, sino también a sangre, aceite y ácidos de los talleres de curtidores locales. A Tibor le fallaban las fuerzas. Cuando la calle de Zuckermandel trazó una ligera curva y él se encontró por un momento fuera de la vista de su perseguidor, trepó al muro más próximo, que daba al patio de una casa situada del lado del río, y sin pensarlo dos veces se dejó caer al otro lado. El aterrizaje fue doloroso. El enano cayó sobre piedras, fragmentos de metal y follaje en un estrecho nicho entre el muro y un cobertizo, y se quedó allí agazapado. Al otro lado del muro, oyó al gendarme que pasaba corriendo.
Tibor tragó saliva con dificultad. Su respiración se fue tranquilizando poco a poco y el dolor en los pulmones y la punzada en el bazo desaparecieron. Se arremangó los pantalones desgarrados. Una de las medias estaba teñida de rojo en el talón, donde el zapato de Jakob rozaba la piel. Tibor quiso darse un masaje en la zona lastimada, pero el pie le dolía con solo tocarlo. La bonita levita verde que le había cortado Jakob estaba llena de barro, igual que su rostro. La herida de la ceja había dejado de sangrar, pero la zona se había hinchado tanto que una sombra oscura sobresalía arriba en el campo de visión de su ojo derecho. Los párpados, viscosos de sangre, hacían un ruido pastoso con cada pestañeo. Había destrozado sus ropas, perdido sus zapatos y gastado seis centavos por unos decepcionantes tocamientos obscenos.
Retrospectivamente sentía asco de sí mismo. No era casualidad que su amuleto de la Virgen hubiera desaparecido: ¿por qué querría la madre de Dios permanecer con él después de que la hubiera abandonado de nuevo? Instintivamente se llevó la mano al cuello, donde ya no se balanceaba la querida imagen de la Madonna, en un gesto que cada día, entre Kunersdorf y aquel momento, le había proporcionado seguridad.
Ahora sus dedos se cerraban en el vacío. Recitó una muda avemaría y recordó la noche en que recibió el medallón.
El 12 de agosto de 1759, los prusianos quedaron atrapados entre las tropas rusas y las austríacas en las colinas de Kunersdorf, cerca de Frankfurt, y fueron aplastados por el enemigo. Los coraceros prusianos, que debían lanzarse desde la derecha contra los flancos del ejército de la coalición, avanzaban con mucha dificultad a través de unos brezales impracticables. Aunque el Hühnerfliess, un arroyo que corría entre los frentes, era solo un triste regato, su lecho era tan pantanoso que los cañones prusianos se hundían en él, y el único puente que lo atravesaba era tan estrecho que los carros con las piezas de artillería tenían muchos problemas para cruzarlo. Dos caballos fueron alcanzados por disparos de fusil con Federico II en la silla, y un tercero recibió un disparo en la yugular cuando el rey colocaba su bota en el estribo. Una bala rusa alcanzó incluso al propio rey, pero se encontró milagrosamente con una tabaquera de oro que llevaba en el bolsillo del chaleco.
Conmocionado por la derrota, el rey lo hizo todo por morir, como sus soldados, en el campo de batalla; gritó pidiendo una bala enemiga que le arrebatara la vida, pero sus ayudantes sujetaron las riendas del caballo y galoparon con su general hasta alcanzar un lugar seguro. En lugar de dar caza al gran Federico sin concederle respiro, como el general austríaco Laudon deseaba, los agotados rusos al mando del general Saltykov permanecieron en el lugar de su triunfo para celebrarlo durante toda la noche, y Laudon, con unos efectivos que apenas sumaban una cuarta parte de la de los rusos, no tuvo más remedio que hacer lo mismo.
Tibor se sintió agradecido cuando el teniente les informó, a él y a sus camaradas, de que la batalla estaba ganada y de que no perseguirían a los prusianos al otro lado del Oder, donde ya se ponía el sol. Un barril de agua pasó de mano en mano y todos bebieron con avidez, porque el día había sido claro y sin viento, tal vez el más caluroso del año, y las reservas de agua de las cantimploras se habían agotado pronto. Los dragones se despojaron de sus uniformes, polvorientos por fuera y empapados de sudor por dentro, y se limpiaron la suciedad de la cara. Nadie hablaba. Se oían gemidos, pero no lamentos, porque el regimiento solo había perdido un puñado de hombres, y el pelotón de Tibor ni uno solo. Desde la colina donde estaban sentados podían ver el Oder y Frankfurt al otro lado, y en torno a ellos, innumerables franjas de humo de los fuegos que todavía ardían; pequeñas columnas sobre el campo de batalla y grandes nubes sobre Kunersdorf, Trettin, Reipzig y Schwetig, los pueblos del municipio de Frankfurt, que los cosacos habían incendiado más por el placer de destruir que por razones de táctica militar. Solo la iglesia de piedra de Kunersdorf había resistido a las llamas.
Al cabo de media hora, el teniente los requirió de nuevo; debían salir hacia Reipzig para buscar prusianos fugitivos entre las ruinas del pueblo. Los dragones cogieron sus caballos de las riendas y bajaron hacia Reipzig a través de la hierba seca. Cuando alcanzaron el pueblo, ya era oscuro. Aquí y allá algunas llamas iluminaban la noche, pero el resto de las casas se habían transformado en brasas y ceniza. Algunos hombres se quedaron junto a los caballos a la entrada del pueblo —entre ellos el joven Tibor— y bebieron del arroyo que pasaba por el lugar, el Eilang.
Los demás marcharon con los fusiles cargados y las bayonetas caladas, entre el resplandor rojizo de las brasas, a través de las calles, donde hacía aún más calor que durante el día a pleno sol. Cuando caía alguna viga carbonizada, saltaban chispas que se confundían con las estrellas en el cielo.
