Capítulo 36

—¿Qué sabe usted de ADN? —preguntó Merkurio a Sertzan Kostovsky, el periodista con el que había concertado un encuentro al término de la conferencia en el foro celebrado en el hotel Holiday Inn. Kostovsky dirigía El Correo, uno de los periódicos de más tirada del país.

—¿ADN? Pues…, no sé…, lo que sabe todo el mundo: que es algo así como el carné de identidad genético de una persona —respondió el periodista sorprendido por la pregunta del hombre que estaba sentado frente a él.

—Exactamente. ¿Sabe que, además, es un carné único, imposible de falsificar?

—Sí, bueno; ésa es la idea que tengo sobre el ADN, pero verá, señor Lauer, si quiere que le sea sincero, no tengo demasiados conocimientos sobre el tema —respondió el periodista pensando que estaba decepcionando a su interlocutor.

—No se preocupe por eso. Es a los científicos a quienes corresponde conocer en profundidad estas cosas —respondió el hombre sin hacer nada para corregir la apariencia glacial que rodeaba su figura.

El periodista se removió en su sillón sin disimular la incomodidad que sentía.

—El ADN es una huella genética infalsificable y, por lo tanto, única —añadió el anciano mirando fijamente a su interlocutor—. Bien, señor Kostovsky. Voy a poner en su conocimiento un hecho de gran trascendencia histórica. No sólo para Macedonia, también para el resto del mundo. Espero que sepa usted valorar la información y, sobre todo, exponerla a la opinión pública con el rigor y la altura de miras que corresponde. ¿Puedo confiar en usted?

—Sí, sí, claro que puede confiar en mí.

—Tengo su palabra, ¿recuerda? —preguntó el anciano.

—Repito que puede usted confiar en mí, señor Lauer —respondió el periodista agobiado por la presión a la que se sentía sometido.

—Coronel, acérqueme la carpeta roja —ordenó el anciano al militar que asistía a la entrevista de pie y en silencio—. Aquí —dijo el hombre al que llamaban Merkurio señalando la carpeta— están los datos de un macroestudio de filiación genética de la población de Macedonia. Es un estudio realizado con las técnicas de laboratorio más modernas. El resultado, como verá, es muy llamativo: salvo en las comarcas donde hay núcleos muy minoritarios de población de origen albanés, búlgaro, turco o valaco, el resto, el que podríamos llamar macedonio histórico, presenta un perfil homogéneo sin apenas variaciones; el propio de un pueblo al que no han podido dividir los avatares históricos —dijo el anciano subiendo el tono de voz—. ¿Comprende usted, Kostovsky, la importancia que tiene el resultado de este estudio?

—Sí, bueno, ya le digo que no soy un experto y, por lo tanto, se me escapan los matices de este asunto, pero, en fin…, si usted lo dice, claro que es importante —acertó a responder el periodista intentando que no trascendiera el desconcierto que habían instalado en su ánimo las últimas palabras del anciano.

—Creo que no me sigue usted —replicó Merkurio.

—No sé por qué dice eso, señor.

—Creo que no me sigue porque usted esperaba algo más que un informe estadístico, ¿es así? Sea sincero conmigo.

—Pues yo, la verdad, no sé…

El periodista titubeó. La presencia del coronel resultaba intimidante, pero quien realmente infundía temor era aquel anciano que incluso sentado parecía dominar el paisaje del saloncito de la suite en la que le había recibido.

—… En fin, ya que lo pregunta —acertó a contestar—, seré sincero: la verdad es que sí; me esperaba otra cosa. No me pregunte qué, porque no sabría decirlo, pero sí. Sus palabras en el foro, cuando habló usted, tengo aquí las notas que tomé del discurso; habló de una revelación, siento curiosidad por saber a qué se refería cuando dijo: «Dentro de poco estaremos en condiciones de decirle al mundo que Macedonia es la tierra de Alejandro y de Filipo y nadie, recuerden bien lo que les digo, ¡nadie podrá ponerlo en duda!». Son palabras suyas textuales que me hicieron pensar que, en fin, usted tenía intención de hacer o decir algo, sí, más importante.

