Al igual que sucede con los vinos de Oporto —que mejoran al mezclar caldos nuevos con viejos—, así ocurre también, a veces, entre policías cuando ocasionalmente se ven obligados a trabajar en equipo agentes de edad y experiencia diversa. Marco Sforza traía escrito en la mirada el estrés de caballo que arrastraba y, cuando Philippe de Vaucluse se lo presentó a Ivana Marulic, la inspectora sintió ganas de adoptarlo.
—Marco, estás desconocido; tienes el aspecto de cinco kilómetros de mala carretera —comentó el francés.
—¿Sólo cinco? —preguntó el italiano—. Creo que, por lo menos, deben de ser cien, diez por cada uno de los días que llevo prácticamente sin dormir a vueltas con este caso que me trae de cráneo.
—La verdad —añadió la inspectora— es que no tiene usted muy buena cara. Debería tomarse esas «vacaciones» a las que se refería el comisario De Vaucluse cuando me explicó quién era usted y a qué había venido a mi país.
—¿Vacaciones? ¡Quién las pillara! La verdad es que falta me hacen, pero no puedo, ahora mismo estoy como los ciclistas primerizos: si me paro, me caigo —respondió Sforza—. Quiero terminar cuanto antes —prosiguió—, y quiero agradecerle su cordialidad al permitir que me incorpore al equipo, aunque sea a título de «observador».
—Eso debe quedar claro desde el primer momento, comisario —respondió la mujer en un italiano cuya precisión sorprendió a Marco Sforza.
—¿También habla usted mi lengua? ¡Es usted un pozo de sabiduría! Perdone, la he interrumpido…
—No tiene importancia, en Croacia casi todos hablamos dos o tres idiomas… Volviendo a lo que le decía…
Fue el director de la Interpol quien interrumpió la conversación.
—Sobre este aspecto de la cuestión, no debe haber malentendidos, ni el desarrollo de la investigación puede dar pie a suspicacias. Esto —añadió señalando con un dedo el suelo— es territorio croata, y en Croacia la jurisdicción corresponde a la Policía croata. El comisario Sforza lo sabe, inspectora; créame que por ese lado no habrá ningún problema. Más problema veo en algo menor pero urgente a estas horas de la tarde: me refiero a encontrar habitación en algún hotel para mi amigo el comisario. Estamos todavía en septiembre y hay muchos turistas.
—Sí, afortunadamente, Croacia está de moda entre los turistas del resto de Europa como destino de vacaciones; eso es bueno para mi país.
—Y para los turistas, porque la vida está aquí mucho más barata que en Italia o España —añadió el policía italiano.
—Sobre todo si la comparamos con Venecia —terció el francés—. Bueno, ¿qué les parece si buscamos un hotel para el comisario Sforza y, después, nos vamos a cenar para planificar el trabajo de mañana? Invita Interpol.
—No sé lo que pensará la inspectora Marulic —dijo el comisario jefe de Venecia—, pero, planteado así, creo que no hay nada que objetar, al menos por parte italiana.
—Croacia vota «sí» —respondió la inspectora mostrando por primera vez una sonrisa.
Encontraron habitación para el comisario Sforza en el hotel Argentina. No había ninguna libre en el Excelsior, donde se alojaba el francés. Los hoteles estaban muy cerca uno del otro, pero el segundo tenía cuatro estrellas y el primero, tres.
—Se nota que todavía hay clases y que el que manda manda —dijo en tono de broma Sforza, saliendo al paso del lamento de su compañero por no poder estar en el mismo hotel—. Si te digo la verdad —añadió—, con tal de poder dormir algo, me conformaría hasta con una celda de convento.
Fueron a cenar a una taberna del puerto viejo que tenía mesas al aire libre y estaba situada en el antiguo arsenal de la ciudad. Aparte del menú, dictado directamente por la cercanía del mar, el mayor espectáculo del lugar en el que se sentaron era el nomadeo de turistas, muchos de los cuales habían llegado durante el día en alguno de los grandes transatlánticos internacionales que rendían periplo en la ciudad.
Durante la cena, a Marco Sforza, que estaba sentado de espaldas a la puerta principal de la muralla, le llamó la atención una cúpula iluminada de color azul que se veía a cierta distancia; era el remate de hechuras orientales de una casa construida en la mitad de un farallón muy pronunciado.
—Parece una mezquita, ¿verdad? ¿Qué es aquella construcción? —preguntó.
—No lo sé —respondió la inspectora—, a mí también me ha llamado la atención; pero una mezquita, no sé… Después de lo que pasó en la guerra de Bosnia, me extrañaría. Voy a preguntárselo al camarero.
A una señal de la mujer, se acercó uno de los camareros, un hombre de mediana edad. Le sorprendió que la mujer se dirigiera a él en su lengua. Como quedaba reflejado en la factura de la cena que estaba preparando, les había tomado por turistas. Cuando se despidió de la mujer, el camarero se metió en el establecimiento y le dijo algo a uno de sus compañeros.
