Merkurio salió exasperado de la audiencia con el presidente Mitrovic.
«No hará nada, es como los viejos apparatchik de los tiempos de Tito; como ellos, en su manual de supervivencia sólo hay dos artículos: no tomar iniciativas y no destacar. Pero yo haré que la marmota despierte. Tanto si quiere como si no, en cuanto se publiquen los informes del ADN y los artículos sobre Filipo y Alejandro, tendrá que moverse y abandonar su autismo político», farfulló entre dientes mientras daba instrucciones al chófer y uno de los guardaespaldas para que le llevaran al hotel y prepararan todo lo necesario para volver a Villa Cassandra, en Dubrovnik.
Entró en la habitación a paso de carga, sobresaltando a una de las camareras que estaban terminando de arreglar el cuarto.
—Perdone, señor… —dijo la mujer sin tiempo para completar la frase.
—¿Le falta mucho? —preguntó el anciano sin disimular su irritación.
—No, ya casi está. Si quiere lo dejo como está y vuelvo luego, cuando el señor se haya ido.
—Sí, será lo mejor. Gracias.
La mujer salió empujando un carrito en el que transportaba los útiles y recambios apropiados para arreglar las habitaciones.
Cuando Merkurio, que estaba en la parte interior de la suite, escuchó el chasquido del picaporte al cerrarse la puerta, marcó en su móvil el número del director de El Correo.
—¿Kostovsky?
—Sí, ¿quién llama?
—Soy yo —respondió el anciano con voz de trueno.
—¡Ah! ¡Es usted…! Perdone, no le había reconocido. Dígame, señor Lauer —respondió obsequioso el periodista.
—La hora que esperábamos ha llegado. ¿Tiene usted preparado el dosier con los datos del estudio nacional de Rh y ADN?
—Sí, lo tengo en mi ordenador; para evitar filtraciones yo mismo he redactado el texto.
—Bien, pues adelante: publique usted mañana los informes.
—¿Mañana? Verá, mañana teníamos previsto…
No pudo completar la frase. Más que hablar al otro lado de la línea, su interlocutor parecía bramar:
—¿Quiere usted decirme que hay alguna noticia más importante que ésa? ¿Cómo se atreve? ¡Le he dicho que publique ya los informes! ¿Me ha oído usted bien? ¡Publíquelos o aténgase a las consecuencias! ¿Entendido?
—Sí, sí, señor Lauer, perdone…, quizá no me he expresado bien, yo, si me lo permite, lo que quería decir es que publicarlos así, sin más, sin una preparación editorial, un anuncio que creara expectación, pues no sé si sería lo más adecuado, pero en fin, si usted lo prefiere así, no se hable más —añadió, amilanado, el periodista.
—Lo prefiero así, Kostovsky. Y no se preocupe por la repercusión. Tendrán repercusión, vaya que si tendrán repercusión.
Colgó el teléfono y a grandes zancadas se acercó a la puerta a la que alguien estaba llamando.
Era el guardaespaldas.
—Recójalo todo. Llévese mis maletas. No, espere —ordenó, yendo hasta la caja fuerte empotrada en el armario. La abrió y buscó la Walter—. Tenga, guárdela usted hasta que se la pida —añadió entregándole la pistola.
—¿Quiere que me espere para acompañarle? —preguntó el guardaespaldas.
—Sí, espere ahí en el salón —respondió el magnate cerrando la puerta que separaba la habitación del salón de la suite.
Cuando se quedó a solas, el anciano cogió el teléfono y volvió a marcar otro número.
—¿Marko?
—Sí, dígame, ¿desea algo el señor? —respondió solícito el mayordomo de Villa Cassandra.
—Marko, prepáralo todo. Regreso hoy. ¿Está el profesor Wagner en la villa?
—Sí, regresó hace un rato; por la mañana salió con su mujer a pasear, pero ha vuelto solo y me ha parecido que está en la biblioteca. ¿Quiere usted hablar con él, señor? —preguntó el mayordomo.
—Sí, Marko.
Un minuto después, Alfred Wagner estaba al otro lado del teléfono.
—¡Señor Lauer! ¿Cómo está usted? —preguntó el historiador.
—Bien, bien —contestó Merkurio en alemán—. ¿Cómo va su trabajo? ¿Ha terminado ya su artículo sobre los restos del Gran Alejandro?
—Sí, lo tengo listo. La verdad es que reducir un tema tan vasto como éste a un simple artículo de prensa, pues la verdad es que le deja a uno insatisfecho porque la historia pierde mucho, hay que sintetizar, y, claro, hay que hacerlo a costa de datos y citas de fuentes, pero en fin, modestamente, creo que el trabajo es bueno —contestó el profesor con satisfacción.
