A las seis de la mañana del día siguiente, el coronel Bojislav Bojovic abandonó el hotel Holiday Inn de Skopie. Fuera, en un aparcamiento cercano, le esperaba uno de los guardaespaldas de Merkurio. Estaba de pie junto a un todoterreno de color negro.
Era un volkswagen, modelo Touareg. Antes de entrar en el vehículo, el coronel se aseguró de que su acompañante no fuera armado.
—¿Llevas pistola? —le preguntó.
—No. La tengo en el coche —le respondió el mocetón.
—Está bien, no la vamos a necesitar. Conduce tú —ordenó el militar al joven al que todos llamaban Mitrovica. Después abrió la puerta del vehículo y tras entregarle las llaves del coche a su acompañante, se acomodó en el asiento contiguo al del conductor—. Voy a dormir un rato. Cuando falten quince kilómetros para llegar a la frontera de Croacia, despiértame —añadió el coronel cerrando los ojos y colocando un periódico extendido sobre el estómago. El papel retiene el calor que desprende el cuerpo humano y actúa como relajante; era un truco infalible para acelerar la llegada del sueño, lo había aprendido en sus tiempos de la Milicija, cuando, sin tiempo para dormir en condiciones, debían afrontar largos viajes en coche por las interminables carreteras de Yugoslavia.
Mitrovica despertó al coronel antes de llegar a la frontera de Croacia. Quizá porque era una hora temprana o porque los pasajeros no aparentaban llevar nada de valor, el caso es que los guardias de frontera apenas les hicieron caso. Cuando levantaron la barrera, el coronel se llevó instintivamente la mano a la cabeza en un remedo de saludo militar que uno de los guardias devolvió.
—¿No le parece raro que no nos hayan parado y registrado? —preguntó Mitrovica.
—Sí, un poco raro sí es, pero bueno, la guerra fue hace ocho años, y, además, debemos de tener pinta de pobres, así que ni se han molestado —respondió el coronel. «Esperemos a la vuelta para cantar victoria», se dijo el militar para sus adentros. Después añadió—: Voy a intentar dormir un poco más; conduce despacio, no quiero que llamemos la atención de los motoristas de Tráfico. Ah, y cuando te aburras de conducir, despiértame, ¿entendido?
—Sí, señor; descuide, que así lo haré.
Despertó antes de que el conductor le llamara, pero siguió en silencio pensando en la misión. Cuando pararon para repostar sustituyó al conductor y fue él quien llevó el coche hasta llegar a Split. Allí, dejaron el coche en una de las calles del puerto y decidieron estirar un poco las piernas. Fueron caminando hasta una plaza llena de bares y restaurantes que está junto a las ruinas del ciclópeo palacio del emperador Diocleciano, un romano de origen dálmata que gobernó Roma con mano de hierro en los primeros siglos de la era cristiana. Tras almorzar regresaron a buscar el coche y por la carretera de la costa siguieron viaje hasta Plitvice y Opatija. Relevándose en la conducción, al amanecer se habían plantado en la frontera de Eslovenia. La cruzaron sin problemas. Tres horas después, estaban en el paso fronterizo de Trieste. Al otro lado les aguardaba Italia.
—¿Motivo del viaje? —preguntó el policía italiano que estaba de guardia, tras controlar los pasaportes.
—Turismo —respondió el coronel.
—¿Adónde se dirigen? —preguntó el policía más por entablar una conversación con la que combatir el aburrimiento que por imperativo de su celo policial.
—Pues en principio pensamos acercarnos a Venecia… —contestó el coronel en italiano y sin terminar la frase…
—¡Ah, Venecia! ¡Es mi ciudad, es bellísima! No dejen de ir… Adelante, pasen —añadió el agente estirando un brazo y señalando la salida de la aduana.
—Gracias, señor —respondió el coronel saludando al policía.
Durante unos minutos el coronel permaneció en silencio tratando de orientarse. Al llegar a una gasolinera próxima al puerto, detuvo el coche y consultó un mapa que llevaba en la guantera del coche. Iba a llamar a Miss Lisi, pero miró el reloj y vio que eran las ocho de la mañana. «Es pronto», se dijo, así que decidió hacer un poco de tiempo.
