Capítulo 58

Paddy Wilberforce, el jefe de operaciones en Europa de la red Echelon, fue informado puntualmente del contenido de la conversación entre Merkurio y el profesor Wagner que había sido interceptada por el equipo de escuchas de la red. Enseguida relacionó la información con la tensión creada en el flanco sur de los Balcanes por las pretensiones irredentistas de los nacionalistas de Skopie respecto de los territorios del norte de Grecia. Mirando en un mapa que tenía en el despacho la región que centraba el problema, marcó el número de teléfono del director de Interpol.

—¿Philippe? —preguntó—. ¿Eres tú? Te oigo mal.

—Debe de ser que donde estoy la cobertura es mala.

—¿Sigues en Dubrovnik? —preguntó el inglés.

—Sí, aquí sigo, rodeado de amigos.

—Entiendo que no puedes hablar con tranquilidad. Bien, te llamo simplemente para decirte que el personaje principal de la obra, ya sabes, el que se hace llamar como el dios romano del comercio, pues parece que también es el autor del guión que está subiendo la tensión política en la región. ¿Has leído la prensa de hoy?

—No, la verdad es que no he tenido ni tiempo ni ocasión —respondió el comisario Vaucluse.

—Pues entra en Internet y mira la página web de El Correo de Skopie. Cuando leas lo que publican sobre el ADN del rey Filipo II de Macedonia, el padre de Alejandro Magno, y el interesante artículo que firma un profesor llamado Alfred Wagner en el Frankfurter, comprenderás lo que te digo. Amigo mío, creo que estáis muy cerca del nido del águila. Procurad que no emprenda el vuelo.

Después colgó.

El director de la Interpol se quedó pensativo. Frente a él, la inspectora Ivana Marulic estaba leyendo el último parte redactado por el policía al que habían encargado que comprobara si el coche que buscaban estaba en el garaje de la residencia de Mirko Lauer.

—Voy a tener que empezar a revisar mi escepticismo respecto de las corazonadas —dijo la inspectora Marulic dirigiéndose al comisario—. Según el agente que ha estado preguntando en Villa Cassandra, tienen un coche de las características del que buscamos. Aunque ayer estaba fuera, uno de los empleados le ha dicho que la persona que habitualmente conduce el coche es un antiguo policía o militar, un ex coronel de la Milicija de Tito, se llama… —la mujer consultó el papel que tenía encima de la mesa—: Bojovic, Bojislav Bojovic. Tiene la nacionalidad macedonia lo mismo que Mirko Lauer, la persona para quien trabaja.

—Bueno, quizá no tenga nada que ver con lo de Trieste y haya que empezar a pensar en otros; no sé, estoy pensando en ese que desapareció sin decir ni adiós o en el otro que se piró a Bolivia, quizá ha vuelto…

—No. Creo que no vamos a tener que ir tan lejos. El agente que habló con el empleado le preguntó si el coche había tenido algún accidente en las últimas semanas, según recoge el parte —dijo señalando el informe que tenía en la mano—. El hombre creía recordar que no, pero sí recordaba que el mencionado coronel había llamado a la casa pidiendo que concertaran una cita con un taller de chapa porque, según parece, tenía intención de cambiar el parachoques del coche.

—¡Bingo! —exclamó el comisario.

—Hasta que no veamos el coche, déjelo en «línea». Hay que ser cautos, ¿no le parece? —dijo la inspectora sonriendo.

—Sí, sí, tiene usted razón. Si no le parece mal, creo, Ivana, que ha llegado el momento de poner al comisario Sforza al tanto de las novedades. Bien mirado, éste es un poco su caso.

—De acuerdo, pero quiero que esté en todo momento donde pueda ver qué hace, no quiero que tome ninguna iniciativa. Puede ayudarnos con su experiencia, pero cualquier decisión o acción me corresponde a mí porque estamos en Dubrovnik, no en Venecia, y aunque el sospechoso tiene nacionalidad macedonia, en Croacia respetamos a quienes residen en nuestro país.

