El 6 de marzo de 1770, un martes, partieron hacia Viena con el turco, que debía ser presentado el viernes siguiente en el palacio de Schónbrunn. El androide, junto con el taburete, se desmontó de la mesa, y las dos piezas se llevaron al patio por separado. En la operación participó Branislav, el criado de Kempelen, a quien Tibor había observado varias veces desde la pequeña ventana de su habitación, pero con el que nunca se había encontrado frente a frente. Tibor pensó que Kempelen había hecho una buena elección con el rechoncho eslovaco, pues Branislav era fuerte, callado y tan desinteresado por todo que ni siquiera se dignó dirigir una segunda mirada al enano, algo que le había sucedido en muy contadas ocasiones. Mientras el criado llevaba, con Jakob, el androide hacia abajo, a Tibor se le ocurrió de pronto que el propio Branislav era como un autómata: no hablaba y hacía sin rechistar todo lo que le encargaban.
Jakob había conseguido un coche de dos caballos, en el que se acomodó la máquina de ajedrez —bien protegida de las sacudidas del camino— y el equipaje, particularmente las ropas y pelucas de Kempelen. En el carruaje también debía ocultarse Tibor hasta que se encontraran en la carretera. Branislav los acompañaría a Viena y compartiría el espacio en el pescante con Jakob, mientras Kempelen cabalgaba a su lado montado en su caballo negro. Katarina, la cocinera de la casa, había preparado unas provisiones para el viaje: empanadas frías, manzanas, pan y queso. Anna Maria se mostró particularmente efusiva en la despedida; abrazó varias veces a su esposo y le deseó mucha suerte en la presentación del autómata.
Aunque caía una fría llovizna, Tibor insistió en cambiar su protegida plaza en el coche por la de Jakob en el pescante tan pronto hubieron atravesado el Danubio. El enano se envolvió en mantas y no apartó la vista del poco espectacular paisaje, del cielo gris sobre el horizonte llano, los campos baldíos y los brezales de un rojo desvaído, de los que sobresalía de vez en cuando el esqueleto de un árbol sin hojas.
En su larga y azarosa peregrinación de Polonia a Venecia, Tibor había llegado a la conclusión de que odiaba las carreteras interminables y las consideraba solo como un mal necesario entre dos posadas secas y cálidas; pero después de tres meses secos y cálidos en casa de Kempelen se sentía feliz de volver a verlas.
Llegaron a Viena al anochecer y se instalaron en la vivienda de Kempelen en la Dreifaltigkeitshaus, en el arrabal del Alser. El miércoles y el jueves realizaron nuevas pruebas. Kempelen presentó un truco que contribuiría a ocultar el secreto del turco ajedrecista: había fabricado una cajita de madera de cerezo, de aproximadamente un palmo y medio de alto y de ancho, y dos palmos de alto. Kempelen colocó la cajita sobre una mesa junto al autómata ajedrecista, y Tibor y Jakob la miraron boquiabiertos.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Tibor.
—No os lo revelaré —dijo Kempelen—. Pero esto desviará la atención de la gente del turco.
—Esto no es una odalisca. Es un… —Jakob no encontraba la palabra—, una caja.
Es decir, más bien lo contrario.
—El brillo y los oropeles serían demasiado evidentes. Esta caja, en cambio, es tan discreta que precisamente por eso llama la atención. Y todos los espectadores se preguntarán: ¿qué demonios se oculta ahí dentro?
—¿Y qué se oculta? —preguntó Tibor.
—¡No lo diré! —repitió Kempelen con una alegría casi morbosa—. ¡Pero por la curiosidad de Tibor ya puede verse que funciona! Es completamente indiferente lo que oculte; incluso podría estar vacía.
Tibor y Jakob se miraron. Ninguno de los dos compartía el entusiasmo de Kempelen.
—¿De modo que está vacía? —preguntó Tibor.
Kempelen sonrió.
—Si me lo preguntas otra vez, te despido.
Kempelen recibió la visita de dos ayudantes de la emperatriz, que, por un lado, le transmitieron sus mejores deseos para la presentación del experimento, y por otro, comentaron con el caballero el desarrollo de esta y su encaje en el ceremonial.
Kempelen mostró luego a sus colaboradores la lista de invitados y el protocolo.
—Hacia el mediodía nos recogerán cuatro dragones de su majestad que nos escoltarán hasta Schónbrunn —explicó—. La presentación tendrá lugar en la Gran Galería, pero antes podremos tener al autómata en un gabinete que está al lado y en el que no seremos molestados. Jakob, necesitamos agua suficiente para él, también en la máquina, porque podría hacer calor, y un orinal para sus necesidades.
—¿Se lo creerán? —preguntó Tibor por última vez.
Mundus vult decipi —dijo Kempelen—. El mundo quiere ser engañado. Lo creerán porque quieren creerlo.
Los tres hombres esperaban a hacer su entrada en el Gabinete Chino. A través de las puertas ornamentadas podía oírse el murmullo de la galería contigua, con el fondo musical de una orquesta de cámara que tocaba una pieza alla turca de Haydn.
Cinco lacayos acompañaban a Kempelen en la pequeña habitación oval, dos para abrir y cerrar las puertas, dos para empujar la máquina de ajedrez hasta la sala, y uno para anunciar a Wolfgang von Kempelen y su invento. Mientras uno de los lacayos hacía guardia junto a la puerta esperando una señal de fuera, los otros cuatro charlaban en voz baja sin dejarse intimidar por la presencia de Kempelen y Jakob.
Uno de ellos comía frutos secos, otro se abrochaba los botones del chaleco y un tercero se frotaba el cuero de los zapatos contra los calzones. De vez en cuando los sirvientes miraban furtivamente hacia el autómata, que se encontraba en medio del salón negro y dorado, cubierto por un lienzo que terminaba a unas pulgadas del suelo. Y tras el lienzo, la madera y el fieltro se encontraba sentado Tibor, con todo el cuerpo en tensión y preocupado por no dejar escapar ni un sonido. El enano comprobaba una y otra vez la posición del tablero, el correcto estado del pantógrafo y, sobre todo, el pabilo de la vela: si la luz se apagaba, por el motivo que fuera, estaría perdido.
Kempelen llevaba una levita de color azul claro con tiras de satén entretejidas. El resto de su vestimenta era —con excepción de los zapatos— blanca: tanto las bocamangas como el cuello, el chaleco y la chorrera de la camisa, los pantalones y finalmente las medias de seda; como si con su guardarropa quisiera indicar que en su experimento entraba en juego la magia, pero solo la blanca. En la cabeza, el caballero llevaba una peluca corta. En opinión de Tibor, solo le faltaba un cetro para tener el aspecto de un rey. Hasta ese momento, Tibor no se había dado cuenta de que conocía solo a un Kempelen: el Kempelen del hogar y del taller; su Kempelen, que aunque nunca se mostraba descuidado, vestía de un modo informal, llevaba pantalones anchos hasta los tobillos y se arremangaba la ropa por encima de los codos cuando tenía calor; el Kempelen que al final de una larga jornada olía, como Tibor, a sudor. Pero, por lo visto, en la corte, Wolfgang von Kempelen tenía este aspecto; ahí aparecía el Kempelen cortesano, igual en su esencia, pero con distinta envoltura. Tibor los envidiaba, a él y a Jakob, por su traje de gala. Él por su parte, en el interior de la máquina, llevaba solo una camisa de lino, calzas cortas y medias; incluso había renunciado a los zapatos, para poder moverse más rápida y silenciosamente.
