Por deseo de la familia, el entierro de los restos de Milena Tomic fue un acto de carácter privado al que sólo asistieron los amigos más allegados. El funeral, por el contrario, revistió la solemnidad de las ceremonias de Estado. El propio Presidente de la República encabezó las honras fúnebres celebradas con arreglo al lento y sofocante ritual propio de la Iglesia bizantina. Ministros, secretarios de Estado, generales y otros dignatarios acompañaron a la madre y hermanas de la fallecida. Toda la prensa del país se hacía eco del dolor por la vida perdida al tiempo que subrayaban la esperanzadora carrera política que había truncado el desgraciado accidente. Ningún medio cuestionó la versión de lo ocurrido. Las cábalas se centraban en quién sería el sustituto de Milena Tomic al frente de la Secretaría de Estado de Interior, un puesto clave porque, amén del control directo de la Policía —según decía algún periódico—, a la mesa del despacho ahora vacío llegaban algunas de las terminales del incipiente servicio de inteligencia de la República. La prensa especulaba con los nombres de candidatos para ocupar el puesto vacante.
Entre otros nombres, algún periódico mencionaba el del coronel Bojislav Bojovic.
Merkurio había seguido el funeral por la televisión instalado en la suite del hotel Holiday Inn. Desde allí, desde primeras horas de la mañana, estaba atendiendo la marcha de algunos de sus negocios financieros. Cambiando de canal, a través de la CNN Internacional vio que la Bolsa de Tokio le había dejado buenas noticias de sus participaciones en las acerías de la India y otras menos halagüeñas en relación con la marcha de un fondo de capital-riesgo administrado por un consorcio de bancos con sede en Singapur. Hasta mediodía, concluido el funeral, no llamó a su chófer. A las trece horas estaba citado con el Presidente de la República de Macedonia.
Merkurio despreciaba al hombre cuya audiencia había solicitado. Consideraba que Nicola Mitrovic era un hombre indeciso que había alcanzado la Presidencia por su oportunismo político, su falta de convicciones y por una debilidad que lo convertía en el mal menor para sus rivales de otros partidos.
Mitrovic no entraba en los planes de Merkurio, pero el magnate creyó necesario buscar la neutralidad del político siquiera en los primeros compases de la operación que pretendía llevar a cabo. La posibilidad de que el coronel Bojovic, un hombre de su máxima confianza, pudiera ser nombrado vice-ministro del Interior era el objetivo táctico que mejor podría favorecer la estrategia diseñada para hacerse con el poder. Para ayudar a la suerte, y sin que el principal mandatario lo supiera, había desembolsado una suma importante para una fundación controlada por el secretario general del partido del Presidente.
A las doce en punto, el mercedes blindado de color antracita del financiero se detuvo frente a la puerta en la que un nervioso capitán de la guardia presidencial revisaba la documentación de los visitantes.
No tuvo que esperar: Ivo Pec, el jovial jefe de Gabinete de la Presidencia, salió a recibirlo.
—¡Señor Lauer, bienvenido!
—Gracias —respondió con sequedad el anciano.
—Quiero que sepa, señor —dijo el joven tecnócrata—, que estoy informado del contenido de la conferencia que dictó usted en el Holiday Inn y que estoy de acuerdo con su idea de potenciar nuestra identidad histórica como «marca» de Macedonia en el mundo. Me gustó mucho, y no sólo a mí. Sepa, señor, que somos muchos los jóvenes que confiamos en el futuro de nuestra patria.
Al oír aquellas palabras, Merkurio se detuvo.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó.
—Pec, Ivo Pec, señor. Soy el jefe de Gabinete del Presidente.
—¿De dónde es usted?
—De Bitola, señor.
—¿Viven sus padres?
—Mi madre, sí; mi padre, no, señor. Por desgracia, murió cuando yo era niño. Era militar: comandante del ejército.
—¿Tiene usted hermanos?
—No, señor. Soy hijo único.
—Debe estar orgulloso de sus padres. Observo que le han educado en los valores que definen a un patriota. Ya hablaremos. Ahora, joven, guíeme hasta el Presidente.
—Desde luego, señor, el presidente Mitrovic le está esperando —contestó Ivo Pec reconfortado por las palabras de aquél hombre al que algunos periódicos señalaban como el único capaz de «poner a Macedonia en el mapa».
La entrevista entre los dos hombres fue fría pero cordial.
—Lauer, es un placer… —dijo el Presidente con voz atemperada en las interminables sesiones parlamentarias de cuando Tito reinaba sobre el país y Yugoslavia jugaba a distanciarse de la URSS liderando el Movimiento de los Países No Alineados.
