Wolfgang von Kempelen nació el 23 de enero de 1734; era el menor de una familia de tres hermanos. El padre, Engelbert Kempelen, funcionario de aduanas en la Dreissigstamt de la ciudad, ascendió en la sociedad presburguesa mediante su matrimonio con Teréz Spindler, hija del alcalde de la época, y gracias al título de nobleza que el emperador Carlos VI le otorgó por sus servicios.
El hermano mayor de Kempelen, Andreas, estudió filosofía y derecho, fue secretario del embajador en Constantinopla y combatió como capitán en la guerra de Silesia. Una enfermedad pulmonar le impidió convertirse en el maestro privado del príncipe heredero José; las fuentes curativas sulfurosas de Pozzuoli no consiguieron evitar su muerte temprana.
Nepomuk von Kempelen, el segundo hermano de Wolfgang, sirvió igualmente en el ejército y fue promovido al rango de coronel. La familia imperial lo incorporó aún más estrechamente a su círculo cuando se convirtió en director de cancillería del duque Alberto de Sajonia-Teschen. La amistad con el duque Alberto, el gobernador de Hungría, era tan estrecha que juntos se convirtieron en miembros de la logia masónica Zur Reinheit.
Wolfgang, el más joven, estudió también filosofía y derecho, primero en Gyor y luego en Viena. Después de un viaje por Italia, el joven de veintiún años entró al servicio de María Teresa y se inició en su cargo con un golpe de efecto: en un tiempo brevísimo tradujo el código legal de la emperatriz del latín al alemán. Su trabajo impresionó tanto a María Teresa que lo nombró personalmente redactor de la Cámara Real Húngara en Presburgo.
En el verano de 1757, en reconocimiento a sus servicios, Kempelen pasó a ocupar el cargo de secretario en la Cámara de la Corte. El rápido ascenso profesional encontró también su correspondencia en la esfera privada, pues Kempelen se casó en el mismo verano con Francziska Piani, la camarera de la gran duquesa Maria Ludovika. Pero, solo dos meses más tarde, Francziska von Kempelen enfermó de viruela y murió. Kempelen tardó en recuperarse de este golpe del destino, y se concentró por completo en su trabajo.
Un año más tarde, otra mujer entró en su vida: Ibolya, baronesa de Jesenák, nacida baronesa Andrássy, que en compañía de su hermano János llegó de Tyrnau a Presburgo para contraer nupcias con el barón Károly de Jesenák, camarero real que le doblaba la edad. Su matrimonio era armónico, pero no feliz; Ibolya no tenía hijos, y Károly, debido a su posición de camarero, estaba más a menudo fuera, de viaje, que en su casa de Presburgo. Ibolya, que tenía apenas veinte años, empezó a aburrirse y encontró distracción en las numerosas recepciones y bailes que se celebraban en la ciudad. En ausencia de su esposo, la baronesa empezó una relación, luego una segunda, y una tercera, esta vez con Nepomuk von Kempelen. Cuando Nepomuk se cansó de ella, se la presentó a su hermano. Su plan dio resultado: Ibolya se enamoró apasionadamente de Wolfgang von Kempelen, el inteligente y atildado viudo que con tanta reserva, pero también con tanta persistencia, lloraba de forma enternecedora a su mujer; un hombre joven que no ocupaba un rango elevado entre la nobleza, pero ante el que parecían abrirse un sinfín de posibilidades. Ibolya habló a su marido de los numerosos talentos de Kempelen, y Jesenák lo alabó en Viena.
Poco después, Kempelen fue promovido a miembro del Consejo Real. En su siguiente encuentro, Ibolya le comunicó a quién debía ese inesperado ascenso.
Kempelen se arriesgó entonces a lanzarse a una relación con la baronesa, lo que solo le proporcionó beneficios: finalmente superó la muerte de Francziska. El barón de Jesenák, que no sospechaba nada, se convirtió en su protector, y los que conocían su relación con Ibolya le tributaban un respeto silencioso y, siguiendo las normas al uso, mantenían el secreto. Incluso el duque Alberto, que habitualmente solo hablaba con Kempelen de asuntos profesionales, le hizo contar detalles picantes sobre la ardiente baronesa húngara.