Tras decir aquellas palabras, Sertzan Kostovsky se llevó una mano a la cabeza para enjugar el sudor que perlaba su frente.

—Ha sido usted sincero. Me gusta. No soporto ni a los mentirosos ni a los pusilánimes. Un hombre lo es, ante todo, cuando se atreve a decir la verdad sin importarle las consecuencias. Creo, señor Kostovsky, que vamos a entendernos, pero le pido un poco de paciencia. El informe que hay en esta carpeta —dijo el anciano señalando el dosier— es muy importante. No por los datos que comentaba, datos que demuestran la homogeneidad de la huella genética de los habitantes de Macedonia, sino por algo que usted todavía no sabe, pero que convierte el informe en un material de valor incalculable.

El anciano hizo una pausa y miró alternativamente al periodista y al militar. Después se levantó y dirigiéndose a la parte interior de la suite se acercó a uno de los armarios en cuyo interior estaba instalada una caja fuerte. Tras marcar la combinación, abrió la pequeña puerta blindada y retiró del interior una carpeta que estaba debajo de una pistola. Era una Walter PPK, un arma formidable, tan segura como letal en manos de un buen tirador. Cerró la caja y regresó hasta el pequeño salón que precedía a la suite. El coronel y el periodista seguían en silencio. El hombre al que llamaban Merkurio regresó al sillón situado enfrente del periodista.

—Lo que va a ver ahora es algo extraordinario —dijo el anciano mirando derecho a los ojos de su interlocutor—. Es un secreto que han guardado los siglos. Como podrá comprobar, su conocimiento por la opinión pública provocará una gran conmoción. Quiero que lea con atención estos documentos y que después de leerlos piense en la mejor forma de publicarlos. Habrá de ser escalonadamente, primero el macroestudio de filiación genética sobre la población de Macedonia. Después, deberá publicar este otro —dijo el anciano ofreciendo al periodista la carpeta que había extraído de la caja fuerte—. Léalo y devuélvamelo —ordenó el anciano—. Quiero estar seguro de que comprende usted la importancia, la trascendencia histórica, de la extraordinaria revelación que pongo en sus manos, señor Kostovsky.

—Sí, claro, señor… —contestó el periodista sin saber muy bien qué decir.

—Tenga, léalo ahora —ordenó el anciano tendiéndole la carpeta que contenía el informe filogenético elaborado por el doctor William Sharp y la doctora Virna Ivic a partir del análisis de las muestras óseas robadas en el laboratorio de la ciudad griega de Vergina.

Minutos después, fue Sertzan Kostovsky quien rompió el silencio.

—¡Santo Dios! Pero, pero ¡esto es imposible! ¡El ADN del rey Filipo II de Macedonia, el padre del Gran Alejandro! ¡No me lo puedo creer! Es, es, fantástico. ¡Es una bomba! ¿Cómo lo ha conseguido? —preguntó el periodista excitado por lo que acababa de leer.

Merkurio no respondió a la pregunta.

—Ha dicho bien, Kostovsky. Efectivamente, lo que tiene usted en las manos es una bomba. Una bomba que puede explotarnos encima si no sabemos manejarla adecuadamente. ¿Comprende lo que le digo?

—Sí, sí, comprendo lo que me dice, pero esto es algo grande. ¡Es la noticia del año y puede que del siglo! —respondió, nervioso, el periodista—. Habrá que considerar las fuentes, claro, pero qué duda cabe de que es la noticia más sensacional de los últimos tiempos.

