Con ocasión del décimo aniversario de la subida al trono de María Teresa, el 20 de octubre de 1750, Luis VIII, landgrave de Hesse-Darmstadt, regaló a su majestad un mecanismo de relojería automático del tamaño de un hombre adulto. El llamado «reloj de representación imperial» pesaba más de ciento diez kilos, y más de la mitad de ellos eran de plata pura. Bajo la esfera había un pequeño escenario, casi como un teatro de figuras de estaño, enmarcado por hojas de acanto plateadas, querubines, ninfas y el águila habsburguesa. El fondo del escenario estaba adornado con arcadas, y en el telón de fondo se podía reconocer el ejército imperial, así como el castillo de Presburgo.
Cuando empezó la representación, un sistema de engranajes extraordinariamente complejo movía este tableau animé: entre los solemnes acordes de una caja de música, las figuras de María Teresa y Francisco I entraban en escena; el emperador iba por la izquierda y su esposa por la derecha, hasta que se reunían en el centro, junto a un altar de sacrificio con una llama flameante. En ese momento, los pajes que les acompañaban se arrodillaban ante ellos para presentarles las coronas: a María Teresa, las coronas reales de Hungría y Bohemia, y a Francisco I, la corona imperial del Sacro Imperio Romano.
De pronto una nube oscura se deslizaba ante el cielo azul, y sobre la pareja imperial aparecía un demonio, cuyos rasgos se asemejaban a los de Federico II de Prusia. Pero el propio arcángel san Miguel descendía del cielo para expulsar al funesto personaje con una espada flamígera. Finalmente, el genio de la historia escribía con una pluma unas letras negras en el firmamento —«Vivant Franciscus et Theresia»—, mientras unas coronas de laurel descendían sobre las cabezas de la pareja de gobernantes entre el sonido de las fanfarrias.
El landgrave Luis encargó la construcción de este presente a su relojero de la corte Ludwig Knaus, que trabajó en él con su hermano menor Friedrich. La admiración con que fue recibida esta obra maestra de la pareja de hermanos de Aldigen am Neckar en la corte vienesa hizo que ambos entraran más tarde al servicio de la casa imperial. Ludwig se convirtió en ingeniero del ejército austríaco. Friedrich Knaus, en cambio, se trasladó a Viena después del estallido de la guerra de los Siete Años para convertirse allí en el celebrado mecánico de la corte de su majestad. Friedrich se hizo miembro del Gabinete Físico-matemático-astronómico de la corte y fabricó allí nuevos autómatas; entre otros cuatro autómatas escritores, de los que el cuarto, la «máquina prodigiosa que todo lo escribe», fue presentado en el año 1.760, de nuevo en el día conmemorativo de la coronación. Este autómata tenía la forma de una estatuilla de latón que escribía, con pluma y tinta, hasta sesenta y ocho letras por actuación en un papel móvil. La «máquina prodigiosa que todo lo escribe» causó sensación y consolidó la fama de Friedrich Knaus como el mayor mecánico de su tiempo.
Durante el camino de vuelta, Knaus estuvo mirando por la pequeña ventanilla de la carroza sin decir palabra. El tiempo frío y húmedo representaba perfectamente su estado de ánimo. Ante su casa, el maestro mecánico olvidó ayudar a su acompañante a bajar del coche, y la mujer tuvo que llamarlo para que volviera a por ella. El hombre golpeó el aldabón con vehemencia, y mientras esperaban a su criado, ahuyentó con su bastón de paseo a dos palomas que habían buscado protección de la lluvia en una cornisa.
—¿Tal vez quieres estar solo esta noche? —le preguntó la dama que se encontraba a su lado.
—Quizá eso te viniera bien —respondió él malhumorado—. Pero dime, ¿quién, si no tú, va a alegrarme el ánimo?
El criado abrió. Knaus le entregó el manto, el sombrero, el bastón y los guantes, pidió una botella de vino y un tentempié y empezó a subir hacia su dormitorio del piso superior precediendo a la mujer. Mientras ella se quitaba la peluca ante un pequeño tocador y se limpiaba los polvos, el colorete y el carmín, el mecánico paseaba arriba y abajo por la habitación, con los brazos cruzados, a veces sobre el pecho y a veces a la espalda.
—Habría jurado que en esa máquina se ocultaba un hombre —dijo después de un largo silencio. Luego se detuvo y la miró—. ¿Te importaría contradecirme, por favor? ¿O mejor aún, darme la razón? No estoy interesado en mantener un monólogo.
La mujer suspiró y habló sin volverse.
—Ya revisaste la máquina. Y estaba vacía.
—Sí, pero… un… ¿un mono, tal vez? Dicen que el sultán de Bagdad tiene un mono inteligente que juega al ajedrez. O una persona… sin miembros… sin abdomen; un veterano al que, en la guerra, una bala de cañón le haya arrancado la parte inferior del cuerpo… que lo haya reducido casi a la mitad… ¡Pero por Dios, interrúmpeme!
¡Estoy diciendo locuras! ¡Menudo imbécil tendría que ser para perder con un mono!
Siempre es mejor hacerlo contra una máquina. —Knaus se arrancó la peluca del cráneo y la lanzó a un sillón, desde donde cayó al suelo—. Cómo odio a ese Kempelen. ¡Ese arrogante advenedizo, ese adulador de provincia con su insoportable modestia, que es más vanidosa que la mayor de las vanidades! ¿Por qué no puede ocuparse de sus asuntos? Yo no me mezclo en su papeleo, ¿no?
—No —dijo la mujer.
Knaus se despojó de su casaca.