Después de recorrer el pueblo vacío, el pelotón se distribuyó en grupos en torno a Reipzig; Tibor, Josef, Wenzel, Emanuel, Walther y Adam, su cabo, acamparon entre el límite de la población y el molino de papel de Reipzig, el único edificio que los rusos habían respetado. La primera guardia le fue asignada a Josef, y los demás enrollaron sus mantas para utilizarlas como almohadas y se durmieron al instante.
Durante la noche, Tibor se despertó empapado en sudor. Permaneció tendido en el suelo, mirando al cielo y escuchando los grillos, el murmullo del Eilang, el tableteo de la rueda de molino y la respiración de sus camaradas. Wenzel, el hombre de guardia, se había dormido apoyado contra un tronco. Tibor se levantó y caminó descalzo por la hierba hacia el arroyo, bebió algo de agua tibia en el hueco de la mano y se limpió el sudor de la cara. Cuando se estaba desabrochando los pantalones para orinar, el tableteo del molino, que había estado oyendo desde su llegada, enmudeció bruscamente. El sonido de la rueda no era muy fuerte, pero ahora había callado por completo. Tibor trató de reconocer algo en la oscuridad, pero solo pudo percibir sombras. Miró atrás, hacia sus compañeros; todos dormían profundamente.
Caminando por la orilla arenosa, Tibor remontó el curso del riachuelo en dirección al molino. A medio camino, el tableteo empezó a oírse de nuevo. Tal vez había quedado atrapada alguna rama entre las palas de la rueda. De todos modos, Tibor siguió adelante. La puerta del molino estaba cerrada, pero había una ventana abierta. Tibor miró dentro. En la oscuridad pudo distinguir varias ruedas y correas que unían la máquina del mazo con la rueda del molino, luego una gran caldera, un montón de harapos y leña, y finalmente tiras de papel colgadas para secar, que caían como nubes cuadradas del armazón del tejado e iluminaban el espacio con una luz particular. La puerta que daba a la habitación contigua estaba cerrada. Junto a la máquina del mazo había una figura tendida en el suelo; una mujer, con la cabeza apoyada en una piel de cordero. Dormía. Tenía las manos y los pies atados con correas de cuero y la boca tapada con un grueso pedazo de tela.
Tibor se aseguró de que llevaba consigo su pequeño cuchillo y luego trepó por la ventana. El tableteo del molino cubría el ruido de sus pasos. Cuando se acercó a la mujer, vio que no estaba tendida sobre una piel de cordero, sino sobre un cordero muerto que tenía un agujero de bala en la frente. Pero la mujer vivía. Cuando Tibor quiso liberarla de la mordaza, la prisionera se despertó y trató de gritar. Tibor le indicó con señas que permaneciera tranquila, pero ya era demasiado tarde: la habían oído. La puerta de la habitación contigua se abrió y un soldado apareció en el marco.
Tibor lanzó un suspiro: no era un prusiano, sino un ruso. Un oficial ruso. Tibor pronunció las pocas palabras rusas que les habían enseñado: «austríaco» y «amigo».
El ruso respondió en su lengua materna, le dirigió una sonrisa irónica y no dejó de hablar mientras se acercaba a Tibor. Este asintió con la cabeza, aunque no entendía nada. Entonces el ruso se señaló a sí mismo, a Tibor y a la mujer e hizo un gesto de significado inequívoco. Tibor no reaccionó, y solo cuando el ruso repitió el gesto más despacio, sacudió la cabeza.
Tibor era un muchacho enano que se enfrentaba a un soldado ruso adulto. Debía volver urgentemente al campamento y conseguir ayuda.
—Fritz —dijo el ruso, y de nuevo señaló a la mujer.
—Ya sé —respondió Tibor—. Pero no quiero. Muchas gracias. Adiós.
La mujer amordazada lanzó un gemido cuando Tibor se dirigió hacia la puerta. El ruso, que al parecer había intuido lo que Tibor se proponía, le sujetó la cabeza desde atrás. Walther le había hablado de esa presa: así le rompían el pescuezo a la gente.
De manera que en lugar de defenderse contra el movimiento que hacía su cabeza, Tibor siguió el repentino tirón de las manos, sacó el cuchillo del cinturón y se lo clavó en el muslo al oficial, que lanzó un gemido y lo soltó. Tibor corrió a ponerse a cubierto tras la máquina del mazo. El ruso se arrancó la hoja de la carne y tiró descuidadamente el cuchillo. Volvió a sonreír y empezó a hablar conciliadoramente mientras se acercaba a Tibor. Cuando estuvo junto al mazo, accionó una gran palanca que conectaba la rueda de palas con la máquina del mazo. Chirriando, las ruedas y las correas se pusieron en movimiento, y los brazos de la máquina golpearon en la pila vacía. Por lo visto, el ruso quería evitar así que Tibor se arrastrara bajo el mecanismo y se escapara. Pero Tibor lo hizo de todos modos: cuando el ruso rodeó la máquina para atraparlo, el enano saltó por encima de una de las correas y trepó a una rueda cónica colocada horizontalmente. El oficial, sin embargo, consiguió cogerle el pie desnudo y lo retuvo. La articulación del pie de Tibor y la mano del ruso resbalaron entre dos conos de la rueda, y cuando esta siguió girando, sus miembros cayeron entre los dientes del engranaje y quedaron trabados allí. Tibor lanzó un grito, y el ruso sonrió. El mecanismo del molino se detuvo. Tibor y su atacante estaban unidos firmemente entre sí, y Tibor no sabía cómo liberarse. Cada movimiento entre las ruedas aumentaba su dolor, porque la presión del mecanismo se mantenía invariable. Habrían hecho falta varios hombres fuertes para volver a girar la rueda en sentido contrario.
Con la mano izquierda, que tenía libre, el ruso se llevó la mano a la bota y sacó un puñal estrecho. Tibor estaba tendido sobre la rueda ante él como en una mesa de sacrificio. El ruso dijo algo y luego levantó la mano para descargar el golpe. Sonó un disparo. Como si le hubiera picado una avispa, el ruso gritó, dejó caer el puñal y se retorció de dolor. En su costado humeaba un agujero. El ruso maldijo, se palpó la herida con la mano libre, se rascó el agujero como sí fuera una picadura de insecto, agitó aún los pies un momento y luego murió. Antes de que su cuerpo se desplomara, desmadejado, colgando de la rueda, sus dedos se cerraron con más fuerza aún en torno al pie de Tibor.
