Despejaron la sala que daba al taller. Jakob la llamaba «el almacén de repuestos del creador» porque Kempelen guardaba allí todos los objetos que habían surgido durante la fabricación del autómata pero que al final no se habían utilizado por tener alguna imperfección; entre ellos había gran cantidad de partes del cuerpo, como manos, dedos, cabezas y pelucas, que estaban almacenadas en armarios y en cajas o sencillamente colgaban del techo. Con ellas hubiera podido fabricarse fácilmente otro androide, pero el resultado hubiera sido una grotesca obra hecha de remiendos: una cabeza femenina sobre un cuerpo masculino y brazos de distinta longitud que acababan, uno, en una mano blanca, y el otro, en una negra. Tibor también descubrió un cofrecillo forrado de terciopelo en el que se encontraban otros dos pares de ojos de Venecia. Cuando hubieron vaciado la sala, Kempelen seleccionó en el taller las piezas que aún quería conservar. Branislav sacó luego las desechadas en una caja de la que sobresalían piernas de madera y manos abiertas, como si fueran náufragos luchando por salvarse. La sala serviría ahora como depósito para el turco ajedrecista.
Aquí estaría a salvo entre las funciones. Kempelen hizo colocar un cerrojo en la puerta y mandó tapiar la ventana de la sala.
Al mismo tiempo, el taller se transformó en un teatro para las actuaciones del turco: los bancos de trabajo desaparecieron, igual que las herramientas, y los esbozos y los esquemas se retiraron de las paredes. Junto a la mesa de ajedrez instalaron otras dos mesas: en la más pequeña de las dos se colocaría la caja misteriosa. La otra mesa se equipó también con un tablero de ajedrez; en ella se sentarían los oponentes del turco, pues nadie debía volver a acercarse tanto al autómata como lo había hecho Knaus. Finalmente se colocaron sillas; veinte asientos con un pasillo en el centro.
Como Kempelen había esperado, la fama de la sensacional máquina que jugaba al ajedrez le había acompañado de Viena a Presburgo. Aun antes de haber acabado los preparativos, recibió numerosas demandas de información sobre la fecha en que el autómata jugaría su primera partida en Presburgo; las cartas y las notas procedían tanto de burgueses como de nobles. Dado que dos semanas después de la presentación inaugural en Schónbrunn, Kempelen tenía que viajar a Ofen por asuntos relacionados con las minas de sal, el turco ajedrecista debería hacer su presentación posteriormente. Kempelen invitó a ese acto a ciudadanos prominentes de la ciudad: concejales, comerciantes ricos, hermanos de logia, y a aquellos que presumiblemente podrían proporcionar una rápida y amplia propaganda en beneficio del turco. A partir de ese día, el autómata tendría dos citas semanales con el público; Kempelen eligió el miércoles y el sábado, aunque eso significaba que Jakob tendría que trabajar en sabbat.
Kempelen y Tibor llegaron, a un acuerdo: Tibor recibiría, como había solicitado, treinta florines al mes. En contrapartida, el enano se comprometía a emplear al menos tres horas diarias en la lectura de libros de ajedrez o en el propio juego. Su principal oponente en estas partidas era Jakob, que ni mejoraba su juego ni estaba particularmente interesado en hacerlo. Y como el propio Kempelen raramente tenía tiempo libre, el caballero pidió a su mujer que se convirtiera en contrincante de Tibor. Kempelen insistió en que el éxito de la máquina de ajedrez, y con él la carrera de la familia, solo estarían garantizados si Tibor jugaba a la perfección, y sin ejercicio su habilidad se resentiría.
Y así volvieron a encontrarse de nuevo los dos. Durante el juego, los contrincantes no pronunciaban una palabra, y después solo hablaban lo imprescindible. La actitud de Anna Maria con respecto a Tibor no parecía haber cambiado ni siquiera tras la brillante presentación ante la emperatriz. Para su sorpresa, sin embargo, la esposa de Kempelen jugaba bien al ajedrez; mejor incluso que su marido. Como siempre, Tibor ganaba todas las partidas, pero ella se defendía tenazmente, y Tibor pronto sintió que había en Anna Maria algo parecido a la pasión, una pasión por hacer frente al enano, por aplazar la derrota y eliminar tantas piezas blancas como fuera posible antes de que su rey cayera. Sin duda no era una pasión agradable, pero de todos modos era una emoción. Tibor sentía auténtica compasión por las tozudas embestidas de la mujer contra su imbatible talento. En una ocasión incluso quiso dejarla ganar: colocó a su rey en una posición de la que era imposible salir, pero ella no quería limosnas; sin vacilar volvió la pieza a su lugar y le recomendó que lo pensara mejor. A Tibor le dio la sensación de que después lo odiaba aún más.
A pesar de las cotidianas partidas de ajedrez, Tibor pronto empezó a aburrirse de nuevo, y como a Jakob, cuyo trabajo en la máquina de ajedrez había concluido, le ocurría lo mismo, el judío se ofreció a iniciarle en el arte del torneado y la relojería.
Kempelen les permitió utilizar sus herramientas y su material, y en el taller o en la habitación de Tibor, el enano practicó con ellas bajo la guía de Jakob. En contrapartida, Tibor quiso ayudar a Jakob a profundizar en el arte del ajedrez, pero este rehusó cortésmente.
