Paddy Wilberforce, el responsable de la red Echelon en Gran Bretaña, estaba a punto de dejar su despacho para acudir a una reunión con el consejero comercial de la Embajada de Canadá cuando oyó la noticia. Era uno de los titulares de las informaciones resumidas del servicio europeo de CNN Internacional. «La viceministra de Interior de Macedonia —decía una voz en off explicando las imágenes que aparecían en la pantalla— pereció al chocar el todoterreno que conducía con un camión de gran tonelaje. El accidente tuvo lugar cerca de Skopie, la capital de la Antigua República Yugoslava de Macedonia. Milena Tomic —concluyó la voz— tenía cuarenta y cuatro años y estaba soltera».
El hombre se quedó mirando la pantalla en espera de más información, pero no llegó. La presentadora no dijo más sobre el accidente y pasó a informar de los preparativos del Comité Olímpico chino para cumplir los objetivos de la Villa Olímpica de Pekín.
Paddy Wilberforce era un agente veterano y como tal tenía una visión conspirativa de la Historia. Por debajo de la política hay un submundo que obedece a la lógica implacable del gran juego del poder; en él nada sucede por casualidad y, como en una partida de ajedrez, cualquier movimiento desencadena otros muchos. Al oír la noticia, su primer reflejo fue relacionar lo que acababa de escuchar con la información confidencial que semanas atrás habían transmitido a la central de Surrey el equipo de agentes destacados en Dubrovnik; después, tras buscar en uno de los bolsillos, extrajo una agenda y colgó la chaqueta en el perchero que estaba junto a los archivadores. Con la agenda en la mano descolgó uno de los teléfonos que estaban encima de la mesa del despacho. Tras consultar la agenda marcó un número y esperó. «En Lyon tienen una hora más, espero que Philippe de Vaucluse no se haya ido a comer», pensó al tiempo que trazaba un garabato sobre un folio en blanco que estaba junto al ordenador.
—¡Sí! ¿Quién llama? —preguntó una voz de mujer.
—Por favor, ¿puedo hablar con Philippe de Vaucluse?
—¿Quién le llama, por favor?
—Soy un amigo, un amigo suyo de Londres, dígale que nos conocimos en Atenas.
—Perdón, señor, ¿me podría decir su nombre? —insistió la mujer.
—Sí, claro, dígale que soy su amigo «Tshandalis» —respondió Wilberforce apostando a que su amigo recordaría los buenos ratos pasados alrededor de una botella del magnífico vino de esta bodega griega que tiene sus viñas en Macedonia.
—Señor, ¿podría deletrearme su nombre? —preguntó la mujer—. De todas formas, el director no está en su despacho; si me deja un teléfono… él le llamará.
—Él tiene mi número, no se preocupe —respondió Wilberforce decepcionado por no poder hablar con su amigo—. Gracias por su amabilidad.
Colgó el teléfono y consultó el reloj. Iba a levantarse para recuperar la chaqueta cuando cambió de idea y decidió llamar al agregado comercial canadiense para anular la entrevista. Un sexto sentido le decía que detrás de aquella noticia que acababa de escuchar en la CNN había algo que tenía que ver con la información recolectada por los agentes de Echelon destacados en el Adriático. Conectó el ordenador y buscó en Google la edición digital del Herald Tribune. Allí estaba la noticia del accidente. «Muere en accidente de tráfico Milena Tomic, viceministra de Interior de Macedonia…». El despacho de prensa precisaba el lugar en el que se había producido el choque, pero no facilitaba mucha más información que la que había escuchado en la CNN; por eso, tras cancelar la conexión, tecleó el nombre de la mujer en Wikipedia. Allí encontró datos sobre la biografía política de la mujer. También había una foto suya.