Pero Kempelen sabía que la relación con una mujer casada no tenía futuro y que a la larga podía ser peligrosa, por lo que, de común acuerdo, suspendieron sus encuentros privados. Tras cinco años de duelo, Kempelen buscó una nueva esposa, y por recomendación de la archiduquesa Cristina se casó con Anna Maria Gobelius, la dama de compañía de la condesa Erdódy. A Kempelen, comparadas con Ibolya, la mayoría de las mujeres le parecían melindrosas, y también Anna Maria: el matrimonio se basó, así, en el respeto y la cortesía, pero nunca en la pasión. Y tampoco el deseo de crear una familia se cumplió: los tres primeros hijos que Anna Maria dio a su esposo murieron poco después de su nacimiento.
En 1765, Kempelen fue nombrado comisionado para asuntos de colonización en el Banato. Como tal supervisaba, con los colegas de Viena, la colonización de la región entre el Maros, el Tisza, el Danubio y Transilvania con campesinos y mineros de Suabia, Baviera, Hesse, Turingia, Luxemburgo y Lorena, Alsacia y el Palatinado, que debían explotar para Austria las tierras y las riquezas minerales de la zona. Las pequeñas aldeas se llenaron de emigrantes alemanes, los pueblos se convirtieron en pequeñas ciudades, y se fundaron nuevos pueblos. En un período de cinco años, se instalaron en el Banato casi cuarenta mil personas, y entre ellas no solo había gente respetable: dos veces al año, la Comisión del Agua del Temes llevaba al Banato a sujetos que debían ser alejados de sus regiones de origen, como vagabundos, cazadores furtivos, contrabandistas o mujeres de vida licenciosa. Kempelen debía conciliar disputas, lograr arreglos y hacer justicia; su sereno juicio le granjeó el respeto de todos los grupos de la población. Su insobornabilidad era una novedad en esta región. El Banato era salvaje, y más de una vez Kempelen y sus acompañantes tuvieron que defenderse de los ladrones, que, desde sus escondites en los Cárpatos, realizaban incursiones a las tierras llanas en busca de botín. Kempelen evitó que los bandidos fueran colgados o fusilados al instante, y vendaba personalmente sus heridas para llevarlos en condiciones ante el tribunal más próximo. Como comisionado, Kempelen presentó regularmente informes sobre los problemas y los éxitos de esta población al Consejo de Guerra de la Corte.
Kempelen escribió informes de viajes desde el salvaje Banato, que se publicaron en el Pressburger Zeitung. De este modo estableció contacto, y más tarde una relación de amistad, con el editor del semanario, Karl Gottlieb Windisch. Esta relación se mantuvo cuando Windisch pasó, de simple concejal de la ciudad, a senador y teniente de alcalde, y finalmente fue elegido alcalde de la ciudad de Presburgo, con autoridad sobre sus más de veintisiete mil habitantes, entre ellos quinientos nobles, setecientos clérigos y dos mil judíos. Aproximadamente la mitad de los ciudadanos de Presburgo eran alemanes, y la otra mitad se dividía entre eslovacos y húngaros; la mayoría de los nobles se encontraban entre estos últimos.
Mientras la colonización del Banato avanzaba y se introducían las leyes imperiales, Kempelen fue nombrado Director salinaris, es decir, responsable del control de las salinas húngaras. En este cargo dirigió una oficina con más de cien trabajadores, oficina en la que su padre había trabajado antes como simple empleado. El noble utilizó el poco tiempo libre que le dejaba este puesto lleno de responsabilidades para perfeccionar sus conocimientos en el campo de la mecánica y la hidráulica. Kempelen necesitaba estos conocimientos para aprender el funcionamiento de las máquinas de las minas de sal y, si era preciso, mejorarlas.
