La casa de Kempelen no se encontraba muy lejos de la Puerta de San Lorenzo, fuera de las murallas de la ciudad. Tenía tres plantas, y a diferencia de las casas vecinas, no solo estaban enrejadas las habitaciones de la planta baja, sino también las del primer piso. Ya era de noche, y por eso nadie vio cómo el enano bajaba del carruaje y entraba en la casa. Apenas pisaron el vestíbulo, Kempelen pidió a Tibor que se adelantara hasta el taller del piso superior. Tibor subió por la escalera débilmente iluminada, mientras se quitaba la bufanda, la gorra y el pesado manto que Kempelen le había comprado. De las paredes colgaban retratos y mapas; en el primer piso vio el escudo de armas de la familia: un árbol sobre una corona. En el piso superior Tibor abrió la puerta de dos hojas que conducía al taller del caballero.
La habitación en que Tibor pasaría casi todas sus horas de vigilia en los meses siguientes medía aproximadamente ocho pasos de largo por seis de ancho. En el lado izquierdo se abrían tres ventanas altas y, como las cortinas estaban descorridas, un poco de luz procedente de las farolas de la calle iluminaba el taller. En la pared derecha y en el lado frontal, dos puertas conducían a las habitaciones contiguas. En los armarios de roble había innumerables libros; la mayoría colocados detrás de puertas de vidrio para protegerlos del polvo del taller. Repartidas sobre dos mesas y un banco de trabajo se veían herramientas de carpintero, cerrajero y relojero —escuadras, cepillos, sierras, martillos, taladros, escoplos, buriles, tamices, tijeras, cuchillos, llaves, abrazaderas, escofinas, y sobre todo, limas y alicates de todos los tamaños—; además había instrumentos que Tibor no había visto nunca, y también vidrios de aumento y espejos, que reflejaban la tenue luz de la calle. Bajo las mesas y contra las paredes se apilaban los materiales: tablas y listones, pinturas, alambres, cables y cordeles, puntas de acero y clavos, chapas de metal finas y toda clase de telas. Donde no había muebles, el papel pintado francés estaba cubierto casi por completo por grabados en cobre y dibujos. La mayoría de los esbozos eran planos de construcción que Tibor no entendió, pero entrevió también en la penumbra algunos dibujos más figurativos que le recordaron el bosquejo que Wolfgang von Kempelen le había enseñado en la celda de la prisión en Venecia.
Pero Tibor vio todo aquello solo de reojo. Porque desde el principio llamó su atención un objeto situado en el centro de la habitación, que, cubierto con un lienzo, aguardaba el regreso de su creador: por los contornos marcados en la tela, Tibor reconoció la máquina de ajedrez. Podía distinguir una cabeza y unos hombros, y, delante, la mesa de ajedrez. Tibor se acercó con precaución al autómata, como quien se acerca a un cadáver, e igual que se aparta un sudario, apartó el lienzo que lo cubría.
La visión le produjo escalofríos. El ajedrecista, que, con las piernas cruzadas, estaba sentado en un taburete detrás de la mesa —o la ajedrecista, porque en aquel personaje artificial todavía no podía reconocerse el sexo—, no era más que un esqueleto mutilado. El pecho y la espalda estaban descubiertos, y en lugar de costillas y músculos, podían verse listones y cables; el brazo izquierdo acababa poco antes de la muñeca, como si le hubieran cortado la mano, y del muñón sobresalían tres cables trenzados que terminaban en el vacío. Pero lo más espantoso era la cara del ajedrecista, o mejor dicho, su cabeza, porque carecía por completo de rostro. En el lugar donde debería haber habido una boca, se encontraba el extremo de un tubo, y en el lugar de los ojos, terminaban dos cordones, como nervios ópticos ya sin función. Por detrás, la caja del cerebro, en la sombra, estaba vacía. Tibor quedó tan fascinado por la visión de aquel engendro de madera, que durante un buen rato se olvidó de santiguarse.
De pronto se abrió la puerta que Tibor había cerrado tras de sí y un hombre que no era Kempelen entró con una lámpara de aceite. ¿Debía Tibor esconderse de él?
Como la cabeza del enano apenas sobresalía del plano de la mesa de ajedrez, el hombre no le había visto. Vuelto de espaldas a Tibor, el desconocido encendió todas las lámparas de aceite de la habitación. Era un hombre delgado; el cabello rubio oscuro, despeinado, casi le tapaba los ojos; llevaba gafas, y sus manos estaban enfundadas en guantes con los dedos recortados. Debía de tener la misma edad que Tibor. Una tabla crujió bajo el peso del enano. El hombre se volvió y lo descubrió. Se asustó tanto ante aquella visión, que se llevó la mano libre al corazón y lanzó una maldición.
Durante un silencioso momento los dos hombres se examinaron; luego, en el rostro del otro se dibujó una amplia sonrisa que se convirtió en una sonora carcajada que parecía no tener fin.
—Fantástico —dijo, cuando por fin consiguió serenarse—. Realmente esto es… una pequeña sensación. —Y se echó a reír de nuevo de su broma, hasta que Kempelen se unió a ellos.
—¿Ya os habéis conocido? Tibor, este es mi ayudante Jakob. Jakob, este es Tibor Scardanelli, de Provesano.
Tibor estrechó a regañadientes la mano que le tendían, y el ayudante la sacudió con energía.
—Pasaréis mucho tiempo juntos —dijo Kempelen—. Jakob me ayuda en la creación del ajedrecista. Ha hecho la mesa, y ahora también construirá al turco.
—¿El turco?
—Sí. Primero queríamos que nuestro autómata fuera una mujer joven, una figura encantadora con piel de porcelana y un vestido de seda, pero luego cambiamos de opinión. —Kempelen apoyó una mano sobre el hombro del androide inacabado—. No será una bella señorita, sino un feroz musulmán. Un sarraceno, terror de los cruzados, asesino de niños cristianos, que responde solo ante sí mismo y ante Alá.
