Amedeo Gualtieri acompañó a su amigo el comisario Sforza hasta el laboratorio de la Policía de Trieste. Le había llamado por la mañana a primera hora y Sforza se presentó en Trieste un par de horas después.
Cuando llegaron les estaba esperando Aldo Mazzini, el responsable del departamento.
—¿Os conocéis? —preguntó Gualtieri.
—No, personalmente no, pero ¿quién no ha oído hablar del comisario Sforza? —respondió el jefe del laboratorio con una sonrisa que redondeó una cara presidida por unas enormes gafas.
—Ya será menos —replicó Sforza, incómodo, como siempre, ante el menor halago.
—¿Tenéis ya resultados? —preguntó el jefe de Policía de Trieste.
—Sí, tenemos el análisis de las diatomeas.
—¿Y ésas quiénes son?
—«Ésas», como las llama usted, jefe —respondió Mazzini—, son unas algas; algas microscópicas que se encuentran en todas partes donde hay agua: en los mares, los lagos, los estanques y los ríos; incluso en las piscinas. Sólo el agua potable de las ciudades escapa a sus afanes colonizadores —dijo el técnico con el aplomo de quien dicta una conferencia—. ¿Por qué nos interesamos por ellas aquí, en este laboratorio? —prosiguió—. Pues porque pese a su minúsculo tamaño, que se mide en micrones, en milésimas de milímetro, tienen un esqueleto de sílice que es indestructible. ¿Recuerda los fósiles?
—Sí, claro —respondió el jefe de Policía, sin acabar de ver la relación a la que aludía el experto.
—Pues gracias a ese esqueleto de sílice nos permiten saber si una persona ha muerto ahogada. Después de un accidente o de un homicidio, como podría ser el caso que nos ocupa, si un cuerpo ha entrado en contacto con el agua, ésta se mete con fuerza en los pulmones y, llevadas por el flujo, las diatomeas, gracias a su minúsculo tamaño, consiguen atravesar los alvéolos pulmonares intentando ganar otro fluido: en este caso la sangre. A partir de ahí —prosiguió Mazzini—, se expanden por todos los órganos, por todos los tejidos, llegando incluso a penetrar hasta la médula de los huesos. Sólo es cuestión de tiempo; y, analizando lo que podríamos llamar el grado de «colonización» que ha conseguido sobre el cuerpo sumergido, podemos establecer el tiempo que lleva éste en el agua y también, en función de las diferentes especies de diatomeas encontradas en el cadáver, se puede establecer si el ahogamiento se produjo en el lugar en el que ha sido encontrado o en otro sitio —concluyó el experto quitándose las gafas y mirando a los dos hombres con cara de alumno aplicado.
—Estoy impresionado, de verdad —dijo el comisario Sforza.
—Gracias, comisario.
—Bueno, Mazzini, y ahora que hemos impresionado al jefe Sforza, ¿qué es lo que habéis averiguado en concreto? —preguntó Amedeo Gualtieri.
—Pues está todo aquí, en el informe que me disponía a firmar cuando han llegado: la mujer —dijo con aire solemne— llevaba cuatro días en el agua. No sé lo que habrá dicho el forense, no conozco los resultados de la autopsia —añadió—, pero repito que sobre el tiempo que ha estado en el mar no hay error posible: exactamente cuatro días.
—¡Buen trabajo, Mazzini! —dijo Sforza.
—Gracias, comisario, no hay de qué. Es nuestra obligación.
—Mazzini, también yo quiero felicitarte. Mándame el informe cuanto antes. ¡Ah, y no te olvides de firmarlo! —añadió el jefe de Policía de Trieste.
Cuando salieron hacia el despacho de la Questura, se les acercó un inspector.
—Perdón, jefe —dijo el policía.
—Sí, ¿qué pasa? —preguntó Gualtieri.
—Vengo de la morgue. Tengo una copia del resultado de la autopsia del cadáver de la mujer encontrada en aguas del puerto.
Dunia Kovacevic había muerto por causa de una fractura de las vértebras cervicales. El forense indicaba que se había producido de resultas de haber recibido un golpe muy fuerte. Como el que podría haber propinado un experto en artes marciales al golpear con fuerza y precisión en la parte posterior del cuello de la mujer.
—¡Pobre mujer! —comentó el comisario tras leer la nota con las conclusiones del informe del forense.