Pero pronto se interesó también por los autómatas; leyó obras de Regiomontanus, Schlottheim, Leibniz, De Vaucanson y Knaus e instaló un taller en el piso superior de su casa. En una ocasión en que, en las fiestas de un pueblo, oyó tocar una cornamusa, cuyo sonido se asemeja de forma sorprendente a la voz de un niño, se le ocurrió por primera vez la idea de construir un ingenio parlante.
El barón Károly de Jesenák murió en 1768. Ibolya se trasladó entonces a casa de su hermano Jónos Andrássy. La viuda no guardó duelo mucho tiempo; pronto se insinuó de nuevo a Wolfgang von Kempelen. Pero sus esfuerzos no dieron fruto, porque en mayo de 1768 nació, y permaneció con vida, Mária Teréz von Kempelen.
El nacimiento de esta hija unió a Wolfgang y a Anna Maria von Kempelen más estrechamente de lo que nunca los unió su boda.
En septiembre del año siguiente, Kempelen presentó en Viena un informe final sobre la colonización en el Banato. La emperatriz quedó satisfecha con su trabajo y le ofreció, como recompensa por sus esfuerzos, permanecer un tiempo en la corte en Viena. Wolfgang von Kempelen ocupó una vivienda en el arrabal del Alser. Cuando el sabio francés Jean Pelletier realizó una visita al castillo de Schonbrunn, Kempelen también estaba presente, y cuando María Teresa, al final de la presentación y tras los entusiastas aplausos, lamentó que siempre fueran extranjeros y nunca austríacos los hombres que asombraban al mundo con nuevos inventos y experimentos. Kempelen tomó la palabra. El caballero prometió a la emperatriz que en el plazo de seis meses presentaría un experimento que eclipsaría los de Pelletier. Los cortesanos vieneses olfatearon un escándalo, pues Kempelen, que acababa de saltar a la palestra, aunque era un alto funcionario, no dejaba de ser un noble de poco renombre; por si fuera poco, procedía de la provincia, y hasta el momento no se había dado a conocer como científico. Pero María Teresa le escuchó, le dio incluso medio año libre para esta tarea y le prometió cien soberanos de oro si lograba eclipsar la magia científica de Pelletier.
Kempelen sabía que ni sus conocimientos ni el tiempo que le habían dado bastarían para construir una máquina parlante. Pero ambas cosas bastarían para fabricar un autómata simulado. Kempelen se propuso construir una máquina de ajedrez. El caballero recordó un relato de su amigo Georg Stegmüller, un farmacéutico que en uno de sus viajes por el imperio vio, en una taberna de pueblo en Steinbrück, a un enano que sacaba el dinero a tres lugareños, uno tras otro, jugando al ajedrez. Si pudiera ocultar en una máquina a una persona pequeña, a un chico o a una muchacha, y esta ganara además alguna de las partidas, el aplauso estaría asegurado.
Mientras Kempelen fabricaba el autómata supo que su ajedrecista no debía ganar algunas partidas, sino todas. Debía encontrar al enano vagabundo que Stegmüller vio jugar, por difícil que fuera. De modo que se dirigió por el camino más rápido a Steinbrück y empezó a hacer preguntas. Muchos recordaban todavía al enano con el tablero de ajedrez; así, Kempelen siguió las huellas de Tibor hasta Venecia, donde lo encontró en noviembre, en los Plomos, podría decirse que listo para la recogida.
Wolfgang von Kempelen había demostrado a la emperatriz que era un funcionario capaz y leal. Ahora le mostraría que sus capacidades no se limitaban a eso. Y para ello no necesitaba ni al barón Jesenák ni a la baronesa.
Kempelen se apoyó en el borde de su escritorio e hizo girar en las manos el regalo que le había dado Ibolya: un librito con un relato en verso de Wieland. La baronesa estaba sentada en una silla frente a él y lo observaba con ojos brillantes.
—Por tu cumpleaños, Farkas, con todo mi amor. Y mucho éxito con tu autómata.
—Gracias. Naturalmente ya sabes que no celebro mi cumpleaños hasta pasado mañana.
Ibolya sonrió.
—Igual que sé que con toda seguridad tu mujer no me invitará a café y pastas.