De este modo acobardaremos un poco a nuestros oponentes. Al fin y al cabo, el ajedrez procede de Oriente. ¿Quién podría dominarlo mejor que un oriental?
Jakob se dispuso a recoger el manto de Tibor.
—Ya hemos hablado bastante —dijo—. Me gustaría ver cómo encaja el cerebro en el cráneo.
—Ahora no, Jakob. Acabamos de realizar un largo viaje, y no vamos a llevar a nuestro invitado de una caja a otra. Acompáñalo a su habitación.
Jakob acompañó a Tibor hasta un cuarto pequeño, situado junto a un pasillo tras la puerta de la derecha. La habitación estaba equipada con lo indispensable; había una cama, una mesa, una silla, una jofaina y una ventana pequeña que daba al patio interior, aunque ni siquiera un hombre de talla normal podría alcanzarla sin ponerse de puntillas. Jakob trajo ropa de cama y un orinal; poco después llegó Kempelen llevando una bandeja con la cena para Tibor: un poco de pan negro y jamón, té caliente y dos vasos. Mientras bebían, Kempelen le puso al corriente del funcionamiento de la casa.
—En esta casa viven mi mujer y mi hija, además de tres sirvientes. Pronto te presentaré a mi mujer, y apenas te encontrarás con los sirvientes. El mozo no me preocupa, pero la criada y la cocinera son gente sencilla, y mujeres, y por desgracia el bello sexo no es famoso precisamente por su discreción. De manera que no deben saber nada de ti. Tienen instrucciones de entrar en mi vivienda solo con mi permiso y en ningún caso en el taller, por eso no te los encontrarás nunca aquí arriba. Para bañarte o hacer tus necesidades, tendrás que emplear las horas nocturnas. Si necesitas algo dirígete primero a Jakob. El vive en el barrio que se encuentra bajo el castillo, pero a menudo duerme en el taller cuando se hace tarde. No temo a los espías, pero la gente sencilla de Presburgo, los campesinos, los sirvientes, los eslovacos, poseen una mala cualidad: su curiosidad, solo superada por su supersticiosa credulidad. —Kempelen tomó un sorbo de té—. Siento tener que agobiarte con tantas normas, pero este es un proyecto ambicioso, y no puedo permitirme fracasar. Un pequeño descuido bastaría para arruinarlo todo.
Tibor asintió.
—¿Estás satisfecho con tu habitación? ¿Necesitas algo más?
—Un crucifijo.
Kempelen sonrió.
—Claro. —Luego se levantó—. Buenas noches, Tibor. Me alegro de que trabajemos juntos. Estoy seguro de que nuestro encuentro será muy beneficioso para ambos.
—Sí. Buenas noches, signare Kempelen.
Por la mañana, Tibor pudo observar atentamente al autómata a la luz del día. La mesa de ajedrez, o mejor dicho, la cómoda sobre la que se sentaba el androide, tenía apenas dos varas de ancho y una y cuarto de hondo y de alto. Las cuatro patas llevaban ruedas incorporadas. En la cara delantera se distinguían tres puertas: en el lado izquierdo una sola, y a la derecha las dos hojas de la otra. Bajo las puertas, ocupando toda la anchura de la mesa, había un largo cajón. Tanto el cajón como las puertas estaban equipados con cerraduras. En la cara posterior de la mesa había igualmente dos puertas que podían cerrarse a la derecha y a la izquierda del ajedrecista; ambas eran claramente más pequeñas que las de la parte delantera. El taburete en el que se sentaba el androide estaba fijado a la mesa de ajedrez por la parte delantera. La madera era de nogal, y estaba revestida en las puertas con un chapado de madera de raíz. La placa superior se había deslizado sobre la mesa de modo que solo podía volver a sacarse tirando hacia delante, en dirección opuesta al androide. En el centro de la placa superior había un hueco cuadrado; allí se colocaría pronto el tablero de ajedrez, que en ese momento todavía se encontraba sobre una de las mesas de trabajo.
Cuando Jakob y Kempelen sacaron, tirando con cuidado, la placa superior y abrieron las cinco puertas, Tibor pudo ver el interior de la máquina. El suelo estaba totalmente forrado con fieltro verde. Como las puertas de la parte delantera, el espacio interior estaba dividido también en dos secciones, de las que la izquierda ocupaba un tercio, y la derecha los restantes dos tercios. Las dos partes estaban separadas por un tabique de madera. La sección derecha estaba vacía, con excepción de dos arcos de latón que parecían partes de un sextante.
El mecanismo de relojería del autómata se encontraba en la sección más pequeña de la izquierda: abajo de todo había un cilindro del que a intervalos irregulares sobresalían unas puntas. Sobre el cilindro se había montado un peine con once varillas de metal, que, según supuso Tibor, debían ser golpeadas o pellizcadas por las puntas, como las cuerdas de un clavicordio o de un címbalo. Tibor ya había visto algo parecido una vez, aunque de un tamaño mucho menor, en una caja de música: cuando se hacía girar una manivela, empezaba a rodar un pequeño cilindro y las puntas golpeaban unas largas lengüetas de metal de distinta longitud; las notas así producidas se combinaban para formar una melodía.
Kempelen ordenó a Jakob que diera cuerda al mecanismo. El ayudante encajó una manivela en un agujero del lado izquierdo de la mesa y la giró unas cuantas veces. El cilindro empezó a moverse lentamente; también la maraña de engranajes y muelles de diferentes tamaños que se encontraban detrás del cilindro y el peine se puso en movimiento. Tibor observó atentamente el mecanismo, esperando que ocurriera algo, pero aparte del movimiento continuo de las ruedas no sucedió nada.
