Capítulo 43

Tiziana Marchesi no era supersticiosa, pero tenía algunas manías que aparejaban pequeños rituales a los que asociaba con la buena suerte. Siempre llevaba en el bolso una estampa de san Pancracio y antes de empezar un programa de televisión le daba tres vueltas a un anillo de bisutería del que nunca se desprendía. El anillo tenía historia: se lo había regalado una mujer africana a la que conoció cuando realizaba un reportaje sobre el genocidio de Ruanda.

Canale 5 tenía anunciada la emisión en directo desde Venecia del programa de Tiziana Marchesi a las 22 horas del jueves 15 de septiembre.

Cuando el programa se emitía desde la sede central del canal, la periodista acudía a la redacción para revisar el guión y discutir los últimos detalles del programa con el realizador y el productor. Después, si no tenía algún compromiso, solía almorzar en el autoservicio que había en el propio canal. Era una jornada completa de trabajo en la que los únicos momentos de relajo eran los dedicados a fumar, actividad que con arreglo a las nuevas normas antitabaco convertía a los fumadores en gentes sospechosas, apestados dispuestos a propagar una rara enfermedad que cursa rodeada de humo y que obliga a los pacientes a emigrar hacia lugares estratégicos elegidos por el departamento de Recursos Humanos. Lugares tales como antesalas de mingitorios, pasillos umbrosos y solitarios o, directamente, la intemperie. Tiziana era fumadora, aunque no compulsiva. Gracias a las normas que habían socializado la expulsión periódica de los fumadores de su mesa de trabajo, había establecido buen rollo con la gente más joven de la redacción: periodistas jóvenes y productores recién llegados que jamás habían soñado con la posibilidad de estar cerca de la presentadora más famosa de Italia y charlar con ella.

El contacto con el estrato contracultural de la redacción había rejuvenecido algunos de los enfoques de los temas que trataba en el programa. En el caso del programa especial de Venecia, los comentarios, tirando a irreverentes, de algunos de los redactores más jóvenes habían instalado en la mente de Tiziana la idea de que el programa de aquella noche, además de tratar de reconstruir el intento de robo en San Marcos, tenía que incluir algún reportaje o entrevista en el que el gran protagonista debía ser el ADN de las muestras extraídas del sarcófago del apóstol. «Da mucho morbo saber a quién tienen metido dentro. Lo mismo resulta que la reliquia es tan auténtica como los DVD que venden en los “top manta”», había comentado uno de los jóvenes redactores que llevaba las orejas anilladas. La irreverencia había dejado huella. Tiziana estaba dándole vueltas a aquella idea cuando, de pronto, recordó que a mediodía tenía una cita con el comisario jefe de Venecia. «En San Servolo, un lugar que no conozco», pensó, recordando el SMS que le había mandado el comisario diciéndole que sería más discreta aquella isla que la otra, la de San Lazzaro, donde en principio habían quedado.

Pasó buena parte de la mañana hablando por teléfono desde el hotel con la gente del equipo. Pasadas las once, salió del hotel cubriéndose la cara con unas gafas oscuras y ocultando el pelo bajo una ridícula pamela de las que compran las turistas en los puestos de la Riva degli Schiavoni. Después, en uno de los muelles donde atracan las lanchas motoras que son los taxis de Venecia, alquiló una para ir hasta San Servolo, una islita situada cerca de San Lazzaro y no lejos del Lido. La isla es minúscula y en su mayor parte está colonizada por tres edificios de aire sombrío a los que se accede tras superar un patio aterrazado cuyo límite es la plataforma de cemento que constituye el muelle. «Qué lugar tan sombrío», pensó al llegar y descender de la lancha tras decirle al taxista que no la esperara. «Confío en que llegue a tiempo; la verdad es que hoy no es el mejor día para andar jugando al “tercer hombre”», se dijo Tiziana, evocando la mítica película de Orson Welles ambientada en la Viena de la posguerra.

Consultó el reloj en el mismo instante en el que el viento traía el sonido de las campanas de la torre del cercano monasterio de San Lazzaro llamando al ángelus.

—Veo que recibiste mi mensaje. Bienvenida a Venecia. Soy Marco Sforza —dijo una voz ronca que pertenecía a alguien a quien no había visto llegar y que la sobresaltó.