—Puedo imaginar formas más interesantes de perder mi tiempo —dijo—. De hecho, tal vez haya llegado el momento de marcharme.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tibor.
—Quizá deje Presburgo; busque nuevas tareas. No quiero convertirme en un caduco filisteo.
—No lo harás, ¿verdad?
Jakob sonrió.
—No temas, no soy idiota. Por una parte, no voy a perderme el paseo triunfal del turco, y por otra, Kempelen me paga un salario tan jugoso como a ti. ¿Y sabes por qué me paga tanto?
—Porque has hecho un gran trabajo.
—¡Demonios, no! Esto ya ha quedado atrás. Me paga para que no le deje. Para que no divulgue el secreto de su turco.
—Tú no harías eso.
—Oh, no me importa en absoluto que lo piense —dijo Jakob, y dio una palmadita al bolsillo del pantalón de modo que las monedas que llevaba tintinearon.
Kempelen fue intransigente en una sola cuestión: el caballero no permitió que Tibor fuera a la iglesia a confesarse. Hacía tres meses que Tibor no se confesaba, y aquella situación era insoportable para él. Quería confiar a algún servidor de Dios sus experiencias de Viena, que retrospectivamente le parecían un sueño delirante.
Pero Kempelen no consintió que el enano saliera de la casa.
Cuando Jakob se enteró del deseo de Tibor, se echó sobre los hombros una banda de tela como si fuera un humeral y preguntó con voz profunda qué pecados quería confesar. Luego se colocó un clavo en cada mano y dijo:
—¡Pero si soy tan bueno como tu Jesús! Mira, también soy judío, también soy carpintero, llevo clavos en las manos y mi padre nunca se ha preocupado por mí.
Tibor no estaba de humor para reír. Le irritaba pensar que había utilizado los tres días de libertad y anonimato en Viena solo para un placer pasajero y no para buscar una iglesia.
Si Tibor no podía encontrar la absolución en la confesión, quería al menos obtener la bendición rezando el rosario. Pero él no tenía ninguno, y no quería pedir a un librepensador como Kempelen ni a un judío como Jakob que se lo consiguieran. Por eso buscó otra solución: utilizaría su tablero de ajedrez como rosario. Las casillas de este sustituirían las cuentas del otro: Tibor atribuyó una oración a cada una de las sesenta y cuatro casillas, y moviendo la reina de una casilla a otra —en lugar de hacer correr las cuentas entre los dedos—, podía saber en qué momento tenía que rezar cada oración y qué oraciones le quedaban por rezar. En adelante, Tibor rezó el rosario diariamente. Pronto se acostumbró tanto a ver el tablero como un instrumento para contar oraciones que su sola visión le proporcionaba ya cierta paz y consuelo.
De forma absolutamente inesperada, Dorottya se despidió de su puesto en casa de los Kempelen. Anna Maria y Wolfgang trataron de hacer cambiar de opinión a su criada, pero todo fue inútil: la mujer quería volver lo más pronto posible a Prievidza, su pueblo natal, pues su hermana no se encontraba bien y debía ocuparse de ella y de su familia. Como Dorottya no quería dejar a los Kempelen en la estacada, buscó una sustituía; por suerte, la hija de su primo de Soprón estaba buscando justamente un empleo de sirvienta. Era una chica bonita, aunque algo cándida, con excelentes referencias, educada en una escuela conventual y con experiencia en las tareas del hogar, y podría empezar a trabajar enseguida.
Al día siguiente, los Kempelen recibieron a Dorottya y a su sobrina en la gran cocina de la planta baja. La joven llevaba un vestido de lino sencillo verde y marrón y una cofia blanca sobre el cabello rubio. Cuando Dorottya la introdujo en la cocina, miró respetuosamente alrededor, como si la habitación fuera una imponente sala del trono.
—Esta es Elise Burgstaller —la presentó Dorottya.
Elise hizo una reverencia ante el matrimonio, y luego sacó de la cesta que llevaba dos escritos bien doblados que tendió a Anna Maria. Eran referencias de trabajo que la presentaban como una sirvienta trabajadora y virtuosa: ambas estaban expedidas en Soprón: una de un fabricante de pelucas, y la otra de un caballero húngaro. En voz baja e interrumpiéndose con frecuencia, Elise contó su trayectoria desde la escuela conventual de Soprón hasta sus empleos y el traslado a Presburgo. Cuando Kempelen le preguntó por qué con veintidós años todavía no se había casado, la joven se sonrojó y contestó que ni ella ni su tutor habían encontrado todavía al hombre adecuado. Dorottya asentía sin cesar a todo lo que decía Elise. Entonces Teréz se despertó y reclamó a su madre. Cuando Anna Maria la llevó a la cocina, Elise se tapó la boca con las manos, maravillada ante aquel «angelito».
—Debe de estar muy orgullosa —le dijo a Anna Maria.
Los Kempelen enviaron a Dorottya y Elise otra vez fuera, al patio interior, para poder hablar en privado en la cocina.
—Parece perfecta —opinó Anna Maria.
—La encuentro un poco… perdóname, un poco tonta, ¿o me equivoco?
—Tampoco puede decirse que Dorottya fuera muy inteligente, pero era una buena criada.
—Así, ¿no quieres buscar más?
—No. ¿Por qué? ¿Debería esperar a que tú me construyas una sirvienta?
De modo que Elise Burgstaller consiguió el empleo en casa de los Kempelen.