—Descuide, Ivana, el comisario Sforza cumplirá lo acordado —respondió el francés al tiempo que buscaba el móvil y llamaba a su amigo para ponerle al tanto de las novedades.

Marco Sforza se presentó en la Jefatura poco después. Se le notaba tenso, expectante. Pidió un papel para anotar el nombre del coronel y, tras consultar con la inspectora Marulic, marcó el número de la Questura de Venecia.

—Soy el comisario Sforza, póngame con el inspector Benzoni.

—¡Hola, comisario, soy Parenti! —contestó el agente que cogió la llamada—. Benzoni no está, ha salido a comer, pero ha dejado dicho que si llamaba usted, que le llamáramos en el acto. ¿Quiere que le pase con él? —preguntó la voz.

—Sí, Michele, pásame con él —respondió el comisario llamando por su nombre al carabiniere que había cogido el teléfono.

—¡Comisario! Soy Benzoni. ¿Qué tal van las «vacaciones»?

—De eso nada, Benzoni, ojalá tuviera tiempo. Toma nota de un nombre que te voy a dar y habla con Amedeo Gualtieri en Trieste para que averigüe si un tal Bojislav Bojovic, de nacionalidad macedonia, ha pasado el control de la frontera en las últimas cuatro semanas. Es muy importante. ¿Has anotado bien su nombre? —preguntó el comisario.

—Sí, jefe, creo que sí, se lo deletreo: B-o-j-o-v-i-c. ¿Correcto?

—Sí, Bojovic, Bojislav de nombre. Llámame en cuanto tengas algo.

—¿Es el hombre que buscamos por lo de la mujer muerta en el coche? —preguntó el inspector Benzoni.

—Podría serlo, Benzoni. Pero no quiero adelantar acontecimientos, y menos aún que se filtre algo a la prensa. ¿Entendido?

—Sí, jefe, confíe en mí.

—Por cierto, ¿cómo van las cosas por ahí?

—Van bien, jefe, ya me he gastado la dieta de lo que queda del año comiendo y cenando en el Harry’s Bar, pero por lo demás todo está en orden —contestó el inspector con ironía.

—¡Déjate de bromas, Benzoni! —replicó el comisario—. Estoy hablando en serio.

—Era un farol, jefe. ¿Me ve a mí en el Harry’s? ¡Pero, jefe, si con el sueldo que cobramos no me llegaría ni para tomar un carpaccio y un Bellini! —respondió el inspector refiriéndose al cóctel de jugo de melocotón y prosecco inventado por Giuseppe Cipriani, dueño del mítico establecimiento veneciano.

—Bueno, Benzoni, al loro y llámame en cuanto tengas novedades.

Colgó el teléfono y mirando a la inspectora vio que había entendido la conversación que acababa de mantener en italiano. Después se lo contó a Philippe de Vaucluse. Los dos policías aprobaron la iniciativa de Sforza. Aunque era la hora del almuerzo y para ser un día de finales de septiembre hacía bastante calor, decidieron acercarse a Villa Cassandra.

Ivana Marulic habló con uno de los policías croatas y al cabo de diez minutos otros cinco más se personaron en el antedespacho habilitado para el seguimiento del caso.

Estaban a punto de salir cuando sonó el móvil del comisario Sforza. Era su colega el jefe de Policía de Trieste quien le llamaba.

—Sí, Amedeo, te escucho. Sí, le dije a Benzoni que te llamara. ¿Has podido averiguar algo? —preguntó conteniendo la respiración—. ¿Cómo? ¡Dos y uno de ellos el tal Bojovic! ¡Fenomenal, Amedeo, fenomenal, te debo una! Sí, creo que le tenemos, creo que sí. Pero no comentes nada. Te llamaré, te lo prometo. Gracias, amigo.

Colgó el teléfono y, consciente de la expectación que habían suscitado sus palabras, les contó a los otros dos policías la información que le acababa de dar el jefe de Policía de Trieste.