—¿Qué hace este mecanismo de relojería? —preguntó Tibor, después de haberlo observado un rato, para no parecer descortés.
—Ruidos —respondió el ayudante antes de que Kempelen pudiera hacerlo.
—Jakob tiene razón —confirmó Kempelen—. La función de este mecanismo consiste en darle un aspecto complicado y que suene como tal. Como tú harás todo el trabajo, la maquinaria es solo un adorno. Un accesorio.
—Un truco —precisó Jakob.
Tibor estaba sorprendido por la impertinencia del ayudante, pero Kempelen se la perdonó de nuevo.
—Exacto, un truco, si se quiere.
Tibor volvió a mirar la máquina. Él era pequeño, pero no tanto como para poder meterse en aquella mesa de ajedrez, y menos si además tenía que moverse. La sección mayor de la derecha tal vez hubiera bastado, si no estuvieran allí los arcos de latón.
Kempelen se anticipó a la pregunta de Tibor.
—Y ahora empieza la magia.
Jakob introdujo las manos en el interior de la mesa y desplazó lateralmente el tabique entre los dos compartimientos —pues no se trataba de un tabique sino de dos mitades—, y así los dos espacios quedaron de repente unidos. Ahí no acabó todo, porque Jakob abatió a continuación hacia un lado una trampilla de madera revestida de fieltro que cubría el suelo de la sección derecha. Finalmente, el último truco estaba en el cajón bajo las tres puertas, que tenía solo la mitad de la profundidad de la mesa, de manera que, después de apartar el doble suelo, podían ganarse todavía unos veinticinco centímetros de espacio adicionales.
Jakob trajo un taburete para Tibor, y mientras los dos le sostenían, el enano se introdujo en la máquina, se sentó a la izquierda, detrás del mecanismo de relojería, y estiró las piernas en el espacio libre que quedaba por detrás del medio cajón. Había espacio suficiente. Tibor no chocaba con nada, ni siquiera con el mecanismo que quedaba junto a su hombro derecho. Era como si Wolfgang von Kempelen hubiera construido el autómata a su medida. El inventor no podía ocultar su orgullo.
—Pero ¿cómo voy a jugar al ajedrez? —preguntó Tibor—. Apenas puedo moverme.
A la izquierda de Tibor, en el lugar donde se sentaba el androide, había una tabla en la pared. Kempelen soltó una fijación, y la tabla cayó hacia abajo sobre la falda de Tibor. A través de la abertura que había dejado al descubierto, Tibor podía ver el interior del hombre de madera. Kempelen desplazó una vara de latón hacia el exterior del vientre del androide hasta situarla sobre la tabla que Tibor tenía en la falda y la movió varias veces. Al mismo tiempo se movió la mano izquierda del turco.
—Esto es un pantógrafo —explicó—. Cada movimiento que haces aquí abajo, lo realiza arriba el turco en proporción aumentada. De momento solo puede mover el brazo, pero pronto tendrá una mano, y entonces también podrá sujetar las piezas.
—¿Y cómo podré ver el tablero?
Kempelen inspiró aire con los dientes apretados.
—Este problema aún debe resolverse. Pero ya tengo algunas ideas.
—¿Y cómo podré hacer que las piezas…?
—Todavía tenemos cuatro meses de plazo, Tibor. Cuando llegue el momento, sabremos responder a todas tus preguntas. —Kempelen y Jakob volvieron a levantar la placa que habían retirado—. Ahora te sumergiremos por primera vez en la oscuridad.
Entre los dos deslizaron la placa sobre la mesa. Jakob cerró todas las puertas. Por un momento Tibor se sintió como si estuviera sentado en el fondo de un pozo cuadrado, pues por el hueco del centro de la placa aún llegaba luz; pero entonces Kempelen colocó el tablero de ajedrez y se hizo la oscuridad. Los ruidos del exterior llegaban amortiguados. Prácticamente solo oía su propia respiración.
—Y ahora jugaremos a la gallina ciega —oyó que decía Jakob desde fuera. De repente, la mesa de ajedrez se movió.
Jakob la hizo girar sobre las ruedas en torno a su eje.
El bamboleo hizo que Tibor rememorara súbitamente sus dos días en el Elba, encerrado en un barril de madera sin perspectivas de salvación. Sin que pudiera evitarlo, sus manos se cerraron en un puño. Sentía en el cuello los latidos de su corazón y tenía la sensación de que su cabeza se hinchaba y se deshinchaba con cada pulsación. El flujo sanguíneo resonaba en sus oídos como el rumor de un río. La pared de su izquierda y el mecanismo del reloj a su derecha parecieron moverse de pronto, como si quisieran aplastarlo, como si los agudos dientes de los engranajes quisieran desollarlo vivo. Le faltaba el aire y todo olía a madera y aceite. Tibor quiso pedir cortésmente que corrieran de nuevo la placa superior de la mesa, pero en cuanto abrió la boca, gritó; gritó pidiendo ayuda, primero en alemán, y luego en italiano. Había visto las tablas con las que habían construido la mesa de ajedrez y sabía que eran tan gruesas que era imposible liberarse. Si nadie lo ayudaba desde fuera, quedaría sepultado en vida, aporrearía las paredes hasta que se asfixiara, se muriera de sed o perdiera la razón.
Cuando Jakob y Kempelen apartaron la placa y sacaron a Tibor en brazos, vieron que estaba empapado en sudor y tan pálido como el rostro inacabado del androide.
Kempelen le trajo un vaso de agua y Jakob un paño. El enano se sintió aún más pequeño, mientras, sentado en una silla, se secaba el sudor, con Kempelen y su ayudante a su lado mirándolo desde arriba.
