Cierta mañana de noviembre del año 1769, Tibor Scardanelli despertó en una celda sin ventanas, con sangre seca en su cara tumefacta y un intenso dolor de cabeza. En la penumbra buscó en vano una jarra de agua. El olor de alcohol en sus harapos le producía náuseas. Se dejó caer en el jergón y apoyó la espalda contra la fría pared de plomo. Por lo visto, determinadas experiencias en su vida estaban destinadas a repetirse: el engaño, el robo, las palizas, la prisión, el hambre.
La noche anterior, el enano jugó por dinero algunas partidas de ajedrez en una taberna y gastó sus primeras ganancias en aguardiente en lugar de encargar una comida decente. De modo que Tibor ya estaba borracho cuando el joven comerciante lo retó con una apuesta de dos florines. Aun así estaba ganando fácilmente, pero en algún momento se inclinó para coger una moneda del suelo y el veneciano volvió a colocar sobre el tablero una reina que ya había perdido. Tibor se quejó, pero el comerciante permaneció impasible, con gran regocijo de sus acompañantes. Al final, el hombre ofreció tablas al enano y volvió a recoger el importe de su apuesta entre las risas de los espectadores. Tibor, envalentonado por el alcohol, sujetó la mano en la que el comerciante sostenía su dinero. En el forcejeo, él y el veneciano cayeron al suelo. El enano llevaba ventaja, hasta que un acompañante de su rival rompió la jarra de aguardiente sobre su cabeza. Tibor no perdió el conocimiento, y siguió consciente cuando los venecianos se turnaron para golpearlo. Después lo entregaron a los carabinieri lo acusaban de haberlos engañado en el juego y luego haberlos atacado y robado. Acto seguido, los carabinieri lo llevaron a la prisión más cercana, la de los Plomos, sobre el Palacio del Dux. Le quitaron el poco dinero que llevaba y su tablero de ajedrez, pero al menos el amuleto con la Madonna todavía colgaba de su cuello. Tibor lo estrechó entre sus manos y pidió a la madre de Dios que le sacara de aquel agujero.
No había acabado de rezar cuando la puerta de su celda se abrió y el guardia hizo entrar a un caballero. El hombre era unos diez años mayor que Tibor; tenía el cabello marrón oscuro y un rostro anguloso con entradas. Iba vestido a la mode, pero sin copiar los aires fatuos de los venecianos: una levita color nogal con puños de encaje y pantalones del mismo color con botas de montar altas, y por encima un manto negro. En la cabeza llevaba un sombrero de tres picos, mojado por la lluvia, y en el tinturen, una espada. No parecía italiano. Tibor recordaba haberle visto la noche anterior entre los clientes de la taberna. El caballero llevaba en una mano una jarra de agua y un mendrugo de pan, y en la otra, un tablero de ajedrez de viaje finamente trabajado. El carcelero le acercó una palmatoria y un taburete, en el que el hombre se sentó. Luego el desconocido dejó el agua, el pan y su sombrero junto al jergón de Tibor y, sin mediar palabra, abrió el tablero de ajedrez en el suelo y empezó a colocar las piezas. Después de que el carcelero abandonara la celda y cerrara la puerta tras de sí, Tibor ya no pudo soportar el silencio y dirigió la palabra al desconocido.
—¿Qué queréis de mí?
—¿Hablas alemán? Eso está bien. —El caballero sacó del chaleco un reloj de bolsillo, lo abrió y lo colocó junto al tablero—. Quiero jugar una partida contigo. Si consigues ganarme en un cuarto de hora, pagaré tu multa y quedarás libre.
—¿Y si pierdo?
—Si pierdes —contestó el hombre, después de haber colocado la última pieza—, me sentiría decepcionado… y deberías olvidar que me has visto. Pero si me permites un consejo: derrótame, porque no hay otra posibilidad de que salgas. Desde que el caballero Casanova estuvo aquí hay algunas rejas más.
Dicho esto, el desconocido levantó su caballo por encima de los peones. Tibor miró el tablero y descubrió un hueco en sus filas: le faltaba la reina. Levantó la mirada, pero el noble se anticipó a su pregunta. Se palmeó el bolsillo del chaleco, donde se encontraba la pieza.
—Con la reina sería demasiado sencillo.
—Pero ¿cómo voy a jugar sin reina…?
—Encontrarás la forma de hacerlo.
