Capítulo 61

A primera hora de la mañana del día siguiente en que El Correo de Skopie publicara el informe sobre el ADN del rey Filipo II de Macedonia, en Atenas el ministro de Cultura del Gobierno de Grecia se anticipó a su colega de Exteriores y fue el primero en llamar a la residencia del Primer Ministro. Llevaba menos de un mes al frente del ministerio y estaba doblemente nervioso: por la noticia que le desazonaba y por la hora en que llamaba a aquel hombre con fama de cascarrabias al que todos llamaban «el Viejo».

Para su sorpresa no tuvo que esperar. El Gabinete telefónico le comunicó en el acto con el Primer Ministro.

—Buenos días, señor Primer Ministro.

—Sí, ministro, dígame, le escucho —respondió Yeoryos Makriyannis mientras apuraba el segundo café del día.

—Siento molestar a estas horas, pero ha surgido un asunto de la máxima gravedad. Un problema relacionado otra vez con Skopie. No sé si esta mañana le ha dado tiempo a ver las noticias en la televisión.

—Sí, he visto los informativos. ¿A qué noticia se refiere?

—La que publica un periódico de Skopie…

—Al grano, vaya al grano. ¿De qué me está hablando? —interrumpió el político.

—Dicen que hay un informe sobre el ADN del rey macedonio Filipo II.

—¿Y…?

—Pues que dicen que ha sido obtenido de una muestra del cráneo del rey y dicen que fue robada del Museo de Vergina. ¡Es terrible!

—Sí, el asunto es grave —respondió el Viejo—. Hablaré con el ministro del Interior a ver qué sabe. Creo que me está llamando por otra línea. Ah, sobre este caso, si le preguntan, diga que toda la información se va a coordinar desde la Secretaría de Presidencia. ¿Entendido?

—Sí, sí, claro.

—Pues hasta luego —respondió el Primer Ministro sin añadir ningún comentario, circunstancia que dejó sumido en el mayor de los desconciertos a su interlocutor.

Quien llamaba por la otra línea era, en efecto, el ministro del Interior. Era un veterano que había acompañado al Viejo en buena parte de sus aventuras políticas tanto en el Gobierno como en la oposición.

—Te supongo al tanto de la novedad…

—Si te refieres al último regalo envenenado de nuestros vecinos del norte, que siguen con esas paparruchadas del ADN, sí, estoy al tanto.

—Nada más enterarme, he dado orden de que averigüen si es verdad lo del robo en el Museo de Vergina. El director de la Policía de Tesalónica, con el que he hablado hace diez minutos, me asegura que no tienen ninguna denuncia de robo en toda aquella zona, pero me ha dicho que iba a mandar para allá a un comisario para que investigue el caso. Me llamará en cuanto tenga alguna novedad.

—Bien, has hecho lo que había que hacer. De todo este asunto, lo único que me preocupa es que hay mucha gente, mucho descerebrado que se toma estas cosas en serio, y, como los periodistas no tienen mejores cosas que contar, se pasan el día en la televisión dando la matraca.

—¿Vas a volver a llamar a Mitrovic? —preguntó el ministro refiriéndose al Presidente de la Antigua República Yugoslava de Macedonia.

—No, creo que se portó bien en la crisis creada por el loco ese de Lauer; por nuestra parte, el tema está zanjado. Naturalmente, nos seguiremos oponiendo a que cambien el nombre del país para llamarlo Macedonia, y, si insisten, pues vetaremos su entrada en la OTAN.

El ministro del Interior saludó y se despidió.

Yeoryos Makriyannis tenía planes para dejar de fumar, pero aquella mañana decidió aplazar la cuestión. Abrió uno de los cajones del magnífico escritorio que presidía el despacho del Primer Ministro del Gobierno de Grecia, extrajo una caja de madera de cedro y con estudiada parsimonia encendió un cohiba. La primera calada le supo a gloria.

La mala conciencia, acompañada de un inopinado ataque de tos, le amargó la segunda. «Sabían mejor los de Zino», pensó, evocando la figura del desaparecido Zino Davidoff, el mítico comerciante de tabaco con quien recordaba haber charlado alguna vez a su paso por Ginebra.

Un minuto después, ordenó a su secretaria que localizara a la directora del Museo Arqueológico.