—Tal y como yo decía, no es una mezquita. Es una casa de mucho lujo, una residencia particular; tiene hasta un nombre propio. Me ha dicho que se llama Villa Cassandra, pero aquí todos la conocen como la «Casa del Americano». Su propietario es un hombre muy rico, no es de aquí, pero viene a menudo. Se llama Mirko Lauer —respondió la inspectora.
Al oír el nombre de Villa Cassandra, Philippe de Vaucluse, que estaba de espaldas a la casa, giró como impulsado por un resorte y fijó sus ojos en aquella luz azul brillante que parecía colgada del acantilado.
—¿Cómo le ha dicho que se llama el dueño de la villa? —preguntó el francés sin acertar a disimular el repentino interés que había despertado en él la información del camarero.
Fue Marco Sforza quien respondió:
—Creo que ha hablado de un tal Lauer, o algo así.
—Sí, ha dicho que la casa pertenece a Mirko Lauer, un financiero de origen macedonio que es bastante conocido en los países de lo que era la antigua Yugoslavia —dijo la mujer—. Toda la gente que tiene más de cincuenta años conoce la historia de Mirko Lauer. Emigró a América y se hizo multimillonario, pero se llevaba bien con Tito y también tenía negocios aquí. Es una especie de Carlos Slim, el magnate mexicano, creo que de origen libanés, que es el rey de la telefonía en América Latina.
—¿Cómo es físicamente? —preguntó el director de Interpol.
—Es mayor, debe de tener alrededor de los setenta, y su aspecto es impresionante. De joven debió de medir sus buenos dos metros. Físicamente, yo diría que tiene un vago parecido con Donald Trump, el millonario norteamericano, pero, en fin, no me hagan mucho caso porque nunca le he visto de cerca; hablo porque recuerdo haberlo visto alguna vez en la televisión y en alguna revista —respondió la inspectora Marulic.
Philippe de Vaucluse pagó la cena. Para confusión del camarero que estaba convencido de que los ocupantes de la mesa eran croatas, el comisario, que dejó propina, le dio las gracias en inglés.
Después de cenar, al comisario Sforza le dejaron en su hotel con el compromiso de que no pusiera en hora el despertador, descansara y así pudiera recuperarse. La inspectora también acompañó a Philippe de Vaucluse hasta la puerta del hotel y se despidió quedando citados para el día siguiente a las ocho de la mañana en la Jefatura de Policía de Dubrovnik.
Ivana Marulic llegó media hora antes que su colega y cuando éste preguntó por ella, el agente de uniforme que montaba guardia, un mocetón que debía de medir sus buenos dos metros, le acompañó sin despegarse de su lado hasta el flamante despacho que habían habilitado para la inspectora.
—En Zagreb también madrugan —dijo a modo de saludo la mujer—. Han llamado desde la Dirección General y, como decimos por aquí, ha sido mano de santo. Siéntese —añadió señalando una silla que estaba colocada con el respaldo inclinado sobre el borde de una mesa en la que sólo había un teléfono.
—Chapeau —dijo en francés el comisario—. Me rindo ante la eficiencia croata. Y no es un cumplido —añadió—. Hasta a mí, y eso que soy el director, me habría costado conseguir un despacho de un día para otro en la sede central de Lyon.
—Bueno, creo que ustedes tienen un dicho que asegura que lo que bien empieza, bien acaba…
—Así es. Bien, ¿por dónde cree que deberíamos empezar? —preguntó el francés.
—Pues creo que lo mejor sería por pedir que nos traigan un café. ¿Le parece? —preguntó la inspectora con ironía.
—Me tomé uno esta mañana, pero no me importa repetir, gracias… Una pregunta, ¿le molesta que la llame por su nombre? —preguntó el comisario.
—No, claro que no. Puede usted hacerlo, si le resulta más cómodo.
—Gracias, Ivana. Verá, «cómodo» no es exactamente la palabra, lo que pasa es que, bueno, mire, me he pasado la mitad de mi vida en la calle como comisario en algunos de los distritos más duros de París, y la verdad, aunque ahora estoy donde estoy, sigo siendo un flick. ¿Sabe usted lo que es un flick?
—Sí, un «madero»; he visto por la televisión alguna de las viejas películas de Alain Delon en las que hacía de policía duro.
—Y también de malo. ¿Recuerda usted El samurái?
—¿El samurai? Por ese título la verdad es que no me suena.
—Seguro que la ha visto. Era una en la que hacía de killer, pero respetando un código, que le hieren por salvar a una chica y él mismo se cura las heridas de bala…
—¡Ah, sí, sí! Aquí se estrenó con otro título. Sí, sí la recuerdo.
—En fin, pues eso, que si no le importa la llamaré por su nombre: Ivana. Si quiere, a mí puede llamarme por el mío: Philippe.