Quería verte a solas. Dale a tu Jakob permiso para irse, y pasaremos el resto del día juntos.
—No puede ser. Realmente tengo trabajo.
—Siempre tienes trabajo.
—Lo siento.
Ibolya suspiró.
—Farkas, me siento melancólica. ¿No quieres hacer nada para arreglarlo?
—Es el tiempo. Bebe un tokay caliente.
—Qué consejo más espantoso. Eres un bruto que no sabe lo que corresponde hacer en cada momento. Adivina qué he bebido antes de subir a la carroza.
La baronesa Jesenák se levantó, se acercó a Kempelen, aproximó su cara a la de él, levantó el mentón, de modo que su boca quedara a la altura de la nariz del hombre, y espiró de forma apenas perceptible. Su aliento tenía un suave olor a tokay, como si Kempelen hubiera acercado la nariz a un vaso con agua caliente y vino.
—Muy delicado —dijo.
—Iré a ver a tu gorda emperatriz y le diré qué clase de hombre abominable eres, y te enviará a trabajar como un forzado a tus minas de sal o al menos te desterrará a los mares del Sur como embajador entre los caníbales. Eso pienso hacer.
—Te creo muy capaz.
La húngara le apoyó la mano en el muslo.
—No. Nunca haría algo así. Le seguiré diciendo cuánto talento tienes y que por difícil que sea la tarea que te encomiende, siempre estará en buenas manos.
La baronesa pasó las puntas de los dedos por su muslo, arriba y abajo, y luego los cerró como una garra, de modo que sus uñas quedaron prendidas en las pequeñas depresiones de la tela. Lo besó, y también el beso sabía aún a vino dulce. Kempelen dejó las manos sobre la mesa. Ibolya se soltó y le limpió el carmín de los labios con el pulgar.
—Es tan triste… Te comprendo, ¿sabes? Somos como dos hijos de reyes: cuando tú estás casado, yo no lo estoy; luego enviudas, pero yo me he casado, y ahora ocurre al revés. Es para desesperarse.
Kempelen se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Alguna vez será como antes?
—No. Eso seguro que no, pero volveré a tener más tiempo cuando la máquina de ajedrez esté lista.
—Más tiempo. Pero ¿también más tiempo para mí?
—Nos veremos en Viena, Ibolya. Me alegro de que hayas venido.
Kempelen la acompañó fuera a través del taller y ordenó a Branislav que trajera sus pieles. Ibolya se despidió de Jakob y observó de nuevo al turco con franca admiración. En la puerta de la casa, Kempelen se despidió de ella con un besamanos y volvió al taller. Mientras tanto, Jakob había ayudado a Tibor a salir de la mesa de ajedrez, y juntos observaban desde la ventana cómo la baronesa subía a su elegante carroza. Al ver allí a los dos mirones, Kempelen les dirigió una mirada de reproche.
Pero si aquel incidente le había resultado incómodo, el caballero supo ocultarlo ante Tibor y Jakob.
El ensayo general, la primera partida de la máquina de ajedrez, tuvo lugar poco después, y Dorottya, la criada eslovaca de la casa, tuvo el honor de ser la primera persona contra la que jugaba el autómata guiado por Tibor. Este ya estaba sentado en el interior de la mesa cuando Kempelen fue a la planta baja para buscar a Dorottya. El enano oyó cómo Jakob daba varias vueltas al autómata. Luego el ayudante se detuvo y gritó unas palabras incomprensibles: «Shem hamephorasch! Aemaeth!». De pronto ya no parecía en absoluto Jakob.
—¿Qué estás haciendo ahí fuera? —preguntó Tibor.
—Aemaeth! Aemaeth! ¡Vive!
—¡Deja de hacer eso!
—No me interrumpas, mortal —lo previno Jakob con voz gutural—. Si interrumpes las siete fórmulas de la vida, el rabino Jakob nunca podrá despertar a la vida al hombre de madera y tela.
—¡Para ahora mismo, o saldré y haré que pares!
—No puedes salir, ¿lo has olvidado? Puedes cantar, pajarito, pero no puedes volar —dijo jakob con su voz habitual—. Bien, ya está. La materia vive.