Walther, que estaba de pie en la puerta, bajó su fusil.
—Parbleu! ¡Como cítisos en la mata! —dijo—. Y es un ruso, gran hombre. Los rusos están de nuestro lado, ¿sabes?
Allí estaban Walther, Emanuel y el cabo Adam. Los hombres liberaron a Tibor de los engranajes. Su pie estaba rojo y azul, pero los huesos no habían sufrido daños.
Luego liberaron a la mujer, que venía de Reipzig y no había podido huir a tiempo.
Emanuel propuso bromeando que terminaran lo que el ruso no había llegado a empezar, pero el cabo le reprendió severamente. La mujer dio las gracias a cada uno de los cuatro hombres besándolos en la mejilla. A Tibor le entregó, además, su cadena con un pequeño medallón de la Virgen y le deseó que lo protegiera siempre.
Luego se echó a llorar. Walther quiso consolarla, pero Adam le espetó que no era tarea suya consolar a las hembras prusianas, y la echó.
Mientras tanto Emanuel había recibido permiso del cabo para incendiar el molino.
Los harapos secos ardieron como yesca. La visión del papel ardiendo en el armazón del techo era tan hermosa como unos fuegos artificiales, y los soldados permanecieron en el interior del molino hasta que el calor fue demasiado intenso.
Dejaron que el oficial ruso, cuya pierna derecha se estuvo moviendo convulsivamente hasta el último momento como la de un insecto muerto, se quemara con el edificio, pero se llevaron el cordero al campamento —Walther llevó a Tibor a la espalda—, y al resplandor del molino incendiado, dieron buena cuenta del animal en un banquete nocturno.
Desde entonces, desde su decimoquinto año de vida, Tibor había llevado el medallón consigo, pero ahora la imagen había desaparecido en el fango de un callejón de Presburgo.
Tibor oyó pasos al otro lado del muro. Seguramente su perseguidor volvía a la plaza del Pescado, donde se encontraban el otro gendarme y el hombre derribado, y también Elise. Elise: ¿qué demonios había ido a hacer, a medianoche, a la colonia de pescadores? Por lo que Tibor sabía, la criada vivía en la antigua habitación de Dorottya, que estaba en la Spitalgasse, no muy lejos de la casa de Kempelen, y hasta allí había una buena caminata. ¿Y quiénes eran aquellos dos hombres? Tibor estaba orgulloso de haber podido ayudar a Elise, aunque ella no pudiera saber quién era él.
A pesar de hallarse tan cerca el uno del otro cuando él estaba sentado en el interior del turco ajedrecista y ella servía a los invitados de Kempelen, probablemente no volverían a encontrarse nunca, y su breve contacto de antes —el intento de ella de retenerlo— no se repetiría.
Se levantó. ¡Qué pequeño volvía a ser ahora! Durante toda su vida había sido pequeño, pero unas pocas horas embutido en el disfraz de Jakob habían bastado para que se acostumbrara a su nuevo tamaño. Desde donde estaba, el muro era demasiado alto para trepar hasta arriba: Tibor tenía que encontrar otro camino para salir.
Salió del nicho entre el muro y el cobertizo y se encontró en un patio, rodeado de paredes por todas partes, que lindaba con una casa. Se asustó por un instante, porque a la luz de la luna vio un montón de caras que lo miraban fijamente, pero las caras eran oscuras, estaban inmóviles y acababan por debajo del cuello: había aterrizado en medio de una colección de esculturas o en el taller de un escultor. En aquel patio se agrupaban más de dos docenas de bustos de metal. Algunos estaban montados sobre zócalos de madera o de piedra, pero la mayoría estaban de pie o tumbados en el suelo; unos miraban fijamente hacia arriba, a las estrellas, y otros directamente a las losas de piedra que tenían debajo; unos dirigían la mirada al otro lado del patio, y otros a un muro; una parejita de bustos, finalmente, se miraba con los ojos muy abiertos, como si compitieran a ver quién cerraría primero los párpados de plomo. Había tantas caras que al menos un par de ojos siempre observaban a Tibor. En cualquier lugar donde se encontrara, sentía las miradas fijas en él. ¡Y qué caras tan extrañas! No eran como las que generalmente se veían fundidas en metal, de reyes y reinas, generales o sacerdotes con rasgos serenos, mirada orgullosa y pelucas perfectas, sino que eran cabezas humanas sin cabellos y con los cuellos y el pecho descubiertos, de modo que resaltaban las feas muecas que esbozaban. Cada rostro expresaba un sentimiento distinto; esta, duelo; aquella, sorpresa; esta rabia, y aquella candidez; aquí fatiga, y allí repugnancia; jovialidad, lujuria, disgusto y malestar aparecían representados con mayor viveza aún que en los seres vivos.
Mediante el diferente trazado de las arrugas en torno a los ojos, la boca y el cuello, en la frente y junto a la nariz, en aquel curioso gabinete aparecían plasmados para siempre en cobre y plomo todos los sentimientos humanos. Entonces Tibor se dio cuenta de que no se trataba de diferentes cabezas, sino que siempre era el mismo rostro.
Tibor oyó un ruido que provenía de la casa adyacente, alguien parecía gemir de dolor, y solo entonces se dio cuenta de que allí brillaba una luz. Un portal conducía del patio cercado de muros hasta la calle, pero la salida estaba cerrada. Tibor se acercó sigilosamente a la ventana iluminada y miró al interior.