«Era guapa; qué pena, pobre mujer», pensó mientras anotaba en un papel el nombre completo, la fecha, el lugar de nacimiento y los datos universitarios de la mujer. Después, utilizando una nueva contraseña, entró en el archivo protegido de Echelon y buscó el informe remitido la semana anterior desde Dubrovnik. Cuando apareció en pantalla lo leyó con atención. La memoria no le había fallado: allí estaba, efectivamente, lo que buscaba. En una de las conversaciones interceptadas, un hombre, al que los agentes identificaban como el «coronel», mencionaba el nombre de Milena Tomic en unos términos que parecían contener una amenaza para su vida. El informe no facilitaba nombres. Paddy Wilberforce cerró el archivo y, tras conectarse de nuevo a Internet, entró otra vez en Google y buscó el organigrama del Gobierno de Skopie. Allí estaba lo que buscaba: Ivo Pec era el nombre que buscaba. Tecleó el nombre en el buscador y lo que encontró no le dijo nada especial. Era un hombre joven al que, a juzgar por la foto y el corte de pelo, le gustaba ir a la moda. «Tiene cara de espabilado», pensó Paddy, mirando la imagen que encabezaba un sucinto currículo. El joven de la foto era un abogado políglota que había estudiado en Estados Unidos y Alemania. Tenía treinta y cuatro años y no era macedonio, había nacido en la ciudad croata de Split. «Bien, bien, así que tú eres la punta del cabo del que vamos a tener que empezar a tirar para ver quién maneja los hilos de la cometa que hay detrás de todo este asunto», se dijo para sus adentros al tiempo que imprimía una copia de las páginas que había ido consultando.
En esa tarea estaba cuando sonó su móvil. Era Philippe de Vaucluse, el director para Europa de Interpol.
—¿El señor «Tshandalis», por favor?
—¡Philippe! ¡Te has acordado! ¿Cómo estás? Querido amigo… ¡Cuánto tiempo!
—Estoy bien, Paddy, muy bien. ¡No veas la cara que ha puesto mi secretaria cuando me ha dado tu aviso! Es muy lista y ha debido de pensar que lo de «Tshandalis» era un nombre de guerra de un club de dipsómanos.
—Si hubiera dicho «borrachos», se habría aproximado algo más, ¿no crees?…
—Sí, desde luego. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Cómo era aquella Atenas! —respondió el policía recordando los días en los que se conocieron, cuando el uno trabajaba en la Embajada inglesa y el otro era el responsable de seguridad de la legación francesa.
—Sí, desde luego, Atenas era mucho más griega que ahora y estaba mucho menos contaminada.
—Amigo mío, me has dado una alegría y también un motivo de preocupación. ¡Cuéntame! ¿Cómo es que te has acordado de mí? —preguntó el francés.
—Bueno, verás, es por un asunto que todavía no es oficial, pero es serio. Cuando te digo que no es oficial, quiero decir que si no quieres, no tienes por qué considerarlo; lo que pasa es que cuando te lo explique, lo comprenderás, aunque, como te digo, todavía nos movemos en un terreno de conjetura y no quisiera meter la pata más allá de lo imprescindible.
—Has conseguido intrigarme. ¿De qué se trata? —preguntó el policía.
—Por teléfono no, Philippe… Ya sabes lo poco seguros que son hoy en día, nunca se sabe quién le está escuchando a uno —respondió con ironía el agente de Echelon.
—¡Hombre! Que lo digas tú tiene mérito —replicó con guasa el francés.
—Sí, amigo, ya sabes cómo son estas cosas… Creo que lo mejor será que nos veamos. Había pensado ir yo a París y que te acercaras tú desde Lyon… Si te parece bien, podríamos vernos mañana, no sé, ¿te parece bien que quedemos a comer, pongamos que… a la una? Bueno, para ti será un poco pronto. ¿Mejor a las dos?
—Déjame mirar en la agenda, no cuelgues… ¿Paddy? —preguntó el hombre de Interpol.
—Sí, Philippe, sigo aquí.
—Tenía una cosa a esa hora, pero la puedo cambiar. A las dos me parece mejor. ¿Dónde quedamos? —preguntó el policía.