—El abate y el padre Hell eran de mi misma opinión; en esa máquina hay gato encerrado. Pero naturalmente a ellos les es indiferente; Kempelen no se ha metido en su campo. ¡Ah, si hubiera descubierto un nuevo planeta! ¡Hell hubiera tocado a rebato al momento! —Knaus se limpió con unas palmadas los polvos de los hombros de la levita—. Tal vez tenga algo que ver con imanes. Seguro que tiene que ver con imanes. Hoy en día todo el mundo hace cosas con imanes; ya no hay nada que interese a la gente si no aparecen por algún lado esos malditos imanes. ¿Te has fijado que durante toda la partida no se ha apartado de esa caja? ¿Y que luego no quería abrirla bajo ningún concepto? Ahí está el secreto. El mismo guía al autómata, desde lejos… con ayuda de las corrientes magnéticas. No hay ninguna máquina pensante; es el propio Kempelen quien piensa y la dirige.
—Eso sería brillante.
—Desde luego que sí; pero de todos modos sería un engaño. Un engaño brillante.
Y yo lo desvelaré.
Mientras tanto la mujer había retirado todas las agujas que recogían su pelo rubio bajo la peluca y había empezado a cepillarlo.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿De verdad me preguntas por qué? Porque si no, pronto podré traer mi silla a casa, querida, por eso. Conozco bien a esa arpía francófila; en cuanto aparece una nueva moda —Knaus deformó la voz—, «o ga c’est dróle, c’est magnifique, o je l’aime absolument!, todo lo antiguo queda liquidado. Ella venera a ese charlatán, a ese Cagliostro húngaro. Me he dado perfecta cuenta. Dios sabe por qué, probablemente porque pertenece a la nobleza y yo no. ¡Y Kempelen quiere construir una máquina parlante, imagínate! ¡No puede ser una casualidad! ¡Quiere derrotarme en mi propio terreno! Pero no lo permitiré. Sacaré a la luz su engaño, y acabaré con él; entonces ya podrá coger sus trastos y huir a Prusia, ¡o mejor aún, a Rusia!
Knaus, que mientras pronunciaba esta última frase había estirado instintivamente el índice para señalar al este, se dio cuenta de pronto de lo ridículo de su actitud y empezó a desabotonarse el chaleco.
—Exageras —opinó la mujer—. Seguro que no te desea ningún mal. Además, no te conoce de nada. Y quién sabe, tal vez toda esta expectación por el turco dure solo unas semanas.
—Yo no puedo esperar tanto. Pero ¿cómo podré desenmascararlo?
Al ver que Knaus no encontraba ninguna respuesta, la mujer respondió:
—Soborna a su ayudante.
—¿Crees que no lo he intentado? Pero no todas las personas tienen un precio, mi estimada Galatée.
La mujer se quedó inmóvil un segundo, y luego se pasó un pañuelo húmedo por la cara.
—Lo siento —dijo Knaus, se acercó a ella, abrazó sus hombros desnudos y la besó en el cuello—. Lo siento de verdad. Perdóname, por favor. No sé dónde tengo la cabeza. Estoy tan furioso que ataco lo que me es más querido.
La mujer se llevó las manos a la espalda para soltar los corchetes de su corsé, pero Knaus la liberó de ese trabajo. El hombre se arrodilló tras ella y le desabotonó el corsé de arriba abajo. Mientras tanto la contemplaba en el espejo. Tenía un cabello magnífico, y también la piel, pero sobre todo los pechos, eran perfectos. Sin embargo, eran sus imperfecciones las que más despertaban su deseo: los ojos azules inexplicablemente salpicados de verde, la minúscula cicatriz en la frente, la comisura derecha de los labios, siempre un poco más alta que la izquierda, y el lunar encima, que resistía a todos los emplastos. Al besarle la espalda, tuvo una inspiración.
—¡Tú lo descubrirás! —dijo.
—¿Cómo?
Friedrich Knaus se levantó, entusiasmado con su idea.
—Descubrirás para mí cómo funciona el jugador de ajedrez. Puedes hacer lo que quieras con los hombres, con cualquiera. Y también lo conseguirás con Kempelen.
¡Nadie se te puede resistir! ¡Es una idea fabulosa! ¡Soy un genio!
—No lo haré. ¿Cómo puedes pensar en eso? No soy una espía.
—Pero no puedes preguntárselo sin más. Tienes que actuar con astucia. Pero encontrarás la forma. Eres una mujer inteligente. No me importa cómo te las arregles, con tal de que lo consigas.
—No.
—¡Puedes hacerlo! No es tarea difícil para ti. Y tienes todo el tiempo del mundo.
—No. Sácatelo de la cabeza.
La mujer, que ya se había quitado la ropa, se levantó y dejó que las enaguas se deslizaran al suelo. Luego caminó desnuda hacia la cama.
Knaus chasqueó la lengua.
—Tienes que hacerlo, Galatée. Piensa que cuando descubran tu embarazo, dejarás de tener clientes aquí.
La mujer dejó caer la sábana que sostenía en la mano y se volvió.
—¿Cómo lo has sabido?
—Hasta ahora no lo sabía. Solo lo suponía. Pero tu emoción habla por sí sola. —Sonrió—. No lo olvides: aunque no soy médico, soy un científico, y los científicos tenemos una mirada muy aguda para lo que sucede a nuestro alrededor.
La mujer se deslizó bajo la sábana sin mirarlo, y él observó con agrado cómo la tela se posaba lentamente sobre sus curvas.
—¿Quieres deshacerte de él? —No.
—Entonces tienes que abandonar Viena. Las noticias se extienden rápidamente en la corte, y cuando todo el mundo lo sepa, ya no tendrás ninguna posibilidad de practicar aquí tu profesión. ¿De quién es, dime? ¿Mío? ¿O ha sido, con todos mis respetos, José el irrigador, y en ti está creciendo un pequeño emperador?