Desde el principio, Jakob no se había sentido cómodo embutido en su disfraz.
Kempelen le había comprado para la presentación una casaca de color amarillo claro con un dibujo de flores. Según Jakob, aquella tela hacía pensar en alguien que «había meado en un prado de margaritas». Jakob se había defendido con vehemencia, pero inútilmente, contra el maquillaje y los polvos. Y constantemente se quitaba la peluca con la trenza negra atada para rascarse el cráneo, lo que debido a los guantes que llevaba le resultaba bastante difícil.
—¿También te comportas así cuando llevas la kipá? —le preguntó Kempelen en voz baja, y a partir de ese momento Jakob ya no volvió a quitarse la peluca.
En la habitación de al lado la música cesó y se oyó un aplauso cortés. El lacayo de la puerta chasqueó los dedos, y a continuación los otros cuatro volvieron a sus posiciones y se pusieron firmes. Se oyó a la emperatriz pronunciando unas palabras.
De nuevo sonaron los aplausos. Luego, dos lacayos abrieron de golpe los dos batientes de la puerta y la procesión entró en la Gran Galería: por delante el pregonero, detrás el propio Kempelen, la máquina de ajedrez empujada por dos sirvientes, y en último lugar, Jakob, que llevaba la cajita con exagerada precaución, como si contuviera la corona real húngara. La corriente de aire pegó el lienzo sobre el rostro del turco, de modo que podían intuirse claramente la nariz, la frente y el turbante. Eso bastó para provocar un ligero murmullo. El pregonero se detuvo ante la emperatriz, que ocupaba un sitial en el centro de la sala, esperó hasta que los hombres que se encontraban tras él siguieran su ejemplo y anunció con voz potente:
—Votre honorée majesté, mesdames et messieurs: Johann Wolfgang Chevalier de Kempelen de Pázmánd y su experimento.
Kempelen hizo una reverencia larga y profunda. Por detrás, dos lacayos trajeron una mesa pequeña sobre la que Jakob dejó la caja, mientras otros dos volvían a cerrar la puerta del Gabinete Chino. Cuando Kempelen levantó la mirada, María Teresa sonrió, y él le devolvió la sonrisa. La emperatriz había ganado en corpulencia desde su último encuentro, pero aquello contribuía a aumentar su autoridad y su dignidad en lugar de reducirla. María Teresa llevaba un vestido negro —expresión del duelo perpetuo por su difunto esposo—, en cuyas mangas y escote brillaba un poco de encaje blanco. De su cuello colgaba una cadena de ónice negro, y sobre los rizos blancos de su peluca, para no exagerar la modestia, llevaba encajada una minúscula diadema signo de realeza. Cuando espiraba, en su escote se formaban arrugas, pero cuando sonreía parecía no tener edad.
—Cher Kempelen —empezó—, hace ahora medio año estabais en este mismo lugar y nos prometíais que conseguiríais asombrarnos con un experimento. Ahora estáis de nuevo aquí para demostrárnoslo.
—Doy las gracias a vuestra majestad por este acogedor recibimiento y por haber tenido la bondad de concederme vuestro precioso tiempo —replicó Kempelen con voz potente—. Mi experimento, que presento aquí por primera vez en público, es solo una bagatela, un modesto ejercicio comparado con los logros de la ciencia actual, y particularmente de los numerosos y excelentes sabios que, gracias al generoso apoyo de vuestra majestad, trabajan aquí en la corte y admiran al mundo con sus descubrimientos e inventos.
Llegado a este punto, Kempelen giró sobre sus talones y señaló, con un gesto hacia la sala, a Gerhard van Swieten, director de la Escuela de Medicina de Viena, Friedrich Knaus, mecánico de la corte, el abate Marcy, director del Gabinete de Física de la corte, y el padre Maximilian Hell, profesor de astronomía. Los cuatro hombres agradecieron la halagadora mención con una inclinación de cabeza apenas perceptible.
—Pero si vuestra majestad tuviera a bien concederme, al final de mi presentación, su aplauso o una palabra amable, se borrarían de mi recuerdo todos los meses de trabajo con sus retrocesos y sus decepciones. Si mi experimento contribuyera, aunque fuera solo mínimamente, a ampliar la fama de vuestra regencia y de vuestro imperio, por Dios que sería el hombre más feliz del mundo.
—Y seríais cien souverains d’or más rico, si recuerdo bien nuestro acuerdo.
María Teresa recorrió con la mirada a los invitados, y una risa cortés se extendió por la sala hasta llegar a los espejos y las ventanas.
—Aunque fueran mil soberanos —dijo Kempelen—, mi deseo más ansiado es conseguir el impagable aplauso de vuestra majestad.
Kempelen coronó su homenaje con una nueva reverencia. María Teresa inclinó la cabeza en dirección al autómata.
—Y ahora no nos torturéis por más tiempo, apreciado Kempelen. Mostrad vuestro secreto.
Dos lacayos se aprestaron a apartar el lienzo, pero Kempelen se adelantó a ellos.
El caballero cogió la tela por dos puntas y tiró de ella con un grácil gesto para mostrar lo que mantenía cubierto. Al mismo tiempo gritó:
—¡La máquina de ajedrez!
Durante un brevísimo instante se hizo el silencio en la sala, hasta que los espectadores fueron conscientes de lo que Kempelen acababa de descubrir. Se oyeron los primeros susurros entre los asistentes y una multitud de abanicos se abrieron para refrescar a sus propietarias con un poco de aire. Las filas traseras se abrían paso hacia delante o se ponían de puntillas para ver al autómata. Y unos pocos miraban hacia alguno de los espejos que reflejaban la imagen del turco.
—Un autómata —dijo la emperatriz, de tal modo que no estaba claro si se trataba de una pregunta o de una afirmación.
—Un autómata —confirmó Kempelen, después de volverse de nuevo hacia su alteza—. Aunque en esta palabra parece resonar la idea «solo un autómata». Porque un autómata no es ciertamente nada nuevo; un autómata no es motivo suficiente para reclamar el valioso tiempo de vuestra majestad y de los honorables presentes.
—Kempelen seguía sosteniendo el lienzo en la mano mientras hablaba—. Conocemos muchos tipos de autómatas: autómatas que caminan o corren; otros que tocan el chinesco, el órgano, la flauta, la siringa, la trompeta o el tambor; tortugas autómatas, cisnes autómatas, langostas y osos autómatas, o los patos, tan encantadores y fielmente representados de monsieur de Vaucanson, que comen su avena, la digieren y —mes pardons— la evacúan de nuevo. —Algunas damas lanzaron risitas avergonzadas—. Sin olvidar al hasta el momento más destacado ejemplar de esta nueva raza: un autómata que domina la escritura, fabricado por el mecánico de vuestra majestad, Friedrich Knaus.