Durante dos días, Dorottya intentó que Elise se familiarizara con la casa y las tareas domésticas; luego abandonó Presburgo con una generosa recompensa de sus antiguos amos, algunos remordimientos de conciencia y una bolsa que contenía cincuenta florines: el dinero del soborno entregado por la cortesana Galatée de Viena, que con dinero, unas ropas sencillas, documentos falsos y una historia inventada de su vida había conseguido introducirse en la casa de Wolfgang von Kempelen, donde a partir de ese momento ejercería de criada con el nombre de Elise.
«Cuando el gato no está en casa, los ratones bailan sobre la mesa», decía Jakob, y efectivamente el ambiente en la casa se relajó después de que Kempelen partiera a caballo a Ofen: el turco estaba encerrado en su sala; Anna Maria hizo comunicar a Tibor, a través de Jakob, que hasta nueva orden no jugaría más partidas contra él, y Tibor leía literatura en lugar de anotaciones de partidas. La colección de obras de poesía de Kempelen era impresionante. Al mismo tiempo, el enano ejercitaba su destreza con la lima.
Cuatro días después de que Kempelen se marchara, Tibor estaba trabajando en un mecanismo de relojería, cuando Jakob entró en la habitación sin llamar; llevaba colgadas en el brazo dos viejas levitas de Kempelen —una verde y la otra azul oscuro— que habían encontrado al despejar la sala contigua al taller.
—¿Cuál es tu color favorito?
Tibor levantó la mirada de su trabajo y respondió:
—El blanco.
Jakob soltó una carcajada.
—Muy divertido, gnomo chiflado. Tienes otra oportunidad, pero, por lo que más quieras, no digas negro.
—¿Verde?
—Por ejemplo.
—¿Qué te propones?
—No voy a revelártelo —Jakob observó el trabajo de Tibor por encima del hombro del enano—. Deberías limar el pivote un poco más. Tiene que adaptarse perfectamente al encaje… Hablando de pivotes y encajes, ¿has visto ya a la nueva criada?
Tibor sacudió la cabeza.
Jakob señaló la pequeña ventana de la sala.
—Ahora justamente está en el patio tendiendo la ropa. Echa una mirada, tu pivote te lo agradecerá —dijo, y se marchó.
Tibor colocó su taburete bajo la ventana, subió a él y miró hacia el patio. Había cuerdas para la ropa tendidas de pared a pared, y la criada, con un gran cesto en la mano, iba colgando paños, sábanas y mantas, de modo que el enlosado oscuro del patio parcheado por el blanco de la ropa parecía un tablero de ajedrez. Desde arriba, Tibor no podía ver su cara, pero sí sus pechos, sobre todo cuando se inclinaba para coger alguna pieza de ropa del cesto. En una ocasión curvó la espalda hacia atrás, con los brazos en la cintura, y miró hacia arriba, a la ventana. Tibor enseguida escondió la cabeza y esperó unos segundos antes de mirar de nuevo. Cuando lo hizo, Jakob entraba en el patio, con la levita verde en la mano y la cajita donde guardaba tijeras, agujas, hilo y botones. El ayudante saludó jovialmente a la criada, le tendió las pinzas de la ropa que necesitaba para colgar la última sábana, y luego le enseñó la levita. Los dos se sentaron juntos en el banco. Para explicarle alguna cosa sobre la tela, Jakob se acercó un poco más a ella. Finalmente la joven empezó a retocar y acortar la levita, mientras Jakob la observaba con los dos brazos extendidos sobre el respaldo. Luego levantó la cabeza, miró a Tibor a los ojos, enseñó los dientes y se pasó obscenamente la lengua por los labios; hasta que la criada le habló y volvió a dedicarle su atención. Tibor bajó del taburete y volvió sin muchas ganas a su reloj.
Encontraba curioso que la nueva sirvienta tuviera un lunar sobre la boca, pues, desde Viena, Tibor creía que era algo reservado exclusivamente a los nobles.
Unos días más tarde, Jakob le ayudó a probarse la levita verde que Elise había retocado. Le sentaba a la perfección, excepto por la longitud: los faldones tocaban el suelo. Tibor miró a Jakob, extrañado, y este le entregó un par de zapatos; unos zapatos con unos tacones tan altos que casi parecían zancos. Le iban bien, aunque se sentía un poco inseguro sobre ellos. Con los zapatos, Tibor era veinticinco centímetros más alto; seguía siendo más pequeño que Jakob, pero ya no era un enano.
—Si te pones unos pantalones anchos sobre los zapatos, nadie notará la diferencia —dijo—. ¡Feliz cumpleaños!
—No es mi cumpleaños. Lo celebro en octubre.
—No puedo esperar tanto.
—¿Y para qué es todo esto?
—Para que no llames la atención cuando vayamos a la ciudad. Esto no es Viena; aquí hay gente que me conoce.
Esta vez Tibor no protestó diciendo que Kempelen lo había prohibido. Su escapada de Viena había sido fabulosa, y ahora quería ver Presburgo; además, empezaba la primavera y él permanecía día tras día encerrado en su habitación. Ya no podía recordar la última vez que había sentido el calor del sol sobre la piel. Anna Maria von Kempelen estaba de visita en un salón y no volvería hasta la noche.
Así, los dos se deslizaron fuera de la casa, ocultándose de la servidumbre.