—No lo hace.
—Sí lo hace, venenoso enano. Y ahora estate quieto; en cualquier momento estará aquí la criada. Habla poco y haz mucho.
Tibor oyó cómo Jakob colocaba una mano sobre la mesa y tamborileaba con los dedos.
—Un fenómeno —opinó al cabo de un rato—, un mahometano con el cerebro de un cristiano y un alma judía.
—Deberían encerrarte.
—No, a ti deberían encerrarte. Yo soy judío, a mí deberían quemarme.
El trabajo con el turco había acabado. Jakob había torneado las treinta y dos piezas rojas y blancas con su núcleo magnético, y juntos habían vestido al turco. El androide llevaba una camisa sin cuello de seda color turquesa con franjas marrones y por encima un caftán con mangas a medio brazo. El caftán de seda roja estaba guarnecido en los brazos y en todo el cuello con una piel blanca, lo que daba al turco un aspecto majestuoso. Las manos del autómata estaban enfundadas en unos guantes blancos, de modo que no podía verse ni una partícula de piel de los brazos.
Como los tres dedos prensiles de la mano izquierda, en estado de reposo, presentaban una poco elegante forma de garra, habían colocado entre ellos una pipa de tabaco oriental, con un tubo de más de un codo de largo, que Jakob había comprado a un chamarilero de la Judengasse. Este complemento daba la impresión de que los dedos torcidos tenían también una función cuando el turco se encontraba en reposo. Para proteger el delicado mecanismo de los dedos, la mano, junto con la pipa, descansaba sobre un cojín de terciopelo rojo, hasta que el autómata se ponía en marcha y el cojín y la pipa se apartaban. Los pantalones eran unos bombachos de hilo teñidos de índigo, y los pies de madera del turco calzaban unas zapatillas también de madera con las puntas levantadas, que Kempelen había traído de Venecia junto con los ojos de cristal. El turco llevaba en la cabeza un turbante blanco con un fez rojo encasquetado, que había sido elaborado con varias capas de fieltro para que el humo de la vela se filtrara antes de salir al exterior.
Jakob había necesitado mucho tiempo para terminar la cabeza del turco —hecha de cartón piedra sobre un cráneo de madera—; diversas operaciones habían cambiado la cara. La nariz había aumentado de tamaño; las mejillas se habían hecho más angulosas; la boca, más delgada; el bigote, más puntiagudo. El turco había adquirido así una expresión cada vez más severa, más sombría. Como último retoque, Kempelen había hecho que Jakob desplazara hacia arriba los extremos exteriores de las cejas, de manera que daba la impresión de que el androide estaba furioso contra su oponente. Kempelen estaba muy satisfecho del resultado; Jakob, por su parte, insistía de vez en cuando en que un ajedrecista del sexo femenino le habría proporcionado una satisfacción mucho mayor.
Kempelen llegó en compañía de Dorottya y Anna Maria. La anciana Dorottya entró en el taller caminando a pasitos cortos. El turco estaba colocado de modo que la miraba directamente a los ojos, y esa mirada la atemorizó tanto que Kempelen tuvo que pedirle que se acercara.
—Mesdames, les presento a la máquina que juega al ajedrez —dijo Kempelen, ahora concentrado en su papel de presentador.
La eslovaca observó al autómata con una mezcla de curiosidad y temor.
Kempelen rodeó el aparato e hizo girar varias veces la manivela que se encontraba en un lateral, junto al mecanismo de relojería. A través de la madera se podía percibir la marcha suave de los engranajes. El brazo izquierdo del turco se levantó y se movió sobre el tablero hasta que la mano alcanzó el peón blanco del rey. En esta posición el brazo se detuvo. El pulgar, el índice y el corazón se abrieron al mismo tiempo, la mano bajó sobre la cabeza del peón, luego los dedos se cerraron, sujetaron la pieza por el cuello, la levantaron y volvieron a bajarla dos casillas más allá. Hecho esto, el brazo basculó de nuevo a la izquierda para reposar junto al tablero.