A la luz de varias lámparas vio, de espaldas a él, a un hombre de constitución robusta sentado a una mesa en la que había, por un lado, un espejo, y por otro, un pequeño busto de arcilla húmeda que el artista trabajaba con los dedos y con espátulas de madera. Tenía el torso desnudo, pero llevaba una baranica, la gorra de piel de los campesinos locales. El hombre dio forma a la arcilla, luego se detuvo, se llevó la mano izquierda a las costillas del costado derecho y se pellizcó con tanta fuerza que la carne se volvió blanca bajo sus dedos. Debía de esforzarse para no gemir, pero mantuvo el doloroso apretón durante más de medio minuto mientras estudiaba su mueca en el espejo. Podía intuirse que el rostro de arcilla que tenía ante sí estaba siendo modelado con los mismos rasgos que las numerosas cabezas del patio —y también con los rasgos del hombre en el espejo, pues, cuando Tibor miró hacia su superficie, pudo verlo reflejado: era el original vivo de todos los duplicados inertes—, y entonces Tibor vio que los ojos del hombre miraban a través del espejo directamente hacia él. Tibor confió, en vano, que no lo hubiera visto en la oscuridad, pero el hombre se levantó de un salto.
Tibor retrocedió un paso. Estaba atrapado en aquel patio; solo podía esperar que el escultor atendiera las explicaciones del intruso y le dejara marchar sin hacerle nada. Pero cuando la puerta se abrió y la luz de la lámpara de aceite cayó formando una cuña sobre el patio, Tibor vio que llevaba una pistola en la mano. El hombre gritó:
—¡Fuera, vete, no me cogerás!
Tibor quiso hablar, pero ¿qué podía replicar a esta sorprendente declaración?
Aunque el portal estaba cerrado, corrió hacia él. El escultor oyó sus pasos, se giró y lo apuntó con la pistola.
—Vade retro! —gritó, y disparó. Una llama blanca surgió del arma.
Si Tibor hubiera sido un hombre de estatura normal, la bala le habría agujereado la cabeza, pero solo alcanzó al busto que sobresalía por detrás —la imagen del artista bostezando—; entró en la boca abierta. La bala de plomo dio en el paladar de plomo, que se la tragó con un sonido sordo. El escultor dejó caer la pistola y se dirigió hacia Tibor.
—¡Puedo encadenarte! ¡Te cogeré antes de que me atrapes! —gritó.
Tibor corrió hacia la puerta abierta, la única posibilidad de escape, pero su atacante le cerró el paso al taller. Los dos se persiguieron entre los bustos como niños jugando en el bosque. El escultor era más rápido y más ágil que Tibor, y cuando el enano dio un salto hacia la puerta, su atacante rodeó sus piernas por detrás y lo derribó. Riendo triunfalmente, el escultor puso a Tibor boca arriba. Inmediatamente su risa cesó. La luz del taller cayó sobre la cara del enano, que en ese momento pudo ver claramente que el escultor lo había confundido con otra persona. Una expresión de sorpresa se dibujó en su rostro. El hombre soltó a Tibor, y al ver que este no intentaba levantarse, lo ayudó a ponerse en pie.
—Lo siento —dijo con repentina afabilidad—. Soy un bruto. Pero ¿qué te he hecho? —Acercó la mano a la ceja de Tibor, pero se paró un poco antes de tocar la herida—. Ven, vamos a ocuparnos de esto.
Tibor lo siguió al taller. El artista le acercó una silla, en la que Tibor se sentó; luego trajo una jofaina de agua y un paño. Primero se lavó él mismo la arcilla seca de los dedos, y después limpió la cara de Tibor de fango y de sangre. Mientras tanto no dejaba de pedirle perdón por las heridas, de las que sin duda creía ser el causante, e insistía en que le había confundido estúpidamente con otro. El hombre trajo una manta de su cama y se la colocó sobre los hombros. Luego fue dos habitaciones más allá, a la cocina, y Tibor pudo oír ruido de cazos y agua.
El enano aprovechó el momento para echar una ojeada al pequeño taller, que parecía ser también la sala de estar del artista: allí tenía la cama, una gran mesa de trabajo y varias sillas, además de diversas bandejas y jarras, sus herramientas y libros con títulos como Preludios microcósmicos del nuevo Cielo y la nueva Tierra, Informes sobre el visible fuego ardiente e inflamado de los sabios antiquísimos o Los siete santos pilares del Tiempo y la Eternidad. En una pared estaban apoyados varios medallones de alabastro. Los retratos reproducidos en ellos eran corrientes y no estaban deformados por ninguna mueca. Tibor reconoció una de las caras: era el magnetizador, el artista sanador de la capa que había tratado a Tibor y a otros, agrupados en torno a la cubeta, con la fuerza del magnetismo animal.
Tibor observó la cabeza de arcilla en la que había estado trabajando el escultor.
Los ojos estaban dilatados, la boca abierta, la mandíbula colgaba nacidamente hacia abajo; toda la cabeza estaba algo echada hacia atrás y los músculos del cuello estaban en tensión. Era evidente lo que esa mueca expresaba: era espanto, horror ante algo desconocido, repulsivo, temible, monstruoso. Hacía poco que Tibor había visto aquella expresión; no en el rostro del escultor, sino en el de Elise. La criada de Kempelen lo había mirado, a él, a Tibor, con esa misma expresión, y lo había hecho mientras él admiraba de nuevo su belleza, una belleza perfecta que ni siquiera aquella mueca de repugnancia había podido estropear. La mirada de Tibor se deslizó del busto de arcilla al espejo, y su rostro le devolvió la mirada —con la barbilla deforme cortada por el borde inferior del marco, porque su cuerpo no llegaba más arriba—, un rostro con cabellos negros sin brillo y ojos castaños demasiado hundidos en las cuencas, como ratas cobardes; mejillas insulsas como las de una niñita; bultos y hoyuelos por todas partes, como en una masa para pasteles que no se ha hinchado bien en el horno, y todo eso sobre el cuerpo malformado de un gnomo. ¿Qué esperaba? ¿Que Elise abrazara, arrobada, a su salvador? El desenfreno de las mujeres de Viena tenía su causa en el magnetismo, y además él llevaba entonces una preciosa máscara; la prostituta de hacía un rato y la de tiempo atrás habían cobrado por sus caricias, y la muchacha de Gran solo se había entregado a él porque ella también era fea. Los rasgos del rostro de Tibor se deformaron y afearon aún más; el enano entrecerró los ojos, las comisuras de los labios cayeron y la barbilla tembló cuando Tibor empezó a llorar. Se observó mientras lloraba; el ridículo temblor de su grotesco cuerpo al sollozar. Siguió el rastro de sus lágrimas en los surcos incongruentes de su rostro, vio cómo un moco goteaba de su nariz. Cuanto más lloraba, más feo se volvía, y cuanto más feo se volvía, más lloraba por su fealdad.