—Vamos a desayunar. Invito yo —dijo mirando a su compañero, que estaba medio dormido.
—¡Ah! Estupendo, gracias, coronel.
—No me llames así —replicó el coronel—. No debemos llamar la atención.
—¿Y cómo quiere que le llame? —preguntó Mitrovica con aire de colegial despistado.
—Puedes llamarme Peja y, a todos los efectos, desde ahora tú te vas a llamar Slobodan, ¿de acuerdo?
—¡Slobodan! Como Milosevic —exclamó el guardaespaldas.
—Es para que no se te olvide, ¿de acuerdo?
—No se me olvidará, señor…
—Te he dicho que te olvides del tratamiento militar, ¿es que no me has entendido?
—Sí, señor, claro que lo he entendido, pero pensaba que lo de llamarle Peja era para cuando estuviéramos con gente.
—Y sin gente. Si no lo haces así, meterás la pata. Quiero que entiendas que hemos venido a cumplir una misión muy delicada y no debemos llamar la atención. Recuerda que somos dos turistas; nadie te va a preguntar nada porque mi intención es que estemos poco tiempo en Trieste, pero por si alguien te para o te pregunta, debes decir que somos turistas, que hemos venido a pasar el día y que nos volvemos mañana a Liubliana, en Eslovenia. ¿Entendido?
—Sí, perfectamente. No se me olvidará —asintió Mitrovica sin hacer más preguntas.
Tomaron café y desayunaron. Pagó el coronel y, al volver al coche, buscó un número en su teléfono móvil y marcó.
—¿Sí? ¿Quién llama? —respondió una voz de mujer.
—Dunia, soy yo. ¿Qué tal está? —preguntó el militar.
—¡Coronel! ¡Qué sorpresa! No esperaba que me llamara… como me dijo ayer que hasta dentro de unos días no me fuera de aquí, pensé que hasta entonces no tendría noticias suyas —respondió la mujer más sorprendida que otra cosa.
—He cambiado de idea; creo que lo mejor será que nos veamos. Estoy en Trieste.
—¿Está aquí? ¿Cuándo ha venido? —preguntó, sobresaltada, la mujer.
—Hoy mismo, he llegado hoy mismo. Debemos vernos; me dejó preocupado con lo que me contó. ¿Dónde está el circo?
—Está aquí, en Trieste, desde luego, en una plaza que está cerca de la estación —respondió la mujer—; pero ahora no sé si podemos vernos, no estoy arreglada, acabo de levantarme, la función de noche termina tarde, yo no sé… —añadió nerviosa.
—Lo comprendo, no se preocupe. No hay prisa, tómese el tiempo que necesite. Dentro de dos horas nos vemos, ¿le parece bien dos horas? ¿Necesitará más tiempo para arreglarse?
—No, no, es más que suficiente. Perdóneme, coronel, ha sido la sorpresa.
—Lo comprendo, lo comprendo. No se preocupe, quedamos así; nos veremos en torno a las once. Ah, Dunia, una cosa más, no me llame usted al número de teléfono que tiene, no lo llevo conmigo, la estoy llamando desde el de un amigo, la llamaré yo. ¿Me ha entendido?
—Sí, sí, claro, coronel. Haré como usted dice.
—Bien, pues ¡hasta pronto! —añadió el coronel, cortando la comunicación.
Durante unos segundos la mujer permaneció de pie y con el teléfono en la mano. Estaba desconcertada. La llamada del coronel la había despertado y asustado. Sin saber por qué todos sus temores se habían activado y tomó la decisión que había estado aplazando. Decidió huir. Nerviosa, guardó en una maleta lo primero que encontró a mano y la cerró. Después contó el dinero que tenía en el bolso: cerca de cuatro mil euros; tres mil se los había enviado el coronel por «sancionar» —como decía él— a Demeratu. Buscó las llaves de su coche y cuando iba a salir se acordó de los perros. Eran la base de su número en el circo y también los únicos seres vivos hacia los que volcaba su mundo vacío de otros afectos. «No puedo llevarlos a todos; no podría atenderlos. Si me los llevo, me retrasarían la marcha», pensó angustiada.