Dorottya observaba con la boca abierta.
Kempelen le dio un empujoncito.
—Es tu turno, Dorottya.
Dorottya sacudió la cabeza.
—No, señor. No me gusta esto.
—Vamos, ven. Mira, te está esperando.
—Yo no conozco el juego.
—Pues ha llegado el momento de que aprendas. Es un entretenimiento muy estimulante. —Kempelen acompañó a Dorottya hasta la mesa de ajedrez y señaló su fila de peones rojos—. Puedes, por ejemplo, mover una o dos casillas hacia delante cada una de estas piezas pequeñas.
Finalmente Dorottya cogió un peón del borde y lo adelantó una casilla, sin dejar de vigilar las manos del turco, como si existiera el peligro de que de pronto se lanzaran hacia ella y la sujetaran. La criada dio un paso atrás y olfateó el aire.
—¿No hay una vela encendida? —dijo.
—No —se limitó a responder Kempelen.
El androide levantó de nuevo el brazo para mover su caballo derecho, pero no llegó a sujetar bien la pieza. La figura cayó de lado, mientras el brazo seguía moviéndose.
—Detente —ordenó Kempelen—. No lo has cogido.
Kempelen volvió a levantar la pieza, mientras en el interior de la máquina de ajedrez se oía claramente cómo Tibor se movía.
Anna Maria carraspeó para llamar la atención sobre ese desliz. Pero Dorottya creyó simplemente que Kempelen hablaba con la máquina y que esta podía entenderle; se santiguó y murmuró algo en su lengua materna. Tibor tampoco consiguió sujetar el caballo en su segundo intento, con lo que Kempelen interrumpió el juego.
—Para. —El turco apoyó el brazo junto al tablero—. Dorottya, ya puedes irte.
Muchas gracias por tu ayuda.
Dorottya asintió con la cabeza, abandonó el taller visiblemente aliviada y cerró la puerta tras de sí.
—En fin, la mujer tendrá algo que contar en los próximos días —opinó Jakob sonriendo—. Será quien llevará la conversación en el mercado.
—¿A quién queréis engañar con esto? —preguntó Anna Maria secamente—. ¿A la emperatriz de Austria, Hungría y los Países Bajos austríacos junto con toda su corte?
Pues os deseo mucha suerte.
Jakob apartó la placa superior de la mesa y ayudó a Tibor a salir de la máquina.
—No funcionará —afirmó el enano—. Os lo dije. Ya os lo dije en Venecia.
—Por lo visto estás empeñado en demostrarme que fracasará —replicó Kempelen con brusquedad—. Y con esta actitud efectivamente fracasará, en esto estoy totalmente de acuerdo contigo.
—El enano no se equivoca —opinó Anna Maria—. Si no me escuchas a mí, escúchale a él al menos. Excúsate ante la emperatriz, lo comprenderá. Entierra a ese turco y vuelve a tu auténtico trabajo.
—Esto es del todo inaceptable. Todavía nos quedan más de tres semanas, Jakob, coge papel y pluma; anotaremos todo lo que aún queda por hacer.
Anna Maria lanzó un resoplido al ver rechazada su propuesta. Kempelen se dirigió a ella:
—¿Quieres disculparnos, por favor?
La mujer miró, buscando ayuda, a Jakob, el único que todavía no había hablado, pero cuando vio que callaba, abandonó la habitación pisando fuerte y cerró la puerta de golpe al salir.
Kempelen dictó a Jakob los problemas que debían solucionar; primo, la puntería de Tibor; secundo, el olor de la vela ardiendo; tertio, los reveladores sonidos del interior de la mesa.
—Busquemos soluciones, por descabelladas que parezcan. Tibor, estás cordialmente invitado a participar en ello, a menos que no estés interesado porque creas que nunca funcionará. Naturalmente, en este caso quedas disculpado.
Tibor sacudió obedientemente la cabeza.
—No. Ayudaré.
—Bien. Empecemos por la vela.
—Podríamos coger una lámpara de aceite —propuso Jakob.
—No huele menos. Solo huele distinto.