—¿Por qué lloras? —le preguntó el escultor, aunque sin rastro de compasión en su voz.
Tibor no lo había oído volver. El escultor colocó una tetera y dos tazas de porcelana china sobre la mesa y vertió una bebida blanca caliente en ellas. Tibor se enjugó las lágrimas de la cara, primero con la manta que llevaba encima y luego con la manga de su levita.
—¿Que por qué lloro? —respondió—. Porque soy feo.
El escultor le tendió una taza. Los dos callaron durante un rato. Tibor sujetó la taza con las dos manos y absorbió el vapor por la nariz. Era agua caliente con leche.
—Mírame —dijo el escultor—, y dime si me encuentras feo.
Tibor observó a su interlocutor. Su rostro estaba tan bien proporcionado como su torso desnudo. Sacudió la cabeza. Lo hubiera dado todo por poseer un físico como aquel.
—¿Y las caras que hay fuera en el patio?
—Sí. Esas sí son feas.
—Pues lo que hay fuera soy yo, yo y siempre yo, fundido en cobre, plomo y estaño, y las muecas que esbozo son corrientes. Debes reconocerlo: la belleza es relativa. Igual que un hombre bello puede ser feo, también un hombre feo puede ser bello; lo llevamos todo en nosotros.
Mientras Tibor pensaba en aquello, el escultor volvió a cerrar la puerta del patio y corrió dos cerrojos.
—¿A quién esperabas antes? —le preguntó Tibor.
—Al Espíritu de las Proporciones —respondió el hombre, y miró a través de la ventana en la que antes había descubierto a Tibor.
Cuando vio que el artista no daba ninguna otra explicación, Tibor preguntó de nuevo:
—¿A quién?
—Al Espíritu de las Proporciones. Viene de noche, y a veces también de día, para estorbarme en mi trabajo. No quiere que llegue a desvelar los secretos de las proporciones.
—No comprendo…
—Todo en el mundo obedece las leyes de las proporciones. Cada cosa que existe en el mundo se relaciona con las demás conforme a determinadas proporciones. Así se relaciona también nuestra cabeza con respecto al resto de nuestro cuerpo. Cuando siento dolor en una parte de mi cuerpo, mi cara se contrae de determinada forma. —De nuevo se pellizcó en las costillas del costado derecho y en su cara se dibujó la mueca que mostraba también el pequeño busto de arcilla—. Hay, en total, sesenta y cuatro muecas de este tipo. Muchas de ellas están ya listas fuera, en el patio. Pero no descansaré hasta haber fundido en metal las sesenta y cuatro.
—¿Por qué?
—Porque entonces habré descifrado el sistema de las proporciones, ¡y quien las gobierna es el amo del Espíritu de las Proporciones!
Era evidente que Tibor había ido a parar a la casa de un loco, y había tenido suerte de que el escultor no le hubiera atacado con varias pistolas. El enano tomó un trago de su bebida y pensó en cómo podría escapar de aquel iluso sin sufrir daños.
—¿Cómo debo llamarte, espíritu? —preguntó el escultor.
—¿Cómo…?
—¿Eres un espíritu, no? Claro que lo eres. Tibor asintió.
—Sí. Soy un espíritu. Nadie puede verme… excepto tú.
—Lo sé —dijo el escultor sonriendo.
—Y tampoco debes hablar a nadie sobre mí.
—¿Por qué no?
Tibor dudó un momento, y luego declaró con voz severa:
—Porque si lo haces, también yo te visitaré.
Aquella idea pareció alarmar seriamente al hombre, que levantó las manos en un gesto implorante.
—Perdóname. No quería mostrarme rebelde. Nadie sabrá nunca de ti.
—Bien.
—¿Y cómo debo llamarte?
La mirada de Tibor se posó en el medallón del magnetizador.
—Soy el Espíritu del Magnetismo.
El escultor se estremeció, e inclinó humildemente la cabeza.
—Me honras con tu visita, Espíritu del Magnetismo. Perdona que te haya atacado.
—Has pasado la prueba, porque me has dejado libre y me has tratado bien.
El escultor asintió. Viendo que el hombre creería cualquier cosa que le dijera, Tibor añadió:
—Pero ahora tengo que irme. Tengo que… volar a mi templo. Ábreme las puertas y… en el futuro te apoyaré con mis fuerzas magnéticas en tu búsqueda y tu lucha.
—¿Volverás?
Tibor trató de adivinar lo que el loco esperaba como respuesta, y finalmente dijo:
—Sí. Porque me complaces, fiel servidor. —E hizo un gesto que recordaba a una bendición.
De nuevo en la calle de Zuckermandel, mientras volvía a la ciudad, Tibor quiso reírse de lo que acababa de vivir, pero la risa no encontró su camino hacia fuera. En lugar de reír, no dejaba de sacudir la cabeza una y otra vez en silencio. Tenía que contarle aquella historia a Jakob. En el camino de vuelta evitó la plaza del Pescado y la calle en que había socorrido a Elise; llegó a casa de Kempelen cuando en el este el cielo ya se volvía azul sobre los viñedos.