—Mire, señor Kostovsky —respondió con voz glacial el anciano—, como comprenderá, ésta no es una reunión del comité de redacción de su periódico. A mí las noticias no me interesan más que en la medida en que convienen a mis intereses. Lo que acaba de leer no es una novedad periodística, es una revelación histórica y como tal debemos considerarla analizando las consecuencias que sin duda traerá su publicación. Consecuencias, sobre todo, políticas. Porque supongo que no se le escapa la repercusión internacional del caso. Este informe revela que existe una continuidad entre la dinastía de la Casa Real de Macedonia de los tiempos de Filipo y Alejandro y el núcleo del pueblo macedonio actual. Señor Kostovsky, ¿comprende usted el alcance político de lo que le digo? —preguntó el anciano taladrando con la mirada al periodista.

—Sí, lo comprendo, señor. Cuando habla usted de repercusión internacional, supongo que está pensando en Grecia, en la Grecia actual y en la región septentrional que lleva el mismo nombre que nuestra Macedonia —respondió el periodista captando, de repente, el sentido último de la pregunta del magnate—. Supongo que a los griegos no les va a gustar el informe.

—Macedonia debe atender a sus intereses. Este informe prueba que existe una continuidad histórica, que se puede establecer un árbol filogenético y la ruta seguida por nuestra civilización, hecho que pone patas arriba otras pretensiones.

—Si no me equivoco, está pensando usted en Tesalónica —dijo el periodista.

—Tesalónica es la ciudad que fundó el rey Casandro de Macedonia. Hora es de que lo que perteneció a Macedonia vuelva a Macedonia, ¿no le parece?

—Sí, claro, señor. Pero, en fin, están las fronteras, y hablando de Grecia, está también la OTAN. Grecia pertenece a la OTAN…

—No meta a la OTAN en este asunto, Kostovsky. Va usted demasiado deprisa.

—Perdone, señor, soy macedonio y al igual que usted amo a mi patria y daría mi vida por ella, pero soy periodista, y, quizá por deformación profesional, estoy acostumbrado a analizar los acontecimientos desde la perspectiva de sus consecuencias… sin olvidar que la fuente es determinante a la hora de establecer la veracidad de la información —añadió el periodista sorprendido de su propia osadía—. Señor Lauer, no se ofenda —prosiguió—, pero el origen de la noticia, en este caso, el origen de las muestras que han permitido analizar el ADN al que se refiere el informe, tiene su importancia; en este caso me atrevo a decir que el origen puede condicionar la credibilidad del propio informe…

Iba a ampliar el razonamiento, pero la voz cavernosa del anciano cortó de raíz aquel propósito.

—¡No me interrumpa y deje de preocuparse por ese aspecto colateral del asunto! Vamos a ver, Kostovsky: a corto plazo no habrá más consecuencias que una gran polémica alrededor del informe; después, a medio plazo, y ahí es donde más vamos a necesitar sus conocimientos profesionales, debe crearse un estado de opinión favorable a que sean devueltos a Macedonia aquellos territorios que originariamente formaron parte del Reino de Macedonia. ¿Entiende ahora el verdadero alcance del proyecto? —preguntó Merkurio sin esperar respuesta—. Cuando hablo de opinión pública favorable, hablo de opinión tanto nacional como internacional. Para conseguir el eco mundial necesario habrá que contratar a la mejor agencia internacional de Relaciones Públicas; tiene su sede en Washington y ya se han realizado los primeros contactos.

—Todo esto es fantástico, extraordinario… —acertó a decir el periodista.

—Estamos hablando de algo muy serio, estamos hablando de un asunto de Estado que reclama decisión y discreción. Una indiscreción, una filtración antes de tiempo daría al traste con todo el plan. Está usted aquí porque confiamos en usted; además ha dado su palabra. Espero que la mantenga —añadió Merkurio desviando la mirada hacia el militar, que en ningún momento había participado en la conversación que se traían los dos hombres, pero que ahora, siguiendo el hilo del razonamiento de su jefe, había fijado la mirada en el atribulado periodista.

—La tiene, tiene mi palabra; lo único que me inquieta es que puedan producirse filtraciones ajenas —dijo el periodista.

—No se preocupe, eso no ocurrirá.