—Bien, me complace oír que ya lo tiene. No se preocupe por la extensión del artículo, tiempo tendrá para explayarse escribiendo un libro, todo llegará. Pero ahora, profesor, de lo que se trata es de que el mundo conozca el resultado de su investigación sobre el destino de los restos del Gran Alejandro.
—Bueno, me halaga que piense que en el futuro mi trabajo pueda culminar en forma de libro. De eso precisamente quería hablarle; es en relación con el documento de Monte Athos. En el artículo lo cito en varias ocasiones como fuente, pero, claro, el tema es complicado porque no puedo aseverar nada acerca de su procedencia y, claro, ésa es la parte débil del trabajo.
—No se preocupe por eso. Cuando llegue el momento, quedará aclarado el origen del documento. Me consta que el original existe, y, por lo tanto, su contenido puede ser verificado —añadió el magnate dando muestras de impaciencia.
—Perdone que insista —dijo el profesor—. En el artículo afirmo que el original se encuentra en el Gran Lavra, pero claro, mi hándicap es que yo no he visto personalmente el papiro.
—¿Ha tenido usted alguna vez en sus manos algún ejemplar de la Ilíada firmado personalmente por Homero? —preguntó el anciano.
—¡Qué cosas dice usted! Claro que no, por desgracia, ni yo ni nadie que yo sepa ha tenido ese privilegio…
—Pero eso no le impide a usted hablar de Aquiles y Agamenón o de Héctor y Príamo y dar por buena la tradición que cuenta su historia. ¿No es así?
—Sí, claro —respondió el profesor sorprendido por la salida de Merkurio.
—Vamos a ver, profesor, está usted en mi casa, he puesto a su disposición mi biblioteca y un documento excepcional, una prueba única que confirma su teoría de que los restos del Gran Alejandro reposan en la basílica de San Marcos en Venecia. ¿Y qué es lo que hace usted? Dudar, titubear allí donde debería estar orgulloso de poder confirmar su genial hipótesis.
—No, por favor, no me malinterprete, señor Lauer. No es que dude, es que, perdóneme, soy historiador y…
El profesor Alfred Wagner no terminó la frase. Su interlocutor se anticipó:
—Mire usted, Wagner, esta noche estaré ahí. Cuando llegue, quiero leer su artículo. Mi intención es que esté listo para publicarlo el próximo lunes en el Frankfurter. ¿Me ha entendido usted bien?
—¿Publicarlo en el Frankfurter? Pero, señor, verá, si usted recuerda, ya publiqué uno con anterioridad —respondió el profesor sin acertar a disimular su desconcierto.
—Lo recuerdo perfectamente, pero éste será el definitivo: tiene usted fuentes nuevas que confirman su teoría convirtiéndola en irrefutable. ¿No se da usted cuenta, profesor? —añadió con pasión Merkurio.
—Sí, claro que me doy cuenta de la importancia del asunto, pero usted sabe que al no poder concretar la fuente principal, me refiero al documento de Athos, pues no sé, yo… —contestó el profesor, dudando.
—¡Profesor Wagner! Usted encárguese de que el artículo refleje cuanto sabemos de la tumba del Gran Alejandro, yo me encargaré de que le publiquen el artículo. Nos veremos esta noche.
—Bien, pues…
El irascible anciano colgó el teléfono dejando a su interlocutor con la palabra en la boca, sin poder terminar la frase.
El profesor estaba desconcertado. Por una parte, deseaba publicar aquel trabajo; era la demostración de que tenía razón, de que quienes se habían burlado de su teoría o le habían tildado de «historiador de ficciones» ahora deberían rectificar. Sería un triunfo; un triunfo que a no tardar aparejaría renombre suficiente, dentro y fuera de Alemania, como para que los editores se disputaran el libro que pensaba escribir. Por otra parte, estaba el asunto del turbio origen del documento obtenido en Monte Athos. «Técnicamente —pensó— quizá un jurista no lo consideraría un robo, pero ha sido obtenido de manera fraudulenta y esa mancha salpica toda la investigación».
Alfred Wagner estaba hecho un mar de dudas. Pensó incluso salir a buscar a Lea, su mujer, y abandonar aquella casa que ahora empezaba a parecerle sombría. A través del ventanal de la biblioteca se veía el abrupto paisaje tallado a pico que la mano del hombre había intentado modificar construyendo aquí y allá villas y edificios de varios pisos cuyas raíces de hormigón llegaban hasta el mar.
Lo que el profesor Wagner no podía ver era a los dos hombres que en la sofisticada sala de escuchas de uno de los barcos deportivos atracados frente al puerto viejo de Dubrovnik no habían perdido detalle de la llamada recibida en el teléfono de Villa Cassandra. Uno de ellos, al terminar la grabación, cogió un teléfono con enlace directo a satélite y marcó un número local de Surrey, en el Reino Unido.