—Presidente, le agradezco que me haya recibido —respondió cortante el financiero.
—Lauer, he leído algunas cosas muy interesantes sobre usted; comentarios sobre una conferencia suya reciente. Quiero que sepa —enfatizó el Presidente— que hago mías algunas de sus ideas. Yo también creo que Macedonia tiene un gran futuro y mi Gobierno está trabajando para acercarlo. Creo —concluyó— que remamos en la misma dirección.
—Le agradezco sus cumplidos, pero permítame que le diga que acerca de lo último que ha dicho, me refiero a eso de que en el Gobierno todos reman en la misma dirección, tengo algunas reservas. Sinceramente, creo que en algunos ministerios están más pendientes de Bruselas que de Skopie.
—Bueno, bueno, verá, es cierto que en el Gabinete hay gente, sobre todo los más jóvenes, que son los más impacientes y se dejan ganar por una idea muy extendida según la cual la Unión Europea es la panacea para resolver todos los problemas y, en fin, de esa creencia nace ese alejamiento de lo macedonio al que se refiere usted en su crítica.
—Bruselas es una de las perversiones, pero no la única. Creo que una parte de nuestra juventud ha sido reclutada para el consumismo y el conformismo. Sueñan con todo lo que ven en la televisión y no tienen otro horizonte. Afortunadamente —prosiguió—, no toda la juventud macedonia está en esa longitud de onda; me consta que hay jóvenes que son patriotas y sienten como propia la limitación de nuestras actuales fronteras; que se sienten encorsetados por una geografía decidida en los despachos políticos, no por el gran libro de la Historia.
—No sé adónde quiere llegar, Lauer, pero sus últimas palabras me inquietan. Me inquietan en la medida en la que podrían ser premonitorias de conflictos con nuestros vecinos. Déjeme que le diga que la República es hoy la expresión política y geográfica de lo máximo que puede ser; para usted no es un secreto que la existencia misma como Estado independiente ya fue un logro histórico. En realidad deberíamos haber permanecido unidos a Serbia, como así fue en el pasado, pero…
Iba a proseguir en su reflexión cuando el coloso de pelo blanco, sin poder dominar la ira, se puso en pie.
—¡Está usted diciendo que Macedonia no tiene razón de ser! ¿Lo dice en serio? ¿Se ha olvidado usted de nuestro glorioso pasado? ¿Se ha olvidado usted del Gran Alejandro y de su padre, el rey Filipo II de Macedonia? —bramó, fuera de sí.
—¡Claro que no me he olvidado de nuestra Historia! —replicó el Presidente—. Pero, en fin, respecto de los grandes reyes que ha citado, pues la verdad, hablando de la Historia, usted no puede ignorar que hay una cierta controversia…
—¿Controversia? ¿Pone usted en duda la condición macedónica de los grandes reyes que en el pasado tuvo nuestro pueblo?
—No, por supuesto, Lauer, no es eso lo que he dicho, no me malinterprete. Lo que le digo es que no podemos ignorar el hecho de que nuestros vecinos griegos consideren que tanto Filipo II como el Gran Alejandro fueron, por así decirlo, reyes griegos. Convendrá conmigo en que es un hecho probado que la capital de su reino fue primero Egas, lo que hoy es la aldea de Verguía, y después Pella, ciudades situadas ambas en territorio de nuestro vecino país; por no hablar de Aristóteles, el filósofo preceptor del Gran Alejandro y al que todas las fuentes sitúan como natural de Estagira, un pueblo situado al este de Tesalónica.
—¡Tesalónica es una ciudad fundada por el rey Casandro, un rey macedonio, no lo olvide, señor Presidente!
—Señor Lauer, admiro y aprecio su exacerbado patriotismo, pero hágame caso: no es realista. Para decírselo de otra manera: cualquier exceso por nuestra parte a la hora de reclamar deudas históricas, ya sea en el plano territorial, ya sea en el plano político, están condenadas al fracaso —sentenció Nicola Mitrovic con aire fatigado.
—¿Quiere decir que debemos conformarnos con el país recortado que nos han adjudicado Washington, Bruselas y la OTAN? —preguntó con acritud Merkurio.
—Pues sí, algo así, Lauer; pero desde mi punto de vista no es un drama porque, en esencia, tenemos mucho más de lo que teníamos hace diez años. ¿Tiene usted hijos, Lauer? —preguntó el político.
—Sí, dos.
—¿Qué edad tienen?
—Cuarenta y dos el mayor y un par menos su hermana —respondió el financiero desconcertado por la pregunta.