A lo largo de todo el mes de abril se efectuaron nuevas exhibiciones del turco ajedrecista. En todas se agotaron las entradas. Tibor cada vez se divertía más; últimamente disfrutaba tanto del juego de ajedrez como en otro tiempo, durante su aprendizaje. Sus partidas eran como las sonatas que tocaba Kempelen cuando se encontraba de buen humor: en esas ocasiones el delicado sonido del clavicémbalo penetraba incluso a través de las tablas en la habitación de Tibor; entonces el enano dejaba el trabajo, se tumbaba en la cama, miraba al techo o cerraba los ojos y aguzaba el oído para escuchar la impecable ejecución de su patrón.
El inicio de cada partida era un allegro, un movimiento rápido y formal de las primeras piezas —de los peones ante el rey y los alfiles, de los caballos en lucha por las cuatro casillas centrales, los golpes intercambiados y los sacrificios de piezas poco importantes— apenas sin necesidad de reflexionar y sin táctica, una apertura probada mil veces, una sucesión de movimientos lógica, casi matemática, descrita en innumerables libros especializados. Luego seguía el andante. La partida se hacía más lenta, se alargaba, las partes trataban ahora de imponer su estrategia; cada movimiento debía pensarse a fondo, porque un error podía decidir prematuramente la partida. También caían piezas, pero ahora su pérdida era más dolorosa; valiosos oficiales se colocaban junto al tablero, y de vez en cuando caía incluso la reina; en el ataque y el contraataque había que establecer valoraciones: ¿era realmente menos valioso el propio caballo que la torre enemiga?, ¿valía la pena sacrificar dos oficiales si de este modo se podía eliminar la reina enemiga? Entonces se revelaba la táctica de Tibor o su oponente cometía un error decisivo, y, presto, el rey estaba sitiado y un oficial le daba jaque, en una sucesión lógica de movimientos finales que el contrario, cuando los veía, solo podía detener con un abandono prematuro; o bien seguía scherzo, en el que el rey rojo era acosado por los oficiales blancos por todo el campo y los pobres leales que debían detener a sus perseguidores eran aplastados. El acorde final era, por último, el ruido que resonaba a través del tablero cuando el rey rojo era derribado como señal del mate.
Sin embargo, los adversarios de Tibor eran cada vez más fuertes. Knaus, Spech, Windisch, eran hombres que habían llegado a la mesa de ajedrez debido a su rango y su renombre, y no a su talento en el juego de los reyes. Ahora, en cambio, llegaban para enfrentarse al turco buenos jugadores, miembros de los salones de ajedrez que habían leído su Philidor y su Modenaer. Empezaron a anotar las partidas del turco para compararlas entre sí, para comprender el sistema que se ocultaba tras ellas y establecer una estrategia para el ataque. Las partidas se alargaron, de modo que Kempelen consideró la posibilidad de colocar relojes de arena para forzar a los invitados a jugar más rápido.
El 11 de abril, finalmente, Tibor tuvo que aceptar unas primeras tablas después de cuarenta y cuatro movimientos. Kempelen regaló la entrada a este primer contrincante que el autómata no había conseguido vencer —un anciano y casi ciego maestro de escuela que había viajado desde Marienthal—, en reconocimiento por su actuación. Al acabar, Tibor pidió disculpas a Kempelen, pero este se tomó el empate con tranquilidad. Y como Kempelen había imaginado, las tablas solo contribuyeron a aumentar la fama de la máquina de ajedrez: por un lado, de este modo el turco pareció ante los ojos de los presburgueses más humano, por ser falible, y por otro, el resultado espoleó a los siguientes oponentes para luchar por unas tablas frente a la máquina o ser incluso el primer ser humano que obtuviera una victoria frente a ella.
Se empezaron a oír voces que afirmaban que el ajedrecista no era una máquina, sino que estaba guiado por una mano humana; pues una máquina, al fin y al cabo, habría ganado siempre. Kempelen invitó a esos acusadores a las sesiones, donde pudieron convencerse con sus propios ojos de que la mesa de ajedrez estaba vacía, de que en el interior no se había colocado ningún espejo y de que no había cables invisibles que movieran el brazo del pachá como una marioneta, ni bajo la mesa ni sobre ella. Alegaron entonces que ahí entraba en juego el magnetismo, hasta que Kempelen permitió que uno de los incrédulos colocara un pesado imán junto a la mesa de ajedrez o al lado de la misteriosa caja durante la partida, pero eso no cambió en absoluto el juego del turco. Kempelen también accedió a la petición de alejarse de la mesa de ajedrez y de la caja, y en una ocasión, entre las risas de los invitados, abandonó incluso el taller para ir a buscar un refresco mientras el autómata seguía jugando sin su creador.
Jakob atrapó a un muchacho cuando iba a soplar rapé por uno de los agujeros de las cerraduras para hacer estornudar al hombre supuestamente oculto en el interior y conseguir así que se traicionara. Con ayuda de Branislav, Jakob expulsó al muchacho sin miramientos. En otra ocasión Tibor, que había comido mal y tenía flatulencia, llenó el interior de la máquina con sus ventosidades, que finalmente llegaron también al exterior, de modo que los espectadores de las primeras filas notaron el olor y preguntaron si el turco no se habría excedido tal vez con el comino local.
La baronesa Ibolya Jesenák acudió a dos de las sesiones. Tibor supo que estaba allí antes de oírla o de poder verla desde la mesa, solo por el olor de su perfume.
Después de la segunda de estas sesiones, Anna Maria exigió a Kempelen que prohibiera a la viuda Jesenák la entrada en la casa y su permanente coqueteo, lo que provocó una breve pero apasionada pelea de la que Anna Maria salió vencedora.
Wolgang von Kempelen escribió una nota a Ibolya Jesenák en la que lamentaba tener que pedirle que renunciara a posteriores visitas.
Con el tiempo pudo comprobarse que la contratación de Elise había sido una buena elección. Su alegre, aunque también algo reservado carácter, era mucho más agradable que el de Dorottya. Anna Maria le encargó la tarea de limpiar el taller después de las exhibiciones; aunque solo cuando el turco estuviera encerrado ya en su cámara o bajo la vigilancia de Jakob, para quien esta misión constituía un bienvenido deber.