Friedrich Knaus dio un paso adelante y respondió al cortés aplauso con una inclinación de cabeza. Aunque la casaca verde y la peluca del mecánico eran sin duda alguna más exquisitas que las de Kempelen, armonizaban tan mal que el hombre tenía un aspecto más rústico que el caballero, impresión que quedaba reforzada por su cara enjuta de pómulos salientes. Knaus miró con desconfianza a Kempelen, como si intuyera lo que iba a seguir.
—Vuestra «máquina prodigiosa que todo lo escribe», señor Knaus, fue una obra maestra en su época. Ahora bien, escribir es una cosa; pero ¿qué me diríais si hubiera creado un autómata que es capaz no de escribir… —Kempelen levantó el índice en el aire y fijó la mirada en María Teresa— sino de pensar?
Kempelen tomó nota, satisfecho, del murmullo que siguió a sus palabras, pero mantuvo la mirada fija en la emperatriz.
—Y bien, ¿qué me diríais a eso, Knaus? —preguntó.
Knaus sonrió cortésmente a Kempelen.
—Os tacharía de loco, y por favor, no lo toméis a mal. Los autómatas pueden hacer muchas cosas y aún aprenderán muchas más, pero nunca lograrán pensar.
—Mi máquina os probará lo contrario. Este autómata, gracias a su perfecta mecánica, vencerá a cualquier hombre que lo rete, y lo hará en el más difícil de todos los juegos, en el juego de los reyes, el ajedrez. La idea de este experimento me vino con ocasión de una partida de ajedrez que vuestra alteza imperial tuvo a bien jugar conmigo un día.
—¿De modo que jugué como un autómata? ¿O lo parecía? —preguntó la emperatriz para diversión de todos.
—De ningún modo, alteza. Pero, incluso si así fuera, después de que hayáis visto jugar a mi autómata, este juicio solo os honraría. ¿Quién es, pues, bastante valiente para enfrentarse a mi turco mecánico y aceptar su reto?
Kempelen paseó la mirada por la galería, pero ninguno de los invitados habló o dio un paso adelante. Muchos de ellos habían acudido con la esperanza de ver cómo Kempelen fracasaba en esa velada y no podía hacer honor a su jactanciosa promesa de hacía medio año, y ahora ninguno quería contribuir a auparle. Jakob colocó una silla junto a la mesa de ajedrez frente al turco.
—Knaus, ¿por qué no jugáis vos? —preguntó la emperatriz—. Sois un excelente jugador, por lo que sé, y además, un experto en autómatas.
No solo Knaus, sino también Kempelen, se estremeció imperceptiblemente al ver que la elección de la emperatriz recaía en el mecánico de la corte. Knaus se inclinó ante ella y dijo:
—Es demasiado honor para mí, majestad. Mi talento en el ajedrez es muy imperfecto, y no querría aburrir a los invitados con mis torpes movimientos.
—No seáis tan modesto. La humanidad ha sido retada por este turco de madera.
Ahora está en vuestras manos defenderla.
Friedrich Knaus asintió y ocupó su lugar en la mesa de ajedrez, en la silla que Kempelen le acercó. Luego Kempelen fue hacia la manivela y la hizo girar con energía unas cuantas veces hasta que dio la sensación de que los muelles no podían tensarse más. Jakob apartó entretanto el cojín de terciopelo rojo y la pipa de la mano del turco.
—La máquina hará el primer movimiento —anunció Kempelen, y antes de que el autómata se moviera, se retiró un paso con Jakob para colocarse junto a la segunda mesa, donde se encontraba la cajita de madera de cerezo, y allí se quedó hasta el final de la partida.
El mecanismo de relojería empezó a rechinar, y ante las miradas sorprendidas de los espectadores el brazo de madera del turco se levantó en el aire, se balanceó por encima del tablero, bajó sobre el peón del rey y lo colocó dos casillas más adelante, en el centro del tablero. El juego apenas había empezado, y Friedrich Knaus no observaba el tablero, sino al turco y sus movimientos. Luego opuso su peón rojo al peón blanco. Aunque aquel era un movimiento bastante habitual, la tensión de los espectadores se liberó en un corto aplauso por este primer movimiento realizado entre un hombre y una máquina.
El turco movió un peón a la derecha del que acababa de colocar. Knaus observó con atención las piezas; tras no descubrir ninguna trampa, comió el peón blanco con su peón y lo retiró del tablero. También esta primera pieza ganada al autómata cosechó aplausos. Friedrich Knaus se permitió la coquetería de levantar la cabeza un momento y sonreír al público. Pero también pudo ver que ese movimiento no había enturbiado en absoluto el buen humor de Kempelen, que no se había apartado ni una pizca de su caja e incluso se había sumado al aplauso.
Mientras tanto, el turco levantó su caballo por encima de las filas.
Tibor tenía que estirar totalmente la cabeza hacia atrás para poder ver la parte posterior del tablero. En aquel momento ya le dolía, pero no podía perderse ningún movimiento. El disco metálico bajo g7 cayó con un ligero tintineo sobre la cabeza del clavo, y el situado bajo g5 fue atraído hacia arriba. Su oponente había movido un peón. Tibor repitió ese movimiento en el tablero que tenía en el regazo. Luego levantó el extremo del pantógrafo y lo deslizó por encima del tablero hasta que estuvo sobre fl. Apretó el mango que abría los dedos del turco. Luego bajó el pantógrafo y soltó el mango. Ahora tenía el alfil sujeto. De nuevo levantó el pantógrafo, lo desplazó cruzando medio tablero y lo bajó del mismo modo sobre c4.
El tintineo del disco metálico por encima le confirmó que había conseguido sujetar bien el alfil. Después repitió el movimiento en su propio tablero. Su oponente también atacó con el alfil. Su juego todavía era poco sorprendente. Tibor no se daría cuenta de lo bueno que era hasta después de los primeros diez o doce movimientos.
Kempelen había aumentado tanto el ruido del mecanismo de relojería que al principio era un tormento para Tibor, que tenía la sensación de que le habían encerrado en el interior del reloj de un campanario. Pero poco a poco se había acostumbrado al ruido; es más, ahora se alegraba de no poder oír casi nada de lo que ocurría fuera, ya que solo hubiera servido para distraerle de su trabajo. Solo si pegaba la oreja a la pared podía captar las palabras de los que estaban en el exterior.
Una ligera corriente de aire penetraba por las rendijas y por los agujeros de las cerraduras, un aire que consumían Tibor y la vela. La llama de la vela ardía recta y solo bailaba un poco cuando Tibor se movía. El hollín ascendía; algunos vapores salían, como habían previsto, a través del cuerpo del androide hasta la cabeza, y otros quedaban retenidos bajo la placa superior de la mesa y dejaban allí su marca. Si al inicio de cada sesión, Tibor solo olía madera, fieltro, metal y aceite, poco después los olores quedaban cubiertos por la vela encendida. Entonces ya no podía oler siquiera su propio sudor.