—¡Eh! ¿De dónde ha salido? —preguntó alarmada la periodista—. No le he visto llegar.

—Pues estaba ahí —contestó el policía señalando hacia un punto impreciso de la minúscula dársena en la que un muro de piedra formaba una suerte de recodo.

—Gracias por venir —dijo Tiziana, reponiéndose rápidamente del momentáneo despiste.

—No hay de qué; no tengo por costumbre hablar con periodistas, pero contigo hago una excepción; la verdad es que todavía no sé muy bien por qué… —respondió el policía mirando a los ojos a la mujer, que se había quitado las gafas y sostenía la pamela con las dos manos.

—Quizá sea porque ha entendido que tengo interés en contar objetivamente la historia de lo que pasó en San Marcos la noche del primero de septiembre y, por supuesto, también lo que ha pasado después: me refiero al polémico informe del ADN… En fin, ya sabe a qué me refiero.

—Sí, supongo que ése es tu interés, pero permíteme que te diga, y te ruego que no te ofendas, que cuando oigo que un periodista habla de objetividad, me da la risa —contestó con rudeza el comisario.

—No me ofendo, comisario; me entristece. Porque es verdad que en mi profesión hay muchos intrusos y mercenarios que sólo sirven a sus amos o a intereses bastardos; como hay, permítame que se lo diga y ahora soy yo quien le pide que no se ofenda, como hay, digo, muchos policías corruptos que están comprados por los mafiosos o están atrapados por la maquinaria corrupta de los partidos políticos —replicó Tiziana con aquella expresión suya de fiera sinceridad que arrebataba al público y disparaba las audiencias.

Toucbé —respondió el policía, esbozando una sonrisa.

—No hay ángeles en el periodismo, pero le puedo asegurar que hay periodistas que luchan para que la basura que les rodea y que a veces llega hasta el cuello no pase de ahí.

—Sí, la vida es como una escalera de gallinero: corta pero llena de mierda; no recuerdo quién lo dijo, pero tenía razón. En lugar de quedarnos aquí parados en mitad del muelle, ¿qué te parece si damos una vuelta? —preguntó el hombre.

—¿No podríamos sentarnos y tomar un café? —preguntó Tiziana.

—Pues ya lo siento, pero no va a ser posible; te he citado aquí porque todo esto —dijo el comisario señalando los edificios— es un complejo universitario y ahora están de vacaciones; creí que era el mejor sitio para pasar inadvertidos. San Lazzaro es eso de ahí, pero está muy concurrida a estas horas —añadió, señalando en dirección hacia la isla contigua.

—Bueno, no importa —respondió Tiziana—. Pensándolo bien, no me vendrá mal un paseo a la orilla del mar, me servirá para compensar la tensión del programa en directo de esta noche.

—Entonces —preguntó el hombre—, ¿sigues adelante con la idea de emitir el programa desde Venecia?

—Sí, claro. Ésa es la idea y salvo que se nos caiga encima el Campanile, el programa saltará al aire a las diez en punto de la noche.

—Como sabrás, ya se cayó una vez. Me refiero al Campanile —replicó con ironía el comisario.

—Sí, lo sabía, pero eso fue hace muchos años, en el siglo pasado, hoy supongo que aguantará. Eso espero —dijo la mujer cruzando dos dedos de la mano izquierda.

—Bien, Tiziana. ¿Qué es lo que querías de mí? —preguntó el policía en un tono de voz más suave.

—Pues verá… —respondió la mujer captando una vibración que le pareció positiva—. Quería y quiero que me confirme algunas cosas a las que me voy a referir esta noche y que las tengo por ciertas, pero necesitaría conocer su opinión como policía que ha estado encima del caso…

—¿A qué te refieres?

—Pues, por ejemplo, a que fueron dos y no uno los ladrones que entraron en San Marcos la noche del primero de septiembre, intentando robar en la basílica. Tal y como le dije por teléfono, mi fuente es el propio ministro; el dato, como comprenderá, es muy importante para mí porque es una primicia que pretendo dar esta noche.