—El control de frontera de Trieste tiene registrada la entrada a Italia de Bojovic en compañía de otro hombre. Fue hace dos semanas. ¡Le tenemos! —exclamó Sforza excitado.

—Bueno, antes habrá que cogerlo —dijo la inspectora mirando a Philippe de Vaucluse.

El francés asintió y creyó llegado el momento de informar a la inspectora de lo que sabía a través de las confidencias de Paddy Wilberforce sobre las intenciones de algunos de los inquilinos de Villa Cassandra. Les comentó lo que sabía sin revelar que la información procedía de escuchas realizadas por agentes de la red Echelon.

—Si les he ocultado hasta ahora esta información, es porque creía que no tenía nada que ver con la investigación de lo ocurrido en Trieste. La casualidad ha hecho que los caminos confluyan, pero quiero que me crea, Ivana —dijo Philippe de Vaucluse, mirando a los ojos a la inspectora Marulic—. Hasta la noche en la que cenamos en el puerto y mencionó usted el nombre de Villa Cassandra, no tenía ni la más remota idea de que un caso acabaría solapándose con otro.

—Le creo, pero no me gusta que nos haya utilizado; si ha sido en Croacia donde se ha maquinado o perpetrado un delito, nos corresponde a nosotros investigarlo. Sintiéndolo mucho, comisario, al término de esta misión tendré que informar a mis superiores —respondió la mujer con rotundidad.

—Lo comprendo. Para su tranquilidad, quiero decirle que me consta que desde otras instancias estaba previsto informar a su Gobierno y al de Skopie acerca de las sospechas de que pudiera existir una conspiración contra algún miembro del Gobierno de la Antigua República Yugoslava de Macedonia —replicó el comisario francés sosteniendo la mirada de su colega—. Ahora, si le parece bien, creo que no es el momento de profundizar en este desencuentro. Reitero mis disculpas, pero creo que ha llegado el momento de pasar a la acción antes de que, alertado por la visita de ayer, el pájaro o los pájaros levanten el vuelo.

—Sólo una pregunta más —dijo la inspectora, señalando al policía italiano—. ¿El comisario Sforza estaba al tanto de todo?

—No. Hasta esta misma mañana, no sabía nada —respondió Philippe de Vaucluse—. No se lo había dicho por las mismas razones que me han aconsejado ocultárselo a usted hasta hoy —respondió Philippe de Vaucluse en tono convincente.

Se hizo el silencio. Los tres se miraron. Pasó un minuto en el que el tiempo parecía haberse detenido en el interior del pequeño despacho. Después, tras un profundo suspiro, la inspectora Marulic descolgó el teléfono y habló. Ni el francés ni el italiano entendían el croata, pero estaba claro que la mujer estaba dando órdenes.

—Sargento: quiero que sus hombres vayan armados —dijo—. Vamos a salir dentro de quince minutos. Ah, que no olviden los chalecos. Nosotros —añadió en inglés, señalando a los dos comisarios— iremos delante y les esperaremos en las inmediaciones de la mansión. Nadie debe intervenir hasta que yo lo ordene.

Media hora después, al filo de las 15.30, hora local, cuando la mujer y los dos hombres estaban a menos de veinte metros de Villa Cassandra, se les unieron los cinco agentes. Llegaron en dos coches, iban uniformados, llevaban cascos y chalecos protectores y todos portaban fusiles ametralladores Heckler & Kock, un arma letal dotada de un adaptador para dos cargadores de treinta proyectiles. Les acompañaba el agente que el día anterior había preguntado en la villa por un coche de color negro modelo Touareg.

—Usted y ustedes dos vengan conmigo —ordenó la inspectora, señalando al agente que había realizado la primera averiguación sobre Villa Cassandra—. Los otros tres rodeen la villa y no intervengan salvo que yo les llame o escuchen disparos. Philippe, acompáñeme. Marco —añadió, dirigiéndose al comisario Sforza—, lo siento, pero tendrá que esperar.