Después de otros dos movimientos, Tibor tuvo tiempo, por primera vez, de hacer funcionar también los ojos del turco. El enano introdujo la mano en el abdomen del androide y tiró varias veces de los dos cordones que movían los nervios ópticos artificiales del turco. El murmullo de los espectadores resonó incluso a través de la madera, y Tibor no pudo evitar una sonrisa al pensar en los crédulos que se dejaban engañar por un efecto tan simple. Kempelen había pedido a Tibor que mostrara todas las capacidades del autómata, y Tibor siguió su indicación: cuando el segundo alfil rojo llegó a su lado del tablero, realizó un enroque corto. Se sintió algo decepcionado al no recibir ningún aplauso por esta pequeña proeza. Tibor tomó un sorbo de la manguera de agua que estaba instalada en un entrante y esperó el baile de los discos de metal sobre su cabeza.
Con el tiempo, el tableteo del mecanismo de relojería se hizo más lento, y al final enmudeció por completo. Tibor se las ingenió para que la parada de los engranajes coincidiera exactamente con el momento en que estaba realizando un movimiento; detuvo el brazo del turco a medio camino y lo mantuvo inmóvil, de manera que dio la impresión de que el autómata se había parado como se para un reloj al que se le ha acabado la cuerda. Dado que en ese instante en la máquina reinaba el silencio, Tibor pudo oír claramente cómo los cortesanos empezaban a susurrar —al parecer, temían que el invento de Kempelen hubiera sufrido algún daño—; pero acto seguido el caballero habló al público y pidió a Jakob que diera cuerda al autómata de nuevo.
Jakob dio unas vueltas a la manivela, los engranajes volvieron a girar y el matraqueo se inició con la misma intensidad que antes. Tibor acabó el movimiento.
En el décimo movimiento se cerró la trampa de Tibor: el enano liberó a su reina, y su oponente la comió con el alfil. Tibor oyó el aplauso de los espectadores cuando su oponente cogió la reina del tablero; lo imaginó mirando alrededor con aire ufano e incluso levantando la mano para corresponder a los elogios. Pero si era así, el hombre se había alegrado demasiado pronto: su alfil rojo estaba ahora lejos y su rey se encontraba aún algo descubierto. Tibor dio jaque al rey con el caballo. Luego introdujo otra vez la mano en el interior del turco, pero ahora no para girar los ojos, sino para hacerle inclinar la cabeza. Fuera, Kempelen debía explicar el significado de este gesto: una inclinación del turco significaba «jaque», dos inclinaciones «jaque a la reina» y tres inclinaciones «jaque mate».
Entonces empezó para el oponente de Tibor la no demasiado grata parte final.
Tibor comió la reina roja y luego acosó con los alfiles y los caballos al rey enemigo a través del campo de juego; diezmó por el camino a los oficiales rojos; inclinó la cabeza e hizo girar los ojos en las pausas. Pronto estuvo claro que las blancas ganarían, pero las rojas sencillamente no querían rendirse: saltaban con el rey de una casilla a otra y volvían atrás huyendo de sus perseguidores. Hasta que finalmente llegó el mate. Veintiún movimientos. Tibor bajó el pantógrafo y tiró tres veces del cordón que iba hasta la cabeza como si fuera la cuerda de una campana. Luego pegó la oreja a la pared para no perderse ni una palmada del cerrado aplauso que estalló a la conclusión de la partida. La tensión se desvaneció por completo y dio paso a una sensación beatífica, como si Tibor se hubiera sumergido en una tina de agua caliente.
Kempelen detuvo el mecanismo de relojería con una clavija que se encontraba junto a la manivela. Tibor pudo oír aún con mayor claridad el aplauso, los bravos e incluso las casi monótonas palabras de agradecimiento que Kempelen dirigió al público.
Wolfgang von Kempelen observó que Friedrich Knaus sudaba profusamente; un pequeño reguero de sudor salía por debajo de la peluca y se deslizaba por su sien, y cuando le dio la mano, notó que estaba húmeda. Sin duda Knaus hubiera preferido volver rápidamente a ocupar su lugar entre las filas de los espectadores, pero Kempelen no dejó que se marchara: solo el primer perdedor podía certificar la imagen del genial autómata, y este era justamente Knaus, a pesar de que ambos habrían preferido que fuera otro. Después de soltarle por fin la mano, Kempelen se inclinó ante el vencido y solicitó de la concurrencia un encendido aplauso para el mecánico de la corte, que con tanta osadía se había enfrentado a la máquina (y había sido derrotado por ella en veintiún rápidos movimientos). Knaus le devolvió la sonrisa con los dientes apretados. Kempelen buscó entre la multitud de espectadores a algunos testigos de su triunfo. Entre ellos reconoció a su hermano Nepomuk y el rostro de Ibolya Jesenák, que se encontraba junto a su hermano János y lo saludaba con la mano, orgullosa. Unos pocos invitados apartaron los ojos cuando tropezaron con su mirada, sin duda por miedo a que pudiera, como la cabeza de la medusa, convertirlos en piedra, o mejor dicho, en autómatas inanimados.
Cuando los aplausos se apagaron, la emperatriz tomó la palabra.
—Cher Kempelen, nos sentimos realmente enthousiasmes. Esta inteligente máquina… este prodigio, supera incluso a los más audaces trabajos del maestro relojero de Neuchátel. No os excedisteis en vuestras promesas. ¿No lo creéis así, Knaus?
—Un prodigio, realmente —confirmó Knaus—. Casi creería que aquí está en juego la magia. Aunque lo cierto es que me gustaría… pero no, perdonadme, soy demasiado curioso.
—Expresad lo que queríais decir, Knaus.
—Bien, majestad, si el apreciado caballero Von Kempelen no tuviera inconveniente —y al decirlo miró directamente a Kempelen—, me gustaría echar un vistazo al interior de este fabuloso autómata, donde sin duda reside el espíritu de la máquina que acaba de vencerme.
Era evidente adonde quería ir a parar Knaus. Durante un breve instante, Kempelen perdió la sonrisa. En la sala se hizo el silencio. Kempelen miró a la emperatriz.
—Adelante, Kempelen. Concededle este deseo.
Friedrich Knaus sonreía ahora de nuevo, con expresión relajada. Kempelen se dirigió hacia el autómata y sacó una llave del bolsillo de su levita.
Entretanto Tibor había apagado la vela y había guardado su tablero y las piezas.
Luego se deslizó al compartimiento mayor y corrió el tabique tras de sí. De modo que cuando Kempelen abrió la puerta izquierda, hacía tiempo que Tibor había desaparecido y solo podía verse el mecanismo de relojería.
—Estos son los engranajes que insuflan vida y entendimiento al autómata —explicó.
Luego abrió la puerta opuesta en la cara posterior, y el resplandor que salió de las ruedas dentadas, los muelles y los cilindros demostró que el espacio estaba vacío.
