En el mundo de las nuevas tecnologías, ser el último a la hora de implantar un sistema tiene sus ventajas: cuando el esperado equipo llega, suele ser el más moderno. Es el caso del sistema informático empleado por la Policía de Croacia. Sus equipos son de última generación.
Gracias al potente ordenador que manejan en la sede central de la Policía, en Zagreb, la inspectora Ivana Marulic obtuvo aquella misma mañana la lista y direcciones de todas las personas y empresas que entre los años 2000 y 2003 habían adquirido un vehículo todoterreno modelo Touareg de la marca Volkswagen. De los noventa y tres vendidos, una decena pertenecían a un organismo regional encargado de la conservación del paisaje; el resto habían sido adquiridos por particulares.
—Tenemos trabajo. Éstos —dijo la inspectora señalando la lista en la que aparecían nombres y direcciones— son los compradores. Habrá que ir uno por uno comprobando cómo están los coches, en el caso de que no los hayan vendido…
—Sí, tenemos trabajo —convino el comisario.
—Si le parece bien, creo que de la lista habría que aparcar de momento los coches oficiales, que son diez, y también estos otros dos porque según dice en el informe han sido dados de baja por siniestro total —añadió la mujer.
—Bueno, pues entonces, según mis cálculos, «sólo» nos quedan ochenta y uno; no está mal para empezar, ¿no le parece? —comentó el francés con guasa.
—Bueno, pues esto sí que reclama trabajo de calle. Aquí no hay programa informático que valga, hay que ir casa por casa y ver cómo están los coches.
—Sí, ahora es cuando vamos a tener que pedir ayuda a sus colegas de aquí. No sé cómo andarán de plantilla…
—Mal, como supongo que ocurre en Francia —replicó la inspectora.
—Sí, por los comentarios de los colegas, la precariedad de plantillas es casi un mal universal, salvo en el caso de Estados Unidos y de Alemania.
—Es que son ricos.
Los dos policías se rieron. La inspectora Marulic sacó varias copias del informe y las guardó en una carpeta.
—Voy a ir a hablar con el comisario jefe de Dubrovnik. Como tiene instrucciones de la Dirección en Zagreb, no creo que ponga dificultades para cedernos durante unos días a unos cuantos agentes y formar un equipo. Mientras vuelvo, yo que usted me iría a dar una vuelta por el centro. Como habrá visto cuando veníamos hacia aquí, la calle principal está llena de cafés —dijo la mujer.
—Buena idea. Saldré a dar un paseo; como tiene usted mi móvil, si le parece bien, cuando haya terminado con su comisario, me llama y empezamos —respondió Philippe de Vaucluse.
Cuando el policía salió a la calle, el sol bruñía los tejados de las elegantes casas de piedra que a uno y otro lado de la Stradun, la calle principal, parecen escoltar lo que antaño fue el cauce de un arroyo y hoy es un paseo empedrado. Tardó poco en encontrar un café con mesas en la calle. Se sentó junto a una que estaba cerca de la pared, consultó una carta, pidió un cappuccino y, mientras aguardaba la llegada del camarero, marcó el número de Marco Sforza.
—Marco, soy Philippe, ¿por dónde andas?
—Estoy dando una vuelta por la ciudad; ya me he recorrido la muralla. ¡Es impresionante! Ahora estoy saliendo del convento de los franciscanos, el que bombardearon durante la guerra y una de las bombas no explotó.
—Ah, sí, sí, me han contado esa historia. Mira, Marco, yo estoy ahora al final de la calle principal, en un café que está cerca de la Columna de Rolando, la estatua que llaman el «codo de Dubrovnik». No tiene pérdida porque, como te digo, está al final de la calle al lado de la puerta de la muralla donde cenamos anoche. Si te pierdes pregunta. Te espero, ¿vale?
—Hecho. Pídeme un café, voy para allá.
Quince minutos después, los dos policías estaban frente a frente. Philippe de Vaucluse le contó a Sforza que la inspectora estaba tratando de conseguir que el jefe de Policía de Dubrovnik asignara unos cuantos agentes al caso para iniciar la investigación visitando a cada uno de los propietarios de los Touareg vendidos en la zona.
—Hasta ahora, todo va bien. Los croatas se están portando estupendamente.
—Estoy asombrado —respondió el italiano—. Quiero decir que me admira el celo que están poniendo en el caso. Debe de ser porque les has impresionado con tu tarjeta de «director de Interpol».
—Bueno, supongo que eso ayuda, ten en cuenta que como aquel que dice acaban de entrar en Interpol y éste es su primer caso en colaboración con nosotros…
—Que dure.
—Sí, eso, esperemos que se mantenga tan buena disposición.
—Oye, la inspectora bien, ¿no?
