Capítulo 35

Ottavio Agrícola consultó su reloj. Faltaban treinta minutos para que llegara el cardenal. Anticipando el encuentro, evocó la figura del hombre al que esperaba y tecleó su nombre en el buscador de Google.

Tenía un cerro de páginas. Amén de su biografía sacerdotal, había numerosas entradas en las que se recogían artículos de prensa firmados por el cardenal, resúmenes de declaraciones suyas, entrevistas de prensa y hasta una reproducción de una larga entrevista de Radio Vaticano. También aparecía una fotografía. Su figura física resultaba ajena a los cánones vaticanos: era alto y magro, llevaba el pelo blanco muy recortado y, a sus sesenta y ocho años, seguía teniendo aire de deportista.

Mario Anselmi Lorenzi era italiano y desde hacía años era uno de los pilares del Vaticano. Había sobrevivido a cuatro papas y, aunque confiaba en ir al Cielo, solía decir que no tenía prisa. No era una fuente de referencia en materia de teología, pero los corresponsales acreditados ante la Santa Sede acudían a él cuando querían saber cómo iban los asuntos terrenales del Estado Vaticano.

En Italia hacía años que la Democracia Cristiana se había autodestruido como consecuencia de las disensiones internas, pero de aquella poderosa hoguera que había gobernado el país durante medio siglo quedaban muchos rescoldos en forma de pequeños partidos que, según los críticos de la izquierda, eran gobernados por control remoto desde el despacho del cardenal.

La última vez que Lorenzi había salido al paso de semejante imputación fue en respuesta a la pregunta de una periodista de Il Manifesto: «Son insidias; insidias políticas; maldades a las que ni siquiera merece la pena responder; todo el mundo sabe que Italia es una democracia y que la Iglesia no hace política, salvo que llame usted hacer política a difundir y defender las verdades del Evangelio», había contestado el purpurado.

Ottavio Agrícola esbozó una sonrisa al releer aquella declaración. En ésas estaba cuando sonó el teléfono interior. Era Alicia, su secretaria, informándole de que el cardenal había llegado al ministerio.

—Hágale pasar, por favor —ordenó.

—Sí, ministro, descuide.

El político apagó el ordenador e instintivamente se arregló el nudo de la corbata y se dispuso a recibir a su visitante. Como buen cristiano que era, sabía que le aguardaba una reprimenda y la correspondiente penitencia, lo que no sabía es qué le iba a pedir el cardenal en aquella ocasión. «Pronto saldré de dudas», pensó.

—¿Señor ministro? —oyó decir a la secretaria—. Está aquí su eminencia el cardenal Lorenzi. ¿Puede pasar?

—Sí, claro, que pase —respondió el ministro abandonando el sillón y dirigiéndose a la puerta. Cuando ésta se abrió, apareció en el dintel la figura imponente del purpurado. Vestía un traje negro de muy buen corte y sólo el alzacuellos blanco y el anillo de oro delataban su condición de religioso y príncipe de la Iglesia.

—¡Querido Ottavio! ¿Cómo estás? —dijo el cardenal avanzando hacia el ministro con los brazos extendidos.

—Bien, eminencia, reconfortado de verle por el ministerio —respondió el político avanzando hacia él e inclinando levemente la cabeza—. Tiene usted un aspecto envidiable, eminencia —añadió.

—Tú también, hijo mío. Creo que tenía razón Giulio cuando decía que no es el poder lo que desgasta, que lo que realmente desgasta es la oposición —añadió el cardenal mirando a su interlocutor a los ojos.

—Sí, la verdad es que el maestro Andreotti, con sus largos años en política, sabía bien de lo que hablaba —respondió el ministro.

—¡Vaya que si lo sabía! Él fue de los pocos que supieron capear el temporal en tiempos políticos mucho más complicados que los de ahora, cuando los comunistas estuvieron a punto de conseguir que Italia dejara de ser Italia engañados por aquella especie de caballo de Troya que ellos llamaban el «compromiso histórico». ¡Al pobre Aldo Moro le costó la vida…! En fin, dejemos la Historia para los historiadores —añadió el purpurado mirando hacia uno de los espléndidos sofás de cuero que ocupaban uno de los espacios laterales del despacho del ministro del Interior.

—Vamos a sentarnos —dijo el político—. Eminencia, ¿le apetece un café, tal vez un cappuccino?