Knaus colocó con suavidad la mano sobre su vientre, pero ella la apartó. Él le susurró al oído:
—Galatée, aléjate de Viena, trabaja para mí en Presburgo. Te recompensaré generosamente, lo sabes. Tanto que después no tendrás que ser la amante de nadie, ni siquiera del emperador.
Ella no reaccionó. El hombre se desnudó del todo, apagó las velas, arrimó su cuerpo a la cálida espalda de la mujer, y la cara a su pelo.
—Y ahora, querida —dijo—, voy a recompensarme por esta soberbia idea.
La segunda noche después de la salida de Viena de Wolfgang von Kempelen, Jakob entró en la habitación con el manto de Tibor. Él, por su parte, llevaba puesta de nuevo la casaca amarilla y se había peinado elegantemente los cabellos hacia atrás.
—Pensaba que no querías volver a llevarla nunca —se extrañó Tibor.
—Si salgo a pasear por la capital imperial, no quiero tener el aspecto de un vulgar cochero, sino del noble caballero que en el interior de mi corazón efectivamente soy.
—¿Vas a salir? —preguntó Tibor, algo decepcionado.
—No, vamos a salir.
—¿Qué? ¿Adonde?
—No tengo ni idea. No conozco demasiado bien la ciudad, pero algún lugar encontraremos donde nos sirvan una copa de vino decente.
Tibor bajó la voz, como si alguien estuviera espiando detrás de la puerta.
—¡Pero Kempelen nos lo prohibió!
—Me recuerdas a los siete cabritillos —dijo Jakob sacudiendo la cabeza, y luego añadió con voz de pito—: «¡Mamá lo ha prohibido, no podemos, nos da miedo el malvado lobo!».
—No conozco la historia.
—Tibor: ¿cuántas veces habías estado en Viena antes?
—Nunca.
—No querrás pasar tu primera visita a la perla del imperio habsburgués escuchando cómo la carcoma roe la madera en una pequeña vivienda de arrabal, ¿verdad? Además, deberías conocerme ya lo suficiente para saber el caso que hago yo de las prohibiciones. En realidad, podría decirse que son un reto para mí; debo de estar enfermo.
Tibor se puso la chaqueta que le tendía Jakob.
—¿Cómo acaba la historia? —preguntó.
—¿Qué historia?
—La de los siete cabritillos.
—Ah, sí. Los cabritillos dejan que el lobo entre en la casa y él se los come a todos. —Tibor miraba fijamente a Jakob, con los ojos muy abiertos. El judío soltó una sonora carcajada y pellizcó al enano en el cuello—. No te preocupes. La más pequeña sobrevive; se esconde en la caja del reloj.
Llovía, al igual que durante todo el día, de modo que tenían que saltar grandes charcos y pequeños arroyuelos que se abrían camino hacia el Alser Bach. Pronto las medias de Tibor estuvieron empapadas, y el enano empezó a dudar de que realmente fuera a disfrutar de la excursión prohibida, pues en la penumbra no podía ver gran cosa de la ciudad. Los dos caminantes pasaron por delante de la Invalidenhaus y la iglesia de los Trinitarios, cruzaron por entre cuarteles y el Tribunal Penal, atravesaron luego el campo de instrucción ante las murallas de la ciudad antigua hasta llegar a la Puerta de los Escoceses, dejaron atrás la iglesia de los Escoceses en dirección al Mercado Alto y alcanzaron finalmente un laberinto de estrechas callejuelas que a Tibor le recordaron Venecia. Jakob tuvo incluso la paciencia necesaria para pasar de largo frente a una taberna cerca de San Ruperto y una segunda en la Griechengasse, que no le gustaron tras echar una ojeada por la ventana.
Por fin entraron en una taberna que efectivamente era más agradable que las dos anteriores. Quedó libre una mesa cerca del hogar, y allí se instalaron. Jakob encargó al tabernero algo caliente, lo que fuera, para sacarse el frío del cuerpo, y el hombre les trajo dos vasos de arrak calientes y mucho azúcar, «dulce como el pecado y caliente como el infierno». Después probaron los vinos locales. Tibor había entrado de nuevo en calor, sus botas se secaban junto al fuego, y mientras Jakob empezaba una vez más a encadenar sarcasmos contra la sociedad de cortesanos de Schónbrunn, el enano observó en silencio a los clientes: un público sencillo pero correcto. Jakob era el único que destacaba con su atuendo y su afectación: el judío se daba aires de noble, hablaba con distinción con el tabernero, estiraba el dedo meñique al beber y, después de cada trago, se secaba la comisura de los labios con un pañuelo. Había pocas mujeres presentes, pero todas lo habían mirado al menos una vez, y Tibor estaba seguro de que Jakob era perfectamente consciente de aquellas miradas.
Una hora y media después de su llegada entró en la taberna un caballero, con un tricornio empapado de agua en una mano y un bastón de paseo con mango de plata en la otra. El hombre se acercó al mostrador con una amplia sonrisa, como si acabara de escuchar un chiste, y le preguntó al tabernero qué surtido tenía de vinos espumosos. Luego encargó ocho botellas y pidió que las colocaran en cajas llenas de paja para el transporte. Mientras el tabernero se ponía al trabajo, la mirada del caballero se posó en Jakob y Tibor. El hombre les saludó con la cabeza, y Jakob le devolvió cortésmente el saludo, muy en su papel:
—Monsieur.
—Tenéis un criado muy peculiar, monsieur —opinó el caballero mirando a Tibor.
—Las apariencias engañan —replicó Jakob—. No es él mi criado, sino yo el suyo.
El desconocido examinó el atuendo de ambos.