—¡Hombre, Philippe! Eso te lo dejo a ti. Pago yo, pero eliges tú el restaurante.
—¿Te parece bien La Coupole, en Montparnasse? Siempre está lleno y nadie se fija en nadie.
—Excelente. Allí estaré, amigo mío —respondió el inglés rescatando la imagen de aquel restaurante al que había ido en alguna ocasión y del que recordaba que no admitían reservas y que, como decía su amigo, siempre estaba lleno de gente servida con sorprendente diligencia por una legión de camareros.
Philippe de Vaucluse fue el primero en llegar. Buscó a su amigo entre el grupo de personas que de pie, junto a la barra del bar, esperaban turno para ocupar mesa, pero no le vio. Hacía varios años que no se veían. Desde que coincidieron en Grecia y trabaron amistad. Paddy Wilberforce le había llamado para felicitarlo cuando le nombraron director para Europa de Interpol. Vagamente le dio a entender en qué trabajaba él en Inglaterra. A Philippe de Vaucluse no le resultó difícil averiguar en cuál de las muchas agencias que pueblan el sub-mundo de los servicios de inteligencia estaba encuadrado su amigo. Francia no formaba parte de la red Echelon y, de hecho, era uno de los países que habían apoyado en el Parlamento Europeo la creación de una comisión de investigación denunciando como ilegales las escuchas que llevaba a cabo la mencionada organización. Pero, pese a todo, Occidente se reconoce en Occidente y la noticia de aquella investigación estuvo un día en los periódicos y dos en la radio y la televisión, después —salvo los parlamentarios de Estrasburgo que formaban parte de la comisión— todo el mundo se olvidó del asunto. Por otro lado, Interpol, como tal, sólo investiga a petición de parte, cuando la Policía de uno de los países miembros de ésta organización lo solicita. Ningún país había solicitado nada al respecto de Echelon, así que el director para Europa de Interpol no tenía razón oficial alguna para recelar de su amigo. Llevaba tres minutos esperando y había pedido una copa de vino blanco cuando lo vio entrar y detenerse un momento frente a una parada que hay en la puerta en la que, con habilidad y manos encallecidas, un hombre abría ostras con tanta pericia como velocidad.
Le reconoció al instante en el mismo momento en el que uno de los camareros mostraba al inglés el camino de la barra del bar frente a la que había clientes esperando a que se vaciara alguna de las mesas.
—¡Querido amigo! ¡Qué bien te veo! —dijo Philippe de Vaucluse, adelantándose a saludar al recién llegado.
—¡Tú sí que te conservas bien! —respondió el inglés, estrechando la mano que le tendía su amigo.
—¿Llevas mucho tiempo en París?
—Menos de una hora. El tiempo de llegar desde la estación hasta aquí; ya sabes que con el TVG bajo el Canal, se llega desde Londres en nada. ¿Y tú, llevas mucho rato esperando?
—Cinco minutos, nada, no te preocupes. Aquí ya sabes que no aceptan reservas, así que hay que esperar, pero me acaba de decir un camarero que en dos minutos está lista una mesa; el primer turno se llena de turistas japoneses y norteamericanos, pero se van pronto porque aprovechan el día para ir de museos y de compras… ¡Qué bien te veo, de verdad! —repitió el policía francés.
—Bueno, es la buena vida. Ya sabes, de casa al despacho, del despacho a casa y así hasta el fin de semana con alguna que otra salida al campo con la familia; rutina, pura rutina… Ya no soy como tú, ya no soy un hombre de acción —respondió el inglés con naturalidad—. Ahora —añadió con una media sonrisa— mis grandes aventuras transcurren descubriendo nuevos platos y vino en los restaurantes de la «nueva cocina».
—Bueno, bueno, amigo, algo más habrá, estoy seguro —replicó Philippe de Vaucluse guiñando un ojo.