—Sí, gracias, tomaré un café corto con un poco de leche.

—Le acompañaré —añadió el ministro esperando a que su visitante se sentara para hacerlo él después. Una vez acomodados, pulsó el botón de un mando situado encima de una mesita próxima al sofá. Unos segundos más tarde se abrió la puerta del despacho y apareció Alicia, la secretaria—. Alicia, por favor, Su Eminencia tomará café: corto y con un poco de leche. Yo tomaré lo mismo. Gracias.

Cuando la secretaria cerró la puerta, el ministro tomó la palabra:

—¿Cómo está Su Santidad?

—Bien, muy bien. Gracias a Dios, su salud es buena y de ánimo ya sabe cómo son los alemanes: incansables.

—Me alegra oírle decir eso, eminencia —respondió el ministro a la espera de la arremetida del purpurado.

—Su Santidad —prosiguió el cardenal— está bien de salud, pero por desgracia en los últimos días la tristeza embarga su corazón porque sufre; está sufriendo mucho por lo que oye y lee a propósito de lo ocurrido en nuestra amada Venecia —dijo el religioso mirando a los ojos al ministro—. Su Santidad sufre porque es un santo varón, pero yo, que soy un pecador, Ottavio, estoy indignado. ¡Cómo hemos podido llegar hasta aquí! A veces me pregunto si todavía estamos en Italia. No reconozco a mi país. ¿Cómo puede ser que en los periódicos, en la televisión, se cuestione la realidad de San Marcos? No lo comprendo: ni lo entiendo, ni lo apruebo —respondió el cardenal sin apenas alterar el tono de voz, circunstancia que hacía especialmente lacerante el reproche.

—Eminencia, Italia es un Estado democrático y hay libertad de prensa.

—¡Libertad! ¿A eso se le llama libertad? ¿Difundir falsedades es libertad? Pues si en eso consiste la libertad, ¡no la quiero! No puedo creer, Ottavio, que un hombre de fe, un cristiano responsable como tú, pueda aprobar semejante estado de cosas.

—¡Y lo desapruebo, eminencia! Lo que ocurre es que no puedo hacer nada para impedir que se publiquen noticias. Sería censura y va contra las leyes de la República —replicó el ministro sofocado por la embestida.

—¿Me estás diciendo, Ottavio, que no se pueden impedir las filtraciones policiales en las que se apoya toda la campaña de descrédito lanzada por la prensa de izquierdas contra las reliquias del evangelista? ¿No te das cuenta de que la verdadera razón de fondo que anima esas historias que traen hoy los periódicos y que llevan horas repitiendo la radio y las televisiones es ir contra la Iglesia? ¿No lo ves?

—Bueno, no puedo saber qué es lo que hay detrás de las intenciones de los editorialistas, pero lo que sí sé, eminencia, es que detrás de la filtración a la prensa de los resultados del análisis de ADN hubo más torpeza que mala intención.

—Ahora que mencionas los análisis del ADN, ¿a qué genio se le ocurrió semejante cosa? —preguntó el purpurado levantando por primera vez el tono de voz.

—Fue cosa de la Policía de Venecia con apoyo del juez encargado del caso; es una diligencia rutinaria, se practica en los casos en los que el análisis ordinario de las huellas dactilares no da resultado. En este caso, la mala suerte ha sido que, junto a muestras relacionadas con el ladrón, por error también se enviaran al laboratorio restos de las reliquias contenidas en el sarcófago del altar mayor.

—¡Pues de eso me quejo, Ottavio! ¡A quién se le ocurre semejante sacrilegio!

—Bueno, eminencia, la cosa quizá tenga arreglo porque lo que estamos diciendo es que no fue uno, sino que fueron dos los ladrones que entraron aquella noche en San Marcos y es por eso por lo que los análisis recogen resultados del ADN de dos personas diferentes —respondió el ministro mirando a los ojos al cardenal y esperando el efecto que podían provocar sus palabras.

—¿Eran dos los ladrones? No recuerdo haberlo leído. La prensa siempre habla de un solo ladrón —dijo el cardenal un tanto desconcertado.

—En principio se dijo que era uno, pero pudieron ser dos. La Policía trabaja ahora con esa nueva hipótesis —replicó el ministro con aire de satisfacción.

—¿Quieres decir, Ottavio, que esa «hipótesis» a la que te refieres será avalada por los policías que están investigando el caso?