En su interior se había desatado una lucha entre el pánico que la invadía y el dolor que sentía ante la idea de abandonar a los animales. Al final, se impuso el instinto de supervivencia.
«Hablaré con Gruevsky», se dijo. Decidida a ver al director del circo, salió de la caravana y, tras mirar a derecha e izquierda, se tranquilizó al ver que su coche, un volvo de un modelo algo pasado de moda, seguía donde lo había dejado aparcado. Al volver la mirada hacia la carpa, vio al director. Estaba hablando con el domador de leones. A buen paso se acercó hasta donde estaban los dos hombres.
—¡Buenos días, Dunia! —la saludaron a dúo.
—Buenos días —respondió la mujer sin acertar a disimular su nerviosismo.
—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal? —preguntó el director.
—No, yo… no, bueno, sí. La verdad es que me encuentro mal porque, verás, mi hermana se encuentra muy mal, ha tenido un accidente y está grave, y me tengo que ir, me tengo que ir —mintió hablando de manera acelerada.
—No sabía que tuvieras una hermana…
—Sí, sí, mi hermana es la más pequeña; no nos vemos mucho, pero tengo que verla, tengo que verla —repitió con tono obsesivo la mujer—. Quiero… quiero pedirte un favor. Quiero que os hagáis cargo de los perros…
—Lo comprendo, lo comprendo —respondió el director cruzando la mirada con el domador.
—Te pagaré, te pagaré… Mira, aquí tienes mil euros —dijo la domadora entregándole dos billetes de 500 euros.
—Bueno, Dunia, no hace falta que nos des tanto dinero, mujer, con la mitad creo que bastará. Supongo que no vas a estar mucho tiempo lejos del circo, ¿no?
—No sé, no sé, porque mi hermana está grave, está muy grave. Quédate con el dinero, quiero que los cuiden bien y que si alguno se pone enfermo, por favor, quiero que lo lleven al veterinario. Aquí, en esta tarjeta —dijo buscando en el interior del bolso—, sí, aquí está: éste es el número de teléfono de un veterinario de Trieste por si hace falta llevar a alguno de mis perritos.
—Está bien, está bien, no se hable más: se hará como dices —añadió el director zanjando la discusión al tiempo que cogía el dinero—. ¿Cuándo te vas?
—Ahora, si no te importa, ahora mismo —contestó la mujer cerrando el bolso y dando media vuelta.
—¿Ahora mismo? ¿Y qué hacemos esta tarde con tu número? El circo no cierra y deberíamos anunciar la sustitución…
—Haz lo que quieras, yo me voy —dijo la mujer dando media vuelta y emprendiendo la marcha hacia el lugar en el que estaba aparcado el viejo volvo.
—Bueno, tendremos que apañarnos sin Miss Lisi y sus perros acróbatas —dijo el director con resignación—. Creo, Nikola, que vas a tener que prolongar la jornada de trabajo de tus leonas —añadió dirigiéndose al domador.
—A más trabajo, más salario, jefe —respondió el hombre mirando los billetes de 500 euros que el director del circo tenía en la mano.
—¡Ah, no! ¡Ni hablar! Esto —dijo apretando el dinero— es la comida de los perros de Miss Lisi. Nada de aumento de sueldo, no está el Circo de Belgrado para alegrías, amigo Nikola; ya sabes que la televisión está acabando con el circo —afirmó el director con un deje de tristeza.
El domador no insistió. Los dos se quedaron mirando cómo Dunia Kovacevic arrancaba su viejo volvo y se incorporaba al tráfico de una de las vías que rodeaban la plaza.
