Al día siguiente, Tiziana Marchesi se despertó a las siete y media de la mañana. Tras completar una tabla larga de taichi, se duchó. Pidió el desayuno a las ocho y media y, cuando terminó, se asomó a uno de los ventanales de la habitación contemplando extasiada la maravillosa postal que tenía delante de los ojos: naves de todos los tamaños, diseños y calados surcaban el canal de San Marcos; frente a ella, como si el horizonte hubiera necesitado un contrapunto para anclar tanta belleza, se recortaba San Giorgio Maggiore con su gran templo blanco a modo de mascarón de proa.
No era insensible a la perfección de aquel paisaje único, pero antes que nada era una mujer de acción y al recordar qué era lo que la había traído hasta Venecia buscó el móvil en su bolso y marcó un número de teléfono.
—¿El comisario Sforza?
—Sí, soy yo. ¿Quién llama?
—Comisario, soy Tiziana Marchesi. Disculpe que le moleste, ¿tiene usted un minuto…?
—¿Tiziana Marchesi? ¿La periodista de la televisión? —preguntó el policía sin disimular la sorpresa—. ¿Quién le ha dado mi número de teléfono?
—Debo pedirle disculpas por eso, comisario, me comprometí a no desvelar el nombre de la persona que me facilitó su número… Ya sabe, el secreto profesional… —respondió Tiziana con un tono de voz capaz de ablandar una barra de hierro.
—¿Qué es lo que quiere? —atajó el policía poniéndose a la defensiva.
—Me pregunto si aceptaría usted tomar un café conmigo —preguntó la periodista.
—Gracias, pero ya he desayunado.
—Bueno, pero un cappuccino sienta bien a cualquier hora, ¿no le parece?
—Mire, Tiziana, no tengo por costumbre hablar con periodistas, así que si quiere usted algo relacionado con la Questura, lo que debe hacer es ponerse en contacto con el Gabinete de prensa. Allí le facilitarán la información que necesite.
—Comisario, estoy en Venecia, he venido con mi equipo de realización porque el jueves vamos a hacer el programa en directo desde la plaza de San Marcos. Creo que para los venecianos es bueno que toda Italia sepa cómo van las cosas por aquí, ¿no cree?
—¿Y qué tengo yo que ver con eso? No trabajo ni en la Oficina de Turismo ni en el Ayuntamiento.
—Lo sé, comisario, lo sé. Sé que es usted policía y que, además, está siempre muy ocupado como todos los que van de duros por la vida —dijo la periodista con tono provocador.
—Oiga, mire, efectivamente, estoy muy ocupado, así que me va a disculpar —atajó el comisario torciendo la boca y dispuesto ya a cortar la comunicación.
—¡No cuelgue, comisario! Retiro lo último que he dicho; pero, por favor, ¡escúcheme! Vamos a hacer un programa en directo desde Venecia, la ciudad en la que usted es comisario jefe, y, claro, toda Italia sabe que hace diez días los malos intentaron robar en San Marcos; no sabemos lo que se llevaron, pero sí sabemos que, puestos a robar, parece que esta temporada ustedes, los encargados de la seguridad del país, están dando facilidades, y los malos, los mismos u otros, gracias a las facilidades de la Policía, también han pirateado los archivos del laboratorio de la Policía de Roma. La verdad, comisario, mi llamada era en plan de paz, pero si considera que estamos en guerra, créame que nos sobran argumentos para que el programa del jueves resulte especialmente entretenido y, por qué no decirlo, revelador de los fallos policiales de los últimos tiempos —contestó la periodista hablando como lo haría alguien que tuviera un sable en la mano y se aprestara a usarlo.
El comisario Sforza acusó el golpe, pero no se defendió.
—¿Por qué ha dicho usted que los que entraron en San Marcos eran los mismos que piratearon los archivos de la Policía Científica?
—¿He dicho eso?
—Sí, lo ha dicho usted.
—Pues no sé… Era una forma de hablar. ¿Qué pasa? ¿He acertado? ¿Sospechan que son los mismos?
—No sé por qué dice eso, soy yo quien le ha preguntado a usted por qué afirmaba semejante idea —replicó el comisario consciente de que había cometido un desliz.
—Creo que he dado en el clavo, comisario. Usted piensa que hay relación entre un robo y otro. ¡Qué noticia! Comisario, creo que ahora más que nunca sería de todo punto oportuno ese café, ¿no le parece? —preguntó la periodista con la rapidez con la que un delantero en fuera de juego aprovecha una distracción del portero confiando en que el árbitro esté también distraído.
—No estoy de acuerdo con lo que ha dicho. Es fantástico. ¡Cómo son ustedes, los periodistas! Se hacen ustedes las preguntas y ustedes mismos se las contestan. ¡Oiga, ustedes están encantados de haberse conocido!