El italiano asintió. Estuvo a punto de decir que aquel caso era «su caso»; que estaban allí porque hasta allí les había llevado el hilo del que él venía tirando desde hacía cosa de un mes, pero calló y, apoyado en el capó de uno de los coches, observó el desarrollo del despliegue.

Fue la inspectora Ivana Marulic quien llamó a la puerta de Villa Cassandra. Iba acompañada por el agente que había hablado con uno de los empleados de la casa.

—¿Está el señor Bojovic? —preguntó la mujer.

—¿Quién quiere hablar con él? —respondió desde el interior una voz gangosa.

—La inspectora de primera Ivana Marulic, de la Policía judicial.

La puerta exterior de la villa se abrió. Los policías entraron y a través de un camino trazado en medio de un césped muy cuidado llegaron hasta la puerta principal de la villa. Cuando la inspectora se disponía a llamar a la puerta tirando de una campanilla de barco colgada del dintel, la puerta se abrió y frente a ellos apareció Marko, el mayordomo.

—¿Qué desean ustedes? —preguntó el hombre inclinando ligeramente la cabeza en un gesto que parecía formar parte de su manera de andar.

—¿Vive aquí el señor Bojislav Bojovic? —preguntó la mujer.

—Ésta es la casa del señor Lauer, de quien seguramente usted habrá oído hablar. El señor Bojovic trabaja para el señor Lauer.

—Lo sabemos, pero no es con el señor Lauer con quien queremos hablar…

—El señor Bojovic está en la casa; veré si puede hablar con ustedes, porque…

El mayordomo no pudo completar la frase porque, inopinadamente, un hombre de gran estatura y pelo cortado a cepillo apareció al fondo del vestíbulo hablando en voz alta. Era el coronel.

—¿Quién pregunta por mí? ¿Es que ahora para cobrar las multas por aparcamiento en lugar prohibido los policías van de dos en dos? ¿Tan mal de fondos andan en Croacia? —dijo mirando desafiante a los recién llegados.

—¿Es usted el señor Bojovic? —preguntó la inspectora.

—«Coronel» Bojovic, si no le importa —respondió en tono agresivo el hombre.

—Le recuerdo que está usted en Croacia —interrumpió la inspectora con la velocidad del rayo—. Tengo entendido que tiene usted la nacionalidad macedonia, así que le recuerdo que aquí su grado y rango es irrelevante. Tito pasó a la Historia, señor —añadió la mujer aguantando la mirada arrogante del hombre.

—Desde luego, si él viviera, usted no estaría aquí —respondió con desprecio el militar.

—No he venido a discutir con usted sus puntos de vista machistas, estamos aquí para preguntarle si conduce usted un coche modelo Touareg.

—Sí, todo el mundo sabe que manejo un cuatro por cuatro de ese modelo.

—¿Podemos verlo? —preguntó la inspectora señalando a su compañero el policía de uniforme que asistía a la escena en silencio, pero en evidente estado de tensión.

—Está en el garaje, le diré a uno de los criados que se lo enseñe —respondió el coronel con displicencia.

—Será mejor que usted les acompañe —dijo una voz que sonó detrás del militar. Era Merkurio.

Ivana Marulic había visto alguna vez a aquel hombre en la televisión y su cara también le resultaba conocida por las revistas de actualidad, pero ni las fotos ni la televisión hacían justicia al coloso. Su impresionante cabeza coronada por una extraordinaria mata de pelo blanco y su elevada estatura unida a su notable corpulencia transmitían la imagen de estar ante una fuerza de la naturaleza.

Al oír la voz del anciano, el coronel se hizo a un lado. Parecía otro hombre; también su voz había cambiado cuando dijo:

—Por supuesto, señor Lauer, como usted diga. Acompáñenme, por favor —añadió mirando a los policías.

La inspectora iba a decir algo cuando el dueño de la mansión se dirigió a ella:

—Es usted muy joven y, si me permite decirlo, también muy bella. A mi edad —añadió el coloso— un hombre ya no tiene tiempo para perderlo en cumplidos. Sólo debe decir la verdad.