Tibor realizó su primer movimiento. Su contrincante reaccionó enseguida. Tibor hizo cinco movimientos rápidos antes de tener tiempo de probar el agua y el pan. El noble jugaba de un modo agresivo. Para aprovechar su superioridad numérica y diezmar las piezas de Tibor, avanzó con una cadena de peones hacia la mitad de tablero del enano. Pero Tibor se defendió bien. Las pausas para reflexionar de su contrincante se hicieron más largas.
—Vuestras reflexiones me cuestan tiempo —objetó Tibor, cuando ya habían pasado cinco minutos en el reloj de bolsillo.
—Pues tendrás que jugar más rápido.
Tibor jugó más rápido: saltó la línea de peones blancos y acorraló al rey. Cinco minutos más tarde, Tibor vio que ganaría. Su contrincante asintió con la cabeza, tumbó de lado a su rey y se inclinó hacia atrás en el taburete.
—¿Os dais por vencido? —preguntó Tibor.
—Interrumpo el juego. Tú también sabes que ya no puedo ganar. De modo que utilizaré de modo más provechoso tus últimos cinco minutos en prisión. Felicidades, has jugado hábilmente. —Le tendió la mano—. Soy el caballero Wolfgang von Kempelen, de Presburgo.
—Tibor Scardanelli, de Provesano.
—Encantado. Quiero hacerte una propuesta, Tibor. Pero para ello debo remontarme un poco en el pasado: soy consejero de su majestad la emperatriz María Teresa de Austria y Hungría. Desde que ejerzo como funcionario en su corte, la emperatriz me ha confiado numerosos encargos, que he realizado siempre a su entera satisfacción. Pero todos esos encargos también hubieran podido ser ejecutados por otros hombres de valor. Y yo ahora quiero realizar algo extraordinario. Algo que me eleve a sus ojos… y que tal vez incluso me convierta en inmortal. ¿Me sigues?
Wolfgang von Kempelen esperó a que Tibor asintiera y luego continuó.
—Hace unas semanas, el físico francés Pelletier presentó en la corte algunos de sus experimentos: divertimentos con el magnetismo, como juegos de manos con clavos voladores y monedas que se mueven sobre un papel conducidas aparentemente por una mano invisible, cabellos que se erizan de pronto, y otras cosas por el estilo. El doctor Mesmer ya cura a las personas con sus conocimientos sobre magnetismo… pero aparece ese ilusionista francés y me roba mi precioso tiempo, y el de la emperatriz, con sus juegos de manos. Al acabar la presentación, María Teresa me preguntó qué pensaba sobre Jean Pelletier, y yo fui claro: le dije que la ciencia estaba mucho más avanzada, y que yo, que no había estudiado en la Academia como Pelletier, estaba en situación de presentarle un experimento ante el que los ejercicios de Pelletier parecerían simples trucos de prestidigitador.
Naturalmente esto despertó su curiosidad. Me tomó la palabra… y me desligó de todos mis deberes oficiales durante medio año para que preparara ese experimento.
—¿Qué tipo de experimento?
—Ni yo mismo lo sabía entonces. Pero me había propuesto crear una máquina extraordinaria. Debes saber que no solo soy consejero de la corte, también poseo conocimientos en el campo de la mecánica. Al principio quería construir una máquina que pudiera hablar para la emperatriz.
—Pero eso no puede hacerse —objetó Tibor instintivamente.
El caballero Von Kempelen sonrió y sacudió la cabeza, como si otros muchos hubieran reaccionado ya antes como él.
—Naturalmente que se puede. Voy a construir un aparato que hablará tan claro como una persona y, además, en todas las lenguas de este mundo. Pero me he dado cuenta de que medio año es poco tiempo para este trabajo de Hércules. El plazo no basta siquiera para reunir los muchos materiales necesarios y probarlos. Y no se puede hacer esperar a una emperatriz. Por eso construiré otra máquina. —Kempelen cogió la reina roja del bolsillo del chaleco y la colocó junto a las otras piezas—. Una máquina de ajedrez.
Kempelen disfrutó con la mirada interrogativa de Tibor y luego añadió:
—Un autómata que juegue al ajedrez. Una máquina que pueda pensar.
—Eso no puede hacerse.
Kempelen rió, mientras sacaba una hoja de papel del chaleco y la desplegaba.
—Ya lo has dicho hace un momento. Y esta vez tienes razón. Una máquina nunca podrá jugar al ajedrez. Teóricamente es posible, pero en la práctica…
Tendió el papel a Tibor. Era el bosquejo de una figura sentada ante una mesa, o mejor, ante una cómoda con diversas puertas cerradas. Sus dos brazos descansaban sobre la superficie de la mesa y entre ellos había un tablero de ajedrez.