—No os dejéis engañar por nuestras ropas —indicó Jakob—. Viajamos de incógnito.
—¿Y no querríais revelarme quiénes sois?
—Triste incógnito sería ese si lo hiciéramos. —Jakob miró a Tibor, pero el enano no sabía qué decir, jakob se dirigió de nuevo al caballero—: ¿Podéis guardar un secreto?
—¿Y si no pudiera?
—En ese caso deberíamos mataros.
Tibor se estremeció, pero siguió sin intervenir. Kempelen se hubiera puesto furioso de saber lo que estaban haciendo, pero el alcohol adormecía la conciencia de Tibor, y el enano quería ver qué se proponía Jakob. Definitivamente, aquello había despertado la curiosidad del desconocido. El hombre sonrió, cogió una silla libre y se sentó con ellos, con la cabeza inclinada sobre la mesa.
—Soy todo oídos.
Jakob pidió permiso a Tibor.
—¿Sire?
Tibor asintió. Y el judío continuó en tono confidencial:
—Sin duda habréis oído hablar de la famosa marquise de Pompadour, la querida del rey de Francia… —El caballero asintió rápidamente y con un gesto animó a Jakob a seguir—. En el año 1745, la Pompadour quedó embarazada de su majestad el rey.
Pero, como no era la reina, el niño hubiera sido un bastardo, por lo que Luis reaccionó de un modo espantoso, totalmente indigno para un rey: dio un puñetazo al vientre de la Pompadour.
—Sacre! —exclamó el caballero.
—Sin embargo, no llegó a abortar. Aunque el embarazo se acortó dos meses, y el niño llegó al mundo… inmaduro.
Despacio, muy despacio, Jakob giró la cabeza en dirección a Tibor; el caballero siguió su mirada, boquiabierto.
—Monsieur, tenéis ante vos al delfín, Luis XVI, el legítimo sucesor al trono real francés —Jakob dejó que las palabras ejercieran su efecto y añadió—. Desde su nacimiento estamos huyendo de la policía secreta de su majestad. En este momento vamos de camino a Londres, donde el rey Jorge nos concederá asilo.
La mirada del caballero pasó de Jakob a Tibor y volvió de nuevo al judío. Luego el hombre estalló en una sonora carcajada.
—No creo una palabra de lo que decís.
—Algo muy conveniente para nosotros.
El tabernero dejó las dos cajas con el vino espumoso sobre el mostrador. El desconocido se levantó y sacó su bolsa. Luego golpeó la mesa con el puño.
—Estoy invitado a una velada —dijo— que, con toda probabilidad, será mortalmente aburrida. A pesar del alcohol. ¿No querríais acompañarme? Seríais invitados de honor y seguro que contribuiríais a nuestra diversión.
—¿Alteza? —preguntó Jakob a Tibor, golpeándolo como un loco con el pie bajo la mesa.
—Fuera está mi carruaje, con dos encantadoras mujeres en su interior —dijo el caballero.
—Aceptamos —dijo Tibor.
El enano se calzó las botas, que ya estaban secas y calientes, y siguiendo con su papel, dejó que Jakob lo ayudara respetuosamente a colocarse el manto. Mientras tanto, el caballero pagó el vino y se hizo cargo, además, de la cuenta de ambos.
El carruaje se encontraba delante mismo de la taberna, y los tres hombres se embutieron en él junto con las cajas de vino: Tibor fue el último en entrar, para aumentar la sorpresa de las damas. El caballero no había exagerado: las dos mujeres eran, efectivamente, encantadoras e iban bien vestidas, aunque la lluvia había ensuciado la orla de sus faldas igual que las medias de seda del hombre. Las dos soltaban risitas continuamente e interrumpían una y otra vez con sus preguntas el relato de Jakob, que de camino a la velada volvió a dar lo mejor de sí mismo. La más joven incluso pareció creer los delirantes cuentos de Jakob.
—No sé por qué os extrañáis tanto —regañó a los demás—, ¡estas cosas pasan!
Un cuarto de hora más tarde, el carruaje se detuvo ante un pequeño palacio. Los ocupantes esperaron a que llegaran los criados con paraguas. Finalmente llegó uno acompañado por un hombre que metió la cabeza por la ventanilla y saludó a los pasajeros.
—Bonsoir, mesdames; bonsoir, Rodolphe. No entréis —les previno—. Es tan triste como un oficio calvinista. Nosotros vamos a casa de Thun-Hohenstein; nos ha invitado a una reunión magnética.
El caballero al que había llamado Rodolphe indicó al cochero que se dirigiera al palacio del conde de Thun-Hohenstein, y solo cuando el carruaje ya volvía a rodar, solicitó la aprobación de «su alteza, el delfín» Tibor. El viaje y la corriente de aire frío que entraba en el coche devolvieron la sobriedad a Tibor, que se dio cuenta de que lo que hacían era un terrible error. Iba a pedirle a Jakob que bajaran, cuando el noble, como si hubiera adivinado su pensamiento, cogió una botella de vino espumoso de la caja, la descorchó y le ofreció el primer trago. El vino era magnífico. Además, también era la solución: Tibor solo necesitaba ingerir alcohol continuamente; de ese modo superaría esa velada sin remordimientos de conciencia.
El carruaje se detuvo bajo una entrada cochera cubierta.
Jakob ayudó a la dama más joven a bajar la escalerilla y Rodolphe hizo lo propio con su compañera. Tibor quería cargar con el vino, pero el caballero lo disuadió. En casa de los Thun-Hohenstein siempre había bebida suficiente, dijo, y además aquel trabajo era indigno de un delfín. En el suntuoso vestíbulo volvieron a encontrar al hombre de antes con sus acompañantes. Unos lacayos les cogieron los mantos, chales y sombreros, de modo que ahora Tibor no solo llamaba la atención por su tamaño, sino también por su poco apropiado atuendo. Jakob y él eran los únicos que no llevaban peluca o el cabello espolvoreado de blanco. Sin embargo, nadie preguntó por su derecho a estar allí, y los criados los trataron con el mismo respeto que a los demás.