—Parece que la dejaron seca antes de tirarla al mar —comentó el jefe Gualtieri.
—Sí, eso mismo creo yo —contestó Sforza.
—¿Pero quién? ¿Quién ha podido hacer una cosa así arriesgándose a ser visto? Porque matarla, meterla o dejarla en el coche, llevar éste hasta el muelle y empujarlo hasta el mar lleva tiempo y mucho esfuerzo.
—No parece obra de un solo hombre.
—Sí; tienes razón, deben de haber sido como poco dos; veremos qué dicen los de «huellas», aunque éstos son más lentos que los de Mazzini, pero será también el equipo de Mazzini el que haga el test de la pintura.
—¿Te han dicho algo sobre qué tiempo calculan que les va a llevar el análisis del coche?
—No, pero si quieres, pasamos por mi despacho, te invito a un café y llamo a Mazzini para que suba y te diga cómo está la cosa.
—Me parece una buena idea.
—Un día me explicó cómo trabajan y la verdad es que son muy buenos. Lo que me dijo es que, a veces, en sus investigaciones llegan hasta un punto en el que ya no pueden seguir más porque necesitan preguntar a los fabricantes de coches por un determinado modelo y eso lleva su tiempo.
—Tiempo es lo que no tenemos en este asunto, Amedeo. Mételes prisa porque ya te digo que si no atrapamos pronto a los cabritos que han hecho esto, me veo remando en una góndola en compañía de Benzoni.
—¡No exageres, hombre! Por cierto, ¿por qué no te lo has traído hoy contigo?
—Tiene trabajo; se ha quedado en la Questura con el marrón del atestado. No sé si conoces al juez Zanetti, es la leche. Un tiquismiquis de mucho cuidado que está a la que salta deseando empapelar a todo el que lleva uniforme. Era de Lotta Continua y, chico, nos tiene enfilados a todos nosotros.
—¡Joder! A estas alturas de la película, ¿quién coño se acuerda de aquello?
—Pues éste no se ha olvidado.
—En fin, te comprendo y vuelvo a decirte que lo que necesitas son unas vacaciones: lo estás pidiendo a gritos.
—Sí, ¡para vacaciones estoy yo! Amedeo, déjate de coñas y llama a Mazzini.
El especialista era un hombre meticuloso en todo. Aceptó la invitación del jefe Gualtieri, pero le cambió el café por té indicando a la secretaria que debía ser con limón y un solo terrón de azúcar. Sentado frente a los dos jefes de Policía, Mazzini, que era químico de profesión, parecía un vendedor de libros decidido a colocar los veinte tomos de una enciclopedia.
—Mazzini, el comisario quiere que le expliques lo del test de la pintura —dijo el jefe de Policía de Trieste.
—Es muy sencillo. La pintura de los coches está compuesta de cuatro capas: una está destinada a cubrir las irregularidades del metal, otra sirve de apresto o compactación, la siguiente es la que contiene los pigmentos del color, y, por último, está la capa de barniz. Cada capa posee sus propias características y la combinación de las cuatro las convierte en algo así como una pieza única. Si se ha producido un alcance, aunque sea un simple rasguño, el roce de un coche con otro deja restos de las diferentes capas de pintura. No sé si me explico —contestó el experto con la voz cansina de quien recita por enésima vez la misma lección.
—Sí, sí, te explicas. Sigue, Mazzini, sigue, por favor —contestó el comisario Sforza mirando al jefe Gualtieri, quien también asintió.
—Pues como les decía —prosiguió el técnico—, tras el examen al microscopio de un fragmento, un resto de pintura, sometemos la muestra a diferentes pruebas. Con el espectrógrafo de infrarrojos, por ejemplo, conseguimos averiguar la naturaleza orgánica de las resinas empleadas: poliéster, poliuretano… El microscopio electrónico revela los elementos que componen las diferentes capas; otro espectrógrafo consigna la naturaleza de los pigmentos, los polímeros empleados y los estabilizantes que se han utilizado, sobre todo si en el choque se ha producido transferencia de pintura entre los vehículos implicados. Las pruebas —añadió el experto ajustándose las gafas— son concluyentes.