—¡Hombre, se hace lo que se puede, pero para qué te voy a decir otra cosa! Aunque uno no pierde entusiasmo, sí va perdiendo fuerzas.
—¡Señores, síganme, por favor! Su mesa ya está lista —dijo un camarero.
—Pues venga, vamos. Pasa tú primero —dijo el policía, señalando el camino a su amigo.
—Gracias.
Llegaron a la mesa y se sentaron. Tras consultar la carta y pedir una botella de vino, Paddy Wilberforce puso al tanto a su amigo de la situación.
—En resumen, querido amigo, lo que tenemos es sólo un indicio de que el accidente en el que murió la mujer pudo ser provocado. No sabemos más porque ya te digo que nuestra gente en la región estaba tras la pista de una organización que se dedica al comercio de armas apoyándose en certificados de último destinatario que consiguen en países de África y Centroamérica, pero que luego acaban en manos de las guerrillas narcoterroristas de Colombia. Cuando echaron la red estaban pescando otra cosa y lo que apareció es lo que te he contado. Mi primera idea fue cursar un informe hacia arriba y olvidarme del tema; luego me acordé de ti y de Interpol. Por cierto, ¿la Policía de la Antigua República Yugoslava de Macedonia forma parte ya de Interpol?
—Sí, lo mismo que Eslovenia y Croacia, hace poco que firmaron el protocolo de integración. Hablo de memoria, pero creo que fue poco antes de que llegara yo.
—Bien, ¿qué te parece el asunto?
—Pues, si te digo la verdad, me parece peliagudo; muy complicado, porque tiene varios frentes. Si te he entendido bien y estás en lo cierto al sospechar que la muerte de esa pobre mujer pudo ser provocada… ¿Cómo dices que se llamaba?
—Milena Tomic. Si te parece, vamos a pasar de los nombres. Ya sé que éste es un sitio seguro porque todo el mundo va a lo suyo y nadie está pendiente de nadie, pero será mejor que, pese a todo, no nos relajemos. ¿No te parece? —preguntó el inglés mirando a su alrededor.
—No te preocupes, hombre. Aquí no hay nadie escuchando. ¿No ves que las mesas que tenemos alrededor no se han desocupado? Nadie nos ha seguido, nadie sabe que estamos aquí. Creo que no es del todo cierto eso que decías hace un minuto de que estás ya más metido en la rutina del despacho que en otra cosa; llevas en la sangre la acción y no puedes evitarlo —dijo el policía francés con ironía—. Ahora bien, recuerda lo que decía la Cábala sobre los fantasmas…
—¿A qué te refieres? —preguntó, desconcertado, el inglés.
—A que es peligroso jugar a los fantasmas… porque se acaba siéndolo.
—Si lo que me estás diciendo es que me he vuelto paranoico, no me ofendes, amigo mío, porque yo mismo me lo digo a veces. Es deformación profesional. Tienes razón en que no tengo motivos para desconfiar de este sitio, pero, sí, debe de ser la deformación profesional —respondió el inglés acompañando las palabras con un movimiento de retorsión de las manos.
—La deformación profesional o… el Châteauneuf-du-Pape —dijo Philippe de Vaucluse conteniendo la risa y señalando a la botella, muy terciada, de tinto empurpurado que habían trasegado entre los dos.
—La verdad es que está buenísimo.
—Sí, reconozco que yo prefiero el burdeos, pero cuando sale bueno, el Châteauneuf-du-Pape puede resultar sublime. ¿Quieres que pidamos otra? —preguntó el policía.
—No, no, por mí, desde luego, no; por hoy ya tengo bastante para recordar cuando vuelva a las tardes de niebla de Albión —respondió con ironía Paddy Wilberforce.