—¿Y si dejamos abierta la trampilla posterior?
—Entonces deberíamos mantener siempre cubierta la parte trasera del autómata.
Pero a mí me gustaría que el autómata se viera desde todas partes; que se pueda girar siempre que se quiera.
—Entonces Tibor tendrá que jugar en la oscuridad. Y arreglárselas palpando.
—No puedo hacerlo —objetó Tibor en voz baja.
—¿Qué no puedes hacer? ¿Palpar?
—No puedo jugar a ciegas. Lo he intentado, pero no puedo. Tengo que ver el tablero y las piezas.
Con un gesto, Kempelen dejó constancia de la negativa del enano ante Jakob. Pero el ayudante no quería darse por vencido.
—Entonces perfumaremos al autómata. Con aromas de Arabia. Envolveremos de tal modo a nuestro turco en almizcle y madera de sándalo que nadie podrá oler la vela. —Ante la mirada escéptica de Kempelen, replicó—: «Por descabelladas que parezcan».
Tibor sintió que debía contribuir con alguna propuesta.
—Si jugamos de noche, ¿por qué no colocamos sencillamente un candelabro sobre la mesa? Entonces nadie se preguntará por qué huele a vela.
Kempelen y Jakob se miraron. Kempelen sonrió, y sin decir palabra Jakob tachó «vela» de la lista. Kempelen palmeó la espalda del enano.
—Eso está mejor, Tibor. Sencillo pero perfecto. Nosotros ya somos incapaces de encontrar soluciones tan evidentes. Sigamos adelante.
A continuación se ocuparon del problema de los ruidos. Jakob pensó en insonorizar el interior del autómata con una nueva capa de fieltro para disimular los movimientos de Tibor, y Kempelen propuso modificar el mecanismo de relojería, que funcionaba pero no realizaba ninguna tarea significativa, de modo que traqueteara y crujiera en cuanto se pusiera en marcha. Eso cubriría los ruidos de Tibor y reforzaría la impresión de que un poderoso mecanismo impulsaba al turco.
—¿Bastará eso? —preguntó Kempelen—. No jugaremos ante incultos mirones que se dejarán impresionar por los ojos giratorios del turco. Estarán presentes eruditos, científicos, tal vez incluso mecánicos. A estos hombres no se les escapará ni un detalle, aunque sea un ruido minúsculo.
Jakob explicó entonces que un prestidigitador al que había visto el año anterior en la feria, siempre despistaba al público con la mano que en aquel momento no estaba haciendo aparecer ni desaparecer nada. Si, por ejemplo, el mago hacía desaparecer un pañuelo apretándolo en el puño cerrado de la mano derecha, mostraba enseguida con grandes gestos la mano derecha vacía, mientras hacía desaparecer el pañuelo a su espalda en la izquierda sin que nadie lo notara.
—¿Tendré que ejecutar entonces un pequeño baile para atraer la atención hacia mi persona? —preguntó Kempelen.
—Sí. O yo puedo ponerme un traje muy llamativo. O un sombrero espectacular.
¡O no!, mucho mejor: conseguimos a dos damas de un harén, llegadas directamente de Oriente, ligeras de ropa, con la cara cubierta por un velo, y hacemos que se froten contra el turco como dos gatos en torno a un cuenco de valeriana.
Jakob entrecerró los ojos y crispó las manos, entusiasmado con aquella visión.
—Esto más bien aumentaría las sospechas. Además, no soy un actor, sino un científico. Aunque me hubiera gustado ver tu sombrero.
—Y a mí a las damas del harén.
—Pero mantengamos esta idea en reserva. Tal vez podamos llevarla a la práctica de un modo… más serio.
Quedaba pendiente, por último, la cuestión de la precisión de Tibor en el manejo del pantógrafo. El enano prometió practicar en las siguientes semanas hasta que dominara la mano del turco, aunque para ello tuviera que ejercitarse hasta entrada la noche. Tibor no quería volver a decepcionar a Wolfgang von Kempelen. Solo había olvidado por un momento lo que el noble se jugaba en aquel asunto.