Empezaba la tarde y las calles de la ciudad estaban llenas de gente, lo que contribuía a que pasaran inadvertidos entre la multitud. Tibor llevaba una vieja peluca, un tricornio y un bastón de paseo. Este último también le era necesario para mantenerse firme sobre sus pies, porque no era sencillo desplazarse con los zapatos que le había fabricado Jakob, especialmente sobre un tosco empedrado. Más de una vez Tibor perdió el equilibrio o se inclinó hacia delante, pero siempre pudo mantenerse en pie apoyándose en el bastón, la mano de Jakob o la pared de una casa. Nadie se fijaba en él. Las miradas lo rozaban y seguían adelante. El disfraz de Jakob había convertido al enano en uno de ellos.
Cruzaron el foso por un puente de madera y entraron en la ciudad por la Puerta de San Lorenzo. Tibor atravesaba así por primera vez las murallas de la ciudad, que hasta ese momento solo había visto desde fuera. Jakob lo condujo directamente a la plaza mayor frente al ayuntamiento. Allí, junto a la Rolands-brunnen, hizo una parada. Tibor hundió las dos manos hasta las mangas en el agua fría de la fuente y contempló los incontables reflejos del sol en la superficie temblorosa hasta que le dolieron los ojos. Tenía la sensación de que era un ermitaño que al cabo de muchos años había quitado la piedra de la entrada de su cueva y ahora ponía el pie, intrigado, en el mundo. Disfrutaba con todo: con las personas, con el sol y las nubes sobre los tejados de la ciudad, con el primer verde en los árboles, el olor de las bostas de caballo y el ruido de las calles. Jakob no decía nada; Tibor no recordaba haberlo visto callado nunca tanto rato.
Tibor levantó la mirada de la fuente cuando las campanas de la torre del ayuntamiento dieron las cuatro, y observó la torre y el edificio, con sus tejas de madera de colores vivos, hasta que el sonido se desvaneció por completo.
—El alcalde se lamenta, tenemos que seguir —dijo Jakob.
—¿El alcalde…?
—Llaman así a la campana porque el alcalde murió en ella —explicó Jakob.
—¿En la campana?
—El antiguo alcalde encargó la fabricación de la campana para la torre del ayuntamiento al maestro Fabián, el mejor fundidor de la ciudad. Durante los trabajos, el alcalde visitaba a menudo el taller del maestro, y así se enamoró de la preciosa mujer del fundidor. Ella, por su parte, fue seducida por el rico alcalde, con sus dulces cumplidos y sus valiosos regalos. Pero el maestro Fabián se enteró, y el día en que estaba preparando el metal en el horno de fusión, pidió explicaciones al alcalde. Este fingió no saber nada y negó su pasión. Mientras hablaba orgulloso de «su» nueva campana y de que aquella obra y él siempre estarían unidos, el furioso fundidor no aguantó más: echó al alcalde al hierro hirviente. El desgraciado ni siquiera pudo gritar, tanta fue la rapidez con la que se lo tragó el fuego líquido.
«¡Sí, estarás unido para siempre a tu campana!», gritó el maestro Fabián. La misma noche vertió el metal en el molde, y antes de que la campana se hubiera enfriado, abandonó la ciudad y nunca volvieron a verlo. Ni al alcalde, naturalmente.
Sin embargo, cuando izaron la magnífica campana con fuertes sogas hasta lo alto de la torre del ayuntamiento y la hicieron sonar por primera vez, la esposa del alcalde gritó; ¡la campana la llamaba, podía oír la voz de su marido en ella! Todos la tomaron por loca, pero ella subió al campanario y descubrió en la pared de la campana una mancha verde en medio del metal amarillo; aquello era, dijo, el anillo de esmeralda del alcalde, la misma esmeralda que regaló a su marido el día de la boda y que el calor no había podido fundir. Y ahora la piedra brillaba a través del metal. Desde entonces la gente llama a la campana «el alcalde», y se dice que todos los que no tienen la conciencia limpia, cuando oyen el sonido de esta campana, se estremecen hasta lo más profundo de su ser.
Luego Jakob mostró a Tibor el auténtico lugar de trabajo de Kempelen, la Cámara Real Húngara, en la Michaelergasse. Y a través de la Venturgasse llegaron a la Herrengasse, con el pomposo Palacio de la Nobleza de Presburgo. Pero Tibor seguía teniendo ojos solo para la torre de San Martín, que destacaba por encima de las casas, con la punta coronada con una reproducción de la corona húngara. Pocos minutos después se encontraban al pie de la maciza catedral de piedra gris, y Tibor la contempló como el sediento mira una fuente de agua fresca.
Jakob arrugó la nariz.
—Nuestro Dios vive en un lugar más bonito.
Tibor le dirigió una mirada tan furiosa que Jakob levantó las manos en un gesto apaciguador.
—Tranquilízate —dijo—. ¿Cuánto tiempo necesitarás para… encender tu vela, o lo que sea que tengas que hacer?
Tibor aún estaba reflexionando cuando Jakob decidió:
—Te recogeré dentro de una hora. Y tal vez será mejor que renuncies a arrodillarte —añadió—, quién sabe si podrías volver a ponerte en pie con estos zapatos.
Dicho esto, el ayudante dio media vuelta y se marchó paseando tranquilamente por donde habían venido, con las manos en los bolsillos.