Para confirmarlo, Kempelen cogió la vela de la mesa y la sostuvo en el espacio libre que había tras el mecanismo de relojería, en el que Tibor estaba sentado hacía un momento. Los intrigados espectadores se inclinaron hacia abajo o se arrodillaron para mirar el interior del autómata desde ambos lados.
A continuación Kempelen cerró la puerta trasera, volvió a la parte frontal y abrió el cajón tanto como pudo. En su interior había dos juegos completos de tableros con sus piezas, de «repuesto», según aclaró Kempelen. El tiempo que Kempelen había necesitado para abrir el cajón, Tibor lo empleó en volver a correr el tabique a un lado, arrastrarse hasta el espacio que había tras el mecanismo de relojería y cerrar la pared. Sus piernas estaban colocadas debajo de la tabla forrada de fieltro que formaba el doble fondo. La puerta delantera que daba al mecanismo de relojería seguía abierta, pero el espacio que quedaba detrás estaba tan oscuro y el entramado de engranajes falsos era tan denso que era imposible distinguir a Tibor.
Seguidamente Kempelen abrió la puerta de dos hojas y la puerta de la parte posterior derecha, de manera que podía verse claramente el compartimiento vacío.
—Aquí queda incluso algo de espacio, en caso de que quiera enseñar al turco el juego de las damas o el tarock.
Los cortesanos estaban convencidos: el cajón estaba abierto y cuatro de las cinco puertas también; en aquella mesa no podía ocultarse nadie, ni siquiera un niño. Solo Friedrich Knaus revisaba aún el espacio entre la mesa y el entarimado.
—Veo que el señor Knaus aún no está completamente convencido; pero puedo asegurar que no existe ningún paso secreto hacia abajo.
Para demostrarlo, Kempelen y Jakob giraron una vez al autómata sobre su eje y lo desplazaron unos pasos de su lugar para devolverlo luego a su sitio.
—¿Y puedo preguntar qué se oculta en el interior de esa caja? —inquirió Knaus, señalando la cajita de madera de cerezo.
—Podéis preguntar, monsieur Knaus, pero por desgracia no podré ofreceros la respuesta. Si me lo permitís, quisiera conservar para mí unos pocos secretos.
—Permitídselo, por favor —dijo la emperatriz a su mecánico.
—Desde luego, majestad. Sin embargo, estoy absolutamente seguro de que los autómatas no pueden pensar, de modo que…
—No seáis testarudo, mi buen Knaus. Ya habéis visto que el turco es un muñeco inanimado.
El tono de la emperatriz descartaba cualquier réplica, y Knaus se inclinó, obediente, ante ella.
A una señal de la emperatriz, los lacayos trajeron un refrigerio para los asistentes —vino y dulces en bandejas de plata—, y la orquesta de cámara empezó a tocar de nuevo. Algunos invitados se agruparon en torno al autómata, cuyas puertas seguían abiertas, y en torno a la misteriosa caja. Jakob, que vigilaba tanto uno como otra, respondía cortésmente a las preguntas y agradecía las alabanzas.
Entre los primeros que acudieron a felicitar a Wolfgang se encontraba su hermano Nepomuk von Kempelen. Nepomuk, de complexión considerablemente más robusta que Wolfgang y vestido con un elegante conjunto marrón, con la banda roja, blanca y roja por encima, saludó a su hermano menor con un apretón de manos acompañado de una palmada jovial en la nuca.
—Siempre que la gente piensa que los hermanos Kempelen ya han conseguido todo lo que estaba en su mano conseguir, llega uno de nosotros y sale con algo nuevo. Mis más sinceras felicitaciones por tu éxito, Wolf. Eh, ¡aquí!
Nepomuk sujetó a un lacayo por el faldón del frac, cogió dos vasos de vino de la bandeja y le entregó uno a su hermano.
—Por la familia Von Kempelen. Para que siga admirando al mundo.
—Por nosotros.
—Lástima que padre no pueda verlo.
Nepomuk tomó un trago rápido y luego miró al autómata.
—Hace solo un mes, Anna Maria echaba pestes de este ajedrecista y aseguraba que te cubriría de vergüenza.
—Ya la conoces. A veces tiende a verlo todo negro.
Durante toda la conversación, Kempelen recorría la sala con la mirada, por si alguien quería interpelarle.
—Tu turco es sencillamente brillante. Ese aspecto feroz, por ejemplo, está magníficamente conseguido. Tu judío es un segundo Fidias. Cuando tengas un minuto debes explicarme la sospechosa magia que se oculta tras todo este asunto.
Knaus, ese viejo suabo anquilosado, daría su brazo derecho por esa información.
—Puedes enterarte por un precio moderado.
—No, no, espera, no quiero saber nada; prefiero morir en la ignorancia; ya sabes que odio que me decepcionen. Sujetemos bien los vasos y abotonémonos los pantalones, ahí llega nuestra ninfa.
Ibolya se abría paso entre la gente; al pasar, su miriñaque rosado rozaba de forma aparentemente involuntaria las pantorrillas de los hombres, que a continuación se giraban hacia ella. Su corpiño verde claro tenía un profundo escote cuadrado, de modo que por los movimientos de su pecho empolvado podía seguirse el ritmo de su respiración. La joven se había puesto colorete en las mejillas y un falso lunar sobre su boca. Llevaba una peluca muy alta, adornada con plumas, flores de seda y cintas; un abanico y un bolso colgaban de su muñeca. Su sonrisa era fascinadora.
—Nepomuk —dijo como saludo, y el interpelado le cogió la mano, se la llevó a los labios y depositó un beso en el guante de encaje.
—Ibolya, pareces la primavera.
—Y me siento como la primavera.
—También hueles como ella.
—Ya basta —dijo la joven, y con el abanico le dio un golpecito a Nepomuk, que quería oler en su hombro—. Farkas, me siento orgullosa de ti.
También Wolfgang von Kempelen le besó la mano.
—Gracias. Pero, por favor, aquí no me llames Farkas, sino Wolfgang.
—¿Y por qué no debo hacerlo?
—No estamos en Presburgo, sino en Viena. Aquí se habla alemán.
Ibolya frunció los labios, simulando sentirse ofendida, y miró a Nepomuk.
—Kempelen Farkas de Pozsony ya no quiere ser húngaro.
Nepomuk rió y colocó su mano en la cintura de Ibolya.
—Kempelen Farkas es famoso ahora, Ibolya. Kempelen Farkas ha obtenido el aplauso de la emperatriz.
Kempelen sacudió la cabeza.
—Eso, divertíos a mi costa.
Ibolya bebió un gran trago de vino del vaso de Nepomuk; tomó demasiado y se secó la gota del mentón con cuidado con el dorso de la mano. El barón János Andrássy se acercó al grupo y saludó a los hermanos Kempelen con una inclinación de cabeza. Durante un breve instante titubeó, porque Nepomuk mantenía todavía la mano en la espalda de Ibolya, pero el hermano de Wolfgang la retiró enseguida.