—¿No me habrás ocultado algo? —preguntó finalmente Wolfgang von Kempelen cuando Tibor hubo vaciado su vaso.
—No. Ha sido la oscuridad.
—Te daremos una vela.
—Me acostumbraré. Lo prometo.
Kempelen asintió con la cabeza, pero no apartó la mirada de Tibor. Jakob ya volvía a sonreír, divertido.
—Un enano con miedo a la oscuridad. ¡Prodigio sobre prodigio! Pensaba que vuestras minas eran oscuras como boca de lobo.
Así acabó la jornada de trabajo para Tibor, que se retiró a su habitación. Kempelen le dio un pequeño tablero de ajedrez y todos los libros que tenía sobre el tema —El ajedrez o el juego del rey de Selenus, El arte del ajedrez del rabino Ibn Ezra, Essai sur lejeu des échecs de Stamma y una copia de sus Secretos del ajedrez, el famoso El arte de convertirse en un maestro del ajedrez de Filidor, y por último, traído de Venecia y recién salido de la imprenta, Il giuoco incomparabile degli scacchi—, y lo animó a que los estudiara en las siguientes semanas para perfeccionar su juego. Tibor había oído hablar de aquellos libros, pero nunca había llegado a ver ninguno. Y ahora tenía seis en sus manos. Dejó el libro del judío para el final, y abrió primero el de Stamma, pero comprobó, decepcionado, que no era una traducción alemana, sino una edición francesa. Trató de descifrar el contenido, pero era un trabajo arduo y acabó por perder la concentración, ya que imaginaba cómo Kempelen y su malvado ayudante estarían discutiendo si Tibor era el hombre adecuado para presentar la máquina de ajedrez ante su majestad la emperatriz. En lo esencial, sus dudas sobre el proyecto no habían disminuido, pero eso no era obstáculo para que le disgustara que otros pudieran dudar de él.
Por la tarde, Tibor fue llamado al primer piso, para conocer allí, en el salón, a la esposa de Kempelen, Anna Maria, y a su hija, Mária Teréz. Anna Maria von Kempelen era una mujer de pelo castaño, delgada y de aspecto agradable, pero una permanente expresión de recelo estropeaba sus rasgos. Durante todo el rato sostuvo a la niña en brazos, aunque estaba dormida, y Tibor tuvo la impresión de que solo lo hacía para no tener que darle la mano. Kempelen había hecho preparar café y pastas, de modo que Tibor se quedó allí sentado, comiendo pan de especias y bebiendo auténtico café con nata en porcelana fina. Kempelen no permitía que se produjera un solo instante de silencio embarazoso: el caballero hablaba sin cesar, tratando de interesar a Anna Maria por Tibor y a la inversa. Habló sobre la aventura de Tibor y sobre la época de Anna Maria como dama de compañía de la condesa Erdódy pero su jovial conversación no dio fruto. Anna Maria respondía a las informaciones de su marido con monosílabos. Y cuando Tibor, en un valiente intento, alabó los sabrosos pastelitos de Adviento, ella explicó concisamente y sin mirarlo que no había sido ella, sino su cocinera Katarina, quien los había preparado. Pero el momento más desagradable se produjo cuando Kempelen abandonó la habitación para ir a buscar más pan de especias. Los dos estuvieron callados durante todo un minuto, mientras Tibor miraba un retrato de la emperatriz, escuchaba la respiración de la niña dormida y el péndulo del reloj de pared y esperaba que Kempelen volviera por fin de la cocina. Kempelen dio por concluida la reunión después de media hora con las palabras: «Aún tenemos mucho que hacer». Tibor esperó no tener que volver a ver nunca a Anna Maria y, si de ella hubiera dependido, seguro que efectivamente nunca habría vuelto a verla. Tibor no sabía si lo que resultaba insoportable a la esposa de Kempelen era su persona o solo el papel que representaba en el engaño de la máquina de ajedrez. Aunque probablemente había un poco de todo.
En los días previos a las fiestas de Navidad, los tres hombres trataron de encontrar un modo de que Tibor pudiera ver el tablero. Probaron con un tablero semitransparente y con un periscopio en el armazón del turco, pero las dos soluciones resultaron insatisfactorias. El taller no se calentaba bien, de manera que los tres hombres trabajaban con el abrigo y los guantes puestos. En los descansos, Tibor se sentaba junto a una de las ventanas y miraba hacia abajo, a Donaugasse, donde los presburgueses andaban sobre la nieve: campesinos y pescadores de camino al mercado, nobles a caballo y en carruajes, carboneros con trineos llenos de carbón y leña, artesanos y sirvientes. Todas eran personas con las que Tibor nunca se encontraría. Podía verlas, pero ellas no le veían, y él se sentía bien así.
Wolfgang von Kempelen estaba a menudo fuera de casa. Aunque la emperatriz lo había liberado de sus deberes, todavía había numerosas tareas que requerían su presencia, y varias veces a la semana debía ir a la Cámara Real Húngara. En estos períodos, Tibor hubiera preferido poder retirarse a su habitación para leer los libros que Kempelen le había dado y repetir las partidas maestras que contenían, pero el trabajo en la máquina de ajedrez tenía prioridad, de modo que debía colaborar con Jakob, cuya compañía encontraba tan insoportable como la de Anna Maria.
Mientras practicaban el manejo del pantógrafo, Jakob cantaba, como de costumbre, una de sus repulsivas canciones.
El Papa vive en la opulencia con el dinero de las indulgencias, y siempre bebe el mejor moscatel, quién pudiera cambiarse por él. Pero para mí sería un horror, renunciar a los placeres del amor, por eso prefiero no ser el Papa toda la noche solo en mi casa.