—Este será el aspecto del autómata —explicó Kempelen—. Y como no puede funcionar por sus propios medios, necesitará un cerebro humano.
Tibor se estremeció ante la idea, y Kempelen rió de nuevo:
—No temas. No voy a serrarle el cráneo a nadie. Lo que quiero decir es que alguien guiará al autómata desde dentro.
Kempelen colocó el dedo sobre la cómoda cerrada.
Entonces Tibor comprendió por qué el caballero húngaro lo había buscado y perseguido, por qué se encontraba allí y era tan amable con él, y sobre todo, por qué estaba dispuesto a pagar por su liberación. Kempelen cruzó los brazos sobre el pecho. Tibor sacudió la cabeza, mucho antes de responder:
—No lo haré.
Kempelen levantó las manos apaciguadoramente.
—Calma, calma. Aún no hemos discutido las condiciones.
—¿Qué condiciones? Esto es un engaño.
—Tanto como pueda serlo magnetizar unas piezas de hierro y hablar de «atracción mágica».
—«No mentirás».
—Tampoco deberías jugar por dinero, si vas a sacar la Biblia a colación.
—La gente revisará la máquina y lo descubrirá todo.
—La revisará, sí. Pero no encontrará nada. Esta será mi tarea.
Tibor seguía sin estar convencido, pero no se le ocurrían más razones.
—Solo pido una presentación ante la emperatriz —dijo Kempelen—; luego haré trizas esta máquina. Incluso las grandes sensaciones tienen una vida corta en nuestros días. Solo debo impresionar una vez a María Teresa y seré un hombre de fortuna. La emperatriz promoverá mis otros proyectos. Y cuando entregue mi autómata parlante, la máquina de ajedrez hará tiempo que habrá caído en el olvido.
Tibor observó el bosquejo del autómata.
—Escucha lo que te ofrezco: recibirás una paga generosa, y además un buen alojamiento y manutención hasta la presentación. Y jugarás ante la emperatriz, tal vez incluso contra ella. No hay muchos que puedan decir lo mismo.
—No saldrá bien.
—Cuando se piensa así, es cuando se fracasa. ¿Qué puedes temer? A mí tal vez me lo recriminen, pero ¿a ti? Tú puedes quedarte con tu paga y poner pies en polvorosa. Solo puedes ganar.
Tibor calló un rato y luego miró el reloj de bolsillo. Se había acabado el tiempo.
—Si no lo hago… ¿no pagaréis por mi liberación?
—Claro que lo haré. Te he dado mi palabra. Igual que te doy mi palabra de que la máquina de ajedrez obtendrá un éxito nunca visto.
Tibor dobló cuidadosamente el bosquejo y se lo devolvió.
—Muchas gracias. Pero no quiero engañar a nadie.
Kempelen miró a Tibor a los ojos hasta que este apartó la mirada; solo entonces recuperó el papel.
—Lástima —dijo, y empezó a recoger las piezas de ajedrez—. Estás perdiendo una oportunidad única de participar en algo grande.
Aún en las escaleras del Palacio del Dux, Wolfgang von Kempelen se despidió rápidamente de Tibor y, por si cambiaba de parecer, le dio el nombre de su hospedería. El enano lo vio desaparecer al otro lado de la plaza de San Marcos. El húngaro actuaba como si Tibor fuera solo uno entre muchos candidatos para realizar aquella extraña tarea.
Había empezado a llover otra vez; una lluvia de noviembre fina, fría y persistente.
Tibor anduvo por las callejuelas vacías hasta la taberna junto al río San Canciano, donde el tabernero y las dos mozas aún estaban ocupados arreglándolo todo. El hombre no se alegró demasiado de volver a ver al causante del alboroto. Le contó que el comerciante se había llevado su apuesta y también su juego de ajedrez como recuerdo. Cuando Tibor preguntó el nombre y la dirección del veneciano, el tabernero lo puso de patitas en la calle.
Tibor se quedó un rato bajo la lluvia, ante la taberna, indeciso, hasta que las dos mozas sacaron la cabeza por la puerta. Le proporcionarían el nombre y la dirección, dijo una de ellas, pero en contrapartida querían echar un vistazo a su sexo; la noche anterior habían estado haciendo cábalas sobre si sería cierto que la verga de los enanos era mayor que la de los hombres corrientes. Tibor se quedó de una pieza, pero no tenía elección. Sin su equipo, el juego de ajedrez, estaba perdido. Se aseguró de que estaban solos, y luego descubrió un momento su sexo. Las mozas soltaron una carcajada, impresionadas, y Tibor obtuvo la dirección.