Después de la última sesión antes de las fiestas de Pascua, mientras Elise barría alrededor de la máquina de ajedrez vacía, el ayudante se sentó junto a la ventana y empezó a realizar un retrato de ella al carbón para tener una excusa para contemplarla.
—¿Cómo funciona esto? —preguntó Elise de pronto.
Jakob levantó la mirada de su esbozo.
—¿Cómo funciona la máquina? —volvió a preguntar la criada.
—Por medio de unos complejos engranajes —respondió Jakob.
—¿Y cómo puede un engranaje jugar al ajedrez?
—Es un sistema de engranajes muy, muy complejo.
—No me lo creo.
—¿Y qué entiendes tú de estas cosas?
—Nada de nada. Pero, sencillamente, no puedo imaginármelo.
—Pues es así.
—No lo es —insistió Elise.
—Sí lo es.
—No.
—Te digo que sí.
—No.
Jakob dejó el papel y el carbón.
—Muy bien, tú ganas. No lo es.
—Entonces, ¿qué es?
—No puedo decírtelo. Tú ya lo sabes.
Elise dejó la escoba y dio unos pasos hacia él. Dirigió una mirada al dibujo.
—Es bonito —dijo.
—Ni la mitad de bonito que la modelo.
Elise se sonrojó y miró al suelo. Después de reponerse de su turbación, insistió:
—Dímelo. Por favor.
—Kempelen nos retorcería el cuello a los dos.
—No se lo diré a nadie, te lo juro. Por lo más sagrado.
Jakob suspiró.
—Por favor, Jakob.
—Pero no de balde.
—¿Qué quieres?
Jakob se señaló los labios con el dedo.
—Un beso.
—¡Que el diablo te lleve! ¡No pienso hacerlo! —replicó ella indignada.
Elise cogió la escoba y siguió barriendo. Jakob se encogió de hombros y volvió a dedicarse a su esbozo. Elise barrió un rato más, pero observaba a Jakob de reojo; luego dejó caer bruscamente la escoba, corrió hacia él y le estampó un rápido beso en la mejilla. Después se limpió los labios con el dorso de la mano.
—Ya está.
—¿Me tomas el pelo? —dijo Jakob—. Cuando digo «beso», quiero decir «beso». Y no un besito de buenas noches.
Elise puso morros y se acercó de nuevo. Cuando sus labios se rozaron, Jakob la cogió por los hombros para retenerla. Primero la criada se resistió, luego disfrutó del beso durante un delicioso momento, y finalmente volvió a empujarlo hacia atrás.
—¿Qué, ha dolido? —preguntó Jakob sonriendo.
—Y ahora dime, ¿cómo funciona el turco?
El ayudante le indicó que se sentara, y ella se colocó a su lado junto a la ventana.
Jakob se acercó un poco más a ella y bajó la voz.
—¿Sabes que algunos dicen que en la mesa se oculta una persona?
Elise asintió rápidamente.
—Pues no están del todo equivocados.
Y entonces Jakob le contó la verdad sobre la máquina de ajedrez: le dijo que el turco no era, en realidad, un muñeco de madera sino un hombre de verdad; un auténtico turco disecado y barnizado para darle un aspecto resplandeciente, un gran maestro del ajedrez otomano muerto, que una noche él y Kempelen robaron en un mausoleo de Constantinopla y que habían revivido con el ritual de un sacerdote panteísta de las islas del Caribe. Antes le habían sacado el cerebro de la cabeza y habían rellenado el espacio vacío con virutas de madera, excepto en las circunvoluciones que eran necesarias para el juego del ajedrez, de modo que el muerto revivido ya no podía hacer otra cosa aparte de jugar a este juego. Con una simple fórmula mágica, podían transportar al turco, según dijo Jakob, del sueño al estado de vigilia y al revés. Pero, al llegar a este punto, Elise dejó de escuchar y le dio un pescozón por haber tenido la desvergüenza de robarle un beso y soltarle luego aquella sarta de embustes. La criada abandonó la habitación indignada; Jakob siguió riendo un buen rato después de que la puerta se hubiera cerrado tras ella.
Llegó la Pascua, y el Viernes Santo Tibor se deslizó fuera de la casa con ayuda de su copia de la llave. Jakob había fabricado de nuevo los zapatos zancos que Tibor dejó en el Zuckermandel y había arreglado los desgarrones de su levita. Su disfraz funcionaba también a la luz del día, y nadie prestó atención al enano que, protegiéndose de la lluvia con un tricornio, peregrinaba desde la Donaugasse hasta la iglesia de San Salvador de la Franziskanergasse.
En los escalones de la iglesia, arrimado al muro para protegerse de la lluvia, estaba sentado un mendigo al que le faltaba una pierna, con las muletas cruzadas sobre el regazo y el platillo de las limosnas delante. Unas feas cicatrices surcaban su sien derecha. Tibor buscó unas monedas en los bolsillos —el mendigo miraba en otra dirección—, cuando de pronto lo recordó: él ya conocía a ese hombre. El enano se apresuró a alejarse, con la cabeza vuelta hacia otro lado, antes de que el mendigo se girara, y desapareció en la iglesia. En el vestíbulo se detuvo un momento. El mendigo era nada menos que Walther, su camarada de los dragones, el hombre que en las colinas de Kunersdorf le había salvado la vida y que había visto por última vez, como al resto de su pelotón, en Torgau. Por entonces Walther aún tenía las dos piernas, y era atractivo. Seguramente una granada lo había dejado en aquel estado.
¡Cuánto tiempo hacía de aquello! A Tibor le hubiera gustado darle algo, pero Walther no debía saber que se encontraba allí.
San Salvador era mucho más pequeña que la catedral. La iglesia era igualmente maciza por fuera, pero estaba blanqueada por dentro, y muchos rincones estaban ocupados por hojas y ángeles dorados, de modo que, a pesar de la luz mortecina, el interior resplandecía. Tibor se sacudió el agua de los hombros y pasó al interior.