—Gracias, comisario, digo, Philippe… —respondió la mujer, un tanto confusa—. Es la falta de costumbre —se excusó.
—Ya nos iremos acostumbrando. Después del café, ¿por dónde quiere que empecemos a mirar?
—He pedido a Tráfico de aquí y también al Ayuntamiento de Dubrovnik que nos echen una mano y nos faciliten datos sobre el número de licencias del tipo de coche que buscamos; todavía es pronto y hasta bien entrada la mañana no creo que podamos tener nada. Quedamos en que estamos buscando un Touareg, un cuatro por cuatro de color negro. ¿Es eso? —preguntó la inspectora.
—Exactamente eso. Un vehículo de ese color que tenga un golpe en el parachoques o que haya cambiado hace muy poco de parachoques y luzca uno nuevo.
Mantenían la conversación en francés, pero los dos guardaron silencio cuando llamaron a la puerta y una mujer vestida de uniforme pidió permiso para entrar. Llevaba en la mano una bandeja con dos tazas de café.
—Déjelas ahí —dijo Ivana Marulic dirigiéndose en croata a la mujer—. Gracias —añadió.
Cuando la mujer abandonó el despacho, la inspectora prosiguió:
—Anoche parecía tener usted mucho interés en saber cosas de Villa Cassandra. Dígame una cosa —añadió la inspectora mirando directamente a los ojos al comisario—, ¿a quién estamos buscando?
Philippe de Vaucluse sostuvo la mirada, pero no pudo evitar que la risa se apoderara de él.
En ese momento llamaron a la puerta y el coloso de uniforme, sin franquear el umbral, se dirigió a la inspectora para decirle que un hombre de nacionalidad italiana preguntaba por ella.
—Su amigo el comisario Sforza —dijo la mujer— está aquí.
—No nos ha hecho caso y ha madrugado —respondió el francés—. ¿Le parece bien que pase? —añadió.
—Sí, ya le he dicho a mi compañero que le haga pasar.
En aquel momento alguien golpeó con los nudillos en el cristal de la puerta del despacho.
—¿Dan ustedes su permiso? —preguntó una voz bien timbrada.
—Avanti! —respondió en italiano la inspectora Marulic.
—¡Buenos días, amigos! —dijo el recién llegado con la energía propia de quien está sano y ha pasado buena noche.
—Pareces otro hombre —comentó Philippe de Vaucluse observando la transformación que se había operado en el aspecto de su amigo.
—¡Soy otro hombre! Deben perdonarme, pero ayer estaba muerto…
—Parece que dormir le ha devuelto al mundo de los vivos —dijo la inspectora esbozando una sonrisa.
—Así es; espero no molestar —añadió el italiano mirando a sus colegas.
—No, no molesta, pero, sin ser descortés, quisiera recordarle que usted no puede participar en la investigación. Está aquí como observador, ¿recuerda?
—Perfectamente. Porque lo recuerdo, es por lo que me he adelantado a venir para decirle a usted y también al comisario que entiendo perfectamente cuál debe ser mi papel en esta fase de la investigación y por eso he decidido esperar a que sean ustedes quienes me digan lo que debo hacer, en el caso de que me necesiten; así que he decidido convertirme en turista. ¿Me permite un papel? —preguntó señalando un taco de post-its de color amarillo.
—Sí, claro, coja usted los que necesite —respondió la mujer.
—Mire, aquí le apunto el número de mi móvil —dijo el policía italiano—. Si me necesita, llámeme. Tú —añadió, mirando a Philippe de Vaucluse— ya lo tienes.
El francés asintió.
—… En fin, acabaré creyendo en los milagros. Va a ser verdad que voy a tener algo de vacaciones —exclamó Marco Sforza con una sonrisa forzada.
—Le tendremos al tanto, comisario. Lo siento, es la ley, esto no es Venecia —dijo la inspectora con voz neutra.
—Lo fue; un día perteneció a Venecia, cuando antes de llamarse Dubrovnik los venecianos la llamaban Ragusa; pero no tema, los tiempos de las colonias, afortunadamente, quedaron atrás —contestó el italiano.
—Afortunadamente —respondió con sequedad la mujer.
—Bueno, bueno, si nos ponemos así —terció el comisario Vaucluse—, tendré que recordar que en tiempos de Napoleón también perteneció a Francia. Creo, Marco, que lo mejor será que aproveches el día. Vamos a organizamos y a investigar sobre el Touareg. Con el permiso de la inspectora Marulic, en cuanto tengamos alguna novedad, ella misma te lo hará saber. ¿No es así, inspectora?
—Sí. Es lo acordado.
Marco Sforza no dijo más, se despidió, dio media vuelta y salió al encuentro de aquella hermosa pero claustrofóbica ciudad convertida en una gran tienda para turistas. Una tienda rodeada de las almenas más transitadas del mundo después de las de la Gran Muralla china.