Tibor tuvo problemas para incorporarse después de haberse arrodillado ante la Pietá. Antes de poder plantar los zapatos en el suelo, tuvo que sujetarse a una verja.
Después cogió agua bendita de la pila bautismal de bronce y se rozó la frente con ella. A continuación echó varios florines en la caja de la iglesia. Era la primera vez que gastaba algo del dinero que había ganado. Por último, encendió una vela y rezó por la salvación del alma del veneciano.
Tibor estuvo mirando hacia la nave principal de la iglesia hasta que una mujer abandonó el confesionario y él pudo ocupar su lugar. Se arrodilló y cerró la cortina violeta, aspiró profundamente el aroma de la madera vieja y esperó hasta que las tablas dejaron de crujir bajo sus rodillas.
—Padre, perdóname, porque he pecado de pensamiento y de obra. A ti me confieso humilde y contrito. —Qué bienestar sentía al volver a repetir aquellas palabras—. Desde mi última confesión han pasado… casi tres meses y medio.
—Es mucho tiempo —dijo el sacerdote al otro lado de la reja.
—Lo siento. Quería venir antes, pero no pude.
—¿Qué has hecho?
En las cortas pausas de aquel intercambio de palabras, Tibor podía oír cómo el aire silbaba suavemente cuando el sacerdote inspiraba por la nariz.
—El tercer mandamiento. He faltado a menudo a la Santa Misa.
—¿Sabes que este es un pecado mortal?
—Sí. Pero no podía ir. En cierto modo me lo habían prohibido.
—Quien te prohíbe acudir a la Santa Misa es un sacrílego impío, y deberías cortar con él.
—Sí.
—¿Qué más has hecho?
—He pecado… contra el sexto mandamiento. He tenido pensamientos impuros.
He deseado a las mujeres. A varias mujeres.
—A menudo nos inducen a la tentación, y a veces es difícil resistirse a ella.
—Sí. He yacido con una mujer.
El sacerdote asintió con la cabeza.
—¿Algo más?
Tibor aún estaba pensando en lo que debía confesar a continuación —que en compañía de Jakob había bebido inmoderadamente y que había entablado amistad con un judío—, cuando la cortina se corrió de pronto a un lado. Detrás estaba Jakob.
Tibor se estremeció, mientras Jakob señalaba con el dedo hacia fuera. La expresión de su rostro revelaba que se trataba de algo serio. Tibor sacudió la cabeza con vehemencia, y cuando Jakob le sujetó del brazo, se lo sacudió de encima.
—¿Hijo? —continuó el sacerdote.
—Eso era todo, padre.
Tibor le indicó a Jakob con un gesto que volviera a cerrar la cortina. Jakob puso los ojos en blanco y se apartó unos pasos del confesionario.
—Bien. Como penitencia rezarás tres padrenuestros y ocho avemarías. Y trata de enmendarte. Cuando tu carne te tiente, busca refugio en la oración. Y no esperes tanto hasta tu próxima confesión, ¿me has entendido?
—Sí, padre.
—Deinde ego te absolvo a peccatis tuis in nomine patris et filii et spiritus sancti.
—Amén.
Tibor volvió a incorporarse con esfuerzo y cogió su bastón.
Mientras tanto, Jakob observaba, unos pasos más lejos, la estatua de san Martín, como si nada hubiera ocurrido.
—¿No pasas suficiente tiempo encerrado en cajas para que tengas que hacerlo también en tu tiempo libre?
Tibor no respondió y pasó a su lado sin dirigirle una mirada. Hasta que no estuvieron fuera de la iglesia, no se volvió hacia Jakob. El enano respiraba entrecortadamente y se había sonrojado.
—¡Me has molestado durante mi confesión! —dijo.
—Sí, pero era importante.
—¿Y qué, dime, puede ser tan importante para que interrumpas mi confesión?
—Quería evitar que le hablaras al cura del asunto del jugador de ajedrez.
Por un momento, Tibor se quedó sin habla.
—¡¿Qué?! ¿Qué tenía que confesar sobre eso?
Jakob esbozó una sonrisa.
—Pues que tomamos el pelo a la gente. ¿No os lo prohíben, a vosotros? A nosotros sí.
Tibor no había pensado en aquello, pero entonces volvió a recordar lo que le había dicho a Kempelen en los Plomos: «No mentirás». Jakob tenía razón: lo que estaban haciendo con la máquina de ajedrez era, bien mirado, un pecado, una falta contra el octavo mandamiento.
Jakob percibió su agitación.
—Si no querías confesarlo, tanto mejor —le dijo.
—Existe algo llamado el secreto de confesión —siseó Tibor.
—Sí, exacto. Y existe algo llamado una máquina que juega al ajedrez. ¿No creerás en serio que un cura guardaría en secreto una historia como esa? Dentro de dos días toda la ciudad sabría que el cerebro del autómata había ido a confesarse.
—¿Cómo puedes hablar así? Es la sagrada confesión: son cosas de las que vosotros, los judíos, no sabéis nada en absoluto.
—¿Y por qué no?