Al pie de la escalera que conducía al piso superior había un criado junto a una mesa con máscaras, como las que Tibor conocía del carnaval de Venecia. El amigo de Rodolphe explicó que era obligatorio llevar máscara para evitar cualquier inhibición durante el tratamiento. Ninguno de los invitados debía sentir miedo a abrir su interior y volcarse hacia fuera; por ese motivo irían todos enmascarados: para hacerse irreconocibles. Tibor y Jakob cogieron sus máscaras, que estaban adornadas con plumas y piedras de colores y cubrían toda la cara con excepción de la boca y la barbilla, y se las hicieron atar por las damas. A través del agujero de los ojos, Jakob hizo un guiño a Tibor.
En el piso superior atravesaron primero un salón vacío y luego otro en el que habían instalado un bufet. Unos cuarenta invitados se encontraban allí distribuidos en grupitos; había más mujeres que hombres. Todos iban vestidos con gran elegancia y llevaban máscaras. Las ventanas estaban cerradas, y las cortinas corridas. Hacía calor y el aire estaba muy cargado. La cera de las velas de dos grandes arañas goteaba al suelo, y el olor a vino flotaba pesadamente en el ambiente. Tibor oyó el canto de una mujer, que llegaba de la habitación contigua.
Media docena de invitados se habían reunido en torno al bufet. Sobre la mesa daba vueltas un juguete con ruedas de latón, un pequeño barco con Baco apoyado en el mástil y un pequeño barril de estaño a bordo. El barco se detuvo ante uno de los invitados, que, sonriendo, cogió el barrilito y vació el vino que contenía de un trago.
Luego volvió a escanciar vino en el barril, y con la nueva carga se puso en marcha el mecanismo de relojería del barco, que partió para un nuevo viaje.
Después de que las puertas se hubieran cerrado tras los recién llegados, el anfitrión se dirigió hacia ellos. El hombre dio efusivamente la bienvenida al grupo, y cuando el amigo de Rodolphe quiso presentarse, lo hizo callar con un gesto.
—¡Vamos, vamos!, mi joven amigo, no quiero oír nada de eso. En esta société permanecemos en el anonimato, o mejor dicho: adoptamos otros nombres, ¡exóticos como las máscaras que cubren nuestro rostro! Yo soy nada menos que Neptuno.
Refrescaos, conoced a otros héroes y ninfas, aquí somos una gran familia en el Olimpo. Pronto empezará el espectáculo. —El hombre miró hacia abajo, a Tibor—. ¡Tu dolencia salta a la vista, amigo mío! ¡Espléndido! Si eres bastante atrevido, seguro que todavía quedan plazas libres en el baquet. Nunca hay que perder la esperanza.
Neptuno siguió adelante y el grupo se dispersó. Jakob, Tibor y la más joven de sus acompañantes se quedaron donde estaban.
—Adoptaré el nombre de Cloris —dijo la joven.
—Puesto que es evidente que sois una entendida en la Hélade —replicó Jakob—, sed tan amable de proveernos también a nosotros de un nombre.
—Tú, hermanito, te llamarás a partir de hoy… Acis, y a ti —dijo observando a Tibor—, te llamaremos, naturalmente, Pan.
Y rió entre dientes, encantada.
Jakob besó la mano a Cloris y la miró a los ojos.
—Acis te expresa su más sincero agradecimiento, hermosa dama.
Tibor esperó a que Cloris se hubiera alejado y dijo:
—Esto es una locura.
—Sí, ¿verdad? —replicó Jakob, sonriendo maliciosamente.
—Quiero decir que tenemos que irnos de aquí cuanto antes, Jakob.
—Si tú quieres irte, adelante, pero yo no voy a perderme esto por nada del mundo. Llevo una máscara. Y además me llamo Acis, si no te importa.
—¡Ninguna máscara puede ocultar que soy pequeño!
Jakob no respondió y paseó la mirada por la concurrencia.
—Esta Cloris es una belleza —dijo con expresión ausente, y sin añadir más, se dirigió hacia la habitación de al lado, donde había desaparecido la joven.
Tibor reprimió el impulso de seguirlo, la ira que le provocaba que Jakob olvidara su deber y su propio miedo a ser descubierto. El enano cogió del bufet algo para comer y un vaso de vino, mientras el barco mecánico con Baco a bordo navegaba ante él. Luego se sentó en una chaise longue, pues en esta posición su defecto era menos evidente. No sabía qué estaba comiendo, pero era exquisito; no recordaba haber comido nada tan bueno en su vida. Un hombre se sentó a su lado, pero no le prestó atención. Respiraba pesadamente, y la piel bajo la máscara estaba pálida. Su tronco se balanceaba ligeramente de un lado a otro en un movimiento circular.
Tibor oyó cómo un grupo que se encontraba cerca discutía precisamente sobre Kempelen. Por lo visto, una de las mujeres había estado en la presentación de la máquina de ajedrez en el palacio de Schónbrunn y ahora describía a los demás la inolvidable experiencia. La mujer estaba bebida, y para satisfacción de Tibor, exageraba de forma desmedida; en su relato, el autómata ejecutaba los movimientos con la velocidad de una máquina de vapor, y el turco de madera se movía con una agilidad considerablemente superior de la que en realidad era capaz. Cuando un hombre puso en duda la autenticidad del autómata, la mujer juró con voz estridente que en la mesa no podía caber nadie, ni siquiera un niño, aunque fuera un niño de pecho. Y recomendó a todos que acudieran a ver al turco ajedrecista del caballero Von Kempelen si iban a Presburgo. Tibor casi se mareó de orgullo al oírla.