—Si me preguntas que qué me parece, te diré que me parece muy competente, va al grano, no teoriza. Creo que hemos tenido suerte con ella, aunque tu presencia aquí —añadió el francés— la ha mosqueado un poco. Bueno, para ser justo, debería añadir que lo tuyo la mosquea y lo mío la intriga —concluyó Philippe de Vaucluse con una sonrisa.
—¿Lo tuyo? —preguntó Marco Sforza—. ¿Y qué es lo tuyo?
—Pues «lo mío», querido amigo, es que, según me ha dicho, no acaba de entender qué diablos hace aquí el director de Interpol investigando el caso de una pobre mujer muerta en Trieste; lo «tuyo» es más sencillo de explicar: defiende su territorio. Esto es Croacia y aquí la Policía italiana no tiene jurisdicción alguna.
—Ni la tengo, ni la pretendo.
—Está claro; si en el fondo ella misma es consciente de que estás aquí como ella podría estar en Venecia intentando seguir un caso en el que se hubiera implicado mucho. En fin, creo que es una tía legal y hay que comprender que su papel no es cómodo.
—Oye, ya que estamos hablando tú y yo solos, quiero decirte que sobre eso que has dicho de que a la inspectora la intriga tu presencia aquí, debería añadir que no está sola…
—¿Cómo? No te entiendo…
—Quiero decirte, Philippe, que también a mí me sorprendió que decidieras venir personalmente. Somos amigos y, si no te lo digo, reviento: tu reacción anoche, durante la cena, cuando ella habló de la casa esa, la de la cúpula, ¿cómo dijo que se llamaba…?
—Villa Cassandra.
—¡Eso, Villa Cassandra! Pues eso: tu reacción fue extraña, a mí me pareció, y creo que ella también lo advirtió, que no era la primera vez que escuchabas ese nombre. ¿Me equivoco mucho? —preguntó Sforza.
Philippe de Vaucluse soltó una carcajada y a punto estuvo de tirar con la mano uno de los vasos de agua que les había servido el camarero.
—¡Qué listos sois! No, Marco, no te equivocas. Creo que ya que estamos aquí, te lo voy a contar. No puedo revelarte la fuente de la que procede la información, pero, efectivamente, no es la primera vez que he oído hablar de Villa Cassandra. Tenemos fundadas sospechas de que en esa casa alguien puede estar implicado en un crimen: un asesinato político. Por eso estoy aquí: tu olfato de buen policía no te engañaba.
—¡Un crimen político! ¡Coño, era lo que nos faltaba! —exclamó el policía italiano sin poder contener su sorpresa—. ¿Lo sabe ella? —preguntó.
—Todavía no; pero creo que debo decírselo, aunque cuando lo sepa no sé si querrá guardar el secreto, porque ya te digo que no puedo revelar la fuente y esa limitación impide oficializar el caso.
—¿Me estás diciendo que la información ha sido obtenida de manera no legal? ¿Gracias a algún confidente inconfesable o tal vez escuchas telefónicas ilegales?
—Lo segundo —respondió lacónicamente el francés.
—¡Joder!
—Hay más, Marco. ¿Recuerdas el hacker que entró en vuestros archivos en Roma y pirateó lo que los periodistas de tu país llaman el «Informe San Marcos»?
—¡Cómo no voy a recordarlo! ¡No se me olvidará nunca! Por culpa de ese cabrón, sin tener yo arte ni parte, han estado a punto de mandarme a patrullar con góndola…
—¿Y has olvidado que la cosa salió de aquí, de Dubrovnik?
—No, tampoco lo he olvidado; lo que pasa es que creo que no tenemos ninguna posibilidad de tirar de ese cabo porque el ámbito de la informática es otro mundo y se necesitarían equipos de rastreo que no tenemos…
—Nosotros no, pero un amigo mío sí.
—¿Un amigo? ¿A quién te refieres? —preguntó Marco intrigado.
—Bueno, mira, eres amigo y confío en ti. Voy a hacer un pacto contigo. Yo te cuento lo que vamos a hacer y tú te comprometes a no preguntar. ¿Aceptas?
—¿Me vas a proponer algo ilegal?
—Te voy a ayudar a resolver tu caso al tiempo que tú me ayudas a resolver uno mío sin hacer preguntas. Creo que es un buen trato.
—Está bien, Philippe, confío en ti —respondió el policía italiano—. No habrá preguntas, pero que no pregunte yo no quiere decir que no pregunte ella —añadió refiriéndose a la inspectora Ivana Marulic.
El director de Interpol iba a contestar cuando sonó su móvil.
—Es ella… ¿Sí, inspectora? ¡Estupendo, la felicito! Voy para allá enseguida. Gracias.
Philippe de Vaucluse colgó el teléfono y se quedó mirando fijamente a su amigo.
—Marco, me está esperando ya en la Jefatura. ¡Es increíble! Me ha dicho que ya tenemos a seis agentes a nuestra disposición para iniciar la investigación de los coches y que se pueden poner a trabajar esta misma tarde en cuanto ajusten los turnos. Si no se tuerce, creo que vamos a tener resultados en muy poco tiempo. ¡Camarero! —llamó.