—Porque a vosotros la salvación del alma no os preocupa; porque vosotros solo os interesáis por vosotros mismos y por el hoy. Vosotros os limitáis a acumular cada día más propiedades, y al hacerlo, no pensáis ni por un momento en aquellos a los que chupáis la sangre como sanguijuelas, y si alguna vez os remuerde la conciencia, cargáis con un carnero y le dais caza en el desierto, o sacrificáis una gallina y la balanceáis sobre vuestras cabezas. Así todas las faltas quedan olvidadas, o al menos eso creéis, pero un día también vosotros seréis juzgados, ¡a vosotros precisamente os pedirán cuentas, y entonces que Dios os proteja!
Jakob se rascó la nuca.
—¿De modo que eso piensas sobre nosotros, los judíos?
Tibor, que todavía estaba furioso, asintió con vehemencia; de repente, Jakob le dio un empujón con ambas manos. Tibor cayó de espaldas al suelo y se dio un doloroso golpe en el codo al chocar contra el empedrado. Perplejo, levantó la mirada hacia Jakob.
—Ya he oído y soportado esto bastante tiempo, Tibor —dijo el judío con una rudeza inhabitual—. Pero ahora se ha acabado. Tal vez no dé mucha importancia a mi religión, pero si piensas que puedes ofender de este modo a mi pueblo, te has equivocado. No sé por qué todos creéis que esto no nos afecta. De igual modo que nadie tiene derecho a juzgarte a ti solo porque eres un enano. ¡No mires la jarra sino el contenido! Y si hasta ahora no he conseguido cambiar la imagen que tienes de nosotros, en el futuro será mejor que te guardes tus opiniones, porque en caso contrario pasarás aquí unos meses muy, muy solitarios.
Algunas personas cerca de la catedral se habían parado y los observaban, pero Jakob ni siquiera se fijó en ellos. Tibor se frotó el codo dolorido.
—Ahora iré al barrio judío, donde vivo —dijo Jakob algo más tranquilo—, y te invito cordialmente a acompañarme. Pero si te repugna toda esta caterva de chupadores de sangre y descuartizadores de gallinas, puedes ir donde mejor te parezca.
Tibor asintió, y Jakob le tendió la mano, lo ayudó a levantarse, le dio el bastón y el sombrero y le sacudió la suciedad de los faldones de la levita.
—¿Todo bien?
—Me duele el codo.
Tibor notó que la tela de la camisa bajo la levita se pegaba a su piel. Seguramente se había pelado el codo al caer.
—Hace unos meses casi me rompiste la nariz. Y entonces yo no me quejé. De modo que estamos en paz.
En silencio abandonaron la ciudad amurallada por la Puerta de Weidritz; dejaron atrás la sinagoga y entraron en el barrio judío, que se apretujaba en una hondonada entre la muralla de la ciudad, por un lado, y el Schlossberg, por el otro. Jakob tenía una habitación en una casa de la Judengasse. Para entrar en ella tuvieron que pasar primero por un patio interior minúsculo y oscuro y luego, a través de unas escaleras empinadas, que en parte transcurrían por el interior del edificio y en parte por el exterior bajo techo, subieron a lo más alto del edificio, bajo el tejado. Tibor no hubiera sabido decir si estaban en el tercer o en el cuarto piso, pues daba la sensación de que, además de las distintas plantas, había también medias plantas, y de que ninguna vivienda estaba situada en el mismo plano. Del mismo modo, Tibor tampoco pudo reconocer qué parte pertenecía a la casa de Jakob y cuál a la casa contigua, hasta tal punto se entrecruzaban los tejados, las vigas y los balcones cubiertos. En cada alféizar, en cada cornisa, se veían palomas sentadas sobre sus excrementos, y su arrullo resonaba por el patio de luces. Ante una puerta, Jakob levantó una teja suelta del tejado, de la que resbaló una llave que utilizó para abrir.
Llegaron así a un pequeño pasillo en el que se abrían otras dos puertas; la de la vivienda de Jakob no estaba cerrada.
La habitación de Jakob era más o menos el doble de grande que la de Tibor, y estaba equipada con muebles que posiblemente hacía décadas habían sido valiosos.
En el interior reinaba el desorden; sobre la mesa y en el suelo yacían dispersos esbozos y bloques de madera trabajados y vírgenes, además de algunas herramientas. Junto a la cama había un sucio candelabro judío; el metal estaba deslustrado y cubierto de cera como una estalagmita. Las siete velas se habían consumido hasta abajo, y tres de los pabilos ya estaban cubiertos de cera. Había una ventana y una puerta absurdamente estrecha que no conducía a ninguna parte: cuando se abría, detrás aparecía el cielo y, aproximadamente un paso más abajo, el remate del tejado contiguo. Se veían los tejados de tejas rojas y chimeneas negras, salpicados de excrementos de pájaros, y detrás las murallas de la ciudad y los campanarios de las iglesias. Jakob señaló un agujero en aquella alfombra de tejados; allí se encontraba el pequeño cementerio de la comunidad judía. Tibor miró el campanario de San Miguel, que tenía un reloj en tres de sus caras, pero no en la que estaba orientada hacia el barrio judío; porque los judíos, en su época, según explicó Jakob, no habían dado ni un solo tálero para la construcción de la torre.
Unas casas más allá, en la planta baja, tenía su tienda un chamarilero (era el comercio en que Jakob había adquirido la pipa del turco). Algunos de los objetos a la venta estaban expuestos fuera, y como en aquel lugar en la Judengasse había el espacio justo para que pasara un coche de caballos, estaban amontonados contra la pared de la casa. Algunos colgaban de clavos, y otros del cartel de hierro de la tienda con la inscripción «Artículos de ferretería Aaron Krakauer». Había calderos, sartenes, platos, ropa, muebles y toda clase de cachivaches; pero nada en un estado que pudiera tentar a Tibor a poseerlos.