—Estamos en ello; estamos intentando que las cosas se orienten en esa dirección, que es la más conveniente para todos.

—Si es así, me tranquilizas, y creo que podré llevar buenas noticias a Su Santidad. No te oculto que, como te decía, está triste por que se haya podido poner en duda la autenticidad de las reliquias de San Marcos y esa especie esté dando pie a no pocas burlas en algunos programas satíricos de televisión: no sólo en Italia, sino en toda Europa.

—Pues ya le digo, eminencia: ésta es nuestra actual línea de trabajo. Tenemos confianza en que servirá para centrar el foco de la atención de los periodistas en el segundo ladrón y dejen en paz a San Marcos, dicho sea con todo el respeto que me merece el santo apóstol.

—Repito que tus palabras devuelven la serenidad a mi ánimo; no te oculto que algunas de las cosas que he visto por la televisión han llegado a indignarme. Creo que cuando todo esto pase, quizá Su Santidad debiera realizar una visita pastoral a sus amados feligreses de Venecia. De allí fue patriarca el beato Juan XXIII, cuando era el cardenal Roncalli… Es una ciudad muy querida en el Vaticano. Sí, quizá cuando todo esto pase, habría que pensar en algo así: una visita pastoral que sirva para borrar tanta palabra sucia como hemos escuchado estos días.

El ministro asintió con la cabeza e iba a añadir algo cuando unos golpes suaves en la puerta anunciaron la presencia de Alicia, la secretaria.

—¿Puedo, ministro?

—Sí. Pase, Alicia, pase.

—Traigo el café —dijo la mujer acercándose a la mesita que enfrentaba los sofás.

—Con un poco de leche, gracias —dijo el cardenal.

—A mí lo mismo. Gracias, Alicia.

Cuando la secretaria se retiró, el cardenal ofreció una cucharada de azúcar al ministro.

—Gracias, eminencia —dijo el político rechazando el azúcar—. Sírvase usted primero.

—Está bien, tomaré una. El dulce ayudará a pasar las penas de la mañana.

—Pues aquí —replicó Ottavio Agrícola, señalando a su alrededor— necesitaríamos una tonelada cada día.

—Todo exceso conduce a su contrario, hijo. No debemos quejarnos, Nuestro Señor conoce mejor que nosotros lo que podemos soportar y, aunque aprieta, nunca ahoga. Confía en Él, hijo; Él te ayudará.

«Falta me hará», dijo para sus adentros el ministro pensando en la siguiente complicación: cómo conseguir, sin aumentar el problema, que el comisario jefe de Venecia se aviniera a cambiar el informe oficial sobre el intento de robo en la basílica de San Marcos.

—¿Decías algo, hijo? —preguntó el cardenal.

—No, eminencia, pensaba en lo sucedido en Venecia y en algunos aspectos oscuros del caso.

—¿A qué te refieres, en concreto?

—No sé si debo comentarlo, porque todavía no es oficial, pero, en fin, creo que puedo confiar en su discreción.

—Hijo, la Iglesia vale más por lo que calla que por lo que proclama, ¿no te parece? —respondió con ironía el hombre de la Curia vaticana.

—Verá, me refiero al asalto o intento de robo en San Marcos. Al principio de la investigación, entre otras hipótesis, la Policía contempló la posibilidad de que hubiera sido obra de alguna secta de satánicos…

—¡Santo Dios! —exclamó el cardenal llevándose las manos a la cabeza.

—No se alarme, eminencia, la cosa se quedó en eso: en hipótesis. Los policías encargados del caso casi han descartado esa posibilidad; era, desde luego, una de las zonas oscuras del caso, pero hay otra, tras el robo de datos informáticos en el laboratorio de la Policía Científica, aquí en Roma; se ha descubierto que el hacker interesado en conocer el resultado del análisis de las muestras recogidas en San Marcos operó desde fuera de Italia, lo hizo desde Croacia, concretamente desde Dubrovnik.

—¿Croacia? Croacia es una nación católica… Quizá podamos ayudar —dijo el cardenal mirando fijamente a su interlocutor.

—¿Ayudar, eminencia? No se me ocurre cómo… —respondió el ministro desconcertado.