—Eso espero, por la cuenta que nos trae. Hablando del caso que nos ocupa, ¿cuándo vamos a conocer los resultados? —preguntó el comisario notando que la pregunta había decepcionado al experto, quien, sin duda, esperaba que sus interlocutores le permitieran seguir con la lección magistral.
—Umm, no sé, el análisis de las diatomeas ya está entregado; el test de la pintura es más lento. No depende sólo de nosotros, hay un momento en el que hemos de consultar a los fabricantes. Creo que…
—Sí —le interrumpió el comisario—, ya me ha comentado el jefe Gualtieri cómo es eso de los coches…
—Pues entonces ya conoce el dicho: quien tiene la silla alquilada no se sienta cuando quiere —contestó el experto soltando una risita que a los dos policías les hizo recordar los añorados años del Bachillerato.
—Bueno, Mazzini, déjate de filosofía y pon a tu gente a trabajar, que el horno no está para dichos; además creo que el refrán no habla de sillas, sino de culos, lo que dice es que quien tiene el culo alquilado no se sienta cuando quiere.
Mazzini se despidió de ellos y salió del despacho sin acabar el té. Marco Sforza se fue minutos después. Su amigo Gualtieri se comprometió a llamarle en cuanto los expertos tuvieran novedades sobre el coche. Le llamó al día siguiente por la tarde.
—Marco, soy yo, Amedeo. Tengo noticias para ti. Toma nota de este número de teléfono, es el de Mazzini; está esperando tu llamada.
El comisario Sforza colgó a su amigo y marcó el número del laboratorio de la Policía de Trieste.
—¿Mazzini? Soy el comisario Sforza. Me dice el jefe Gualtieri que tienes buenas noticias para mí.
—¡Hola, comisario! No sé si son buenas, pero son noticias —contestó el químico—. Si tiene tiempo, se lo explico —añadió.
—Por favor, soy todo oídos —respondió Sforza.
—Verá, hemos analizado un fragmento de pintura negra de alrededor de un centímetro que hemos encontrado en la parte frontal del volvo. El impacto del choque la fijó y, por suerte, ha resistido a la acción del agua del mar, donde, como sabemos por las diatomeas, no estuvo más que cuatro días. Fue poco tiempo, y por eso, como le decía, la pintura negra no ha sufrido alteración. La hemos analizado y hemos podido fijar su composición y, mirando en las tablas que nos facilitan los fabricantes, hemos establecido el año de fabricación del vehículo: salió de fábrica entre el 2000 y el 2003. El técnico en automóviles de mi equipo, tras analizar las características del impacto, ha llegado a la conclusión de que el coche que chocó con el volvo fue un Touareg, un modelo cuatro por cuatro de la marca Volkswagen. De este modelo hay varias decenas de miles circulando por toda Europa —concluyó Mazzini—. Con tiempo podríamos llegar hasta él… pero, como puede comprender, no es cosa de hoy para mañana, ni para pasado.
Sforza se quedó pensando, y, de repente, tuvo una corazonada. Dio las gracias a Mazzini y colgó el teléfono. Después, decidió llamar a su amigo Philippe de Vaucluse, el director de Interpol. Le encontró en su despacho de Lyon.
—¡Marco! ¿Qué se te ofrece?
—Hola, Philippe, perdona que te moleste otra vez; la verdad es que estoy un poco atacado. ¿Podrías averiguar cuántos coches modelo Touareg, un cuatro por cuatro de Volkswagen, fueron matriculados entre 2000 y 2003 en Dubrovnik? Ya sabes que está en Croacia…
—Sí, hombre, sí, sé que está en Croacia —le contestó su amigo—. No te preocupes, esa información está a nuestro alcance. ¡Qué belleza Dubrovnik!, ¿verdad? —preguntó el francés.
—Sí, desde luego, así la recuerdo; estuve una vez, de paso; fue hace años, antes de la guerra entre Serbia y Croacia, luego leí que la habían bombardeado…
—Sí, la aviación serbia destruyó parte del casco antiguo y una bomba, que por cierto no explotó, cayó en la iglesia de un monasterio franciscano. Te la enseñan cuando visitas el claustro. Naturalmente, los frailes consideran que fue un milagro que la bomba no explotara.
—¡Eso, Philippe! Eso es lo que yo necesito: un milagro, luz en el túnel.
—Ten fe, amigo; ten fe en San Marcos y en la Interpol —contestó con socarronería Philippe de Vaucluse.