Andrássy era, como su hermana, de tez oscura; era el único en la recepción —con excepción del turco— que no iba afeitado, y lucía un bigote negro que se afinaba en los extremos. El barón llevaba el uniforme de teniente de húsares; un dolmán de color verde oscuro con botones amarillos, pantalones rojos y botas altas, con la pelliza pendiendo del hombro izquierdo. Del cinturón colgaba el sable de oficial con la vaina de su regimiento.
—Tenéis que prometerme —pidió a Kempelen— que me pondréis en la lista.
Tengo que jugar como sea una partida contra ese turco y mostrarle que un húsar no deja que le persigan por el campo de batalla como acaba de hacer ese necio relojero de su majestad.
—Estoy seguro de que el autómata sudaría sangre si tuviera que enfrentarse a vos, barón. Pero me temo que no habrá más partidas. De hecho, después de esta velada tengo intención de desmontar de nuevo el autómata para consagrarme a otros proyectos.
Andrássy aún estaba protestando cuando llegó un ayudante de la emperatriz y le susurró a Kempelen unas palabras al oído.
—Excusez moi —dijo Kempelen—, pero su majestad me solicita para una entrevista.
—Vamos, deprisa, deprisa, no se puede hacer esperar a su majestad —ordenó Nepomuk.
—Mucha suerte —agregó Ibolya, y Andrássy se despidió con una inclinación de cabeza.
Kempelen disfrutó con las miradas celosas de los cortesanos que encontró en su camino hacia la emperatriz. Al lado de María Teresa se encontraba ahora Friedrich Knaus, que se daba toquecitos en la frente con un pañuelo de seda. Kempelen se inclinó ante la emperatriz y saludó a Knaus con la cabeza.
—Mon cher Kempelen, estaba hablando con Knaus sobre vuestro incomparable invento —dijo María Teresa—. Y estamos de acuerdo en que os habéis ganado más que de sobra vuestros cien soberanos de oro. N’est-ce pas, Knaus?
—Sin duda. Una máquina pensante; ¿quién hubiera podido imaginarlo? Aún ahora me resulta difícil creerlo.
—¿Por qué no hablasteis nunca de vuestros talentos ocultos? Durante todos estos años os he encargado asuntos puramente burocráticos, y ahora inventáis, en un cortísimo plazo de tiempo, esta maravilla.
—Solo quería sacarlo a la luz, majestad, cuando estuviera totalmente perfeccionado.
—Y decidme, ¿qué pensáis hacer ahora?
—Volver a la burocracia —replicó Kempelen con una sonrisa—, y, siempre que el tiempo lo permita, trabajar en nuevos inventos.
—¿Podríais revelarnos en qué estáis pensando?
La emperatriz miró brevemente a Knaus, que seguía el intercambio de palabras con las manos a la espalda y una tensa sonrisa en el rostro.
—Naturalmente que puede hacerlo —dijo el mecánico—. Vos sois la emperatriz.
—Pues bien, quiero construir una máquina parlante —reveló Kempelen—. Un aparato que domine la lengua tan bien como cualquier persona de carne y hueso.
Cualquier lengua.
—C’est drole. Knaus, también vos quisisteis fabricar en una ocasión una máquina parlante. ¿Qué se hizo de vuestro proyecto?
—El… proyecto tuvo que… aplazarse. Demasiadas obligaciones, majestad, en el Gabinete de Física.
—Tal vez ambos podríais, alguna vez, encontraros y comparar los resultados que cada uno ha obtenido. Trabajando conjuntamente, un proyecto como este se podría realizar más deprisa, n’est-ce pas?
Como era obligado, los dos hombres asintieron con la cabeza, pero no respondieron.
—Echad de nuevo un vistazo a ese famoso ajedrecista —dijo la emperatriz a Knaus.
—No es necesario. Antes pude examinarlo a satisfacción.
—Quería decir que estáis disculpado.
Friedrich Knaus se sobresaltó al captar el malentendido. Luego se inclinó ante la emperatriz y ante Kempelen, pero, antes de que se hubiera vuelto del todo, su sonrisa ya había desaparecido.
—¿Qué les pasa a todos con las máquinas parlantes? —preguntó María Teresa—. Si se me permite decirlo, creo que las personas de este mundo ya hablan más que suficiente; ¿por qué ahora tienen que hablar también las máquinas? ¡Máquinas silenciosas, eso me gustaría tener a veces! Pensadores, eso es lo que necesitamos; necesitamos más pensadores comme il faut, como vuestro famoso turco. —Wolfgang von Kempelen permaneció en silencio—. Pero estoy segura de que vuestra máquina parlante sería una obra tan maravillosa como vuestro jugador de ajedrez. Tal vez, sencillamente, no tenga la suficiente amplitud de miras, o no sea ya bastante joven para reconocer los signos que apuntan al futuro.
—¡Majestad! —protestó Kempelen, pero la emperatriz levantó la mano para frenar sus protestas.
—Nada de falsa cortesía, Kempelen. No es vuestro estilo. —María Teresa paseó la mirada por la sala y sus ojos se detuvieron en Knaus, que deambulaba en torno a la máquina de ajedrez, todavía con las manos a la espalda y la mirada fija, como una garza buscando ranas en un humedal—. A propos, Knaus tampoco es un niño ya.
—Ha hecho grandes cosas.
—La última fue hace diez años. —La emperatriz le hizo una seña para que se acercara y le preguntó en voz algo más baja—: ¿Tendríais interés, dado el caso, en ocupar el puesto de mecánico de la corte? Me gustaría teneros aquí, y Knaus tal vez agradecería dejar esa carga.
—Sois demasiado bondadosa, majestad.
—Ahorraos los halagos. —La fofa mano de la emperatriz sujetó el antebrazo de Kempelen y lo apretó—. Vos sabéis de lo que sois capaz, y yo también lo sé. Y sé además que este puesto os agradaría.
—Vuestra majestad no debe olvidar, sin embargo, que debo atender otras tareas importantes.
—¿Colonizar tierras y controlar minas de sal? Eso pueden hacerlo otros. Vos estáis llamado a mayores empresas. Pero será mejor que penséis en todo esto con calina.
—Bien, majestad.
—Por otra parte, esta primera aparición de la máquina de ajedrez no debe ser, de ningún modo, la única. Quiero que presentéis esta maravillosa obra en mi imperio y que también los extranjeros vean qué somos capaces de hacer. Volved a Presburgo y exponedla allí. Reducid vuestras otras tareas al mínimo; tenéis mi permiso para ello.
Naturalmente vuestro sueldo seguirá siendo el mismo. Y no tardéis demasiado en volver a Viena, porque ardo en deseos de enfrentarme alguna vez personalmente al turco.
—¡Qué gran honor! Sería un gran acontecimiento.
—En effet.
—¿Y mi máquina parlante?
—Si un día ya nadie se interesa por vuestra máquina de ajedrez… entonces, mi querido Kempelen, sorprendednos con vuestra máquina parlante. —Kempelen se inclinó—. Y ahora volvamos con la gente. Ya habéis charlado bastante con esta vieja matrona, recibid ahora el elogio de la juventud y la belleza.