El sultán nada en la abundancia en su castillo de mil estancias, bien rodeado de todo su harén, ay quién pudiera vivir como él. Pero es un enorme desatino, tener prohibido beber buen vino, por eso prefiero no ser sultán y seguir las leyes del buen musulmán.
No quiero, no, vivir como el Papa, ni como el sultán en su gran casaza, pero no sería mala solución, alternarlos según mi inclinación. Dame un beso, pues, amor, que un sultán quiero ser yo, ponme un trago, buen amigo, que al Papa le gusta el vino.
—¿Sabes una cosa? —dijo Jakob—, es raro, pero creo que ni en cien años llegarías a ser un gran maestro de ajedrez.
—¿Y por qué no? —preguntó Tibor, receloso.
—Mírate —explicó Jakob, empezando a reír antes de acabar—. ¿Gran maestro?
¡Físicamente ya es algo inimaginable!
Mientras el ayudante de Kempelen reía, Tibor se puso tan furioso que golpeó con el brazo del turco el rostro de Jakob, que en aquel momento se inclinaba sobre el autómata. Las gafas del ayudante cayeron en el interior de la máquina; abierta, y se apretó la nariz con la mano. Cuando la apartó, vio que estaba manchada de sangre.
Incrédulo, Jakob se limpió la sangre de las fosas nasales.
—¿Has visto esto? —preguntó a Tibor, indignado.
Tibor se preparó para el ataque del ayudante. Podía ser pequeño, pero era fuerte, y había conseguido salir airoso de oponentes más temibles.
Pero Jakob no se movió de donde estaba.
—¡Me ha pegado! —Se volvió directamente hacia el androide y le gritó—: ¡Soy tu creador, maldito desagradecido! ¿Cómo se te ocurre atacar a tu padre? Si vuelve a ocurrir, te convertiré en leña para la chimenea. —Y volvió a soltar su habitual carcajada.
Era la última reacción que hubiera esperado Tibor. Jakob aún propinó al turco un cachete en la nuca pelada y se limpió la sangre de la cara. Luego siguió trabajando como si nada hubiera ocurrido. Tibor estaba perplejo.
Ese mismo día, en la tabla abatible que descansaba sobre el regazo de Tibor se montó un tablero en el que el enano podía reproducir la partida que tenía lugar encima, en la mesa de ajedrez. Wolfgang von Kempelen había tenido la idea de utilizar ese mismo tablero como escala para determinar la posición de la mano del autómata: el caballero ajustó el pantógrafo de manera que cuando Tibor sostenía el extremo sobre una casilla, la mano del turco ajedrecista se desplazaba a la casilla correspondiente. Como ahora el pantógrafo disponía también de un mango para los dedos, Tibor podía sujetar piezas de la mesa de ajedrez y cambiarlas de posición. El único inconveniente de esta solución era que debía observar el tablero que tenía ante sí lateralmente: como en el tablero del androide, un piso más arriba, las piezas se encontraban colocadas a su derecha y a su izquierda. Al principio Tibor era incapaz de pensar con un giro de noventa grados. Y aunque siguió ganando todas las partidas, ese cambio representó un gran esfuerzo para él y le provocó muchos dolores de cabeza.
Las nevadas de los días precedentes dieron paso a un tiempo frío y brumoso, sin viento. El 22 de diciembre, la máquina de ajedrez fue cubierta de nuevo con el lienzo.
—Hemos trabajado bastante; concedámonos, nosotros y el autómata, una semana de descanso.
Mientras Kempelen estaba en su despacho, Jakob se despidió de Tibor.
—Menudas fiestas. Te morirás de aburrimiento. Espero que al menos los libros sean una compañía agradable.
—¿Celebrarás las Navidades con tu familia?
—Ni una cosa ni otra. Mis padres están en Praga, o muertos, o ambas cosas. Y para mí no es fiesta.
—¿Por qué no?
—Tiene que ver con mi religión.
Tibor frunció el ceño.
—¿Acaso eres luterano?
Jakob levantó las manos en un gesto apaciguador.
—¡Por Dios, no! Soy judío.
El ayudante disfrutó de la mudez repentina de Tibor y le palmeó el hombro.
—Nos veremos en el nuevo año. Entretanto te invitaría con mucho gusto a un vino caliente, pero ambos sabemos que no puedes abandonar estos sagrados aposentos.
Cuando Jakob se hubo ido, Tibor se dirigió a Kempelen.
—¿Es judío?
—Sí.
—Pero si es rubio…
—No todos los judíos tienen el cabello negro, una joroba y una nariz ganchuda, querido amigo.
—¿Por qué no me lo dijisteis?
—¿Qué hubiera cambiado? —Y antes de que Tibor hubiera encontrado una respuesta, Kempelen prosiguió—: Su religión me es indiferente. Aunque fuera musulmán o brahmán o creyera en el Gran Manitú, eso no modificaría en absoluto el hecho de que es un excelente tallista y ebanista. Además, debes agradecer a los judíos que hoy puedas vivir del ajedrez. Sin ellos todavía jugaríamos al ajedrez con dados o ya no practicaríamos en absoluto este juego.
Jakob no solo sorprendió a Tibor por ser judío, sino también con un regalo que Kempelen le entregó el mediodía del día de Nochebuena. Era una pieza de ajedrez que Jakob había tallado para Tibor: un caballo blanco con un enano sentado a su lomo, cuyos rasgos recordaban a los de Tibor. La pieza no estaba trabajada al detalle, pero sin duda Jakob había empleado en hacerla una o dos horas. Tibor examinó al caballo y al jinete, pero no pudo detectar en ellos nada irónico ni decididamente judío.
El regalo de Kempelen era incomparablemente más valioso: era el tablero de viaje en el que jugaron su primera partida en Venecia, incluida la reina roja, que entonces Kempelen le escamoteó.
