Capítulo 41

Aunque todavía mantenía casa abierta en París, Philippe de Vaucluse no se quedó en la ciudad. Regresó a Lyon. Por el camino estuvo dándole vueltas a lo que le había dicho su amigo Paddy Wilberforce, el agente de la red Echelon al que había conocido años atrás en Grecia. No estaba muy al tanto de la situación política en los Balcanes, pero recordaba que había soldados franceses en Kosovo cumpliendo la imposible misión de paz encargada por Naciones Unidas en un intento de evitar que albaneses y serbio-kosovares llegaran a las manos como ya había ocurrido años atrás en Bosnia y otras regiones de la antigua Yugoslavia. Estaba cansado y pensó que, por otra parte, ya era un poco tarde para acercarse al despacho, así que revisó las llamadas del contestador de su teléfono móvil y decidió irse a casa, al discreto apartamento que le había proporcionado Interpol en Lyon. A las ocho de la mañana del día siguiente estaba en su despacho, en la sede central de la organización policial.

Un minuto después, Ivonne, su secretaria, llamaba a la puerta.

—¿Puedo pasar? —preguntó la mujer.

—Sí, ¡adelante! —respondió el policía.

—Jefe, ¿se ha caído de la cama o es que no ha dormido?

—Ni lo uno ni lo otro, Ivonne; tenemos mucho trabajo, eso es todo.

—¿Bien por París?

—Sí, París ya sabes que es mi ciudad…

—Bueno, pues ya me dirás por dónde quieres empezar —preguntó la mujer tuteándole—. Tengo aquí el Libro de Firmas y hoy a mediodía tienes visita: una representación de policías de diversos países de la Unión. Son especialistas en delitos de evasión de capitales; supongo —añadió la secretaria— que los querrás recibir personalmente, ¿no?

—Sí, por supuesto. Me preocupa mucho la idea, injusta pero muy extendida, de que Interpol no hace nada para impedir que en Europa haya diversos enclaves financieros que actúan como «paraísos fiscales».

—¿Te paso, entonces, las firmas…?

—No, déjalo para luego, ahora quiero trabajar un rato en el ordenador. Debo encontrar unos datos que me han pedido. Si te necesito te llamaré. ¡Ah, Ivonne! No estoy para nadie; cuando digo para nadie, quiero decir eso: para nadie. ¿Entendido?

—¿Tampoco para tu amigo el comisario jefe de Venecia? —preguntó la secretaria con un gesto de incredulidad.

—¿Por qué lo dices? ¿Es que me ha llamado?

—Sí, dos veces; llamó ayer. Me dijo que había extraviado el móvil y que por eso llamaba al teléfono del despacho. Como no sé si tiene tu número de móvil, no me arriesgué a dárselo.

—Lo tiene, Sforza es amigo. Con él sí quiero hablar —respondió el policía—. Ponme con él, pero espera a que sean las nueve. Después, por favor, no me pases más llamadas hasta que te lo diga.

Al salir la secretaria, Philippe de Vaucluse conectó el potente ordenador de su despacho. Sorteando las peticiones de autorización con las correspondientes contraseñas, accedió al archivo en el que figuraban los datos de homicidios, asesinatos y demás casos de muertes con violencia que se habían producido en las cuatro últimas semanas en todos los países europeos cuyas policías estaban integradas en Interpol. En la relación no figuraba muerte alguna acaecida en la Antigua República Yugoslava de Macedonia. «Es normal —pensó—, nadie sabe que a esa pobre mujer, Milena Tomic, alguien quería matarla». Su amigo, el agente inglés, le había pedido que buscara casos de muertes violentas relacionadas con ciudadanos de los Balcanes; homicidios o asesinatos ocurridos en el último mes. Fue buscando por orden alfabético. En Alemania había un caso de violencia de sexo en el que aparecía implicado un ciudadano de origen esloveno; ni en Austria, Bélgica o Gran Bretaña aparecía nada. En España el archivo reflejaba los datos de un caso fechado en la Costa del Sol. El informe de la Policía española creía que podía tratarse de un ajuste de cuentas entre mafiosos venidos de países del Este. La víctima era de nacionalidad rusa; vivía en Estepona y parecía tener conexiones financieras con un bufete de abogados con sede en Gibraltar. También en Grecia había otro caso: en el transcurso de una discusión un inmigrante de origen albanés había sido apuñalado mortalmente. Sus agresores estaban en paradero desconocido. En Italia, aparecía el caso del desconocido asesinado en la isla veneciana de San Lazzaro.

«No parece que tenga relación, pero por si acaso voy a sacar copia del informe», se dijo para sus adentros.

El ruido, apenas un zumbido, de la impresora coincidió con el timbre del teléfono.

Era la secretaria.

—Tengo al teléfono al comisario Sforza de Venecia. ¿Te lo paso?

—¿Ya son las nueve? —preguntó, sorprendido y mirando el reloj—. ¡Cómo pasa el tiempo! Ponme con él.

