Amedeo Gualtieri era un buen policía, pero, más allá de los amigos —a quienes guardaba lealtad—, a sus cincuenta y tantos años ya no creía en casi nada. Solía decir que por su profesión había visto mucho y casi nada bueno. Llevado precisamente por su sentido de la lealtad fue por lo que la mañana del 14 de septiembre telefoneó a su colega, el comisario jefe de Venecia.
—¿Marco?
—Sí, ¿quién llama?
—Marco, soy Gualtieri. Tenemos un problema, tenemos que hablar; ha pasado algo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sforza al tiempo que sin saber por qué le vino a la cabeza la imagen de Miss Lisi.
—La mujer; el coche de la mujer del circo, ¿recuerdas que colocamos un chip en su coche?
—Sí, ¿qué pasa?
—Pues ése es el problema: que no pasa nada.
—No me entero de nada; como no te expliques mejor… —respondió, impaciente, Sforza.
—Lo que trato de decirte es que el coche ha desaparecido.
—¿Pero no dices que habías instalado un chip de seguimiento?
—Sí, pero o se ha perdido o lo ha descubierto; el caso es que, por lo que me dicen los técnicos del laboratorio, ha dejado de emitir la señal…
Al oír la palabra «laboratorio», Marco Sforza se puso en lo peor, pero no hizo ningún comentario y dejó que su amigo prosiguiera con la explicación.
—Marco, ¿sigues ahí? ¿Me estás escuchando? —preguntó el jefe de Policía de Trieste.
—Sí, Amedeo, te estoy escuchando. Me estabas contando lo del chip. Supongo que los técnicos que lo colocaron saben hacer su trabajo y lo harían de manera que ni por casualidad lo pudiera descubrir la domadora —contestó Sforza sin saber muy bien por qué daba por hecho que sus colegas de Trieste habían realizado correctamente el trabajo.
—El jefe de nuestro laboratorio técnico dice que descarta que el chip se haya desprendido con el movimiento del vehículo; dice que puede que el coche se haya averiado y que la mujer lo haya llevado a algún taller de reparaciones y allí es donde han podido descubrir y extraer el dispositivo… Pero tiene otra hipótesis más. Cómo te lo diría… Sí, una hipótesis más brutal.
—¿Qué quieres decir con eso de «más brutal», Amedeo? No consigo entender lo que me quieres decir. ¿Por qué no pruebas a explicar mejor las cosas? —respondió el comisario un tanto irritado por la premiosidad con la que su amigo suministraba la información.
—¡Tranquilo, Marco! Te lo voy a explicar, pero ten calma; un poco de calma, por favor. Supongo que estás muy presionado por Roma por culpa del belén que se ha montado alrededor del intento de robo en San Marcos, pero yo soy tu amigo y tienes que confiar en mí, ¿entendido?
—Sí, sí, claro. Perdona, Amedeo, pero es verdad que estoy recibiendo presiones por todas partes; supongo que estoy muy estresado y eso me hace ser impaciente y lo pago con quien menos culpa tiene, que eres tú, que encima eres el único que me está ayudando en todo este rompecabezas. Perdona, amigo, créeme que siento haber sido impertinente contigo…
—¡No digas tonterías, Marco! Somos amigos, no tienes que disculparte por nada… Lo que te estaba diciendo es que, según los técnicos del laboratorio, otra de las hipótesis que explicaría por qué hemos perdido la señal es que puede que el chip no emita porque haya entrado en contacto con el agua y se haya desactivado. Dicho de otra manera, opinan que el coche puede estar en el fondo del Adriático; a eso era a lo que me refería cuando te decía que había una tercera hipótesis, pero que era «brutal» —añadió el jefe de Policía de Trieste.
Durante unos segundos al otro lado del teléfono todo fue silencio. Después, el comisario Sforza habló:
—¿Quieres decir que la domadora ha podido tener un accidente y se ha caído con el coche al mar?
—Eso es lo que he dicho, pero… yo no he dicho que la domadora se haya caído al mar; los técnicos hablan del coche, Marco. Lógicamente, no pueden saber qué ha sido de vuestra artista.
—Sí, sí, está claro; mejor dicho: nada está claro porque hemos perdido la única pista que teníamos. Habrá que empezar otra vez por el principio, volviendo al circo. Voy a mandar a Benzoni, ya le conoces. Por favor, si no te importa, Amedeo, ayúdale…
—Sí, hombre, sí, descuida, que le echaremos una mano; de hecho, ya hemos empezado a ocuparnos del caso. En previsión de que me lo pedirías, he consultado con Tráfico y también con la autoridad portuaria de aquí, del puerto de Trieste, pidiéndoles que estén al tanto por si aparece abandonado un volvo como el de la domadora. Si no me dices que no —añadió—, también había pensado hablar con un amigo que tengo en la jefatura de Liubliana, en Eslovenia, por si la mujer que buscamos ha cruzado la frontera y ha dejado el coche en algún taller o lo ha tirado al mar y alguien lo ha visto; como decimos nosotros, ya sabes que siempre hay alguien de guardia en el lugar más insospechado —añadió el jefe Gualtieri.
—Me parece bien —respondió Marco Sforza—. No sabes cómo te lo agradezco; este asunto me trae de cabeza porque parece que hay alguien que está jugando al gato y al ratón con nosotros y cada vez que creemos tener en la mano la punta de un cabo, ¡blaam!, alguien tira del hilo, la cometa desaparece y, ¡hala!, vuelta a empezar de nuevo.
—Estás muy estresado, Marco. Tienes que relajarte; de otra manera te veo perdido, amigo mío.
—Puede que tengas razón; la verdad es que este asunto es más complicado de lo que parecía al principio. Te voy a hacer caso, voy a tomarme las cosas con más calma porque de otra manera me volveré tarumba. Bueno, Amedeo, adiós, llámame si hay novedades y… gracias por todo.
—De nada, amigo. Cuídate.