Kempelen lo invitó a pasar las fiestas con ellos, pero Tibor rehusó después de agradecérselo. No quería perturbar aún más la paz entre Kempelen y Anna Maria.
En Nochebuena, Kempelen y su familia salieron para asistir a la Misa del Gallo en la catedral de San Martín. Tibor les hubiera acompañado gustosamente. Hacía más de un mes que no había pisado una iglesia, que no se había confesado ni había recibido el santo sacramento. El enano, sin embargo, se quedó solo en casa y rezó ante su sencillo crucifijo, hasta que a medianoche el sonido de las campanas de las iglesias resonó por las calles de la ciudad.
Lo que el judío había profetizado ocurrió: Tibor se aburría, y suspiraba por tener compañía; hasta Jakob hubiera sido preferible a aquella soledad. El enano leía poco y no jugaba, porque al menos por unos días no quería pensar en el juego de ajedrez, colocado perversamente de través. En lugar de eso, dormía más de lo necesario.
Tres días después de Navidad, el grito de un niño lo despertó de la siesta. Tibor se incorporó en la cama y esperó hasta que el ruido volvió a oírse. No era realmente un grito, sino un sonido que recordaba el canto del gallo, un sonido casi animal que no variaba de tono ni de intensidad. Como si alguien atormentara a un niño que gritaba automáticamente pero no sentía auténtico dolor. Solo podía ser Teréz. Tibor saltó de la cama, salió de su habitación y siguió los gritos; venían sin duda del despacho de Kempelen. El enano cruzó el taller y abrió de golpe la puerta entornada sin llamar.
El despacho de Kempelen era bastante más pequeño que el taller; con armarios a derecha e izquierda y un escritorio en el centro de la habitación, colocado de modo que la luz de la calle caía sobre la espalda del escribiente. Junto a la puerta colgaban un mapa de Europa y un cuadro de María Teresa el día de su coronación. Una espada enfundada en una vaina ornamentada estaba apoyada contra la pared. Sobre el escritorio, en medio de las herramientas, había un busto de yeso pintado: una cabeza humana dividida en dos partes, como si la hubiera partido un golpe limpio de espada. Así quedaba a la vista el interior; se veía el cráneo, el cerebro, los dientes y los espacios nasal y faríngeo, dos grandes cavidades que desembocaban en una boca estrecha que conducía a través del cuello hacia abajo. La lengua no era larga y plana, sino una masa carnosa. Pero, por horroroso que fuera, no era aquello lo que había provocado los gritos. El causante era un pequeño objeto que Wolfgang von Kempelen sostenía en las manos: dos cáscaras colocadas una sobre otra, como una nuez medio abierta, que se movían gracias a un fuelle que manejaba Kempelen. En algún lugar en el interior de esas cáscaras debía de haber una lengua, y la corriente de aire que pasaba sobre ella provocaba aquel ruido estridente. Kempelen parecía divertido por la estupefacción de Tibor.
—Buenos días —dijo cuando vio la cara somnolienta del enano.
—¿Qué es eso? —preguntó Tibor.
—Mi máquina parlante. O al menos su principio. La «a». No quería abandonarla totalmente. Te hablé de ella en Venecia, ¿recuerdas? Este es solo un sonido. —Kempelen hizo resonar de nuevo el grito—, pero un día tendré numerosos sonidos, sílabas, y las armonizaré como las notas en un órgano, y cuando la toques de determinada forma, hablará contigo. Una máquina parlante.
—Pero ¿para qué?
—Para qué, claro. Por desgracia, esa pobreza de espíritu la comparten contigo muchos de tus contemporáneos. Una máquina parlante, querido amigo, es muchísimo más útil que una máquina que juega al ajedrez. ¡Piensa solo en la posibilidad de que, de pronto, los mudos puedan volver a hablar! ¡Los mudos obtendrán una voz! ¡Qué gran logro sería ese!
Kempelen sacudió la cabeza al ver que Tibor no compartía su opinión.
—¿Cómo estás? ¿Tienes suficiente para leer? Sírvete tú mismo… Mi biblioteca es grande. Y estás de vacaciones. De modo que lee tranquilamente un libro que no tenga nada que ver con el ajedrez.
—Ya no puedo leer. Me bailan las letras.
—Vaya. ¿Y qué puedo hacer por ti?
—Me gustaría salir.
—Ah, es eso.
Kempelen se volvió hacia la ventana y miró afuera, al patio interior del edificio, como si allí pudiera encontrar la razón por la que Tibor quería abandonar la casa.
Empezaba la tarde; un velo brumoso flotaba en el aire y pronto oscurecería.
Kempelen tamborileó con los dedos sobre la mesa. Luego sacó una llave del cajón de su derecha, se la metió en el bolsillo de la chaqueta y se levantó.
—Vamos. Abrígate. Ayer vi un témpano de hielo deslizándose por el Danubio con dos patos congelados como pasajeros.
Cruzaron el patio y salieron por la puerta cochera a la calle. Kempelen le colocó a Tibor una capucha que prácticamente le ocultaba todo el rostro y le pidió que le diera la mano.
—¿Creéis que voy a escapar? —preguntó Tibor, irritado.
Kempelen se echó a reír.
—No. Solo quiero que parezca que salgo a pasear con un niño. Ya te lo dije una vez: ningún presburgués debe ver que Wolfgang von Kempelen aloja a un enano en su casa.
Cogidos de la mano, giraron a la derecha por la Donaugasse y se alejaron de la ciudad. La preocupación de Kempelen no tenía fundamento; con aquel frío cortante, había pocos paseantes en la calle, y los que habían salido estaban demasiado ansiosos por volver rápidamente a sus cálidos hogares para fijarse en la desigual pareja. A la derecha, entre las casas, Tibor vio fluir el siempre perezoso Danubio y, cuando se volvió, vio las murallas de la ciudad, las puntiagudas torres de las iglesias y el imponente castillo por detrás. Hacía tan poco viento que las numerosas columnas de humo ascendían en línea recta hacia el cielo gris, y los gritos de las cornejas, que aleteaban con indolencia y trazaban círculos entre ellas, podían oírse con claridad.