—Le agradezco sus palabras, señor, pero soy policía y no he venido a un baile de fin de curso, así que si no le importa, vamos a echar un vistazo al coche del señor Bojovic —respondió la inspectora con voz cortante.

—El vehículo por el cual usted se interesa es de mi propiedad. Como el resto de cuanto tiene usted ante sus ojos —respondió el anciano reprimiendo a duras penas un brote de cólera—. ¿Puedo preguntar qué es lo que buscan ustedes, por qué tanto interés por ese vehículo? —añadió.

—A su debido tiempo. Y, por favor, puesto que reconoce que el vehículo es de su propiedad, le ruego que nos acompañe. Quiero que esté presente en el momento en el que realicemos la inspección —dijo la mujer en un tono que no admitía dudas: era una orden.

—¿Quiere que vaya con ustedes al garaje? —preguntó Merkurio con deliberada lentitud—. Bien, pero debo advertirles que es un lugar un tanto inhóspito.

—Estamos acostumbrados —replicó la inspectora mirando a derecha e izquierda. El anciano ignoró la indirecta.

Precedidos por el coronel, descendieron hasta llegar al garaje. Allí estaba el Touareg junto a dos Mercedes y una motocicleta japonesa. El policía de uniforme se adelantó a reconocer el vehículo. Buscaba una abolladura, los restos de un golpe en la parte izquierda del parachoques, y allí estaban, a la vista de todos. El agente hizo una seña a su compañera para que se acercara. Fue la inspectora quien habló:

—Señor Bojovic, ¿recuerda cuándo se dio este golpe? —preguntó señalando la parte más hundida del parachoques.

—La verdad es que no lo recuerdo, hago muchos kilómetros y no sé, ni me había dado cuenta. Lo más probable es que haya sido al aparcar, alguien que le haya dado un golpe al coche cuando estaba aparcado —respondió con aire burlón el militar.

—¿Está usted seguro?

—Sí, claro. Estoy seguro de que no entiendo por qué diablos estamos aquí y me está usted sometiendo a este ridículo interrogatorio.

—Le diré el porqué del interrogatorio —contestó la inspectora abriendo el bolso con un gesto cien veces ensayado y extrayendo de su interior un revólver—. ¡Levante las manos! —ordenó—. Y usted —dijo señalando a Merkurio—, quédese donde está. Señor Bojovic, le voy a leer sus derechos. Tiene derecho a permanecer en silencio, pero sepa que está acusado de haber participado en la muerte de la ciudadana Dunia Kovacevic, crimen por el que tendrá que responder ante la justicia italiana, puesto que, como usted sabrá, el crimen se cometió en Trieste.

La acusación descolocó al coronel, no se lo esperaba, creía que todo obedecía a un malentendido fruto de algún lance de tráfico, una denuncia falsa hecha por algún otro automovilista con el fin de cargarle al seguro alguna reparación de chapa. El desconcierto sólo duró unos segundos. Después, con una agilidad nacida tras años de practicar taekwondo, lanzó una patada contra el brazo de la mujer. El golpe le arrebató la pistola y el dolor se transformó en alarido. El grito descolocó al otro policía en el momento en el que también él se disponía a extraer de la pistolera su arma reglamentaria. El militar se anticipó: un primer golpe directo al estómago del hombre vació sus pulmones, el siguiente lo tumbó de espaldas.

Merkurio había presenciado la escena en silencio. Su cara tenía un aire dañino.

—Me he equivocado con usted. ¡Es usted un perfecto imbécil! —dijo mirando con odio al coronel—. Le ordené que tuviera usted cuidado, pero al parecer ha ido dejando su nombre por todas partes. ¡Vámonos! ¡Salgamos de aquí cuanto antes! —ordenó dando media vuelta y saliendo del garaje.