—No, comisario. No me estoy inventando nada. Ha sido usted, quizá sin querer, quien me ha dado la idea; digamos que quizá me ha transmitido una conjetura, tal vez algo más, no sé; sólo usted sabe en qué fase se encuentran las investigaciones, y de eso, entre otras cosas, era de lo que quería hablar con usted cuando le llamé para invitarle a un café —replicó la periodista en tono de armisticio.
—¿De qué otras cosas quería usted hablar conmigo? —preguntó el comisario envainando, también, el sable.
—Pues verá: creo que lo mejor sería que lo habláramos personalmente, pero, en fin, ya que sigue en su papel de duro, le diré que lo que quería saber es si es verdad que fueron dos y no uno los ladrones que entraron en San Marcos.
—¿De dónde ha sacado esa idea? —contestó el comisario en un registro que hizo pensar a Tiziana que estaba diciendo la verdad.
—Mi fuente es muy buena.
—Será todo lo buena que usted quiera, pero la han intoxicado; créame que esto sí se lo puedo decir: el intento de robo en San Marcos cometido el día 1 de septiembre fue obra de una sola persona, un varón por más señas.
—¿Está seguro de que fue obra de una sola persona, comisario?
—Tan seguro como de que estoy hablando mucho; más de lo que acostumbro a hacer con los periodistas —atajó el policía recuperando las cautelas del principio de la conversación.
—Pues si es así, créame que más que nunca debería usted reconsiderar su rechazo a tomar un café conmigo, porque, sintiéndolo mucho y dado que mi fuente ya le digo que es muy buena… podría añadir que la mejor fuente posible…, le comunico que tengo intención de dar la noticia en el programa.
—¡Allá usted! Haga lo que crea oportuno, pero le repito que esa noticia es falsa. Sea quien sea quien se lo haya dicho, la ha engañado, Tiziana, créame.
—¿Por qué está usted tan seguro?
—Lo estoy, eso es todo.
—Si tan seguro está, ¿cómo explica usted el resultado del análisis de las muestras de ADN? El informe que se ha filtrado establece sin margen de error posible que las muestras halladas correspondían a «dos» y no a un solo individuo.
—Eso tiene una explicación bien sencilla. Recuerde que el ladrón intentó forzar el sarcófago que está bajo el altar mayor.
—¿Me está diciendo que las muestras del segundo individuo correspondían a las del personaje cuyos restos guarda el sarcófago?
—Es una posibilidad, pero hay otras —dijo el comisario—. Podrían ser restos de alguno de los marmolistas que labraron el sarcófago o de los que depositaron allí los restos que contiene; por no hablar de los operarios que construyeron el baldaquino que corona el altar mayor y que en algún momento bien pudieron apoyarse en el sarcófago. Como usted no ignora, es fácil hallar restos de ADN en los lugares en donde hay mucha presencia de seres humanos —apostilló el comisario.
—Comisario, no soy una experta en biogenética, pero no hace falta serlo para saber que, según el informe del laboratorio de la Policía que se ha filtrado, las muestras analizadas en Roma corresponden a dos personas, dos hombres, uno de ellos nacido en el siglo pasado y el otro hace más de veinte siglos. ¿No le parece llamativa esa diferencia de edad?
—No puedo contestar a su pregunta, yo tampoco soy experto en esos temas de laboratorio. Lo que sí le puedo decir es que el intento de robo, o lo que fuera, lo llevó a cabo un solo individuo.
—¿Qué ha querido decir con eso de «intento de robo o lo que fuera»?
Marco Sforza explotó.
—Oiga, mire, ¡basta ya! ¿Esto qué es? ¿Un interrogatorio? ¿Nunca le han dicho a usted que los interrogatorios los hace la Policía?
—No se sulfure, comisario, que es malo para el corazón —replicó la periodista aguantando el chorreo.
—¡Deje de decirme lo que está bien y lo que está mal! Mire, esta conversación se ha terminado. Buenas días, señorita Marchesi. ¿O debo decir señora?
—¡No sea usted machista, comisario! Me decepciona; me habían hablado muy bien de usted, pero veo que encaja mal los golpes. Créame que no soy su enemiga, pero si no quiere que sigamos hablando, luego no se queje usted de las conclusiones a las que pueda llegar el programa sobre la marcha del caso del robo en San Marcos.
—Haga usted su trabajo, que yo me ocuparé del mío.
Sforza iba a colgar el teléfono cuando la periodista le interrumpió con una revelación sorprendente:
—Ha sido el ministro quien me ha dicho que eran dos los ladrones —dijo Tiziana sorprendiéndose de haber roto una norma, la confidencialidad de las fuentes, que siempre había respetado. Realmente, no sabía por qué lo había hecho; había sido casi un acto instintivo.
—¿El ministro? ¿Qué ministro? ¿El de Interior? —preguntó desconcertado el comisario.
—Sí, el ministro del Interior, Ottavio Agrícola. Fue él quien me llamó anoche y me lo dijo; no sé por qué se lo he dicho a usted; la verdad es que no tengo por costumbre revelar el nombre de mis informadores. Creo que ha sido porque usted, con su cerrazón, me ha obligado a descubrir mi fuente —añadió la periodista arrepentida de lo que había hecho.