La emperatriz, que ya no miraba a Kempelen, movió su pesado cuerpo sobre la silla mientras gemía teatralmente para resaltar su pregonada ancianidad.
Mientras tanto, Nepomuk von Kempelen se había separado de Ibolya y hablaba con otras mujeres, y el barón Andrássy estaba enfrascado en una conversación política con un grupo de compatriotas. Ibolya vagaba sin rumbo por la sala y de vez en cuando cambiaba su vaso vacío por uno lleno de la bandeja de un lacayo. La mujer sonreía a los hombres cuando sus miradas se cruzaban, y los hombres le devolvían la sonrisa, pero ninguno habló con ella. Finalmente, la húngara se acercó a uno de los numerosos espejos de la sala para comprobar la colocación de su corpiño y su peluca. Una flor de seda se había soltado del tocado y colgaba mustia. Ibolya volvió a encajarla en su sitio.
En el mismo instante sintió que alguien la observaba, alguien que se encontraba a su espalda. En lugar de volverse, miró por el espejo. Recorrió con la vista las filas de cabezas blancas que tenía detrás, pero solo podía ver las nucas de los invitados, y los demás miraban hacia otra parte. Tras buscar un poco más abajo, vio los ojos del turco, fijos en ella. Luego la espalda del mecánico de la corte le ocultó su visión.
Ibolya se apartó del espejo y fue directamente hacia la máquina de ajedrez.
Entretanto la aglomeración en torno al autómata se había reducido. Todas las puertas delanteras de la mesa seguían abiertas para proporcionar a los espectadores una visión completa del interior, y las piezas blancas del tablero seguían haciendo jaque al rey rojo de Knaus. Ibolya se detuvo a dos pasos del turco, que la seguía mirando con sus brillantes ojos castaños. La mujer le devolvió la mirada, y al hacerlo, examinó el contorno de los ojos; las pesadas cejas y el orgulloso bigote sobre el labio superior, las rígidas mejillas y finalmente la brillante piel morena. De vez en cuando una corriente de aire movía la camisa de seda bajo los anchos hombros del turco y producía la impresión de que el autómata respirara. Era curioso: el turco era una máquina entre muchas personas, y sin embargo, parecía más humano que todas ellas. Ibolya tuvo que parpadear, y fue como una derrota, como un sometimiento; pues el turco mantuvo, impertérrito, los ojos bien abiertos.
Solo cuando la baronesa Jesenák se dio cuenta de que Jakob la miraba, se rompió el hechizo. Por la presión del corpiño notó que respiraba más deprisa. Jakob le dirigió una sonrisa, orgulloso del interés que mostraba por su obra. Ella se la devolvió, avergonzada por aquel momento de arrobamiento ante un muñeco; bajó los párpados y desapareció entre la gente para procurarse un vaso.
Jakob la siguió con la mirada. Entonces se dio cuenta de que Knaus, que hasta ese momento había estado examinando detenidamente el autómata, de pronto había desaparecido. Jakob lo buscó y lo encontró arrodillado ante la puerta abierta, con una mano en el mecanismo de relojería.
—¡Por favor, monsieur! ¡No se puede tocar!
Knaus esbozó una sonrisa.
—Si alguien sabe de qué van estas cosas, soy yo. No os torceré ningún engranaje.
—De todos modos debo pediros…
Knaus asintió, sacó la mano del mecanismo y se limpió el aceite adherido a los dedos con un pañuelo.
—¿Sois vos el aprendiz de brujo?
—El ayudante del señor Von Kempelen, sí.
—Y responsable de… ¿sin duda no únicamente de la vigilancia del muñeco?
—No. He colaborado en los trabajos de ebanistería.
Knaus pasó la mano limpia por la oscura madera de nogal de la mesa de ajedrez.
—Un buen trabajo; no, un excelente trabajo. Tenéis un gran talento.
—Gracias.
—Ya sabéis que dirijo el Gabinete de Física de la corte. Allí siempre podemos emplear a gente capaz.
—No tengo ninguna formación.
—¿Y es Wolfgang von Kempelen un relojero bien formado? ¡No! Y a pesar de ello nos ha sorprendido a todos con una obra que, al parecer, anula todas las leyes conocidas y desconocidas de la relojería.
Knaus hizo una reverencia ante el turco ajedrecista. Era patente el tono de ironía en su voz.
—Ya tengo un trabajo.
—Sí, lo sé. En Presburgo. Viena es algo más confortable que la provincia, mi querido amigo.
—Muy generoso. Pero estoy muy satisfecho con mi trabajo, y por eso tengo intención de permanecer allí.
Friedrich Knaus suspiró, como si hubiera sido incapaz de apartar a un ignorante del camino equivocado.
—Está bien, es decisión vuestra. Pero siempre estaré ahí en caso de que cambiéis de opinión. No dejéis de hacerme una visita en mi gabinete cuando volváis a Viena. —Knaus cogió su rey rojo del tablero y lo colocó con las otras piezas. Luego añadió con voz apagada—: Escuchad: si hay algo fraudulento en este llamado autómata, y yo parto de ahí, me lo indica mi conocimiento de la materia, seré el primero en descubrirlo. Y entonces lo sabrá la emperatriz, y luego que Dios proteja al que se haya atrevido a tomarle el pelo, a ella y a toda su corte, y a avergonzar al imperio, y eso no solo afectará al inventor, sino a todos los que hayan participado en el asunto.
Daos por advertido, y comunicádselo también de mi parte al engreído de vuestro amo.
Knaus dejó que sus palabras hicieran efecto un instante, y luego se apartó de Jakob y del autómata y volvió a dirigirse a su acompañante, una mujer joven con un vestido turquesa.
Aunque Knaus había pronunciado las últimas palabras en voz baja, Tibor había podido oírlas. El enano pensaba pedirle a Kempelen que no volviera a dejar abierta la puerta del mecanismo de relojería. Le había gustado seguir parte de lo sucedido al concluir la presentación; todas esas piernas y faldas que pasaban ante su pequeña ventana, todas esas caras que miraban hacia su cueva y a veces directamente a sus ojos sin reconocerlo en la oscuridad, la animación de las conversaciones en la sala, los agradables perfumes de los caballeros y las damas, y cómo no, todas las alabanzas que los invitados dedicaban al turco y a su brillante juego. Pero cuando la cara flaca de Knaus apareció ante la abertura, Tibor se sobresaltó, y cuando el mecánico llegó incluso a meter la mano en el mecanismo, Tibor creyó que lo hacía por él, y que Knaus lo sacaría a rastras como a un caracol de su concha.
Tibor había vuelto a ver a la baronesa Jesenák. Estaba tan hermosa como la primera vez, aunque prefería el vestido más sencillo de la ocasión anterior. El enano la estuvo observando, tanto como lo permitía su situación, mientras se movía por el salón con un vaso en la mano. Cuando se detuvo ante un espejo y Tibor vio el reflejo de su rostro en el marco dorado, fue como si mirara una pintura. Y cuando se acercó al autómata, volvió a oler su perfume: el dulce olor a manzanas.