—No, deja, deja —le interrumpió el italiano—, los cafés corren de mi cuenta.
—Bueno, te llamo luego y si he podido hablar con ella para ponerla al tanto de lo otro, te lo digo; si no, hasta que yo no hable primero con ella procura no decir nada que le haga pensar que le ocultamos algo. Eso la cabrearía y la perderíamos, ¿entendido?
—Sí, claro. Esperaré a que me digas algo. No te oculto que me intriga eso que decías de ese amigo tuyo que nos iba a ayudar. ¿Está también él aquí, en Dubrovnik?
—Él no, pero un barco suyo sí. Ya te contaré. Ahora me voy, no quisiera llegar tarde.
—A este paso, esto va a ser el camarote de los hermanos Marx —dijo Marco Sforza, pagando la cuenta y dejando propina.
Se separaron. El italiano se dirigió a su hotel a dejar la chaqueta; hacía calor y se había equivocado de ropa. En el casco viejo de Dubrovnik no circulan los coches, así que Philippe de Vaucluse tuvo que cubrir a pie el recorrido hasta la Jefatura de Policía. Al llegar, la inspectora Ivana Marulic le estaba esperando.
—¿Qué tal su amigo el comisario? —preguntó la mujer.
—Muy bien, gracias —respondió el francés—. Le manda saludos. Me ha dicho que va a tomarse las cosas con calma y que, en fin, espera que le vayamos informando.
—Así será, pero a su debido tiempo. Como le dije, dentro de dos horas, tres a lo sumo, tendremos ya formada la brigadilla de agentes para empezar la investigación. Les manda el sargento Magdag, ¿quiere usted conocerle?
—Sí, por supuesto.
Tras conocer al sargento, éste les explicó que Dubrovnik tiene alrededor de cincuenta mil habitantes y que, puesto que en la ciudad vieja no está permitida la circulación de vehículos, los propietarios de coches que trabajan en los comercios, restaurantes y demás establecimientos turísticos aparcaban en dos aparcamientos que hay en la parte exterior de la muralla, y, por supuesto, en los aparcamientos particulares de las casas y edificios de la ciudad moderna crecida extramuros.
Procediendo con meticulosidad, durante los tres días siguientes los policías fueron visitando uno a uno a los propietarios de coches de las características del señalado por los técnicos del laboratorio de la Policía de Trieste. Fueron inspeccionando y descartando caso por caso hasta que en la lista sólo quedaron tres vehículos cuyos dueños no estaban localizables. Uno de ellos, según sus vecinos, implicado en asuntos turbios durante la guerra, se había ido hada tiempo a Bolivia, país sudamericano en el que tenía parientes; del otro, que era militar y había estado en la Legión Extranjera francesa, nadie sabía nada, pero hablando con los vecinos los agentes llegaron a la conclusión de que podía haber vuelto a su antiguo destino. El tercer vehículo del que tenían constancia y no habían podido inspeccionar ni hablar con su propietario pertenecía a una empresa editorial cuyo Presidente, según constaba en el informe redactado por el agente encargado, era el magnate de las finanzas Mirko Lauer. Aunque la empresa propietaria del vehículo estaba domiciliada en otra calle, el policía había añadido como dato complementario que el mencionado señor Lauer era el dueño de Villa Cassandra, una residencia veraniega cuya dirección se adjuntaba en el informe.
Cuando tuvo el documento en la mano, la inspectora leyó el informe en voz alta traduciéndolo sobre la marcha al inglés.
—¿Cree usted en las casualidades, Ivana? —preguntó el comisario.
—Sí y no. A veces las cosas no son lo que parecen, aunque debo admitir que ya es casualidad que hace tres días, durante la cena en el arsenal, surgiera este nombre y hoy aparezca en la lista de propietarios. Pero las apariencias engañan y creo que no deberíamos apresurarnos.
—No recuerdo haber dicho que debamos hacerlo.
—Es verdad, pero intuyo que lo está pensando, ¿a que sí? —preguntó la mujer.
—Se equivoca. Creo que hasta que sus agentes no completen el trabajo de campo, ni podemos ni debemos realizar conjeturas ni sobre ése ni sobre ningún otro nombre —respondió Philippe de Vaucluse disimulando el extraño presentimiento que se había apoderado de su cerebro—. Lo que sí creo que sí se podrá hacer es que uno de sus agentes se acerque a esa casa… ¿cómo habíamos dicho que se llamaba?
—Villa Cassandra.
—Eso, Villa Cassandra. Como le decía, creo que podría acercarse hasta la casa y preguntar. Puede que el coche esté en el garaje, ¿no le parece?
La inspectora Marulic aceptó la idea y ordenó a uno de los agentes que se acercara a la villa para indagar sobre el paradero del cuatro por cuatro de color negro que andaban buscando.