—Te lo paso —dijo la secretaria.

—¡Marco, amigo! ¿Cómo estás? —preguntó Philippe de Vaucluse con un tono de voz muy animoso.

—¡Philippe! Estoy bien, gracias, querido amigo. Te llamé ayer… Lo sabes, ¿no?

—Sí, sí, perdona, ayer estuve fuera del despacho, estuve en París y no pude devolverte la llamada; si me hubieras llamado al móvil…

—No lo tenía a mano, perdona.

—Tú dirás, cuéntame. ¿En qué te puedo ayudar?

—Verás, es sobre el caso en el que estoy trabajando y que ya conoces… —empezó a decir el comisario.

—¿El del asalto a San Marcos?

—Sí, el mismo.

—¿Tienes ya alguna pista sólida?

—Sí, creo que sí, pero quiero asegurarme y precisamente por eso te llamaba; quiero que me hagas un favor.

—Cuenta con él.

—Quiero que me averigües si hay alguna denuncia por desaparición de una mujer de origen yugoslavo, bueno, ahora sería macedonia, de la Macedonia de Skopie, se llama Dunia Kovacevic…

—Repíteme el apellido.

—«Ko-va-ce-vic», con «k» de kilo. ¿Lo has apuntado? —preguntó el italiano.

—Sí, ahora lo he cogido. ¿Quién es esta dama? ¿Tiene algo que ver con el otro eslavo, aquel que apareció muerto en el monasterio de San Lazzaro?

—Pues ése es el busilis del caso, podría estar relacionada, pero, de momento, sólo es una sospecha; estuve hablando con ella hace un par de días, pero ha desaparecido, por eso te pedía ayuda —respondió Sforza con un deje de cansancio en la voz que no pasó inadvertido a su amigo.

—Te noto cansado, Marco. He pasado por situaciones similares y supongo que estarás recibiendo muchas presiones de arriba para que cierres el caso cuanto antes. ¿Me equivoco? —añadió el francés.

—No, Philippe, no te equivocas; a ti te lo puedo decir: es insoportable. Ya sabes cómo son los políticos, pero es que en este caso también los jueces están de un impertinente subido, ¡y no digamos los periodistas, que vuelan como cuervos sobre un cadáver! En fin, como te dije, creo que fue aquel día que fuimos a comer a Burano, mi lema es resistir, así que…

—«Resistir es vencer»: es lo que me dijiste exactamente en aquella comida que no he olvidado. Creo que fue el mejor risotto que he comido en mi vida.

—Pues en eso estoy, amigo mío. Hazme el favor que te pido: mira a ver si tenéis algo sobre esta mujer. Lo que no quisiera es tener que pasar por el trámite oficial, ya sabes, dando la vuelta por Roma.

—Descuida, Marco. Si hay algo, te lo haré saber enseguida; por cierto, aunque no es seguro porque hay variables que no dependen de mí, a lo mejor dentro de unos días paso por Venecia camino de una misión en la zona. Cuando tenga todos los cabos, te avisaré para ver si podemos vernos.

—¡No te perdonaría que vinieras y no me avisaras! —contestó el italiano—. Y si tienes tiempo, podemos volver a Da Romano, que es el restaurante en el que comimos el risotto.

—¡No se hable más! ¡Eso está hecho!

—Cuídate, Philippe —dijo, a modo de despedida, el comisario Sforza.

—Tú también, Marco —respondió el francés.

Cuando colgó el teléfono, Philippe de Vaucluse permaneció unos minutos en silencio. Sin saber por qué, en su mente alguna neurona había decidido relacionar el caso que ocupaba a su amigo con la historia que le había contado Paddy Wilberforce. «No tiene sentido; no hay relación lógica entre los dos casos. El dato del origen macedonio de la mujer tras la que anda Sforza es irrelevante, una simple coincidencia», se dijo, rechazando al instante la idea.

Volvió sobre el ordenador y tras observar que la impresora había hecho correctamente su trabajo, cambió de archivo para buscar casos de denuncias de accidentes de tráfico clasificados con arreglo a un criterio policial que no se hacía público, porque —obviando las conclusiones probadas judicialmente— era un índice de casos de muertes en accidente de circulación que por una u otra causa habían sido investigados ante la sospecha de que podía tratarse de homicidios encubiertos.

A modo de introducción, una nota recordaba que aunque todos los casos habían sido investigados minuciosamente, al no estar probados los indicios, a efectos legales, la simple sospecha carecía de virtualidad, así que —concluía la nota— quedaba prohibida expresamente su difusión por cualquier tipo de canal o soporte. «Bueno —se dijo—, aunque sea tabú, se puede ver».