Un judío con cabellos y barba grises, un caftán negro y un gorro redondo llevaba una mesita fuera justo en el momento en que Tibor y Jakob volvían a salir a la calle.
Era una mesa con un tablero de ajedrez incorporado, con casillas de madera clara y oscura.
—Shalom, Jakob —saludó con una sonrisa desdentada.
—Se te saluda, Aaron.
—¿Te apetece un borovicka?
—¿Está mojado el Danubio? —replicó Jakob.
Sonriendo, el viejo judío desapareció en su tienda. Jakob cogió dos sillas de un montón y las colocó al lado del sillón del mercader junto la mesa. Krakauer volvió con una botella de barro y una cajita de piezas de ajedrez y colocó ambas cosas sobre la mesa. El aire olía a papel viejo. El tendero metió la mano en un cesto que tenía detrás, cogió tres copas pequeñas y les sacó el polvo con la punta de su levita antes de servir el licor.
Jakob presentó a Tibor.
—Este es mi amigo… Benedikt Fervor Neumann, de Passau, fundidor de campanas en viaje de aprendizaje.
«Benedikt Fervor»… Al menos Jakob no había perdido el humor. Los tres hombres brindaron y bebieron. El aguardiente de enebro quemaba en la garganta y en los labios y tenía un sabor horrible. Tibor entrecerró los ojos y quitó de su lengua un pelo que había salido de la copa. Le hubiera gustado tener un vaso de agua, o mejor aún, de leche, para enjuagarse la boca.
—¿Qué hay de nuevo en la ciudad, Aaron? —preguntó Jakob.
—¡No te hagas el modesto! —refunfuñó el tendero mientras servía otra copa—. ¡Naturalmente todo el mundo habla del turco mecánico que ha construido tu señor Kempelen! Mi más cordial felicitación.
—Gracias.
—Tengo que ver a ese autómata como sea, o mejor aún, jugar contra él. El rabino Meier Barba dice que quiere escribir al señor Kempelen para preguntarle si querría presentar algún día a su hombrecillo en el gueto. ¿Juega usted al ajedrez, señor Neumann?
Antes de que Tibor pudiera responder, lo hizo Jakob en su lugar:
—No. Benedikt opina que el ajedrez solo sirve para que los inútiles pierdan el tiempo, los soñadores olviden el mundo y los charlatanes puedan fanfarronear.
Krakauer dirigió una mirada penetrante a Tibor, que se limitó a encogerse de hombros y a decir:
—En fin, ¿acaso no es así?
—¡En absoluto, señor Neumann! Tal vez no lo sepa, pero el ajedrez puede obrar milagros. En una ocasión salvó del hambre a los habitantes de la ciudad judía. Era en la época en que Segismundo era rey de Hungría. Segismundo no era un buen rey, y era aún peor comerciante, y naturalmente pidió prestado el dinero para sus placeres y para la construcción del castillo de Presburgo a los judíos, un dinero que nunca devolvió. Las arcas de la comunidad estaban cada vez más vacías. Cuando un día exigió mil florines para una de sus guerras y los judíos ya no quisieron proporcionarle el dinero, el tirano se puso furioso: hizo llevar a todos los judíos al gueto, cerró las puertas enrejadas de las salidas y apostó guardias ante ellas.
Mientras no pagaran los mil florines, los judíos permanecerían encerrados. ¡Pero los pobres no tenían ese dinero! En este apuro, el rabino envió un escrito al preboste catedralicio pidiéndole ayuda. Y a pesar de todas sus diferencias, el preboste accedió. El y el rey jugaban de vez en cuando una partida de ajedrez; el siguiente día en que se sentaron a la mesa para jugar, el preboste le hizo una demanda: si ganaba la partida, expondría al rey una petición. Al cabo de dos horas había derrotado al rey. Le pidió entonces que volviera a abrir el gueto antes de que sus habitantes murieran de hambre o a causa de las enfermedades. El rey Segismundo revocó su orden, y los judíos fueron liberados. El domingo siguiente, el preboste celebraba un banquete con dignatarios religiosos y concejales de la ciudad, cuando un joven judío le entregó un ganso asado con los cordiales saludos del rabino.
Cuando el preboste cortó el magnífico animal, vio que no estaba relleno de manzanas o de cebollas… sino de monedas de oro.
—Y hasta aquí hemos llegado con la paz entre religiones —dijo Jakob, lanzando una mirada a Tibor.
—¡Y yo digo amén —exclamó Krakauer, volviendo a levantar su vaso— y Alah akbar y adonai echad!
Después de un tercer y un cuarto borovicka, el judío los invitó a revolver un poco en su tienda. Estaba oscuro y olía a cerrado entre los estantes; algunos estaban tan sobrecargados con todo tipo de cachivaches que seguramente hubiera caído un alud sobre Tibor si hubiera apartado alguno de los objetos allí encajados. En un secreter antiguo había un animal disecado que Tibor no había visto nunca; un pez o un batracio amarillo reseco con una boca sonriente, dos ojos negros de cristal encima y una larga cola prolongando el tronco. Pero lo realmente curioso era que la criatura se sostenía erguida sobre dos garras de gallina y de su cabeza salía una pequeña cornamenta. Cuando Jakob vio aquella especie de basilisco, señaló que le extrañaba que todavía no se le hubiera ocurrido a ningún relojero la idea de introducir en un animal disecado un mecanismo de relojería para de este modo revivirlo.