El resto del día Tibor hizo guardia frente al palazzo. La lluvia lo dejó completamente calado, pero ese mal tiempo tenía la ventaja de que los ciudadanos —y sobre todo los carabinieri— pasaban a toda prisa ante él y no le prestaban atención. Bajo su capucha, el enano parecía un niño perdido.
Tibor tuvo que aguardar hasta el atardecer. Entonces el comerciante salió de la casa. Llevaba una capa negra sobre la levita de colores vivos y un sombrero emplumado para protegerse de la lluvia. Tibor lo siguió a una distancia prudencial.
El dulce perfume del veneciano era tan fuerte que, a pesar de la lluvia, ni llevando los ojos tapados lo hubiera perdido. Después de haber recorrido varias manzanas, Tibor le dio alcance. El comerciante se sorprendió al ver de nuevo al enano, y dirigió la mano a su espada para asegurarse de que la llevaba. El hombre no se detuvo, y Tibor tuvo que esforzarse para mantenerse a su lado.
—Desaparece, monstruo.
—Quiero mi apuesta y mi juego de ajedrez.
—No sé cómo has conseguido salir de los Plomos, pero puedo encargarme de que en un abrir y cerrar de ojos estés de vuelta allí.
—¡A vos os tendrían que encerrar! ¡Devolvedme mi ajedrez!
El comerciante metió la mano bajo la capa y sacó el juego de Tibor.
—¿Te refieres a este?
Tibor alargó la mano para cogerlo, pero el veneciano lo puso fuera de su alcance.
—Ahora jugaré unas partidas con mi amada. Aunque tenemos nuestros propios juegos, uno de estaño y otro muy caro con piezas de mármol. Pero este —y agitó el gastado juego de Tibor, de manera que las piezas tabletearon en el interior— le da un aire más rústico, más personal.
—¡No puedo vivir sin el juego!
El comerciante volvió a guardarlo.
—Tanto mejor.
Tibor tiró de la capa del hombre. Con un movimiento rápido, el veneciano se soltó, sacó la espada y se la puso en la garganta.
—Cualquier esteta agradecería que te degollara. De modo que no me des motivos.
Tibor levantó las manos en un gesto conciliador. El veneciano volvió a enfundar su espada y se alejó riendo.
Cuando, poco antes del alba, el veneciano abandonó la casa de su amante para volver por el mismo camino, Tibor había tenido ocho largas horas para imaginárselos —rodeados de platos exquisitos, vino y cojines de seda— jugando al ajedrez como aficionados, amándose y riéndose del enano borracho y apaleado que entretanto, con la ropa mojada y sin un techo que lo protegiera, suspiraba por recuperar su miserable juego. Tibor estaba preparado: en el camino de vuelta a casa del veneciano, en una estrecha callejuela junto al canal, se había parapetado entre los materiales de construcción de un edificio nuevo. Había encontrado una soga y había sujetado el extremo libre a un cesto con ladrillos colocado al borde del canal.
Cuando el comerciante llegó, Tibor tensó la cuerda. Su enemigo cayó al suelo, y Tibor saltó enseguida sobre él para atarle las manos a la espalda. Tibor nunca había robado nada; solo quería recuperar lo que le pertenecía. Incluso estaba dispuesto a renunciar a su apuesta. Cuando el comerciante se dio cuenta de lo que ocurría, gritó pidiendo ayuda. Tibor le tapó la boca con la mano. Con la mano libre, sacó de un tirón el juego de ajedrez de debajo de la capa. Pero, de pronto, el veneciano se incorporó bruscamente y se liberó del enano. El juego de ajedrez cayó al suelo y se abrió. Las piezas se esparcieron por el empedrado y algunas cayeron al canal.
El veneciano era más rápido que Tibor. Como todavía tenía los brazos atados, le lanzó una fuerte patada. El enano dio de espaldas contra el cesto de ladrillos, de manera que este basculó y se precipitó al canal. La cuerda se tensó y tiró de las ligaduras, arrastrando al comerciante por el empedrado. El hombre gritó, horrorizado, cuando el peso de los ladrillos lo impulsó hasta el canal. Tibor, que se encontraba en su camino, también cayó al agua.
En cuanto se sumergió, el enano intentó nadar, realizar movimientos como un perro. Una violenta patada del comerciante le alcanzó bajo el agua. En un instante, las ropas de Tibor habían absorbido tanta agua que su peso lo arrastraba hacia el fondo. Dio con la cabeza contra un muro y trepó hacia arriba. De nuevo en la superficie, escupió el agua repugnante del canal y se agarró con fuerza a un saliente del muro.
