Capítulo 50

En Skopie los acontecimientos se precipitaban. Cuando ya parecía que la prensa no podía ir más lejos en sus lucubraciones —sobre todo algunos medios que habían dejado volar la imaginación a la hora de interpretar los resultados del estudio de los ADN mitocondriales de la población y la notable similitud del tipo de RH—, estalló otra bomba informativa. El Correo, el periódico que dirigía Sertzan Kostovsky, publicaba una entrevista con Mirko Lauer en la que el magnate se postulaba abiertamente como candidato a la Presidencia de la República llevando como punto principal de su programa de Gobierno la reclamación ante las instancias internacionales de lo que llamaba el «ámbito macedonio histórico». Preguntado por el periodista que firmaba la entrevista si aquella idea anunciaba un litigio con Grecia —país cuya región septentrional se llama precisamente Macedonia—, el financiero contestaba que los derechos históricos de los macedonios eran incuestionables. Sus declaraciones concluían asegurando que la salida «natural» de su país al mar era el puerto macedonio de Tesalónica. «Una ciudad —decía— fundada por el rey Casandro, un rey macedonio, como nosotros».

Las declaraciones del magnate habían provocado gran malestar entre la clase política del país. El presidente Mitrovic le había pedido a su jefe de Gabinete que convocara a la mayor brevedad al ministro de Asuntos Exteriores.

—Está loco, ese viejo se ha vuelto loco. ¿A quién se le ocurre reclamar Tesalónica así, sin otro preámbulo, como quien pide dos terrones de azúcar para el café? —dijo el Presidente dirigiéndose a Ivo Pec, su joven jefe de Gabinete.

—Sí, la verdad es que suena fuerte, pero el viejo es un zorro… Las encuestas dicen que no va tan desencaminado como parece. Hay mucha gente que piensa como él —contestó con voz muy calma el joven.

—No me extraña nada lo que digan las encuestas teniendo en cuenta las cosas que viene publicando la prensa en los últimos días. Ya hemos hablado del gol que alguien nos ha metido con lo del informe de los ADN y los Rh. Por cierto —enfatizó el Presidente—, que el ministro de Sanidad todavía no nos ha dado una explicación plausible de por qué de una cosa se pasaron a otra. Cuando termine la reunión con Mitvol y con Djilas —añadió refiriéndose a los ministros de Interior y Exteriores—, quiero hablar con el ministro de Sanidad. Recuérdamelo.

—Desde luego, Presidente.

—Volviendo a lo de Lauer, yo creo que se ha vuelto loco; que quiere ser Presidente a toda costa y puesto que falta un año para las elecciones, ha montado esta traca a modo de arranque de su campaña electoral.

—¿A qué se refiere, concretamente?

—¡Está muy claro, Ivo! ¿Es que no lo ves? Hasta un niño se daría cuenta de que Lauer está detrás de lo que viene publicando El Correo. ¿A quién si no le interesaría crear esta agitación removiendo ahora los huesos de Filipo II y de Alejandro de Macedonia?

—¡Hombre, Presidente! Creo que todos los macedonios sabemos que son nuestros antepasados… —dijo el joven en un pronto de sinceridad que descubría su forma de pensar.

—¡Claro que lo sabemos! Pero ¿qué efectos políticos tiene? Precisamente nuestra obligación como políticos —contestó el Presidente— es prever los acontecimientos, anticiparnos a los problemas y, en primer lugar y lo primero de todo, no crearlos. Sobre todo si, como es el caso que nos ocupa, no estamos capacitados para gestionarlos.

—No entiendo muy bien a qué se refiere cuando dice que no podríamos gestionar…

—Quiero decir —interrumpió el político— que en este momento no nos podemos permitir el lujo de un enfrentamiento abierto con Grecia. No tenemos fuerza ni aliados políticos exteriores para sostener un pulso con Atenas: así de claro.

—Pero lo que dice Lauer —arguyó el joven— es que habría que implicar a las instancias internacionales, no habla de otra cosa.

—¿Y de qué podría hablar? ¿De invadir Grecia y llegar por la fuerza hasta Tesalónica? ¿Con qué piensa hacerlo, embarcando a nuestro minúsculo ejército en su yate? ¡No, hombre, no! Ese hombre está loco y es un peligro. De eso quiero hablar con el ministro de Interior —concluyó el mandatario.

—Bueno, Presidente, yo creo que lo que dice Lauer tiene mucho eco en el país y sería un error político ir abiertamente a por él. Tenemos todavía un año de legislatura por delante y aunque usted tiene dicho que no vuelve a presentarse, está el partido y hay muchos intereses en juego. Lauer es muy poderoso, controla buena parte de la prensa y nos puede crear muchas dificultades estos doce meses que nos quedan.

—¿Y qué me aconsejas? ¿Que me quede cruzado de brazos mientras ese chiflado y su televisión y sus periódicos se dedican a soliviantar a la gente empujándonos poco menos que a declarar la guerra a Grecia? —respondió el Presidente elevando la voz.

—No, Presidente, no estoy diciendo eso; lo que digo es que éste es un asunto que tiene mucho cuerpo y no se puede despachar así como así. Quiero decir, si me lo permite —añadió el joven recuperando su habitual tono de voz monocorde—, que coincido con usted en que no debemos permitir un desbordamiento del tema, pero también creo que no podemos crearnos un enemigo procediendo abiertamente contra Mirko Lauer. A mi juicio, lo mejor sería estudiar los puntos débiles de su proyecto y hacer que nuestra gente en la televisión y los periódicos los destaque, pero, para evitar señalarle como enemigo, yo intentaría separar la crítica al proyecto de lo que es la persona. Lauer es uno de los personajes más populares del país y tiene seguidores entre los empresarios y los jóvenes ejecutivos que le admiran por su éxito en los negocios; es gente que, ahora que ha decidido dar el salto a la política, probablemente acabará dándole su voto. A mi juicio, hemos de pensar en no convertirlo en mártir porque los mártires suelen conseguir la simpatía del público.

—No te sigo, Ivo; no te sigo porque creo que tu análisis parte de un supuesto que lo invalida: te gusta el proyecto de Lauer, se te nota; no puedes disimularlo. Pero yo tengo la obligación de no embarcar a Macedonia en una aventura política de resultado más que incierto. No nos engañemos, somos una pequeña nación que ha conseguido ser reconocida como Estado, pero ha sido por el desbarajuste que aparejó la desastrosa política de Milosevic. La guerra primero con Croacia y luego en Bosnia fue un error… además de un horror. Sin ese precedente nefasto, no tengo la menor duda de que seguiríamos formando parte de Serbia, pero, en fin, aquí estamos y nuestra obligación, la primera de todas, es garantizar la seguridad de nuestro país y procurar elevar el nivel de bienestar de nuestros conciudadanos —concluyó el político con la mirada puesta en un punto de la pared del despacho presidencial en el que había una bandera con los colores rojo y gualda atravesada por los rayos del llamado Sol de Macedonia.

El jefe de Gabinete comprendió que había sido demasiado explícito en su adhesión a los postulados de Mirko Lauer y plegó velas:

—Visto así, Presidente, creo que tiene razón. No estamos para aventuras.

«De momento», pensó para sus adentros Ivo Pec. Lo pensó, pero no lo dijo.

—Desde luego que no. Ah, no te olvides de convocar a los ministros —ordenó el político con gesto cansado.

—Ahora mismo les llamo, Presidente.