—La Iglesia, hijo, tiene ojos y oídos en todas partes. Lo que se escucha en los confesionarios tiene garantizado el secreto, pero las iglesias son muy grandes y bajo sus bóvedas se reúne mucha gente. Gente que podría haber visto u oído cosas, ¿no te parece?

—Sí, claro; no se me había ocurrido pensarlo, eminencia, pero ahora que lo dice, la verdad, pues no le oculto que si, con discreción, eso sí, sin que nada trascienda, si nos pudieran echar una mano en este caso, desde luego, sería bienvenida, claro.

—Todo sea por el bien de la Iglesia, Ottavio. No te oculto que hasta Su Santidad se ha interesado por el caso. Esas atrocidades que se escuchaban esta mañana en la radio y en las cadenas de televisión… ¡Dios mío, qué horror! Cuestionar las reliquias de San Marcos, ¡en Italia!

—Eminencia, no debería dar importancia a algunas de las cosas que dicen los periodistas, son fruto de la ignorancia o del afán de sensacionalismo. Créame —añadió el ministro sin excesiva convicción—, este asunto no durará mucho en las portadas de los medios; dentro de unos días tendrán otra historia que convertirán en nuevo escándalo y ya nadie se acordará del santo evangelista.

—Es posible, Ottavio, es posible; pero, para entonces, el mal ya estará hecho, y eso es lo que me preocupa, porque en el mundo hay gente mala, el Maligno existe y juega su juego, pero también hay gente buena, gente humilde y de buen corazón, gente que estoy seguro de que estos días está sufriendo con todo este asunto.

—Créame que lo siento, eminencia. Siento que no se haya podido evitar el intento de robo y después la filtración de los datos del laboratorio de la Policía; estas cosas pasan y, en fin, hay que apechugar con las consecuencias. Yo mismo estoy seguro de que tendré que acudir al Parlamento para responder a las preguntas de la oposición, que si aún no ha presentado formalmente la solicitud de comparecencia, es por un hecho fortuito: porque algunos de sus portavoces, aunque estamos ya en la segunda semana de septiembre, resulta que todavía no han regresado de sus vacaciones —añadió el ministro con un deje de resignación.

—Está bien, está bien, Ottavio —atajó el cardenal hablando con una autoridad que habría resultado sorprendente a alguien que desconociera el gran ascendente del Vaticano sobre la política y algunos políticos italianos—. Seamos prácticos —añadió—. Creo que es de todo punto necesario parar la campaña de especulaciones en torno al supuesto «ADN del evangelista» del que hablan abiertamente los medios. No sé qué es lo que tendrás que hacer, pero eso es lo que he venido a pedirte en nombre de nuestra vieja amistad; también te lo pido —añadió el hombre del Vaticano— como católico que eres, puesto que, como te decía antes, todos esos comentarios, todas esas especulaciones, escandalizan a la gente —añadió el cardenal con voz cuya firmeza parecía querer reforzar con gestos enérgicos de las manos.

—Será difícil, eminencia; Italia es una democracia y tenemos libertad de prensa…

—En el camino de Cristo no se admiten vacilaciones, Ottavio. Es muy importante que nos ayudes a cortar este asunto —añadió suavemente el cardenal—. Ni que decir tiene que, si nos ayudas, nosotros te ayudaremos como hemos hecho en otras ocasiones —atajó el cardenal desviando la mirada hacia el boceto del retrato del papa Inocencio X, pintado por Velázquez, un cuadro que ocupaba un lugar destacado en el despacho del ministro—. Siempre —prosiguió— me ha llamado la atención lo que cuentan los historiadores sobre la mala acogida que tuvo el cuadro cuando Velázquez entregó la obra al papa Panfili —añadió el cardenal señalando la pintura—. La verdad es que nunca he conseguido entenderlo, porque creo que el pintor español supo captar con gran realismo el gesto, sombrío si se quiere, sí, pero de indiscutible autoridad. Como debe ser tratándose de un Papa, ¿no crees, Ottavio?

—Sí, claro, eminencia —respondió el ministro sin disimular la preocupación que había instalado en su ánimo la petición del cardenal.

—¡Bien! Creo que ha llegado la hora de marcharme. Gracias por el café —dijo el purpurado al tiempo que se incorporaba—. «Por sus obras les conoceréis». Acuérdate del Evangelio, Ottavio —añadió el cardenal con una mueca que sólo un observador alejado de la escena habría confundido con una sonrisa.