Sonaba un órgano. Miró alrededor. En realidad quería rezar ante la Virgen y luego confesarse, pero de repente la puerta de la nave lateral se abrió de nuevo y entró Anna Maria von Kempelen con Teréz, mientras Elise sacudía el agua del paraguas afuera. No debía permitir que le descubrieran allí. El enano se refugió en el confesionario más próximo. A través de una rejilla de mimbre podía ver el exterior sin ser visto. Esperaría allí hasta que las tres mujeres hubieran abandonado la iglesia.
El sacerdote lo llamó, y Tibor empezó su confesión.
Tibor se sobresaltó cuando vio aparecer de pronto a Elise y Térez ante el confesionario. El enano empezó a tartamudear y enmudeció. ¿Acaso la criada de Kempelen quería confesarse? ¡Si era así, tendría que esperar a que él acabara y entonces lo vería! Pero no, Elise ayudó a Teréz a sentarse en uno de los bancos de la iglesia y se arrodilló junto a ella para rezar. Tibor lanzó un suspiro y continuó su confesión. No podía dejar de observar a Elise, y su visión hacía que se interrumpiera a cada momento. Él ya había intuido que era una mujer temerosa de Dios, y allí tenía la prueba. Al menos las mujeres de la casa Kempelen aún no habían abjurado de la religión. ¡Y qué frágil se veía con los ojos cerrados y con su fina boca que articulaba silenciosas plegarias! Mientras rezaba, Elise sostenía —Tibor entrecerró los ojos para poder ver mejor— su amuleto de la Virgen. Era indudablemente su cadena de Reipzig, la que había perdido en la pelea de Weidritz. Elise debía de haberla encontrado en el suelo; era el único recuerdo del feo desconocido que la había salvado en un momento de peligro. Tibor ya no oía lo que le decía el sacerdote. Un cálido estremecimiento recorrió su cuerpo. No volvió a despertar de su arrobamiento hasta que Anna Maria se acercó a ellas y Teréz soltó un gritito que resonó en toda la iglesia. Luego las dos mujeres se fueron con la niña en medio.
Tibor no dejó de mirarlas hasta que desaparecieron; luego, respondió por fin a la pregunta del sacerdote:
—No, es todo, padre.
Recibió su penitencia y la absolución, comprobó que Elise y sus acompañantes se habían marchado, y entonces se dirigió hacia la Virgen. Elise había encontrado su amuleto; ahora seguramente lo llevaba colgado de su cuello, sobre su pecho. Tibor se sentía feliz. Se arrodilló ante la estatua de la Virgen y le dio las gracias por su suerte.
Luego rezó.
Los intensos colores de la Virgen destacaban ante el fondo blanco de la iglesia; el marrón de los cabellos, el rojo del vestido y el azul oscuro del manto, cuya cara interior estaba revestida de oro. En el brazo izquierdo María llevaba al Niño Jesús, que sostenía una manzana de color rojo claro en las manos. Como siempre, la Virgen tenía la cabeza inclinada con humildad, de modo que solo podía mirarla a los ojos quien se encontrara arrodillado o fuera tan pequeño como Tibor. Su cabellera estaba dividida en el centro por una raya, y solo la parte posterior de la cabeza estaba cubierta por un velo blanco, de modo que los cabellos caían libremente sobre los hombros como inmóviles olas. El cabello estaba tallado en madera y pintado, pero Tibor imaginó que olía y que era suave como la seda. En sus manos no había arrugas o manchas; los dedos eran tan delgados que cada uno era en sí mismo una obra de arte. La mano derecha libre descansaba en el manto. Qué agradable debía de ser recibir las caricias de esa mano, abrazar sus dedos, entrelazarlos como dos engranajes perfectos y pasar suavemente el dorso de la mano por la frente lisa, las mejillas que enrojecen al contacto, los labios rojos, que se abren ligeramente y despiden un aliento cálido, húmedo, el cuello y las pequeñas depresiones junto a los hombros, el ligero abombamiento de las clavículas y finalmente, hacia abajo, el escote del vestido, que caía formando pliegues excepto sobre los pechos, que se dibujaban con tanta claridad bajo la tela como sus muslos. Si sus pies, que sobresalían resplandecientes bajo la orla del vestido, estaban desnudos, quizá deberían estarlo también los muslos. Con un movimiento de la mano el manto azul habría caído, y con otro, se soltaría el vestido rojo, y la tela se deslizaría sin ruido al suelo, y de nuevo acariciaría las maravillosas curvas, como harían luego sus manos y sus labios…
Tibor boqueó como si hubiera permanecido demasiado tiempo bajo el agua. Sintió la excitación en el bajo vientre, cálida, agradable e imperiosa, pero tan indescriptiblemente ordinaria, como si no formara parte de sí mismo. Salió tambaleándose de la iglesia, con el tricornio bien calado por la vergüenza. Ni siquiera la lluvia podía enfriar su deseo, que solo desapareció después de vomitar contra la pared de una casa. Entonces volvió apresuradamente a su habitación, sin preocuparse de si Elise o cualquier persona podía verlo, se arrancó del cuerpo la levita y la camisa y pensó en cómo podría expiar esta monstruosidad. La oración quedaba excluida; ¿quién iba a atender sus plegarias ahora? Puso incluso el tablero de ajedrez, su rosario, boca abajo y sacó el crucifijo de la pared. De repente su mirada se posó en las herramientas de relojero que se encontraban sobre la mesa, las pequeñas limas, sierras y tenazas, instrumentos de martirio del infierno en miniatura; Tibor las utilizó para escapar de él: las aplicó a su cuerpo en lugares que después nadie vería, arañó y cortó la piel hasta que brotó sangre y sus ojos se llenaron de lágrimas. Cuando ya no pudo seguir, le pidió una y otra vez a Dios que perdonara su monstruosa lujuria. Luego vendó sus heridas descuidadamente y cayó en un sueño febril, sobre el duro suelo, para no disminuir sus padecimientos y no dejar sangre en las sábanas.