Camino de Dubrovnik, el coronel Bojislav Bojovic recordó la reacción que había tenido Merkurio cuando le informó del resultado del viaje a Trieste.
—Señor, misión cumplida —había dicho, buscando la aprobación del anciano.
—¿La mujer fue «sancionada» sin problemas? —había preguntado el magnate.
—Así es; tuvimos que…
—¡Ahórreme los detalles! ¡No quiero saberlos, no dispongo de tiempo! —le había interrumpido el hombre que había ordenado la muerte de Miss Lisi.
El coronel no había replicado. Acostumbrado a mandar en la Milicija, también obedecía de manera perruna a sus superiores. Merkurio, echando mano de sus influencias, le había salvado de un proceso por crímenes de guerra y por eso le estaba inmensamente agradecido. La misma mano que había hecho desaparecer su expediente en el Estado Mayor del Ejército serbio había colocado en su lugar una hoja de servicios impecable, hecho este que reflejaba el currículo que en aquellos momentos manejaban algunos periodistas que trabajaban en la prensa controlada por Merkurio y desde la que pedían abiertamente el nombramiento del coronel para sustituir en el cargo a la desaparecida viceministra del Interior.
—Coronel —había añadido el anciano—, hay muchas posibilidades de que dentro de muy poco usted pueda sustituir a Milena Tomic en el Ministerio del Interior. Precisamente por eso, porque son muchas las papeletas que tenemos, conviene que los próximos días no haga usted nada que llame la atención. Lo mejor será que vaya a Villa Cassandra; quédese allí y cuando aquí estén las cosas más claras, ya regresaremos.
—Como usted diga, señor, pero si, como dice, lo del ministerio está al caer, ¿no sería mejor que me quedara en Skopie?
—No. Sé lo que me digo. Aquí, con la oposición intrigando y los periodistas, como siempre, enredando, corre usted el peligro de abrir la boca más de la cuenta. No, vuelva a Dubrovnik. Yo también voy a volver allí, a esperar a que el panorama se clarifique. ¡Ah!, por cierto, cuando llegue, dígales al profesor Wagner y al doctor Sharp que estoy satisfecho de su trabajo y que, de acuerdo con lo convenido, recibirán en su banco la retribución pactada. Dígales también que pueden marcharse.
—Sí, señor. Se hará como usted dice —había respondido el coronel evocando la figura del profesor alemán y de su elegante esposa.