—Pues el ministro sabe más que la Policía de Venecia, que es quien investiga el caso. Tiziana —añadió el policía—, no puedo darte información que todavía no tenemos confirmada porque, como sabes, el caso está sub iúdice, pero no creo estar traicionando la confidencialidad del caso si te digo que las huellas que hemos encontrado corresponden a un solo individuo, un varón para más señas, como, por otra parte, ya es de dominio público, pues ya se ha publicado el resultado del análisis de las muestras de ADN… tras una lamentable filtración, por cierto —añadió el policía con un deje de amargura.

—Pero precisamente es el informe el que habla de huellas de dos individuos diferentes. Dos, no uno —replicó la periodista.

—Sí, lo he leído, como tú, pero es el resultado de una confusión. De muestras correspondientes a las huellas dejadas por el ladrón y otras correspondientes a otra persona sin relación con el asalto.

—¿Otra persona? ¿A quién se refiere?

—Créeme que no lo sé; lo único que puedo decirte es que no se trata de un ladrón.

—¿Cómo puede estar seguro de eso, si al tiempo que lo dice reconoce que no sabe de quién se trata? —preguntó la periodista subrayando la aparente contradicción.

—Estoy seguro —replicó con aplomo el policía—, porque hemos localizado el lugar en el que el intruso permaneció oculto dentro de la basílica, aguardando el cierre del templo. Y en ese sitio —añadió— sólo estuvo una persona.

—¿El ladrón estuvo escondido en San Marcos? ¡Eso es nuevo! ¡Me da usted una primicia! Hasta ahora nadie había contado cómo habían conseguido entrar…

—Bueno, te estoy diciendo algo que echa por tierra la teoría sobre el segundo ladrón, nada más —respondió el policía.

—Ya que usted es un hombre franco y me ha dicho que el ladrón estuvo escondido en el templo, cosa que no se sabía hasta ahora, ¿le puedo pedir algún dato más sobre el sitio, el lugar en el que estuvo escondido dentro de San Marcos?

—Eso no puedo decírtelo porque aún lo estamos investigando, Tiziana.

—Es una pena; una pena porque es una noticia importante y me permitiría felicitar a la Policía de Venecia por sus progresos en la investigación… —dijo la periodista con voz zalamera.

—Eso es hacer trampas, ¿no te parece?

—Sí. Tiene razón, le pido que me disculpe —contestó la periodista. Iba a añadir algo más cuando un zumbido, el tono avisador del móvil del comisario, interrumpió la conversación.

—Perdona un momento —dijo el policía buscando el teléfono en uno de los bolsillos de la chaqueta y alejándose unos pasos de donde estaba la periodista—. Sí, soy yo. Dime, Benzoni, ¿qué pasa?

—¡Jefe! Hay novedades sobre el fiambre de San Lazzaro. Acabo de hablar con la morgue y la forense confirma que las huellas corresponden al mismo individuo que entró en San Marcos. ¡Esto se anima! ¿No le parece, jefe? Por cierto, ¿dónde está usted, si se puede contar?

—No se puede; no te lo creerías —respondió con laconismo el comisario—. Bien, sobre la una estaré en la Questura, quiero ver el informe. ¡Hasta luego!

Colgó el teléfono, lo guardó y, mirando a la periodista, dijo:

—Hoy es tu día de suerte, Tiziana: tengo una primicia para ti.

—¿De qué se trata? —preguntó la periodista mirando directamente al policía con aquellos ojos que habían enamorado a media Italia.

El programa de la noche del jueves fue un éxito. Al día siguiente, Arrigo Impala, el productor, despertó a Tiziana:

—¡Perdona que te despierte, querida, pero no podía resistir los nervios! ¿Estás sentada? —preguntó el hombre con voz chillona.

—¡Me has despertado! ¡Estoy en la cama! ¿Cómo quieres que esté sentada? —contestó Tiziana sin acabar de entender ni dónde ni cómo estaba el mundo a aquellas horas.

—¡Un «35», Tiziana! ¡Hemos hecho un «35» de share! Hay que celebrarlo, ¿no te parece, reina?

—¡Un «35»! ¡Qué maravilla!

—Venecia nos ha traído suerte, ¿no crees? —declaró el productor.

—Sí, desde luego —respondió la periodista arrebujándose entre las sábanas.

«Venecia nos ha traído suerte, sí. Venecia y, sobre todo, su comisario jefe», pensó Tiziana Marchesi evocando el encuentro del día anterior con el policía de pelo gris y mirada fría.