En Grecia la luz es un regalo que invita a salir a la calle cuanto antes, así que en Atenas la gente madruga. Encontraron a la mujer en su despacho y le dieron el sobresalto del día:

—Primer Ministro, ¿me había llamado? —dijo la directora sin disimular lo muy nerviosa que estaba.

—Sí, Dora, quiero preguntarle una cosa, pero antes contésteme a esta otra pregunta: ¿está usted sola en su despacho, puede hablar con tranquilidad?

—Sí, sí, no hay nadie más en mi despacho —respondió la mujer alarmada por la llamada y las cautelas de su interlocutor.

—Bien, Dora, dígame: el cráneo de Filipo de Macedonia ¿sigue ahí, en el Museo?

—¿Cómo? —preguntó la mujer desconcertada.

—No me haga repetir la pregunta, Dora, supongo que me ha oído usted perfectamente.

—Por supuesto, señor, pero es que me sorprende su pregunta. ¡Claro que sigue aquí! El cráneo del rey de Macedonia Filipo II, padre del Gran Alejandro, sigue aquí; en la urna de cristal a prueba de balas custodiada en el interior de la caja fuerte del Museo. Como usted sabe, fue trasladada aquí en secreto por razones de seguridad, contando con la aprobación del profesor Manolis Andronicos, el arqueólogo que lo descubrió en 1977 en las excavaciones llevadas a cabo en Vergina…

Sin mucha cortesía, el hombre interrumpió la conversación.

—Bien, bien. Eso me tranquiliza. Gracias, Dora. Que tenga usted un buen día.

Al día siguiente, los periódicos de Atenas insistían en el tema haciendo cábalas sobre el supuesto ADN del rey Filipo II de Macedonia. También reproducían otros datos publicados por la prensa de Skopie.

Mientras aguardaba en su despacho la visita del ministro del Interior, Yeoryos Makriyannis repasaba a la carrera los periódicos leyendo las páginas en diagonal. Cuando entró su visitante, tenía abierto por la mitad uno que en grandes titulares se preguntaba por la seguridad de los museos griegos. A la vista de lo ocurrido en Vergina, el autor de la información concluía que no eran seguros.

—¿Has leído lo que dicen aquí? —preguntó el Primer Ministro, señalando el periódico.

—Sí, lo leí anoche, en la primera edición. Tienen razón… a medias. Es verdad que nos han metido un gol en Vergina, pero no hay peligro en Atenas ni en los demás. Aunque reconozco que el revuelo que se ha montado con lo del ADN es grande. Lo que no entiendo —añadió el ministro— es que se haya organizado tanto escándalo por el ADN de un desconocido, porque he llamado esta mañana al Museo Arqueológico Nacional para asegurarme de que la calavera de Filipo II seguía en la caja fuerte y la directora, que, por cierto, parecía muy asustada, me ha dicho que, por supuesto, el cráneo no había salido de allí.

Yeoryos Makriyannis soltó una carcajada que desconcertó al ministro del Interior.

—¡Pobre mujer! No me extraña que esté asustada. Me refiero a la directora del Museo Arqueológico. ¡Yo también la he llamado para preguntarle lo mismo que tú! Ja, ja, ja…

—Ahora entiendo su estado de ánimo —contestó el ministro sumándose a las risas de su jefe—. De todas estas historias que vienen publicando los periódicos, sólo hay un hecho que me desconcierta. Si el cráneo auténtico de Filipo II, el que encontró Manolis Andronicos, está aquí, en Atenas, ¿cómo puede ser que el ADN del que robaron en Vergina los sicarios del tal Lauer fuera similar al de los restos que están en Venecia y que dicen que son los de Alejandro? La verdad, no acabo de entenderlo.

—¿De veras no lo entiendes? ¿Lo dices en serio? —preguntó el Primer Ministro—. ¡Pero, hombre! Todavía no te has enterado de que en este rincón del mundo, después de tantos años de vivir juntos y hasta revueltos, como poco todos somos o primos o cuñados o hermanos… Supongo que no te habrás creído esa bobada de la «sangre azul», ¿no? —concluyó el Viejo soltando otra carcajada.

Después encendió el segundo habano del día olvidando que su Gobierno tenía previsto enviar al Parlamento una ley que prohibía fumar en los edificios oficiales, hospitales, colegios, centros de trabajo, barcos, trenes, aviones y en todos los demás establecimientos públicos de Grecia.