La mujer conducía agarrotada, asiendo con mucha fuerza el volante. Iba tan ensimismada que no reparó en que al dar la vuelta a la plaza un vehículo todoterreno de color negro ocupado por dos hombres se colocó detrás del volvo y lo siguió cuando éste enfiló la vía que cruza los muelles y conduce a la frontera de Eslovenia. Dunia no se fijó en el coche que la seguía ni reparó en que también se detuvo cuando ella paró el suyo al llegar a una gasolinera. Era un autoservicio.
Sin bajar del coche, los dos hombres que iban en el todoterreno observaron cómo la mujer repostaba llenando el depósito.
—Ha llenado el depósito —comentó «Mitrovica».
—Sí, creo que se prepara para huir —contestó el coronel—. En cuanto deje la gasolinera y encontremos un tramo de calle despejado, la adelantas y, con cuidado de no hacer mucho estropicio, le cierras el paso, ¿me has entendido? —añadió el militar.
—Sí, señor.
—Pues no te entretengas, que está subiendo al coche. Y ve con cuidado, no vayas a perderla de vista.
—Descuide, señor, no se nos escapará.
El seguimiento duró poco. Al girar en una de las calles de la zona portuaria, el Touareg negro aceleró iniciando la maniobra de adelantamiento del coche que le precedía, pero en lugar de completar la maniobra, en el último momento el conductor giró el volante alcanzando al volvo. Aunque Dunia tuvo el tiempo y los reflejos justos como para dar a su vez un volantazo y desviar el coche hacia la derecha de la calzada, no pudo evitar que el otro vehículo chocara ligeramente con el suyo. Asustada, detuvo el coche y vio que el todoterreno que había provocado la colisión se detenía a un metro escaso. Cuando su cerebro quiso procesar la información que le transmitían sus ojos, los dos hombres de gran corpulencia que se habían bajado del coche negro estaban a su lado. Uno de los hombres abrió una de las puertas del volvo y entró dentro. El otro se quedó de pie en la calle haciendo guardia junto a la ventanilla.
—Hola, Dunia —dijo el hombre que había entrado en el coche que conducía la mujer.
—¡Coronel! ¡Qué… qué sorpresa! —acertó a decir la mujer.
Estaba aterrada.
—Sí, eso mismo digo yo: es una sorpresa que habiendo dicho que nos esperaría haya cambiado usted de idea. ¿Por qué, Dunia?
—Verá, coronel; yo, en fin, es que he recibido una llamada desde Skopie. Mi hermana, ¿sabe?, está muy grave, ha tenido un accidente y por eso me disponía a volver. Créame, pensé en avisarle a usted, pero luego me entretuve y se me hizo tarde; de verdad, coronel, pensaba avisarle.
El coronel no contestó. La mujer estaba visiblemente nerviosa.
—Tranquilícese, Dunia. Está muy nerviosa. Le diré lo que vamos a hacer; me va a dejar conducir a mí y vamos a ir a un lugar tranquilo donde podamos tomar un café y hablar. ¿Qué le parece? —preguntó el militar.
—Yo, yo, no sé qué decir, coronel…
—Tranquila, Dunia. Bájese del coche, siéntese aquí —indicó el hombre señalando el asiento que ocupaba— y déjeme conducir a mí. ¿De acuerdo?
La mujer dudó. Pensó en arrancar el coche, pero la figura del coronel a su lado y la del hombre corpulento que estaba fuera, junto a la ventanilla, le hicieron abandonar la idea.
—Haré lo que me pide, señor —respondió con resignación.
—Bien, buena chica.
La mujer se bajó del coche y el hombre que estaba de pie parado junto a la ventanilla la acompañó a dar la vuelta al vehículo. Después, abrió la puerta lateral y se apartó para que Dunia Kovacevic pudiera entrar. Mientras tanto el coronel, que llevaba puestos unos guantes negros, había ocupado el asiento del conductor.
—¡Síguenos! —ordenó a Mitrovica—. Vamos a tomar café.
Un minuto después, el guardaespaldas arrancaba el Touareg y el coronel hacía lo propio con el volvo. A continuación, ambos coches se perdieron en el tráfico de Trieste.