Finalmente llegaron a su destino, el gran cementerio de San Andrés. En un día como aquel, los muertos no tenían compañía. Kempelen vio que estaban solos y soltó la mano de Tibor. Este se sintió decepcionado: su primera y probablemente única salida era precisamente al camposanto de la ciudad. Hubiera preferido un mercado, o una fiesta, o un paseo por el centro de la ciudad. Ávidamente aspiró el aire frío del invierno, contempló las plantas y los árboles desnudos de hojas y leyó las inscripciones de las lápidas y las losas sepulcrales. El cementerio aún estaba totalmente cubierto de nieve, que crujía bajo sus botas. Los dos hombres no hablaron.
Cuando Tibor leyó el nombre «Von Kempelen», su acompañante se detuvo.
Kempelen había llevado a Tibor hasta la tumba de su familia, un pequeño mausoleo construido como un templo rodeado de hiedra, con las puntas de las hojas que surgían aquí y allá del manto de nieve. En el frontón había un ángel con las manos extendidas, con el mármol blanco oscurecido por el agua y los años. Las dos ventanas sin vidrios estaban enrejadas, igual que la puerta. Kempelen cogió la llave del bolsillo de su chaqueta y abrió la reja. Sin decir palabra, cedió el paso a Tibor.
Había poco espacio en el interior de la tumba, y los sonidos resonaban tan poco como en la máquina de ajedrez cerrada. Tibor leyó en la penumbra los nombres, los días de nacimiento y fallecimiento, marcados con letras doradas incrustadas en la piedra. Kempelen, que se había quitado el tricornio, recogió las hojas secas que el viento había empujado al interior. Tibor leyó el nombre «Andreas Johann Christoph von Kempelen».
—¿Vuestro padre?
—No. Mi padre era Engelbert, aquí arriba. Andreas era mi hermano mayor. Murió cuando yo tenía dieciocho años. Estaba a punto de convertirse en el maestro personal del joven emperador, pero la tisis nos lo arrebató.
Kempelen dio un paso a la derecha, donde las letras doradas eran más brillantes, más nuevas: «Francziska von Kempelen, nacida Piani, muerta en 1757».
—Francziska. Mi primera mujer. Murió apenas dos meses después de nuestra boda, imagínate. Viruela.
—Lo siento.
Tibor aún lo sintió más cuando pensó en lo encantadora que debía de ser Francziska comparada con la actual mujer de Kempelen.
—Muchas veces te habrás sentido afligido por tener tan pocos amigos y haber sido expulsado de tu familia —opinó Kempelen—. Pero quien no tiene seres queridos tampoco puede perderlos. No debes olvidarlo.
Kempelen se arrodilló, como si fuera a rezar, porque los tres últimos nombres estaban colocados cerca del suelo: Julianna, Marie-Anna y Andreas Christian von Kempelen. En todos, el año de nacimiento era también el de la muerte: 1763, 1764, 1766. Con la mano libre, Kempelen limpió el polvo del borde superior de las letras.
—El pequeño Andreas. Recibió el nombre de su tío muerto. Tal vez eso ya fue un mal presagio. Nació en Nochebuena; durante tres días apenas consiguió respirar y murió pasadas las fiestas. Hoy hace cinco años.
Tibor quiso decir algo tan sabio y consolador como había hecho Kempelen hacía un momento, pero no se le ocurrió nada apropiado. Kempelen calló; ahora su mirada ya no estaba concentrada en las letras, sino en un punto mucho más alejado. Las hojas muertas crujieron en su mano.
—Ya lo tengo —dijo al cabo de un rato. Tibor lo miró—. Tengo una idea para que las piezas de ajedrez puedan verse también desde dentro. —Se incorporó, echó las hojas por la puerta, se colocó el tricornio y dio unas palmadas para limpiarse los guantes—. Vamos a casa. Mi mujer ha comprado cacao. Nos preparará chocolate caliente.
En cuanto el nuevo año empezó y Jakob estuvo de vuelta, Kempelen expuso su idea: no hacía falta ver el tablero. Bastaba con saber qué pieza se había movido. Por eso tenía intención de insertar un potente imán debajo de cada pieza y colocar en la cara inferior del tablero algo que ese imán atrajera o dejara caer cuando se moviera.
—No servirá —opinó Jakob—. Tibor solo verá qué pieza se mueve. Pero no hacia dónde.
—Piensa, cabeza hueca. El imán ejercerá de nuevo su efecto de atracción bajo otra casilla. Tibor solo tendrá que observar el tablero con atención.
El descanso había sentado bien a los tres hombres, que trabajaban con más energía que el año anterior; hasta Kempelen se dejó contagiar por las bromas de Jakob.
—Después de todo seguiremos las huellas de ese charlatán francés cuando nos presentemos ante la emperatriz. Porque también nuestra máquina funciona con imanes ocultos.
Colocaron sesenta y cuatro clavos de latón en la cara inferior de las casillas. En cada clavo descansaba una plaquita de hierro en cuyo centro se había taladrado un agujero. Cuando se colocara el imán en una casilla, este atraería la plaquita hacia sí; cuando se retirara, la plaquita caería sobre la cabeza del clavo.