Respiró varias veces ávidamente, antes de descubrir que el comerciante no había ascendido con él. No era extraño: los ladrillos y la cuerda lo mantenían en el fondo.
Tibor observó, inmóvil, cómo las ondas y las burbujas de aire que ascendían disminuían gradualmente. Un último hilillo de burbujas reventó en la superficie; luego todo quedó en silencio, excepto por los jadeos de Tibor.
Siguiendo el muro, Tibor avanzó con esfuerzo hacia una escalera. Por el camino golpeó con el pie la cabeza del ahogado.
El horror que le provocó aquel contacto le hizo creer que en cualquier momento el muerto podía agarrarlo y arrastrarlo con él hacia abajo. Dominado por el pánico, se sujetó a los barrotes de la escalera y salió del agua.
Cuando tuvo de nuevo suelo firme bajo sus pies, miró fijamente al agua negra del canal. Le pareció ver una rata sobre la superficie, pero solo era una de sus piezas de ajedrez. Junto al muro de enfrente, el ridículo sombrero emplumado del veneciano se desplazaba como un pato de vivos colores. Aparte de eso, no quedaba nada de él.
Tibor recogió algunas piezas a toda prisa, pero el juego de ajedrez estaba incompleto.
En su precipitación, lanzó todo el juego al agua; se dio cuenta demasiado tarde de que ni el tablero ni las piezas se hundirían. Luego salió corriendo de allí.
La iglesia más próxima era San Giovanni Elemosinario, pero Tibor no pudo abrir las puertas. También San Polo y San Stae estaban cerradas. A través del hueco entre dos palazzi, Tibor distinguió los primeros resplandores del alba. El sol era para él el ojo de Dios, y Tibor debía ocultarse de él a toda costa. No quería volver a salir a la luz del día antes de haber confesado su abominable acto ante un altar.
La puerta de roble de San Maria Gloriosa cedió al fin, y Tibor respiró al verse solo en la iglesia. El olor de la cera y el incienso lo tranquilizó. Cogió agua bendita y se llevó la mano mojada a la frente. A través de la nave lateral se dirigió directamente hacia el altar de la Virgen, pues en aquel momento no era capaz de soportar la visión de Jesús en la cruz: el Salvador atado le haría pensar demasiado en el aspecto que debía de tener ahora el veneciano en el canal.
Tibor cayó de rodillas ante la Madonna, se arrepintió y rezó. De vez en cuando miraba hacia arriba, y le parecía que la Virgen le sonreía con comprensión. Ahora que la tensión había disminuido, Tibor empezaba a helarse. El frío ascendía reptando desde las losas de piedra hasta sus ropas mojadas, y pronto empezó a temblar como un azogado. Le hubiera gustado encontrarse en los cálidos brazos de la Madre de Dios, donde yacía ahora el Niño Jesús desnudo. Pero era bueno que sufriera: acababa de matar a un hombre.
Incluso en la guerra, Tibor se había librado de este pecado. Después de ser expulsado a los catorce años de la granja de sus padres, de su pueblo natal de Provesano y de la República de Venecia, porque los vecinos alegaban que el gnomo importunaba a las muchachas del pueblo, un regimiento austríaco de dragones lo acogió en las cercanías de Udine. Los soldados iban de camino al norte, para arrebatar Silesia a los prusianos, y Tibor fue reclutado como sacabotas y mascota del regimiento.
Así, en la primavera del año 1759, Tibor se encontró envuelto en la guerra de los Siete Años, que, por entonces, hacía ya tres años que había empezado. El sacabotas acompañó a su regimiento mientras pasaba por Viena y Praga, hasta Silesia; los dragones atribuyeron a su mascota de la suerte que derrotaran a las tropas prusianas cerca de Kunersdorf. Tibor vivió la ocupación de Berlín; no llevó una mala vida en los campamentos y las ciudades ocupadas. El enano aprendió alemán, recibió un pequeño uniforme cortado a la medida de su cuerpo, comió hasta hartarse y en ocasiones compartió las borracheras de los soldados.
Pero la suerte abandonó a los austríacos en noviembre de 1760. En la batalla de Torgau, el regimiento de Tibor fue aniquilado por los prusianos. Aunque el sacabotas no había participado directamente en los combates, una bala de mosquete le alcanzó en el muslo, lo que le impidió llegar lejos durante la retirada nocturna.