Entretanto otros invitados se habían fijado en él, reían entre dientes tras sus abanicos y señalaban al enano con el dedo. Debía de ofrecer una imagen bastante curiosa, junto al borrachín en la chaise longue, con sus piernas que ni siquiera llegaban al suelo. Tibor vació su vaso y pasó a la sala contigua.
La habitación era bastante más pequeña. En el centro se encontraba el baquet, una cuba oval de un metro veinte de largo y unos treinta centímetros de profundidad. El recipiente estaba lleno de agua; en la superficie flotaban virutas de hierro oscuras. En el agua habían colocado una docena de botellas de vino dispuestas en forma radial, con el cuello apuntando al borde de la cuba. La cantante, que se encontraba en un pequeño estrado en un rincón, seguía con su canto como si fuera una incansable caja de música. Tibor miró alrededor buscando a Jakob, pero no lo encontró. Como en el salón anterior, también en este había muchas puertas, a través de las cuales de vez en cuando entraban invitados, y Tibor supuso que el judío habría desaparecido por una de ellas. Tampoco Cloris, Rodolphe y los demás se veían por ningún lado.
En ese momento llegaron dos hombres vestidos de negro con máscaras sin adornos. Los recién llegados colocaron una tapa sobre la cuba y la cerraron. En la tapa había unos agujeros exactamente en el lugar donde estaban colocadas las botellas. A continuación los hombres pasaron unas varas de hierro a través de esos agujeros y las introdujeron en las botellas, de modo que los extremos de las varas sobresalían de la cuba.
El anfitrión entró en el salón acompañado de dos damas y de algunos otros invitados. El hombre dio unas palmadas, y acto seguido la cantante calló y los dos hombres de negro colocaron doce sillas en torno a la cuba. Neptuno explicó que ahora empezaba la magnetización y que cualquiera que buscara una cura para su dolencia debía ocupar su lugar junto al baquet. Algunas damas se sentaron enseguida; luego lo hicieron Neptuno, sus compañeras y algunos invitados más.
Otros, sin embargo, dieron significativamente un paso atrás; solo querían observar el espectáculo, pero no formar parte de él. Quedaban aún dos plazas libres frente al anfitrión.
—¡Vamos, hombrecillo, adelante, acércate! —dijo este, dirigiéndose a Tibor—. ¡El magnetismo hace milagros y nunca ha perjudicado a nadie!
Tibor sacudió la cabeza cortésmente, pero de pronto alguien cogió su mano —era una mujer joven con un vestido de color rosa con volantes dorados, con una máscara con plumas de pavo— y lo arrastró, sonriendo, hacia el baquet. La mujer se sentó, y como no le soltaba la mano y en el salón todas las miradas estaban fijas en él, Tibor siguió su ejemplo. Neptuno aplaudió.
Mientras los dos ayudantes pedían a todos los espectadores que abandonaran el salón y cerraban las puertas tras ellos, la vecina de Tibor se inclinó hacia el enano.
—Soy Calisto —susurró.
—Yo soy Pan —respondió Tibor, y se sintió como un embustero.
La mujer soltó un gorjeo divertido.
—No temas, Pan. Es como una magia maravillosa. He oído decir que incluso ha conseguido que un ciego vea de nuevo.
El murmullo en la sala cesó bruscamente, y cuando Tibor se volvió, supo cuál era el motivo: un hombre con una capa violeta había entrado en el salón. El recién llegado llevaba el cabello largo hasta los hombros y tenía una mirada penetrante. En la mano sostenía una vara imantada blanca. El hombre cruzó la sala con paso solemne, observó con detenimiento a cada uno de los voluntarios, entre ellos también a Tibor, y luego habló:
—Un fluido llena el universo y lo une todo entre sí: los planetas, la Luna y la Tierra, pero también la naturaleza: piedras, plantas, animales y personas, y cada parte del cuerpo. El fluido circula a través de los miembros, los huesos, los músculos y los órganos, une la cabeza con los pies y una mano con la otra. Pero si este fluido sufre un desequilibrio, surgen dolores, enfermedades, cólicos, malos humores y miedos. Estoy aquí para restablecer este equilibrio y liberaros de vuestras dolencias.
Y para eso utilizaré la fuerza divina del magnetismo animal. —Al decir esto, el hombre mantuvo su imán ante sí en el aire, como si fuera la piedra filosofal—. ¡El fluido recorrerá vuestros cuerpos, arrastrará vuestras molestias y bloqueos como diques podridos y se los llevará para siempre!
—Sí, sí —dijo una mujer en voz baja.
El maestro ordenó a sus asistentes que apagaran todas las velas excepto una.
—Ahora haremos que reine una noche oscura, para que podáis concentraros por completó en vuestro interior y no os distraiga ninguna visión. Durante la curación sentiréis sensaciones que os resultarán extrañas y haréis cosas que no queréis hacer, pero no os angustiéis: no puede sucederos nada malo; es solo el fluido que toma posesión de vosotros. Yo estaré todo el rato aquí para atenderos. Ahora sujetad las varas de hierro.
Tibor cogió casi a ciegas la vara. El hierro se calentó rápidamente bajo sus dedos, pero no sintió nada más.
—A continuación apretad vuestras rodillas firmemente contra las rodillas de quienes tengáis a ambos lados. ¡Es imprescindible para el flujo que todos estéis unidos y nadie interrumpa la cadena!