—Los amos y las amas pagarían fortunas por un gato que levantara la pata mecánicamente o un perro que no dejara de mover la cola a pesar de llevar tiempo muertos.
Tibor encontró una manoseada edición italiana de El Decamerón y la quiso comprar, pero Krakauer insistió en regalársela.
—No quiero dinero, señor Neumann; así, cuando el destino lo disponga, podré beneficiarme yo de nuestro encuentro —le dijo.
El Decamerón era uno de los libros cuya lectura estaba prohibida en Obra bajo penas severísimas; Tibor comprendió ahora por qué. Realmente, las fábulas eran atrevidas. Le gustó sobre todo la historia de los amantes Egano y Beatrice, que se encontraban gracias al juego de ajedrez. Tibor nunca hubiera pensado que precisamente su juego pudiera abrir el corazón de una mujer. En sus sueños se introducía con la forma de Egano.
El turco ajedrecista derrotó a Michael Spech, el dueño de la cervecería, en unos humillantes dieciséis movimientos. Spech se tomó la derrota con buen humor y reconoció que sabía tan poco de ajedrez que probablemente también un telar le hubiera vencido. La segunda partida, contra el alcalde de Presburgo nada menos, el amigo de Kempelen Karl Gottlieb Windisch, editor del Pressburger Zeitung, duró, con cuarenta movimientos, considerablemente más, de modo que fue Windisch, más que el autómata, el destinatario de los aplausos tras el mate. De las dos docenas de invitados, acudieron todos. También el hermano de Kempelen, Nepomuk, había pedido poder asistir de nuevo a la actuación. Anna Maria era, mientras tanto, la perfecta anfitriona. Diversos conocidos de la familia Kempelen estaban de acuerdo en afirmar que raramente la habían visto tan alegre. Antes de la sesión, la dueña de la casa hizo que Katarina y Elise sirvieran bebidas y comida mientras los invitados conversaban. Tibor pudo captar entonces, entre las conversaciones cruzadas, cómo Windisch proponía a Kempelen colocar un anuncio en el Pressburger Zeitung que anunciara las próximas actuaciones del turco. De entre todos los invitados, el editor parecía el más interesado en conocer cómo funcionaba el autómata y asediaba a preguntas a Kempelen.
Acordaron que en el futuro abrirían las puertas de la máquina de ajedrez antes y no después de la actuación. Esto permitía que Tibor, una vez acabada la partida, no tuviera, como antes, que guardar a toda prisa sus piezas, recoger el pantógrafo y devolver el tablero a su sitio. Desde que se cerraban las puertas hasta que empezaba la primera partida había tiempo más que suficiente para el montaje. Después de que Kempelen hubiera cerrado las puertas delanteras, el caballero abría de nuevo la puerta trasera del lado derecho del androide con el pretexto de que debía realizar un ajuste, y cuando introducía la vela en el interior del autómata, Tibor podía encender la suya con ella. Si alguna vez, en el curso de una partida, la vela de Tibor se apagaba, Kempelen podría volver a darle fuego alegando que debía efectuar un nuevo ajuste en el mecanismo.
Después de la actuación, mientras Tibor estaba inclinado sobre la jofaina de agua con el torso descubierto para lavarse el sudor, llamaron a la puerta y Kempelen entró, en compañía de su hermano. Con gesto orgulloso, Kempelen señaló a Tibor y dijo:
—Es él.
Nepomuk frunció el ceño y se frotó la barbilla.
—Ah, vaya.
—¿No te satisface? —preguntó Kempelen.
Ambos se comportaban como si Tibor, que ahora había cogido un paño, no pudiera oír nada de lo que decían.
—No, no, no es eso. ¿Qué puede haber de malo en él? Ha jugado bien. —Tibor respondió a la alabanza con una inclinación de cabeza—. No, es más bien… todo el asunto en conjunto.
Los hermanos abandonaron la habitación y continuaron la conversación fuera.
Tibor se frotó la piel con el paño. Le irritaba que alguien pudiera sentir algo que no fuera entusiasmo por el autómata.
Tibor empleó la tarde en ejercitarse un poco más en la mecánica. Siempre fabricaba engranajes perfectos que luego, al no tener utilidad, acababan en la basura.
Pero ahora estaba creando algo que también podía serle útil: las llaves de la casa de Kempelen, que solo tenían el propio Kempelen y su mujer; una para la puerta de la casa y otra para el taller, que a su vez conducía a la habitación de Tibor. Un día, el enano hizo acopio de valor y amasó el cabo de una vela durante horas para mantenerlo blando en el bolsillo del pantalón; cuando Kempelen desapareció un momento en su despacho dejando el manojo de llaves en el taller, copió las dos llaves en la cera. Luego consiguió unas varas de hierro suficientemente gruesas, y las serró y las limó hasta que se adaptaron perfectamente a las hendiduras de la cera.
Tibor escondió las dos llaves acabadas bajo una tabla floja del suelo, y se sintió liberado al pensar que en el futuro podría abandonar la casa siempre que quisiera.