Unos soldados a caballo lo hicieron prisionero. Los coraceros prusianos, que habían perdido a más de la mitad de su batallón en el campo de batalla, clamaban venganza. El enano era un botín original, y era una lástima desaprovecharlo con una ejecución rápida. De modo que los prusianos vaciaron el pescado en salmuera de un barril de provisiones y metieron a Tibor en su lugar; luego, clavaron la tapa y lanzaron al desgraciado al Elba.
Tibor permaneció allí dos días y dos noches. No podía moverse, y aún menos liberarse. La única cura para la herida de su muslo era un vendaje precario. El agua helada del Elba se filtraba por una grieta entre las tablas del barril, y Tibor tenía que girar la gotera hacia arriba o taparla para no hundirse. El barril era para Tibor una prisión y un bote salvavidas al mismo tiempo, ya que no sabía nadar. Al principio, el asfixiante olor a pescado le provocaba náuseas, pero al cabo de dos días lamía, hambriento, la sal que había quedado pegada a las duelas del barril. El enano, debilitado, gritó pidiendo ayuda hasta que le falló la voz. Entonces recordó el medallón de la Virgen que llevaba en torno al cuello. Buscó la salvación en la oración y juró a la Virgen María que si le liberaba de aquella prisión flotante nunca volvería a beber. Seis horas más tarde le prometió también su virginidad, y tres horas después le juró que se encerraría en un monasterio.
Si hubiera aguantado una hora más, hubiera sido rescatado sin tener que hacer esa promesa, porque entretanto el barril había llegado a Wittenberg. Allí justamente unos barqueros lo pescaron del Elba y lo liberaron, y allí justamente, en la ciudad de Lutero, Tibor cayó al suelo, lo cubrió de besos y balbuceó oraciones católicas de agradecimiento; como si la visión de un enano en salmuera apestando a pescado, con un uniforme ensangrentado de dragón, no fuera ya de por sí bastante extraordinaria.
Tibor fue encarcelado, le curaron la herida y quemaron su apestoso uniforme. El enano se recuperó deprisa, y con la misma rapidez se volvió impaciente: había dado a la Virgen María su palabra y quería llevarla a la práctica lo antes posible. Tuvo que esperar tres meses hasta que decidieron liberarlo. Aunque la guerra continuaba, el coste para los prusianos de mantener prisionero a Tibor no compensaba el beneficio que pudiera suponer para los austríacos.
De nuevo libre, Tibor se unió a un grupo de feriantes que iba hacia Polonia. Era el camino más corto de vuelta hacia tierras romano católicas.
Cuando el repique de campanas despertó a Tibor, la piedra bajo sus rodillas se había teñido de oscuro con el agua del canal. Algunos fieles madrugadores se habían congregado ya en los bancos y ante el confesionario. Tibor encendió una vela por el muerto, pronunció una oración por su alma y se puso en camino hacia la hospedería donde se alojaba Wolfgang von Kempelen.
Pero el caballero húngaro ya había partido. Mientras Tibor se esforzaba en no ceder al pánico que le había provocado la noticia, el portero añadió que Kempelen quería visitar el taller de un soplador de vidrio de Murano antes de volver a su patria.
Tibor embarcó para Murano y, a pesar de su aspecto andrajoso, fue conducido enseguida al despacho del signore Coppola. Un sirviente guió a Tibor a través de la vidriería hasta una puerta que golpeó tres veces. Mientras los dos esperaban alguna señal del interior, el sirviente observó a Tibor, o mejor dicho, uno de sus ojos observó a Tibor, porque el otro permaneció, como si tuviera vida propia, concentrado en la puerta. Por si eso no bastara, uno de los ojos era marrón, mientras que el otro era verde. Tibor pensó por un momento en dar media vuelta, pero desde dentro alguien lo invitó a entrar. Acto seguido, el sirviente bizco le abrió la puerta.
El despacho de Coppola parecía el taller de un alquimista, solo que aquí lo importante eran los diferentes vasos, retortas y frascos y no su contenido. En la única mesa libre, situada en el centro de la sala sin ventanas, se encontraban sentados Wolfgang von Kempelen y, frente a él, Coppola, un hombre obeso, sin barbilla, que llevaba un delantal de cuero. Entre ellos, sobre la mesa, había una cajita plana.
Kempelen no pareció particularmente sorprendido de volver a ver a Tibor.
—Llegas en el momento justo —lo saludó—. Siéntate.
Coppola señaló con la cabeza un taburete, que Tibor colocó junto a Kempelen. El maestro soplador no dijo nada y no pareció sorprendido por la insólita constitución física de Tibor, pero la breve mirada que le dirigió fue tan intensa que el enano parpadeó y tuvo que apartar la vista.
