Capítulo 60

En el avión que le devolvía a Venecia, Marco Sforza leyó todos los periódicos de a bordo; uno con otro reflejaban bastante bien lo sucedido en Dubrovnik. La prensa italiana destacaba, sobre todo, lo referido al asalto de San Marcos. Los periodistas ya no hablaban de robo, todos utilizaban la palabra «asalto». La Stampa de Turín publicaba una foto suya con un pie que decía que el comisario Marco Sforza había sido pieza clave en la solución del caso de los asesinatos relacionados con lo ocurrido en San Marcos. El Corriere della Sera insistía en las dudas que rodeaban la identidad de las reliquias del evangelista. Il Messaggero pedía que una comisión de especialistas —hablaban de historiadores, genetistas y teólogos— estudiaran el caso y ofrecieran conclusiones. «Creyentes o no —concluía el editorial—, los italianos tenemos derecho a saber si las reliquias custodiadas en Venecia corresponden a los venerables restos de San Marcos o, por el contrario, son los huesos del Gran Alejandro de Macedonia». Marco Sforza estaba tan cansado que se durmió con el periódico abierto sobre el regazo. A muchos kilómetros de allí, en Roma, quien estaba muy despierto era Ottavio Agrícola, ministro del Interior. Por una parte estaba contento: la víspera se había ido a dormir acunado por los elogios de sus compañeros de Gabinete; hasta el Primer Ministro le había felicitado por la televisión por lo que calificó de «brillante actuación de los servicios policiales italianos que con gran eficacia coordina el ministro del Interior».

Aquella noche durmió de un tirón. Quien por la mañana le había devuelto a la realidad había sido el cardenal Lorenzi, el hombre fuerte del Vaticano.

—Ottavio —le había dicho cuando le llamó directamente al móvil—, tienes que impedir a toda costa que prospere la iniciativa que apoyan hoy algunos periódicos para formar una comisión que investigue las reliquias de San Marcos. Para la Iglesia sería poco menos que un sacrilegio. No podemos tolerar que el morbo de la gente, azuzado por los canales de televisión, convierta este asunto en un espectáculo y le falte al respeto a la memoria de los hombres santos.

—Pero, eminencia —había contestado tímidamente el político—, desde mi puesto poco, o mejor dicho, nada se puede hacer para impedirlo. Italia es una democracia y la libertad de expresión y de prensa son pilares del sistema.

—Ottavio, no quiero que me des una lección de Derecho Constitucional —había replicado el purpurado—, lo que quiero es que hagas algo; que no te quedes con los brazos cruzados. L’Osservatore apunta hoy el criterio de la Iglesia en este asunto. Debes leerlo y, como buen cristiano, actuar en consecuencia —añadió el cardenal refiriéndose al periódico que pasa por ser el portavoz del Vaticano.

El cardenal dio por terminada la conversación. El ministro, mirando el grabado del papa Inocencio X, retratado con gran crudeza por Diego Velázquez en 1650, y aguantando aquella inquisidora mirada, pensó con alivio que pese a todos los problemas y miserias, era una suerte que Italia fuera una democracia.