El militar se agachó para coger las armas de los agentes. Con el revólver de la inspectora en la mano, por un momento se le pasó por la cabeza la idea de disparar a la mujer que, aterrada, pero sin decir palabra, le miraba aguantando el profundo dolor que sentía en el brazo.

—Está a punto de cometer un segundo error —dijo la mujer—. No lo haga, entréguese, no empeore las cosas.

El coronel no contestó. Sin dejar de apuntarla con el arma, fue retrocediendo hasta la puerta y después salió y cerró por fuera.

Sobreponiéndose al dolor, la inspectora se acercó al agente caído. Trató de reanimarlo, pero no lo consiguió. Los golpes que había recibido habían sido muy fuertes. La inspectora miró a derecha e izquierda buscando algo con que abrir la puerta. De pronto reparó en el bolso caído en el suelo; su agresor no se lo había llevado. Con ansia buscó en su interior y al encontrar el teléfono móvil suspiró. Marcó un número y esperó.

Quince minutos después, el sargento y dos agentes uniformados y armados hasta los dientes abrían la puerta con estrépito. Detrás de ellos vio las cabezas de sus colegas, el italiano y el francés.

—¿Está usted bien? —preguntó el sargento.

—Sí, sí, yo estoy bien, ocúpense del agente —contestó mientras se frotaba el brazo en el punto en el que había recibido la patada.

Philippe de Vaucluse y Marco Sforza irrumpieron en el garaje.

—¿Está usted bien? ¿Qué es lo que ha pasado? —preguntaron a dúo.

—Estoy bien —contestó la mujer—. Creo, comisario —añadió con voz cansada dirigiéndose al policía italiano—, que habíamos quedado en que usted permanecía al margen de esta operación.

—Cierto, pero no pensaría que la íbamos a dejar sola —respondió con una sonrisa de oreja a oreja.

La inspectora Marulic no insistió. Ordenó a sus hombres que ayudaran al agente desvanecido y ella, tras requerir al sargento que le prestara un arma, salió del garaje dirigiéndose hacia la primera planta de la mansión. Por el camino contó lo que había pasado.

—Bojovic nos ha desarmado y ha huido. Lauer no iba armado, al menos mientras hemos estado en el garaje.

Al llegar arriba, en el salón encontraron a otros dos agentes. La inspectora ordenó al sargento que buscaran a los huidos. Unos minutos después, uno de los guardias volvió llevando del cuello a Marko, el mayordomo.

—Dice que es el mayordomo; que los demás criados están en la cocina y que el dueño, el señor Lauer, está en su biblioteca. Del señor Bojovic no sabe nada, no le ha visto desde que bajó con usted al garaje.

La inspectora tradujo lo que había dicho el policía. En aquel momento llegó el sargento y entregó una pistola a la inspectora. Había ido a buscarla al coche.

Era una Sig Sauer, último modelo, un arma automática ligera y precisa como pocas.

—Puede que Bojovic esté escondido en algún lugar de la villa o puede que haya salido e intente escapar.

—Por la puerta principal no ha salido. Mis hombres o yo le habríamos visto —dijo el sargento.

—Pues, entonces, debe seguir escondido aquí, dentro de la casa.

Si sabe esperar, a un hombre humillado el destino siempre le ofrece una oportunidad de venganza. Marko, el mayordomo al que el coronel tantas veces había tratado con prepotencia y desprecio, dio un paso hacia donde estaba la inspectora y habló:

—Perdone, señora, la villa tiene un pasadizo subterráneo que da directamente a un pequeño embarcadero. Allí siempre hay una lancha rápida dispuesta y con el depósito de combustible lleno —dijo mirando fijamente a la mujer.

—¿Dónde está ese pasadizo? —preguntó la inspectora haciendo una señal al sargento.

—Está en el sótano, una planta por debajo del garaje —respondió el mayordomo.

—Gracias —dijo la inspectora mirando al hombre con gratitud.

—No tiene por qué darme las gracias. Soy croata, señora —contestó el hombre echando la cabeza hacia atrás—. Ese hombre horrible al que buscan es un macedonio, un bárbaro.