—¿Cuál sería la hoja de ruta, el calendario del plan?

—Déme el informe —contestó el anciano reclamando la carpeta que contenía los datos del análisis de ADN realizado por el doctor Sharp sobre las muestras óseas robadas en Grecia—. Se lo he dejado leer para que pudiera avizorar el alcance del proyecto, pero su publicación ahora sería un error; quiero que se concentre en el otro informe; que publique los datos del macroanálisis genético llevado a cabo en toda Macedonia; quiero que promueva usted un debate nacional enfocando los resultados en clave positiva: como prueba de la homogeneidad genética de nuestro pueblo. Hable en sus editoriales de la «civilización macedonia»; participe usted en los programas de televisión donde se debatan estas cosas. Tengo influencia, como sabe, en alguno de los canales privados de televisión, no creo que sea difícil promover debates en torno a la cuestión que nos ocupa. Hay mucha gente que tiene dificultades para llegar a fin de mes; este tipo de cuestiones son de las que encienden la imaginación de la gente corriente. Hablar del futuro les ayudará a olvidar los problemas cotidianos. Hay que ampliar el horizonte de la gente, incendiar su cabeza con ideas que les devuelvan la imagen de la grandeza de nuestro pueblo, el pueblo que es el mismo que acompañó al Gran Alejandro en la conquista de Asia. ¿Comprende lo que le digo, Kostovsky?

—Sí, creo que sí —asintió el periodista.

—Bien, mejor así, porque no quiero fallos. Si trabaja usted para mí, le garantizo que subirá como la espuma. Pero quiero que comprenda que estamos hablando de un plan que tiene sus riesgos. Por eso le reitero que es del todo imprescindible la discreción. Me ha informado el coronel de que tiene usted familia…

—Sí, mujer y tres hijos, el más pequeño, de doce años —respondió, incómodo, el periodista.

—Bien, bien. Esperemos que cuando el pequeño ya sea todo un hombre y algunos de nosotros ya no estemos aquí, pueda vivir en una Macedonia grande, una Macedonia como lo fue en sus mejores tiempos antes de que las injusticias de la Historia perpetraran el olvido de siglos que ha padecido nuestro pueblo. Publique usted el primer informe y déle mucha publicidad; que tenga repercusión. No se preocupe por el dinero, una de mis empresas contratará una campaña de anuncios en su periódico; con esa inyección de dinero podrá usted afrontar los primeros gastos. Si todo va bien, habrá más.

—Gracias, señor Lauer —contestó el periodista—. ¿Cuándo cree que debemos publicar el segundo informe? —añadió señalando a la carpeta que el anciano sostenía entre sus manos.

—Cuando la opinión pública esté madura. Hasta entonces no habrá llegado el momento de publicar el informe.

—No quisiera parecer pesado, pero no me ha dicho usted cómo ha conseguido obtener las muestras que han permitido identificar el ADN del rey Filipo. Cuando se publique el informe, habrá que dar razón sobre el origen… No estoy muy puesto en Historia, pero tengo entendido que los restos del padre de Alejandro Magno se encuentran en una tumba que fue descubierta hace unos años en Vergina, en el norte de Grecia, no lejos de Tesalónica, y los lectores, la gente, preguntarán por el origen de la muestra —añadió el periodista mirando con angustia a su interlocutor.

—Cuando lleguemos a ese río, hablaremos de ese puente. Limítese a cumplir la parte del plan que se le ha encomendado, Kostovsky —atajó el anciano zanjando la conversación. Después se levantó y tendió la mano al periodista—. Tengo su palabra, no lo olvide —dijo al tiempo que miraba hacia el coronel, que estaba ya frente a la puerta de la habitación.

—No lo olvidaré, señor —contestó el periodista intimidado por la estatura de su interlocutor y la del militar que aguardaba para acompañarlo hasta la salida. Un jugador de ajedrez habría asociado la zozobra del periodista con la de un peón acechado por una torre y un caballo.