Se produjo un largo silencio. Después, Tiziana volvió a escuchar la voz del comisario Sforza.
—Me deja usted de piedra; creo que en todo esto hay intereses políticos que se me escapan; incluso le diría que cuanto más lo pienso, más asco me da todo esto. Yo soy un profesional que tengo mis ideas políticas, pero que en mi trabajo procuro dejarlas a un lado. No sé qué intereses tendrán en las alturas en intoxicar como lo han hecho con usted, pero le repito que, según la investigación que estamos llevando, en el intento de robo no hubo un segundo hombre. En fin, siento haber sido tan brusco con usted y le agradezco su sinceridad, Tiziana —dijo el comisario en tono conciliatorio.
—No tiene por qué disculparse —replicó la periodista—, reconozco que he estado más bien impertinente. Debe de ser cosa del estrés, llevo dos días casi sin dormir —añadió.
—Tiziana, ¿me permite que la tutee? —preguntó el policía.
—Claro que sí, comisario.
—¿Qué te parecería si te dijera que acepto tu invitación a tomar café?
—¡Fenomenal! ¡Me parecería fenomenal! —replicó la mujer sin disimular su alegría.
—Eres muy conocida, y aquí en Venecia también yo lo soy; creo que lo mejor sería que quedáramos en algún lugar discreto. Podríamos quedar, no sé… en San Lazzaro o en San Servolo. ¿Conoces San Lazzaro?
—He oído hablar del sitio, creo que lo llaman la isla de los armenios.
—Sí, así es. En realidad es un monasterio católico de rito armenio; allí vive una comunidad de religiosos. Aunque está cerca del Lido, la verdad es que es un lugar muy tranquilo al que la poca gente que va lo hace en horario de visitas. Creo que podría hablar con el prior para arreglar una visita fuera del horario de los turistas. Lo único que tendrías que hacer es llegar en una motora a la hora que convengamos. Yo te estaría esperando. Déjame tu número de teléfono…
—Es el que tiene usted en su pantalla. Gracias, comisario, le debo una.
—No me debes nada. No te oculto que tengo cierta prevención con los periodistas. Sólo dan malas noticias y algunos parece que se alegran de las desgracias ajenas. No lo digo por ti; no quiero que me malinterpretes —añadió el comisario en tono inopinadamente cordial—, lo que quiero decir es que, en fin, hay mucho carroñero en tu profesión, y perdona que te lo diga con tanta crudeza.
—Pienso exactamente lo mismo que usted. Aunque no me crea, llevo años denunciando a los cuervos que se hacen pasar por periodistas; gentuza que vive de contar mentiras, de inventar insidias, de meterse en la cama de los famosos o de rebuscar en los cubos de basura. En más de una ocasión he sido víctima de ellos y sé que son como hienas, pero, en fin, en esto, comisario, como en todo, permítame que se lo diga, todavía hay clases. ¿No le parece?
—Sí, sí, claro. No quería decir que todos los periodistas sean iguales, yo…
—Déjelo, comisario; creo que ha quedado claro. Lo importante es que nos vamos a ver, y que, en fin, no sé cómo es el café armenio, pero espero que como poco sea tan bueno como el turco.
—¡Ni se te ocurra decir eso! Cuando estemos en San Lazzaro, no menciones para nada a los turcos.
—¿Por qué? —preguntó sorprendida la periodista.
—Porque, aunque son clérigos, no pueden ver a los turcos ni en pintura. Recuerda el genocidio del que fueron víctimas los armenios en el siglo pasado, cuando la Primera Guerra Mundial. Ya te lo explicarán en el monasterio —contestó el policía.
—Lo siento… lo tendré en cuenta. Todos los días se aprende algo. Gracias por la información, comisario. ¿Cómo quedamos?
—Yo te llamo en cuanto haya podido hablar con San Lazzaro, no te preocupes.
—De acuerdo y gracias, comisario.
—De nada, Tiziana. Ha sido interesante hablar contigo. Hasta pronto.
—Lo mismo digo, hasta pronto.
Colgó.
«Qué cosas me pasan —pensó Tiziana Marchesi—. Nunca imaginé que me iba a citar en un monasterio con un comisario de Policía que va de duro por la vida. Estas cosas sólo pasan en este oficio. ¡Me encanta ser periodista!».
Después, recordando que había quedado con el productor del programa, dejó la habitación y salió al pasillo en busca del ascensor. No tuvo que esperar. La reluciente caja se abrió frente a ella mostrando el interior ocupado por una acaramelada pareja de turistas que cuando entró no repararon en ella. Tiziana Marchesi disfrutó de aquel inesperado momento de anonimato. Durante el minuto que el ascensor tardó en recorrer los tres pisos que los separaban del vestíbulo, le pareció que se había hecho realidad su sueño más secreto: ser invisible.