Mientras el mayordomo acompañaba al sargento y a los otros tres agentes, Ivana Marulic, seguida de Philippe de Vaucluse, se dirigió hacia la biblioteca. El comisario italiano les siguió, pero iba desarmado.

La puerta estaba abierta. Pistola en mano, la inspectora fue la primera en irrumpir en la estancia.

Frente a ella, recortada su figura contra el ventanal que daba al mar, reconoció al coloso de pelo blanco. El hombre que se hacía llamar Merkurio estaba de espaldas.

—¡Las manos arriba! ¡Dése la vuelta muy despacio y no baje las manos! —ordenó la policía hablando en croata.

—Ah, ya está usted aquí —dijo el coloso—. ¿Qué tal va su brazo? —preguntó sin volverse.

—Le he dicho que se dé la vuelta. ¿Es que está usted sordo? —bramó la inspectora.

El anciano obedeció. Se sorprendió de verla en compañía de los dos hombres, ninguno de los cuales parecía ir armado.

—Deberíamos registrarlo —dijo en inglés Philippe de Vaucluse—. Yo me ocuparé.

Al ver acercarse al comisario, Merkurio amagó una sonrisa.

—Veo que ha conseguido usted refuerzos y cuenta con ayuda de la Legión Extranjera —dijo mirando a los dos hombres.

—Señor Lauer, tiene usted derecho a permanecer callado, cuanto diga…

—Ahórrese la letanía, conozco mis derechos, señorita, o ¿debo decir señora? —contestó en tono impertinente el hombre—. No sé si sabe usted con quién está hablando —añadió.

—Perfectamente. Estoy hablando con alguien a quien en breve un fiscal acusará de complicidad en un caso de asesinato.

—Ivana —interrumpió Marco Sforza—, pregúntele si le dicen algo los nombres de Dunia Kovacevic y Milovan Demeratu.

El anciano no contestó. En aquel momento, a lo lejos, sonaron disparos. Eran disparos de pistola y ráfagas de fusil de asalto. El tiroteo duró poco tiempo, después se oyó una explosión. Cuando Ivana Marulic se asomó al ventanal, vio una gran columna de humo a los pies del acantilado, junto a una escotadura de las rocas.

También observó a dos de los agentes de uniforme inspeccionando el lugar. En aquel momento sonó el móvil. Era el sargento que mandaba la escuadra policial. La inspectora pegó el auricular al oído y escuchó.

—¿Alguno de ustedes ha resultado herido?

Tras escuchar al sargento, colgó.

—Me temo —dijo mirando a Merkurio— que su coronel ya no ascenderá a general. Ha muerto.

Sin bajar las manos, el coloso empezó a caminar por la estancia orientando sus pasos hacia donde estaba su mesa escritorio.

—¿Puedo sentarme? —preguntó en inglés al comisario.

Philippe de Vaucluse consultó con la mirada a la inspectora.

—Siéntese, pero cuidado con lo que hace. ¡Las manos a la vista! —dijo la mujer.

—No sé lo que tienen contra mí, pero no tengo nada de que avergonzarme —dijo el hombre cuya corpulencia, aun sentado, seguía siendo impresionante.

Sin dejar de mirar al anciano, Philippe de Vaucluse hizo una seña a la inspectora para que se acercara. Cuando estuvo junto a ella, le habló al oído.

—Puesto que yo, por mis fuentes, sé qué es lo que estaba urdiendo en Skopie, ¿le importa que le interrogue preguntándole por el complot político que estaba tramando? —preguntó en voz baja el comisario.

Ivana Marulic asintió.

—Señor Lauer, lo sabemos todo y en su propia voz acerca de sus actividades políticas —dijo el comisario—, pero tengo una curiosidad —añadió—. ¿De verdad creía usted que con esas fantasías del ADN llegaría usted a la Presidencia?

Al oír aquellas palabras, Merkurio cambió de color. Esperaba preguntas relacionadas con las actividades del coronel, no sobre sus maniobras políticas.