Los tres hombres llegaron a la Dreifaltigkeitshaus, en la Alser Gasse, mucho después de medianoche, pero todos estaban aún completamente desvelados. Hacía rato que el sudor de Tibor había vuelto a secarse. Jakob se había arrancado la peluca de la cabeza y no cesaba de rascarse el cráneo con las uñas. Tenía los cabellos de punta, húmedos y desgreñados, y la zona donde se había sujetado la peluca había quedado marcada como una diadema roja en torno a su cabeza. El ayudante se había quitado la casaca amarilla y se estaba limpiando aún los polvos y el sudor de la cara, cuando Wolfgang von Kempelen volvió a la habitación, con la peluca en una mano y en la otra una botella de champán.
—¡Brindemos por «el mayor invento del siglo»! —exclamó—, en palabras del conde Cobenzl.
—Aún falta bastante para que acabe el siglo —informó Jakob—. ¿Quién sabe qué se inventará todavía en los próximos treinta años?
Kempelen entregó la botella a Jakob sin hacer comentarios y abandonó de nuevo la habitación para ir a buscar vasos. Jakob abrió la botella; un poco de champán se vertió y le mojó la mano. El ayudante se volvió hacia el androide.
—Yo te bautizo con el nombre de… —Miró a Tibor en busca de ayuda, pero al enano no se le ocurría ningún nombre, sin contar con que no tenía intención de colaborar con un judío en el bautizo de un autómata—… Pachá. —Jakob salpicó la cabeza del turco con el champán que tenía en los dedos—. No es muy imaginativo, lo sé. Pero nuestro jugador está instalado en su trono con la impasibilidad de un viejo pachá. —Jakob señaló la puerta con la cabeza y susurró—: Querrá prolongar tu contrato.
—¿Kempelen?
—Sí. No te dejes engatusar. Sin ti no funcionaría. De modo que no te vendas barato, ¿me oyes?
—¿Y tú?
—Mi trabajo ya está hecho. Si hace falta, puede prescindir de mí. De ti, no.
—Pero yo no puedo… —empezó Tibor, pero Kempelen ya volvía con los vasos, y se calló.
Kempelen sirvió champán con tanto ímpetu que la espuma se derramó por fuera.
Le dio un vaso primero a Tibor y luego a Jakob, levantó el suyo y miró al turco.
—Por la máquina de ajedrez.
Jakob y Tibor repitieron el brindis y los tres hombres entrechocaron sus vasos.
Kempelen vació el suyo de un trago.
—Y esto solo ha sido el principio —anunció—. La emperatriz me ha pedido, en fin, sería más correcto decir que me ha ordenado, que exponga al autómata en Presburgo para que todo el mundo pueda verlo jugar. Esta máquina causará sensación. —Kempelen volvió a servirse y sirvió también a Tibor—. Sé que en Venecia dije que te necesitaba solo para una actuación. Pero fue una tontería. Había infravalorado el efecto del autómata. ¿Puedo contar con que sigas trabajando para mí? Para ti también ha sido una experiencia fabulosa, ¿verdad? Imagina que la emperatriz quiere a toda costa jugar contra ti.
Tibor asintió con la cabeza. Jakob estiró el cuello, como si tuviera la nuca rígida, y el enano comprendió la señal.
—Pero quiero más dinero.
En realidad, Tibor hubiera querido expresarse de una forma un poco menos brusca. Para disimular su embarazo, bebió otro trago de champán.
Kempelen levantó una ceja.
—Vaya. ¿Y en qué cantidad has pensado?
Con el rabillo del ojo Tibor vio cómo Jakob levantaba el pulgar y dos dedos de la mano libre que apoyaba en el muslo, de modo que Kempelen no pudiera verlo.
—Tres… —dijo Tibor, y al ver que Jakob ponía más énfasis en el gesto, añadió—: decenas. Treinta florines al mes. —No se atrevió a mirar a Kempelen a los ojos. Sin duda, el caballero pensaría que era un ingrato o algo peor.
Pero Kempelen asintió.
—Volveremos a hablar de ello en casa.
—Y también debemos cambiar algunas cosas.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo. No dejaremos que nadie vuelva a acercarse tanto a la máquina como Knaus. Colocaremos al contrincante… en otra mesa. Sencillamente diremos que así los espectadores pueden ver mejor al turco. O alegaremos razones de seguridad. ¡Pero también ha sido providencial que fuera precisamente el pobre Knaus el agraciado! Una cabeza tan brillante, y hoy parecía un paleto pasando un examen. El sudor debía de caerle a chorros. Mañana toda Viena se mofará de él. —Kempelen sonrió, satisfecho, tomó otro trago y continuó—: No.
Toda Viena hablará solo del ajedrecista. La máquina pensante de Wolfgang von Kempelen.
—No es una máquina pensante —dijo Jakob.
—¿Cómo?
—Digo que no es una máquina pensante. El autómata solo puede mover engranajes y hacer ruido. Tibor es el único que piensa. Todo el asunto no es más que un truco brillante.
—Pero eso ya lo sabemos.
—Solo quiero hacer constar que el peligro de que el truco se descubra aumentará a medida que lo haga la frecuencia con que presentemos al autómata.
La mirada de Kempelen pasó de Jakob a Tibor y volvió de nuevo al primero.
Luego empezó a reír, apoyó la mano sobre el hombro de Jakob y le dio un apretón.
—¡Ahí está nuestra Casandra particular! El viejo Knaus te ha asustado, ¿no es cierto? Vi cómo hablabais. Parecía encolerizado.
—Yo no me dejo asustar —replicó Jakob a la defensiva—. Solo digo que no debemos tentar demasiado a la suerte.
—Ya sé que a lo largo de los siglos, a vosotros, los judíos, se os ha arrebatado, tristemente, la cualidad de la confianza, y lo comprendo perfectamente. Pero la suerte, Jakob, está ahí para retarla. Hasta ahora lo he hecho con éxito, y tengo intención de que siga siendo así. Lo que naturalmente no significa que no debamos ser aún más prudentes que antes. Me estarán vigilando continuamente, a mí y mi casa. —Kempelen se dirigió a Tibor—. Por eso mañana no me acompañarás de vuelta a Presburgo. Quédate dos o tres días y luego coge un carruaje. De ese modo aunque alguien te vea de viaje no podrá establecer una relación entre nosotros.
—¿Debo quedarme solo?
Kempelen miró a Jakob, y este asintió con la cabeza.
—Bien, Jakob también se quedará. Pero, por favor, no os dejéis ver en la calle en estos tres días. No paséis de la puerta.
—Por descontado, no lo haremos —le aseguró Jakob.
Los tres se acabaron el champán mientras hablaban sobre la presentación; Kempelen explicó detalles de su conversación con María Teresa, Jakob citó las alabanzas de los invitados y Tibor, finalmente, describió la partida contra Knaus tal como la había vivido desde el interior de la máquina. Sin embargo, el enano no mencionó el incidente con la baronesa Ibolya Jesenák, ni tampoco que desde su escondite había sido testigo de la conversación entre Knaus y Jakob.