—Volviendo al caso —añadió el francés—, estoy pensando que la mayor dificultad está en que si queremos investigar vamos a tener que andar con pies de plomo porque la Policía depende del Ministerio del Interior y, si a la mujer la han liquidado con complicidades desde dentro del Gobierno, sin querer podríamos darle al gato la noticia de la desaparición del ratón. Nos conviene ser prudentes. En cuanto vuelva a Lyon voy a ver quién es nuestro contacto en Skopie y, de momento, poco más, porque, oficialmente, sin requerimiento oficial de la Policía de allí, Interpol como tal no puede intervenir.
—No te estoy pidiendo que intervengas, Philippe, lo que te he contado es que hay un muerto, que es un político y que se lo pueden haber cargado porque no quería ser cómplice de otras muertes. Todo esto, amigo, es confidencial, y si se filtra algo, me cortarán los huevos —dijo el inglés mirando fijamente a la cara a su amigo—. En una de las conversaciones intervenidas —prosiguió—, la mujer daba a entender que no quería saber nada de la muerte de alguien a quien habían matado o iban a matar en Italia, ¿comprendes por dónde voy? Si además de lo ocurrido en Skopie, resulta que hay otras muertes en otros países, ¿no crees que entonces el asunto pasaría a ser un caso de Interpol?
—Bueno, eso cambiaría un poco las cosas, pero no en lo esencial, Paddy; te repito que Interpol como tal no puede tomar iniciativas; que tiene que haber una petición de los países en los que se hayan producido los delitos. Y no me mires así, que no me he convertido en un burócrata ordenancista, pero, de momento, lo que te estoy diciendo es lo que hay, amigo.
—No te miro de ninguna manera; voy a ser sincero: lo que me pasa es que no reconozco en tus palabras al flick duro que en Atenas nos ayudó a encontrar y a reducir a los secuestradores de aquel coronel de la OTAN al que habían atrapado unos tipos de un grupo terrorista.
—Sigo siendo el mismo, Paddy, lo que te digo es cuál es el marco de juego en el que ahora me muevo. No te he dicho qué puedo hacer por ti en este asunto, y no te lo he dicho… porque todavía no me has pedido nada, querido amigo.
—¡Qué grande eres!
—Dime, ¿qué quieres que haga?
—Verás, exactamente no lo sé; creo que deberíamos firmarnos unos días de «vacaciones» en la costa dálmata; después, cuando estemos en Dubrovnik, ya se nos ocurrirá algo —contestó el inglés apurando la copa de vino.
—¿En la conversación en la que hablaban del otro muerto, decían en qué sitio de Italia había ocurrido o iba a ocurrir?
—Creo que no; mejor dicho, no lo recuerdo, pero en cuanto vuelva a Londres, voy a repasar el informe. ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada; por empezar a buscar por alguna parte. También yo, en cuanto regrese a Lyon, voy a enterarme de los casos de muertes o desapariciones ocurridos en las últimas semanas en aquella región. ¿Semanas o meses?
—El informe es de hace una semana, no sé…, yo buscaría en el último mes; sí, repasa el último mes, a ver qué encuentras —dijo el inglés.
—Bien, te tendré al tanto. Ahora, voy a pedir la cuenta…
—¡Ni hablar! ¡Pago yo! Mía ha sido la idea de vernos y mía debe ser la cuenta, ¿no te parece?
—Está bien, está bien, pero la próxima te invito yo en Lyon. Ya sabes que allí se come muy bien; aunque se ha retirado de los fogones, Paul Bocuse sigue reinando, y, que yo sepa —concluyó Philippe de Vaucluse—, todavía nadie ha superado su lubina en hojaldre rellena de mousse de bogavante.
—Te tomo la palabra —contestó Paddy Wilberforce, despidiéndose.
Los dos amigos se separaron. El inglés fue el primero en abandonar el restaurante; el policía francés se fue diez minutos después. Nadie les esperaba y nadie les había visto juntos, pero toda una vida observando a derecha e izquierda antes de salir de casa, mirando debajo del coche antes de arrancarlo o escogiendo en los restaurantes mesas alejadas de la puerta principal acaban convirtiendo las medidas de seguridad en rutinas o paranoias inevitables.