Tibor oyó crujidos de vestidos a ambos lados, y luego las rodillas de sus vecinos tocaron las suyas. Abrió las piernas un poco más para responder a la presión. La cantante volvió a iniciar su cantilena, pero ahora lo hacía de una forma aún más incoherente; no se reconocían palabras, las notas se interrumpían con largas, pausas, se producían cambios bruscos de los agudos a los graves y al revés, y en conjunto sonaba como el canto de un loco. Tibor no podía oír ya ningún ruido procedente de las habitaciones contiguas. El maestro hablaba con voz tranquila a los pacientes y repetía la mayor parte de lo que decía: hablaba de la circulación del fluido, del equilibrio, de la fuerza del magnetismo animal, de las estrellas y los planetas. Se oyó un sollozo. Tibor levantó la mirada y vio que procedía de una vecina de Neptuno tras quien el maestro se encontraba realizando algo con su imán, aunque Tibor no podía ver qué; también los dos ayudantes estaban ocupados a la espalda de otros invitados. El sollozo aumentó de intensidad. Otros sonidos se añadieron a él; una risa, luego unas risitas histéricas, un gemido lascivo, un gruñido animal, un gimoteo sofocado y de pronto un grito. Por más que abriera los ojos, Tibor no podía distinguir nada en la oscuridad. El magnetizador seguía hablando, imperturbable, pero, como la cantante, lo hacía en voz más alta para imponerse a las voces de los pacientes. La rodilla de Calisto empezó a temblar súbitamente; Tibor tuvo que deslizarse hacia delante en la silla y adelantar la rodilla para no perder el contacto.
Una mujer lloraba y llamaba a su madre. De pronto Tibor sintió una presión en la nuca; uno de los ayudantes o el propio magnetizador se encontraba ahora a su espalda; el hombre le pasó un imán por la nuca, columna abajo y por encima de los brazos. Tibor sentía calor en el lugar donde el imán había tocado la piel, un calor que permanecía cuando el hierro ya se había apartado. Una descarga eléctrica atravesó la mano que sostenía la vara y recorrió todo su cuerpo. Tibor respiró más rápido, mucho más rápido, y supo que si seguía así, pronto perdería el conocimiento. Ahora el calor pasó del vientre a la zona lumbar. Tibor se sintió avergonzado por ello. Por un instante pensó que lo que estaba haciendo quizá era pecado, una danza extática en torno al becerro de oro, pero se dejó llevar. Calisto gimió, con el ayudante a su espalda, y Tibor colocó la mano libre sobre su rodilla para mantenerla firme junto a la suya, para interrumpir su gemido y sobre todo para sentirla. Pero en lugar de defenderse de aquel contacto impúdico, Calisto colocó su mano sobre la de Tibor y la apretó. Cayó una silla y una persona se desplomó. De este modo se interrumpía el círculo, pero la sensación de calor se mantuvo. El magnetizador tranquilizó a los participantes, pero ya no había nada que tranquilizar, estaban fuera de sí: uno golpeaba sin cesar contra la pared de la cuba; otro saltó de la silla gritando y mesándose los cabellos; un tercero tiraba de sus miembros como si quisiera liberarse de su propio cuerpo, como en otro tiempo Heracles de su camisa envenenada; algunos cayeron desmayados al suelo, y otros se tiraron; Calisto movió la mano de Tibor hacia arriba por el muslo, hasta que sus dedos tropezaron con el sexo, que podía sentir a pesar de la ropa. Luego apretó las piernas la una contra la otra como si quisiera aplastar la mano de Tibor entre sus muslos. La cantante calló, pues ya era imposible imponerse al alboroto que reinaba en el salón.
De pronto Calisto se levantó con tanto ímpetu que la silla cayó hacia atrás, y cogió a Tibor de la mano para arrastrarlo fuera del salón. Mientras lo hacía, gritó: «Erato».
La mujer así llamada se levantó también y les siguió. A través de la puerta lateral llegaron a un pasillo, y Calisto los condujo hacia la derecha haciendo chasquear las tablas bajo sus zapatos. Luego abrió de golpe una puerta, y solo después de que ella, Tibor y la otra mujer se encontraran dentro y la puerta estuviera cerrada, soltó la mano de Tibor. Erato había cogido un candelabro del pasillo, que ahora iluminaba la habitación.
Habían llegado a un pequeño dormitorio —Tibor no podía decir si deliberada o casualmente—, que estaba amueblado solo con un tocador, dos sillones y una cama con dosel. Calisto respiraba aún pesadamente. Las ropas y los cabellos de los tres estaban en desorden.
—Es fabuloso —dijo Erato mirando a Tibor.
La mujer había llorado —el maquillaje emborronado bajo la máscara lo revelaba—, pero cualquiera que hubiera sido la razón, parecía que todo rastro de tristeza había desaparecido. Calisto quiso quitarle la máscara, pero la otra se lo impidió con un gesto.
—Pan —dijo Calisto—, ahora veremos si haces honor a tu nombre.
Las mujeres se sonrieron. Tibor no reaccionó.
—Desnúdate —dijo Calisto con una voz sin entonación.
—No soy Pan —se defendió Tibor, aunque su excitación no había disminuido.
—Entonces despertaremos al Pan que hay en ti —replicó Erato.
Tibor contuvo la respiración. Las dos mujeres se dieron las manos y juntaron sus rostros en un largo beso. Tenían que girar las cabezas al hacerlo, para que las máscaras adornadas con plumas no chocaran entre sí. A la luz vacilante de la vela, parecían dos pájaros en un extraño baile nupcial. La espalda de Tibor tropezó con la pared; debía de haber retrocedido un paso instintivamente. Sin soltarse, las mujeres miraron de nuevo a Tibor, satisfechas con la impresión que el beso había causado en él. Entonces empezaron a desnudarse la una a la otra, con la mirada casi siempre dirigida hacia Tibor, conscientes de su encanto. Tibor sintió vértigo, y con cada prenda que las dos mujeres dejaban caer descuidadamente al suelo, crecía su deseo.
