Carmaux, Jaquet-Droz y los demás habrían pagado por vivir una derrota de la máquina de ajedrez de Kempelen frente al enano, o tal vez simplemente por asistir a una partida emocionante; en todo caso, en este último aspecto puede decirse que quedaron satisfechos. Neumann hizo retroceder las blancas a su mitad y dio caza a la reina persiguiéndola de una casilla a otra. Consiguió incluso la rara hazaña de cambiar un peón: el peón de c7 se había abierto paso hasta el otro lado y lo cambió en el por una reina. Neumann cosechó aplausos por el cambio, por más que en los siguientes movimientos las tres reinas desaparecieran del tablero.
Después del movimiento trigésimo sexto, el brazo del turco volvió a inmovilizarse. El tablero ante él se había aclarado considerablemente. Entretanto ya era de noche, y Kempelen interrumpió la partida, esta vez sin oposición: todos los participantes necesitaban descanso. Se dejaría el tablero tal como estaba durante la noche y acabarían la partida a la mañana siguiente. Esperaba, dijo el caballero, poder saludar entonces de nuevo, si era posible, a todos los presentes, y muy especialmente al oponente de la máquina de ajedrez. Neumann se levantó sin decir palabra y se mezcló con los espectadores que empezaban a salir, muchos de los cuales lo elogiaron por su actuación, le tendieron la mano o le palmearon afablemente la espalda. En compañía de su colega Henri-Louis Jaquet-Droz, del padre de este, Fierre, y de algunos otros, Neumann abandonó la posada del mercado. Al mismo tiempo, Wolfgang von Kempelen y su ayudante hacían rodar la mesa de ajedrez con el turco hasta la habitación contigua.
Cuando el público hubo abandonado la sala, las puertas estuvieron cerradas y las cortinas corridas, abrieron la mesa de ajedrez para dejar salir al jugador oculto. El hombre era un poco más bajo que Kempelen, joven y de constitución delgada, y debido al largo tiempo que había permanecido en el interior de la mesa, estaba pálido y sudoroso. Gimiendo, estiró los brazos, se palmeó la nuca y giró la cabeza a un lado y a otro. Se oyeron unos crujidos.
—Antón, trae un paño para Johann. Y agua —indicó Kempelen a su ayudante.
El jugador bebió unos tragos y luego se secó el sudor de la frente.
—Por todos los cielos —dijo—, ya pensaba que ibais a dejarme morir ahí dentro y que no me dejaríais salir de nuevo hasta que estuviera arrugado como una pasa.
—Pero habrás oído lo del dinero, ¿no? —dijo Antón.
—Oh, sí.
Kempelen apretó los puños contra la mesa, a la derecha y a la izquierda del tablero.
—Soy un perfecto idiota por haberme dejado arrastrar a este trato.
Antón se frotó las manos.
—¿Por doscientos táleros? Por este dineral jugaría una partida contra el mismo diablo.
—Perderemos —dijo Kempelen con la mirada fija en el tablero.
—De todos modos recibiréis el dinero: la condición era solo que la partida acabara, no que ganara el turco.
—Y además —intervino Johann—, no perderemos. —Se acercó a Kempelen, junto a la mesa de ajedrez, y mostró la posición de las piezas—. Tiene dos peones menos.
Y juega de forma anticuada. Ha ido demasiado lejos con su ataque, y ahora lo cogeré en falso. Aún no he perdido nunca.
—Entonces mañana será la primera vez. Perderemos. No importa cómo lo veas ahora. Créeme, sencillamente perderemos —dijo Kempelen, y Johann no se atrevió a contradecirlo.
Antón se encogió de hombros.
—¡Y qué importa: son doscientos táleros! No habéis ganado tanto en Ratisbona y Augsburgo juntos.
—Lo pagaremos caro. Porque si perdemos, arruinaremos nuestra reputación, y el daño no podrá medirse en dinero.
Kempelen empezó a caminar de un lado a otro de la habitación.
—Hubieras tenido que verlo —dijo Antón, dirigiéndose a Johann, y colocó su mano a la altura del ombligo—. Un enano que apenas alcanza hasta aquí. Cuando estaba sentado en la silla, los piececitos ni siquiera le llegaban al suelo.
—¿Un relojero también?
—Seguro. Aquí lo son todos. ¡Imagínate, un relojero enano! Es curioso, había un relojero enano así en Amsterdam. Apenas era una cabeza mayor que sus relojes.
—Silencio —dijo Kempelen—, tengo que reflexionar.
Los dos colaboradores callaron y se dedicaron a sus ocupaciones —Antón revisó la mesa y Johann se puso una camisa limpia— hasta que Kempelen volvió a hablar.
—Johann, sal y averigua dónde vive o dónde se ha instalado.
Johann y Antón se miraron.
—¿Qué os proponéis? —preguntó Antón.
—Eso dejadlo de mi cuenta.
—¿No podría ir Antón en mi lugar? —preguntó Johann con cara de sufrimiento—. Estoy muerto de cansancio. Kempelen sacudió la cabeza.
—A él lo conocen de la sesión; en cambio a ti no te ha visto nadie aquí. No tendrás ningún problema para encontrarlo: es un enano. Y entérate de si va una mujer con él.
—¿Una enana?
—No, zoquete. Una persona normal… y bonita.
Cuando Johann se hubo ido, Antón dijo:
—Un enano que juega al ajedrez a la perfección. Él no tendría que encogerse para entrar en la máquina. Hubierais debido contratarlo a él en lugar de a Johann.
Kempelen no respondió.