—Bien, pues verá, yo también tengo hijos; el mayor es abogado y está trabajando en un bufete de Belgrado; otro más pequeño le tengo estudiando en Estados Unidos. Hablo con ellos de vez en cuando, cuando me lo permiten mis obligaciones como jefe del Estado, y me dicen que están contentos, que en los lugares en los que trabajan y estudian les reconocen, saben de su origen macedonio, es verdad que —según me cuenta el pequeño, el que estudia en América— de vez en cuando le preguntan si es griego porque han visto la película de Oliver Stone sobre Alejandro Magno, pero en general no tiene mayores problemas: va por el mundo orgulloso con su pasaporte. ¿Entiende lo que le quiero decir, Lauer? ¿Entiende usted que para recorrer un camino siempre hay que dar un primer paso y que el nuestro es ya un gran paso?
—Un paso que ni siquiera nos permite llamar a nuestro país por su verdadero nombre: Macedonia.
—Es verdad que Grecia se opone en las Naciones Unidas a que utilicemos el nombre de Macedonia, pero ¿qué más da, si aunque oficialmente somos la «Antigua República Yugoslava de Macedonia», todo el mundo, salvo los griegos, cuando habla de nuestro país se refiere a «Macedonia»? —añadió el Presidente con el aire fatigado del profesor que por razones de mala planificación del calendario docente se ve obligado a explicar dos veces en el mismo día la misma lección.
—Tenemos maneras muy diferentes de enfocar las cosas, pero, en fin, no he venido a polemizar con usted acerca de los derechos históricos de nuestro pueblo —dijo Merkurio haciendo un esfuerzo para disimular el desprecio que sentía por las ideas del hombre que tenía delante—. En realidad, si me permite expresarme con franqueza —añadió—, he venido a decirle que el mundo de las finanzas, los empresarios que conozco y yo mismo, veríamos bien que el nuevo viceministro del Interior fuera una persona seria, de firmes convicciones patrióticas. Alguien capaz de hacer frente a los escenarios complejos que, sin duda, nos aguardan.
—¿Tiene usted algún nombre en la cabeza? —preguntó con suspicacia el político.
—Sabe usted que me gusta ser franco y voy a decirle lo que pienso: creo que el coronel Bojislav Bojovic sería un buen candidato.
—Desde luego, desde luego. El coronel Bojovic reúne condiciones para ocupar el cargo —dijo el Presidente—; además —añadió con ironía— tiene la ventaja de que, según tengo entendido, desde hace algún tiempo trabaja para usted, ¿no?
—Así es —respondió con sequedad Merkurio—, pero créame que si no tuviera fe en sus cualidades, no hablaría de él como la persona idónea para ocupar el cargo en un momento como éste en el que Macedonia necesita hombres fuertes, patriotas, capaces de estar a la altura de los retos que imponen las complejas circunstancias por las que atraviesan los Balcanes. ¿No cree?
—Por supuesto, amigo Lauer, por supuesto —contestó el Presidente con una media sonrisa que resumía el resignado conocimiento del político profesional que sabe que en democracia el poder es el resultado de la suma de muchas variables que ni se pueden controlar todas, ni todas son confesables—. Ni que decir tiene —concluyó— que tendré muy en cuenta su recomendación, aunque no se le escapa que la decisión será el resultado de promediar otros puntos de vista. No olvide usted que gobernar es una tarea colegiada.
Merkurio no contestó; rozando la descortesía, se puso en pie unos segundos antes de que lo hiciera su interlocutor. Se despidieron con un apretón de manos al que ninguno de los dos aportó demasiada energía.
A la salida del despacho presidencial aguardaba, diligente, Ivo Pec, el jefe de Gabinete del Presidente. Con soltura, acompañó al financiero hasta la salida.
—Señor Lauer —dijo el joven con voz obsequiosa—, aquí siempre será usted bien recibido. Sabemos reconocer a los amigos y guardar sus secretos. Que tenga un buen día, señor.
—Gracias, cuídese, joven —respondió el anciano posando durante unos segundos una mirada taladradora en el hombre. En las últimas palabras del dinámico jefe de Gabinete había reconocido una seña de complicidad.
Aquel joven —recordó el anciano— había sido el receptor de la llamada que Milena Tomic había hecho desde Dubrovnik. Hizo una seña, como de reconocimiento, con la cabeza y después dio media vuelta y se dirigió con paso enérgico hasta el mercedes, donde le aguardaba el chófer sosteniendo la puerta.
—Señor… —dijo el joven.
Merkurio no respondió.
Una vez dentro del coche, ordenó al conductor que le llevara al hotel. Si las miradas pudieran taladrar, habría destruido el blindaje del vehículo. Se iba contrariado, muy contrariado, y no acertaba a disimularlo.