Luego subieron a la cama y allí se desabrocharon los corsés, mientras lanzaban gritos de alegría y gemían de placer. Tibor daba un paso adelante y otro atrás, incapaz de pensar ya con claridad.
Naturalmente ya había visto a mujeres desnudas, y también había tenido relaciones con dos. En otro tiempo, en Silesia, sus dragones pagaron a una prostituta que seguía a los soldados para que convirtiera en hombre al quinceañero, pero sus camaradas se lo habían pasado mejor con aquello que él mismo. Más tarde, en su peregrinación, a dos días de marcha de Gran, conoció a una muchacha campesina, una joven de aspecto agradable pero con un pie contrahecho. Tibor pensó con tristeza que dos personas deformes nunca serían correspondidas por nadie; permaneció con ella varios días, hasta que el padre se olió algo y Tibor tuvo que huir. Él no había sentido amor por ella, y naturalmente tampoco le gustaba su pierna, pero el resto de su cuerpo le había maravillado; a menudo lo recordaba con nostalgia. Y ahora, de repente, se encontraba en aquella cama bajo un dosel, con sábanas blancas y cojines debajo, y una suave piel a su alcance; la piel de esas dos jóvenes que ahora solo llevaban sus medias de seda y sus máscaras y que reían y se regocijaban por haberlo transformado efectivamente en Pan. Él hubiera tenido más que suficiente con poder tocar los delicados muslos y brazos, pero las mujeres llevaron ansiosamente sus manos a otros parajes, al vientre, al cuello, a los senos y finalmente a la pelvis. Mientras tanto ellas lo desnudaban, aunque también él insistió en conservar la máscara. Tibor sabía que su miembro no era mayor que el de otros hombres, pero él era mucho más pequeño que ellos, y como secretamente había esperado, la visión de su excitación no dejó de impresionar a las mujeres, que rieron entre dientes; Erato tocó y abrazó su miembro, aunque no se atrevió a besarlo. Y ahora era Tibor quien gemía. El enano se agarró con fuerza a las sábanas. Pronto Erato se tumbó sobre los cojines amontonados a la cabecera de la cama y atrajo la espalda de Calisto sobre su regazo, rodeó por detrás los pechos de su amiga y acarició su cuello con la lengua. Calisto abrió las piernas, y Erato hizo un gesto a Pan para que se acercara. Pan se acercó, se apoyó con ambas manos sobre la cama y penetró en ella. Como las piernas de las dos estaban tendidas juntas, tenía cuatro muslos al alcance de sus manos. Tibor dejó caer la cabeza entre los pechos de Calisto, que Erato apretó contra sus mejillas.
Deprisa, demasiado deprisa pasó el gozo de los sentidos.
Pan reprimió su grito tan bien como pudo, y como si hubieran derramado sobre él un cubo de agua fría, vio de pronto su situación con frialdad: se había unido a una criatura fabulosa con dos cabezas emplumadas y cuatro piernas que ahora empezaba a reírse de un enano que se había vaciado en su doble pelvis. Sintió el frío del amuleto de la Virgen en el pecho. Tenía la frente sudada, sobre todo bajo la máscara.
—Tu imán me ha liberado de mi dolencia, Pan —dijo Calisto, que estaba, como él, sin aliento; las dos mujeres rieron de nuevo.
Tibor ya buscaba sus ropas, que yacían esparcidas por el suelo y sobre la cama.
Tibor volvió al gran salón en el que estaba montado el bufet. La habitación estaba vacía con excepción de una parejita que hablaba en voz baja y que no reparó en él, y de dos invitados ebrios que dormían la borrachera, uno de los cuales era el hombre que había estado sentado junto a Tibor en la chaise longue. El borracho estaba tumbado roncando sobre la alfombra junto a un charco de vómito. Tibor se preguntó por qué no había podido arrastrarse un paso más allá para vomitar sobre el entablado y no sobre la valiosa alfombra, pero probablemente aquella gente no se preocupaba por esas cosas. A Tibor le hubiera gustado mucho saber cómo iban las cosas al lado, en torno al baquet, pero no quería mirar porque no tenía ganas de encontrarse con el extraño magnetizador de la capa violeta. Tampoco quería ver a Calisto y Erato. De modo que, en lugar de hacerlo, comió algo de los platos que habían quedado y bebió otro vaso de vino. El barco mecánico al mando del capitán Baco se había lanzado contra un soufflé y ahora yacía allí escorado.
Jakob llegó solo un cuarto de hora más tarde. Llevaba una máscara distinta de la del principio y se disculpó mil veces por haber hecho esperar a Tibor tanto rato.
Luego cogió dos botellas que aún no estaban abiertas y abandonaron el salón.
Dejaron las máscaras en el lugar donde las habían recogido. Abajo, dos lacayos cansados, que seguían todavía de servicio, les devolvieron los mantos, no hicieron ningún comentario sobre las botellas de vino y desearon a los «nobles señores» buenas noches.
Fuera había dejado de llover. Jakob respiró profundamente. Pasando ante las carrozas de los pocos invitados que todavía permanecían en las habitaciones y los salones del palacio, Jakob y Tibor abandonaron el recinto a pie. En el camino de vuelta a casa a través de la ciudad dormida vaciaron una de las dos botellas de vino, y Jakob explicó en détail cómo había empleado el tiempo con Cloris y que ella le había permitido, no solo que le besara la mano y la boca, sino también el cuello y después incluso sus pies de porcelana. Tibor calló.