Con un movimiento de la mano, Kempelen animó al panzudo veneciano a continuar. Coppola giró la cajita, para colocar el cierre en dirección a Kempelen y Tibor, y la abrió solemnemente. En su interior descansaban, sobre unas pequeñas cuencas de terciopelo rojo, doce globos oculares (seis pares de ojos). Todas las pupilas estaban orientadas hacia Tibor, que se santiguó, asustado. Kempelen lanzó una sonora carcajada, a la que se unió la risa ronca de Coppola.
—¡Encantador! —alabó Kempelen al soplador de vidrio en un italiano impecable—. Difícilmente podría encontrarse una mejor demostración de la calidad de vuestro trabajo.
Coppola se enfundó un guante de tela, cogió un ojo de color azul oscuro de un agujero aterciopelado y lo colocó ante Kempelen sobre un pedazo de tela. Kempelen cogió el ojo sin tantos miramientos y lo giró en la mano, de modo que la pupila asomara entre los dedos. Luego volvió a colocar el ojo junto a su pareja, pero girado de modo que los dos ojos sin vida bizqueaban de una forma estremecedora. Coppola tendió a Kempelen otros ojos.
Tibor se dio cuenta entonces de que se trataba de ojos de cristal y no de globos oculares conservados de personas muertas, como había supuesto al principio. De todos modos, aquello apenas hacía más soportable la visión de los seis pares de ojos.
Cuando Kempelen consideró que había visto bastante, preguntó a Tibor:
—¿Y cuáles serán tus ojos?
—¿Mis ojos?
—Los del autómata. ¿Cuáles elegirías para él?
Tibor señaló las bolas de vidrio bizcas de color azul. Coppola manifestó su aprobación con un jadeo, pero Kempelen sacudió la cabeza.
—¿Un turco con los ojos azules? La emperatriz se sentiría engañada si viera algo así.
Wolfgang von Kempelen tenía prisa en volver a Presburgo y a Tibor no podía irle mejor. En cualquier momento una góndola tropezaría con el cadáver del comerciante, y entonces empezarían a buscar al enano. Kempelen no se interesó en saber por qué Tibor había cambiado de opinión tan deprisa. En tierra firme, en Mestre, le compró ropa nueva, y los dos subieron a una calesa.
Al día siguiente, Tibor tenía un fuerte catarro. Kempelen suministró al enfermo medicinas y mantas, pero no interrumpió el viaje. Durante ese tiempo trató con Tibor las condiciones de su contrato. Kempelen propuso un salario semanal de cinco florines, alimentación y alojamiento aparte, y una bonificación de cincuenta florines si la presentación ante la emperatriz se desarrollaba con éxito. Tibor se quedó tan abrumado por estas cifras que ni siquiera pensó en regatear.
Tibor había tenido su último empleo en el verano del año 1761 en el monasterio polaco de Obra, adonde había huido desde Prusia. Allí trabajó de jardinero y aprendió a leer y a escribir. Cada día daba gracias al Señor, al Salvador y, sobre todo, a la Santa Madre de Dios, por hallarse entre los protectores muros del monasterio.
Tibor no se hizo monje, pero tampoco se lo había prometido nunca a la Virgen.
Sin embargo, Tibor no se quedó eternamente allí sino solo cuatro años. Un grupito de novicios se aficionó a la práctica del ajedrez, pese a la prohibición del abad, y también Tibor se inició entonces en el juego de los reyes. Un novicio explicó las reglas al enano, y desde la primera partida, Tibor ganó a un oponente tras otro.
Parecía increíble que nunca hubiera jugado al ajedrez. Con el paso de las semanas, el enano se convirtió en una atracción: cada vez era mayor el número de monjes que se iniciaban en la sociedad secreta del ajedrez, que jugaban y perdían contra el recién descubierto genio. El enano disfrutó del reconocimiento de los hermanos, hasta que un mal perdedor llamó la atención del abad sobre la práctica de un juego de azar entre sus muros. El asunto requería un chivo expiatorio, y la elección recayó en Tibor. Los novicios afirmaron en bloque que el enano les había inducido a participar en el juego. Así fue como tuvo que abandonar Obra. Tibor recibió su salario y además le entregaron el juego de ajedrez, porque —según habían hecho creer los novicios al abad—, al fin y al cabo había sido él quien lo había introducido a escondidas en el monasterio.