—¿Quién es usted? ¿A quién se refiere cuando habla en plural? ¿Me han estado ustedes espiando? —preguntó levantando la voz—. ¡En Croacia soy extranjero, tengo mis derechos! ¡Exijo un abogado! —gritó.

—Y lo tendrá, no se preocupe, lo tendrá —contestó con voz calma la inspectora.

—Por simple curiosidad, díganos, ¿cómo se le ocurrió un plan tan descabellado? —preguntó el director de Interpol.

Mirko Lauer era un hombre práctico; toda su vida lo había sido. Supo que le tenían atrapado y contó su historia. Como el megalómano que era, no ahorró detalles contando mucho más de lo que ni siquiera sospechaban sus interrogadores.

Los tres policías no perdieron detalle.

Marco Sforza, sobre todo, fue de un asombro a otro cuando el anciano explicó cómo había planeado el robo en San Marcos esperando que la Policía hiciera lo que él había calculado al planificar el asalto como si fuera un robo, enmascarando el verdadero objetivo: remover la tapa del sarcófago en el que se custodian las reliquias del evangelista; estaba seguro —contó— de que la Policía buscaría las huellas de los asaltantes recurriendo a las pruebas de ADN, que las pruebas fueran analizadas en Roma o en Venecia era un problema irrelevante, pues contaba con la pericia de Zorian, el hacker capaz de burlar la seguridad de cualquier sistema informático. Merkurio también se jactó de haber previsto la reacción que provocaría la filtración del informe policial; la prensa —dijo— era un instrumento esencial en su plan para dar a conocer al mundo la causa del irredentismo macedonio.

También presumió de haber anticipado la repercusión política que provocaría el artículo del profesor Alfred Wagner. Sin que se lo preguntaran, les contó cómo había pagado para conseguir una copia del viejo papiro guardado en un monasterio del Monte Athos, un documento que revelaba el lugar en el que se halla el Soma, los restos del Gran Alejandro.

Lo contó todo: también que para borrar las huellas de la trama había ordenado la desaparición de cuantos habían participado en las diferentes fases de la conspiración. Demeratu y Miss Lisi habían sido simples instrumentos; necesarios, pero irrelevantes, y por lo tanto prescindibles; el caso de Milena Tomic era diferente, la consideraba una traidora, y —según dijo— al traicionar a la «Gran Macedonia», ella misma había firmado su sentencia de muerte.

También les contó algo que los policías ni sabían ni sospechaban: él, Merkurio, había mandado profanar el cráneo del rey Filipo II de Macedonia para conocer su ADN y estar seguro de que coincidía con el de las reliquias conservadas en San Marcos.

—Pero —preguntó desconcertado Philippe de Vaucluse— ¿para qué lo mandó sustraer si no podía darlo a conocer sin delatarse, descubriendo que había perpetrado un robo en Vergina?

El anciano soltó una carcajada. Su mirada era la de una persona enajenada.

—Me daba igual; no iba a pasar nada que no hubiera pasado ya. Para mí —añadió— lo más importante era estar seguro de que eran los restos del Gran Alejandro y de Filipo, el uno confirmaba al otro y de paso se hablaba en todo el mundo de la Macedonia histórica. Ustedes no pueden comprenderlo —dijo mirando con desprecio a los tres policías.

—Pero ¿qué conseguía con eso? —preguntó Marco Sforza.

—Lo que ya he logrado: sembrar la semilla de la duda y que en el mundo entero se hable de Macedonia y de nuestros derechos históricos. Esa duda —dijo el anciano con una extraña luz en los ojos— atravesará los siglos porque el alma macedonia no conoce la derrota. ¡La Historia me hará justicia!

Fueron sus últimas palabras.

Después, con inopinada rapidez, el hombre que se hacía llamar Merkurio abrió el cajón de la mesa y extrajo una pistola. Era su Walter PPK.

Sin que ninguno de los presentes pudiera impedirlo, metió el cañón del arma en la boca y disparó.