Se sorprendió al ver que la lista era copiosa. De aquella relación se desprendía una evidencia: a la hora de pasaportar a la gente al otro mundo, el accidente de tráfico provocado era un procedimiento más frecuente de lo que cabía imaginar. Donde más casos consignaba la lista era en relación con aquellos países de más población: Alemania, seguida del Reino Unido, encabezaban el ranquin. Como estaban clasificados por orden alfabético, le ocupó un tiempo llegar hasta la «m» de Macedonia. Pinchó y esperó a que se abriera el archivo. Allí no estaba lo que buscaba. La última entrada hacía referencia a un accidente en el que había resultado muerto un traficante local de drogas del que —según decía una nota— la Policía de Skopie sospechaba que estaba relacionado con la mafia turca que traficaba con heroína procedente de Afganistán.

Decepcionado por el fracaso en el rastreo, Philippe de Vaucluse cerró el archivo y volvió a conectarse a Internet buscando en Google las noticias de los últimos días. Tecleó «Milena Tomic, Macedonia» y esperó.

Allí estaba lo que buscaba: era una nota de la agencia de noticias italiana Ansa: «Milena Tomic, viceministra de Interior del Gobierno de Macedonia, falleció sin recuperar el conocimiento tres horas después de haber ingresado en el hospital de Skopie al que fue trasladada tras sufrir un aparatoso accidente de coche. El vehículo que conducía personalmente chocó frontalmente con un camión de gran tonelaje que circulaba a gran velocidad. El conductor del camión (Peja Princip Kotor, Montenegro, 1950) había salvado la vida, pero falleció horas después, según los médicos, de resultas de las heridas provocadas por el choque y, sobre todo, del repentino agravamiento de una insuficiencia pulmonar aguda que padecía».

La noticia iba ilustrada con una fotografía de una mujer joven de aire deportivo, corte de pelo poco favorecedor y mirada decidida. La nota no decía más, pero al policía le llamó la atención la última parte. «Un enfermo con insuficiencia pulmonar aguda conduciendo un camión de gran tonelaje. No es muy frecuente. Habría que empezar a investigar por aquí».

Anotó el nombre: «Peja Princip», y la fecha y lugar de nacimiento. Pensó que averiguar la vida de aquel hombre sería más el trabajo de un detective que el de un policía. Con aquella idea en la cabeza decidió llamar a su amigo Paddy Wilberforce.

Le encontró camino de Surrey, en plena autovía.

—Estoy en el coche, Philippe, yo te oigo perfectamente. ¿Tú me oyes bien? —preguntó el inglés.

—Sí, sí, perfectamente.

—¿Has podido averiguar algo?

—No exactamente; por eso te llamo. Creo que hay una pista, sí, un cabo del que podríamos tirar, pero llevará su tiempo.

—¿De qué se trata?

—Verás, ¿recuerdas la noticia que me comentabas, la que te había recordado aquella historia que te contaron tus amigos «marineros»? —preguntó el francés hablando en clave de los agentes de Echelon que habían captado una conversación de los habitantes de Villa Cassandra.

—Sí, sí, claro que la recuerdo: ahí, como te decía, es donde se me encendió la bombilla…, pero no sé adónde quieres ir a parar. Me has pillado en camino; aquí, como sabes, tenemos una hora menos, pero estoy a veinte minutos del despacho. Si te parece bien, en cuanto llegue, te llamo por una línea segura.

—No, no hace falta. Hablaremos más despacio, pero en resumen, mi idea es que puesto que se ha producido un accidente de tráfico, lo lógico es que la compañía de seguros encargue a uno de sus peritos que averigüe las circunstancias del caso, sin tener que mezclar a la Policía que ya hizo su trabajo levantando el atestado. ¿No te parece?

—Me parece una buena idea. Tenemos que darle una vuelta más. ¿Estás en tu despacho?

—Sí.

—Pues en media hora te llamo —respondió el inglés.

—Hasta luego, Paddy.

Con puntualidad británica, exactamente media hora después, el responsable en Europa de la red Echelon llamaba al director de la Interpol. Los dos amigos hablaron. No sabiendo con qué complicidades podían contar los supuestos asesinos de la viceministra del Interior entre la Policía de su país y para no levantar sospechas, acordaron que lo mejor sería que un agente de confianza adoptara la personalidad de un inspector de una compañía de seguros para con esa cobertura poder investigar las circunstancias del accidente sin llamar la atención. A la familia del camionero se le diría que estaba en el aire el cobro de una póliza. «La codicia trabajará para la discreción», había comentado Philippe de Vaucluse. «Sí, me parece buena idea lo del inspector de seguros, porque, claro —había dicho Paddy Wilberforce—, no es cuestión de llegar hasta el Ministerio del Interior de Macedonia y decirles: ¡colegas, escuchen, tienen ustedes que investigar la muerte de su ex jefa porque creemos que, de accidente, nada; creemos que ha sido un homicidio intencionado!».

Quedaron para hablar al día siguiente y completar los detalles del operativo. El policía se ofreció para buscar a la persona adecuada para hacer el trabajo. Coincidieron en que no había tiempo que perder.