Kempelen envió al mozo Branislav a Viena para que comprara imanes del mismo tipo. Tres días más tarde, Branislav trajo una caja con imanes en forma de barra, colocados entre paja para protegerlos de las sacudidas del viaje. Para Jakob y Tibor separar los hierros que se pegaban tozudamente unos a otros resultó un trabajo laborioso y divertido. La solución de los imanes funcionó a la perfección; incluso cuando alguna vez Tibor no veía qué plaquita acababa de elevarse o de caer, podía reconstruir la partida con ayuda de su propio tablero. Siguiendo el sistema de Philippe Stamma, tanto en el tablero de Tibor como en el del androide, se marcaron las casillas horizontales con las letras de la «a» a la «h», y las verticales con los números del 1 al 8.
Con eso quedaban superados todos los obstáculos importantes. Ahora que ya no había que llegar a las varillas y a los cables en el interior del androide, Jakob pudo colocar la carne sobre las costillas y una cara en la cabeza del autómata. El ayudante empezó su trabajo insertando en el cráneo los dos ojos de vidrio marrones que Kempelen había adquirido al sigñore. Coppola en Venecia, y los montó de manera que Tibor los pudiera hacer girar tirando de un cable. El efecto era espectacular. En cuanto Tibor movía los ojos de cristal, parecía realmente que el androide fuera un ser vivo; como si el ajedrecista observara con atención los movimientos de su oponente.
Tibor podía mover, además, la cabeza hacia delante y de nuevo hacia atrás mediante un ingenioso mecanismo ideado por Kempelen.
La segunda tarea de Jakob fue fabricar dieciséis piezas rojas y dieciséis blancas, en cuyo interior debería ir encajada una barrita imantada. El ayudante hizo varios esbozos del aspecto que podían tener las piezas, pero, para decepción de Jakob, Kempelen se decidió por una forma clásica, un poco pesada, que ofrecía espacio suficiente para los imanes: «No queremos inventar de nuevo el juego del ajedrez —le dijo a Jakob—, sino el ajedrecista». De modo que Jakob se puso manos a la obra y torneó, un poco malhumorado, las treinta y dos piezas.
Mientras tanto Tibor aprendía, bajo la dirección de Kempelen, a manejar el autómata: sujetarlo, desplazar y soltar las piezas con el pantógrafo, reconocer los movimientos del oponente, eliminar las piezas contrarias y, ocasionalmente, girar los ojos. La tarea exigía grandes dosis de concentración y delicadeza, y Tibor no se atrevía a imaginar qué ocurriría cuando tuviera que enfrentarse a un oponente real que, además, tuviera su mismo nivel. Aunque durante las pruebas las cinco puertas del autómata estaban abiertas y el mes de enero seguía siendo frío, Tibor salía siempre de la máquina empapado en sudor.
Al acabar el mes cerraron las puertas de la cómoda. En adelante, Tibor tendría que arreglárselas con la luz de una vela. El interior estaba suficientemente iluminado, pero el humo llenaba rápidamente el pequeño espacio, y Tibor empezaba a toser.
Necesitaban una salida para el humo. Solucionaron el problema de una forma poco convencional: como ya existía una abertura que iba de la mesa al cuerpo del androide, Jakob serró en su cráneo un agujero que serviría de salida de humos. El fez que de todos modos querían colocar al turco, no solo cubriría la abertura, sino que serviría para filtrar el humo de la vela y hacerlo invisible.
Durante una de las pruebas —Anna Maria pasaba el día en casa de la familia de su cuñado, el hermano de Kempelen, Nepomuk— los tres hombres recibieron una visita inesperada: antes de que Branislav pudiera impedirlo, una mujer abrió de un empujón la puerta del taller.
—De modo que te ocultas aquí —dijo con acento húngaro.
El cabello moreno caía en rizos sobre sus hombros; bajo el abrigo de pieles llevaba un vestido de color rojo guarnecido de brocados y el corpiño tan ajustado que el inicio de los senos sobresalía como dos olas. Era tal como Tibor había imaginado en su fantasía a la amante del comerciante veneciano, la mujer con la que este pasó la noche antes de morir. Su perfume, que recordaba el aroma de las manzanas, penetró en su nariz, a pesar de que Tibor estaba sentado en la mesa de ajedrez y la única puerta abierta era la del mecanismo de relojería. El enano, situado por detrás de los engranajes en la oscuridad, era invisible para la dama, y apagó la vela de un soplo para no dejar de serlo. El humo de la mecha sofocó el aroma de la mujer.
—Ibolya —dijo Kempelen con desgana—. Qué sorpresa…
La mujer permaneció donde estaba; por detrás el sirviente Branislav daba a entender gesticulando que no había podido detenerla. Kempelen despidió a Branislav después de que este hubiera recogido las pieles y el manguito de la dama.
Mientras tanto, la mirada de la húngara se paseó de Jakob —que la saludó con un «baronesa»— hasta el turco, y allí se detuvo.
—¿Es él? Es precioso.
La mujer se acercó a la máquina de ajedrez, de modo que Tibor ya solo podía ver su vestido. Antes de que llegara a la mesa, Kempelen se interpuso y, con un movimiento distraído, cerró la puerta ante Tibor.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó Kempelen—. Como sin duda podrás imaginar, voy algo justo de tiempo.
—Tengo una sorpresa para ti.
—Vamos a mi despacho.
Tibor oyó cómo los pasos se alejaban y la puerta del despacho se cerraba tras ellos.
—Puedo imaginar la sorpresa —dijo Jakob.
—¿Una baronesa? —preguntó Tibor.
Jakob abrió la trampilla posterior junto a Tibor y miró dentro.
—No hace falta que le rindas pleitesía, Tibor. La baronesa Jesenák es el mejor ejemplo de que la nobleza obedece a los mismos impulsos que el más sencillo campesino.
—¿Qué está haciendo aquí?
—No sé qué hará ahora, pero puedo imaginar muy bien por qué ha venido. Post scriptum: Seguro que no es casualidad que Anna Maria no se encuentre hoy en casa.