Así, en el otoño del año 1765, Tibor se encontró de nuevo en la calle, y como era un otoño frío, decidió trasladarse hacia el sur. Su camino de vuelta a la República de Venecia se prolongó otros tres años. Si el juego del ajedrez le había costado su puesto en el monasterio, ahora sería el ajedrez el que debería alimentarle: en las tabernas que encontraba a lo largo del camino, Tibor se ganaba el sustento con las apuestas de sus adversarios. A menudo cobraba también en especie: aquí una comida, allá un lugar para pasar la noche, o una plaza en la diligencia. Sin duda hubiera podido ganar más en las ciudades, pero el enano evitaba las grandes concentraciones. Ya era bastante desagradable que toda la gente lo mirara con la boca abierta.
El pequeño ajedrecista causaba sensación en los pueblos, pero no podía decirse que fuera apreciado; sobre todo después de desplumar a los lugareños. Tibor buscaba consuelo frente a aquella hostilidad en la oración a la Madonna; siempre encontraba tiempo para detenerse en cada capilla y ante cada imagen al borde del camino. Sin embargo, la lejana Madre de Dios no siempre estaba a su lado, y así Tibor descubrió otra fuente de consuelo mucho más prosaica: el aguardiente. Como de todos modos cuando no viajaba, pasaba la mayor parte del tiempo en las posadas, el camino hacia el alcohol no era largo. En la frontera con la República de Venecia, el borracho Tibor fue apaleado y robado en el camino, en la oscuridad de la noche, por los habitantes de un pueblo a los que el día anterior había sacado cuarenta florines.
En el verano de 1769, Tibor, que tenía entonces veinticuatro, años, estaba de vuelta en su país, en medio del camino, vestido con andrajos y borracho. Pocos meses después lo abandonaba en un carruaje, bien vestido y con una bolsa llena de monedas.
La tarde del día de San Nicolás, el caballero Wolfgang von Kempelen y Tibor Scardanelli alcanzaron su destino. Poco antes de cruzar el Danubio —en la orilla opuesta se encontraba la ciudad de Presburgo—, Kempelen mandó hacer un alto en una elevación. Caía una nieve tenue, que se deshacía en cuanto tocaba el suelo.
Después de orinar, Tibor observó la ciudad con atención. Comparada con Venecia, Presburgo parecía casi aburrida: una ciudad ordenada que se había extendido más allá de las murallas, con las cabañas de los pescadores y los barqueros delante, y viñas por detrás. Solo destacaba la catedral de San Martín, con su torre verde. A la izquierda se levantaba el Schlossberg, sobre el que se alzaba el macizo castillo como una mesa vuelta del revés, con las cuatro torres de las esquinas como patas elevándose hacia el cielo gris.
Pasado Presburgo, el Danubio se deslizaba cansinamente por su lecho, dividido por una isla situada en el centro del cauce. Kempelen se acercó a Tibor y le mostró un puente de pontones que unía las dos orillas.
—¿Ves eso? El puente flota. Cuando los barcos quieren seguir adelante, las dos mitades se separan y luego vuelven a unirse.
—¿Un puente flotante?
—Exacto. Una obra extraordinaria, ¿no te parece? Y ahora pregúntame quién fue el maestro de obras.
—¿Quién fue el maestro de obras?
—Wolfgang von Kempelen. Y quien construye un puente flotante sobre la mayor corriente de Europa, por fuerza tiene que poder ocultar a un enano en un mueble.
Kempelen se arrodilló junto a Tibor y le puso una mano en el hombro.
—Mira bien la ciudad, porque en los próximos meses no verás mucho de ella.
—¿Por qué?
—Muy sencillo: porque ningún presburgués debe llegar a verte la cara.
—¿Qué?
—Un enano y genio del ajedrez vive en casa de Kempelen, y pocos meses después el caballero presenta una máquina de ajedrez. ¿No crees que alguien acabaría atando cabos?
Tibor observó la catedral de San Martín. Le hubiera gustado ver a la Madonna en aquella iglesia algún día.
—Lo siento, pero estas son mis condiciones. No olvides nunca que tengo mucho más que perder que tú. —Kempelen le dio unas palmadas de ánimo—. Pero no te preocupes, mi casa es una ciudad en sí misma. Allí no te faltará de nada.
Kempelen se levantó de nuevo, se limpió la tierra de las rodillas y volvió al carruaje. Allí abrió la puerta a Tibor como si fuera su lacayo y esbozó una reverencia.
—Si eres tan amable, tu primera prueba de ocultamiento.
Tibor subió a la calesa, y poco después los dos cruzaban el río por el puente de pontones de Kempelen.