Capítulo 59

La muerte del magnate y la del coronel ponían fin a lo que, con ironía, Philippe de Vaucluse había bautizado como una joint venture policial entre Croacia, Italia y Francia.

La misión en Dubrovnik había concluido, pero el caso no estaba cerrado. Ahora, en palabras de Marco Sforza, faltaba la parte más pesada de todas: elaborar informes, juntar y describir todas las pruebas y hablar una y otra vez con el fiscal y el juez. En su caso —pensó—, la única compensación era volver a Venecia. Otro tanto pasó por la cabeza de Philippe de Vaucluse.

—Creo, querido amigo, que me vas a necesitar en Venecia para ayudarte a reconstruir todo esto, ¿no crees? —había preguntado el francés con guasa.

—Tu adicción al trabajo fuera de casa empieza a ser preocupante —respondió Sforza riendo la broma.

De los tres, la inspectora Ivana Marulic era la única que estaba seria. Se habían reunido para tomar un café en la misma terraza de la taberna del arsenal en la que cenaron el primer día de su estancia en Dubrovnik, y la mujer tenía un estado de ánimo confuso. Por una parte estaba contenta: había resuelto el caso, el director de la Policía en persona la había llamado para felicitarla, pero por otra no estaba del todo satisfecha del resultado. Pensó que había cometido errores al planificar la operación, hubo demasiada improvisación y sentía como un fracaso personal la muerte de aquellos dos hombres. Se había hecho policía porque creía en los valores de la libertad y siempre había pensado que el primero de todos esos valores era la propia vida. Llevaba las dudas escritas en la cara y fue Philippe de Vaucluse el primero en darse cuenta.

—¿Qué le pasa, Ivana? La noto preocupada… —dijo.

—Lo estoy; no estoy contenta con lo que ha pasado. Creo que las muertes eran innecesarias; nuestra tarea como policías era detenerlos y ponerlos a disposición de la justicia. No estamos aquí para juzgar crímenes, esa tarea corresponde a los jueces, nosotros somos policías —respondió la mujer abrumada por las dudas.

—Creo que no debería atormentarse —terció Marco Sforza—. El sargento actuó correctamente; ha explicado, y le creo, que la muerte del coronel fue un caso de legítima defensa. Por otra parte, usted sabe que el viejo nos pilló a los tres por sorpresa y cuando sacó la pistola no pudimos hacer nada para evitar que se volara la tapa de los sesos.

—Todo lo que dicen es verdad y me lo digo una y otra vez a mí misma —respondió la mujer—, pero los hechos están ahí y sigo creyendo que nuestra obligación, por lo menos la mía tal y como yo la entiendo, era detenerles y que hoy estuvieran en disposición de responder de sus crímenes ante la justicia.

—Perdone que se lo pregunte, ¿es usted creyente? —inquirió el francés.

—Sí, soy católica —respondió la mujer.

—Pues, entonces, véalo de esta manera: ha sido el destino el que ha hecho que las cosas rodaran como han rodado y ahora tanto el uno como el otro están respondiendo de sus crímenes ante Él —añadió el comisario Vaucluse levantando una mano y señalando al cielo.

—¡Por favor, no nos pongamos tristes! Hoy es un gran día, hemos resuelto cuatro o cinco casos pendientes y estamos vivos. ¡Qué más se puede pedir! —exclamó Marco Sforza mirando con simpatía a la inspectora—. Créame que la comprendo, pero no debe atormentarse más. A mí también me ha pasado cuando he tenido que defender mi vida y no me ha quedado más remedio que disparar a matar u ordenar que otro policía lo hiciera. Pero así es el juego, hemos hecho lo que debíamos hacer. Somos policías, no somos ángeles. Esos dos eran criminales —añadió—, no merecen que usted les dedique ni una sola lágrima.

La inspectora Marulic suspiró profundamente y se llevó la taza de café a los labios. Sin darse cuenta, los tres estaban sentados de la misma manera que el día de la cena. Desde su posición, Marco Sforza veía Villa Cassandra, la mansión coronada por una esmerilada cúpula de cristal de color azul.

—Villa Cassandra, nunca me olvidaré de ti… —dijo el italiano.

—Cierto. ¡Menuda aventura! No sé qué pasará ahora con esa casa. Después de lo ocurrido, a mí, desde luego, me daría repelús vivir en ella… —comentó Philippe de Vaucluse.

—Mirko Lauer tenía hijos, supongo que la heredarán —dijo la inspectora—. Por cierto, que hablando de aventuras, creo, Philippe, que nos debe usted una explicación extraoficial sobre la naturaleza de sus fuentes, ¿no le parece? —preguntó la mujer.

—En realidad, no es mucho lo que puedo contar. ¿Han oído ustedes hablar alguna vez de la red Echelon, un sofisticado sistema de escuchas patrocinado —según se dice por ahí— por los gobiernos de Estados Unidos, Canadá, el Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda? ¿Una red cuyas actividades, según los periódicos, están siendo investigadas por el Parlamento Europeo? ¿Sí? ¿Alguna vez han oído hablar de la red Echelon? Pues bien, que sepan que no existe… al menos oficialmente —respondió Philippe de Vaucluse sin poder aguantar la risa.

Quedaron para verse el verano siguiente.