Capítulo 33

A las ocho de la mañana del martes 12 de septiembre, cuando Ottavio Agrícola se dirigía en su coche oficial a la sede del Ministerio del Interior, recibió una llamada telefónica que le amargó el día. Era del Primer Ministro. La noticia que publicaba La Stampa sobre el robo informático que había sufrido el laboratorio de la Policía le había puesto de muy mal humor. El Primer Ministro y Presidente del Consejo de Ministros era un hombre famoso por su cachazuda forma de ser, pero, como bien sabía el ministro, aquella fama no hacía honor a la verdad. Era una pantalla. En realidad, su jefe era un individuo que en público disimulaba sus emociones, pero tenía un pronto colérico sin derecho a réplica, un pronto autoritario que de vez en cuando sufrían sus colaboradores. Aquella mañana se había ensañado con el pobre Agrícola.

—Ministro, te supongo al tanto del ridículo que estamos haciendo —habían sido sus primeras palabras. Después vino el chorreo por no haberle advertido de lo que había pasado y de sus consecuencias—. Estoy rodeado de inútiles; sí, Ottavio, inútiles. ¡Cómo puede ser que la Policía se deje robar un informe confidencial que debería ser el más protegido del mundo! ¡No lo entiendo! La verdad, se me escapa. Supongo que habrás destituido ya al inútil que dirige la Policía —preguntó, como siempre, sin derecho a réplica—. Espero, Ottavio —prosiguió—, que podamos salir de ésta mínimamente airosos; como sabes, pasado mañana tengo un viaje oficial a Albania y los periodistas me van a crujir a preguntas. Para entonces espero tener noticias positivas. ¡Quiero la cabeza del inútil que es el responsable de este ridículo espantoso! ¿Me has entendido bien? —había preguntado con la voz de quien ha tenido una mala noche.

—Sí, Presidente, claro que lo he entendido, pero, si me permite, déjeme que diga unas palabras no en descargo de los responsables del laboratorio, pero sí para explicarle que técnicamente hablando es imposible disponer de un blindaje total de las comunicaciones en Internet; le recuerdo que hace un par de años un hacker consiguió entrar en el ordenador del Pentágono. No estoy disculpando lo que ha pasado, que coincido con usted en que es muy grave, lo que digo es que lo que me aseguran los técnicos es que es imposible garantizar al cien por cien las comunicaciones en la Red. En este caso hemos tenido la mala pata de que el informe que se ha filtrado tiene mucho morbo para la prensa porque está lo del robo de Venecia y todo eso vende periódicos —había dicho el ministro repitiendo en parte los mismos o parecidos argumentos que él mismo había rechazado el día anterior cuando quien así argumentaba era el director de la Policía.

—Quiero que sepas —había concluido el Primer Ministro— que este asunto nos va a hacer mucho daño porque la oposición lo va a aprovechar para acusarnos de todo. Al final dirán que hemos sido nosotros los que hemos robado en San Marcos. Por cierto, ¿qué sabes del robo?

Le había tenido que decir que, por desgracia, no había ninguna novedad, aunque precisamente aquella mañana tenía citado al director de la Policía para que le informara sobre la marcha de las investigaciones.

—Tenme al tanto de cualquier novedad. No quiero, repito, no quiero enterarme por los periódicos de lo que pasa en Italia, como, por desgracia, ha ocurrido hoy con lo que publica La Stampa. ¿Me he explicado bien, Ottavio?

El chorreado ministro había respondido lo único que se puede responder cuando el jefe está al borde de un ataque de nervios y uno mira el reloj y ve que todavía no son las nueve de la mañana. Después pensó que aquél no sería el único sapo que tendría que tragarse a lo largo del día. Mientras el coche se acercaba al ministerio, Ottavio Agrícola recordó que a las doce había citado en su despacho al cardenal Lorenzi.

Tras hacer frente al Libro de Firmas que de manera solícita le había presentado Alicia, su secretaria, el ministro le dijo que aquella mañana quería estar tranquilo, que no citara a nadie antes de la entrevista con el cardenal.

—Ahora —había dicho— quiero que me ponga por la línea privada con Alvise Pisani.

Tres minutos después, la secretaria le anunció que tenía al teléfono al director de la Policía.

—¡Buenos días, Alvise!

—¡Buenos días, ministro!

—¿Qué novedades tenemos?

—¿Novedades sobre qué, ministro?

—Sobre qué va a ser, Alvise, ¡sobre el caso del robo de San Marcos y el del pirata informático! ¿Es que no lees los periódicos? —contestó airado el político.

—Claro que leo los periódicos, ministro, pero es que quería saber a qué se refería. He leído lo que publica La Stampa y, la verdad, creo que la filtración nos hace daño y estamos investigando de dónde ha podido partir porque hay un detalle que parece indicar que podría haber sido cosa de Interpol.

—Lo sabía. ¡Era lo que nos faltaba para hacer el ridículo!

—No se ponga así, ministro; si me da un minuto, se lo explico —contestó el director de la Policía sin arrugarse.

—¡Eso es lo que espero, que te expliques! Porque si no van a rodar cabezas y te aseguro que no será la del ministro.

Alvise Pisani no se dio por aludido. También él era un veterano acostumbrado a tratar con políticos de todos los colores y sabía que las filtraciones que publica la prensa les ponen a todos de los nervios. Viven de la imagen y todo lo que no son titulares encomiásticos lo consideran hostil, fruto de operaciones bastardas de sus enemigos políticos o del odio de periodistas resentidos.

—Ministro, verá, creemos, aunque todavía no puedo asegurarlo al cien por cien porque, como le digo, lo estamos investigando, lo que creemos, digo, es que lo que publica el periódico es sólo una parte del resultado de los informes del laboratorio de la Policía Científica y correspondería al análisis de una parte de las muestras de ADN enviadas desde Venecia.

—¿Han identificado ya al pirata? —preguntó el ministro hincando los dientes en el bocado más fresco.

—Bueno, al hacker como tal, no; pero sí han averiguado desde dónde operó. Actuó desde Croacia, concretamente desde la ciudad de Dubrovnik.

—¡Dubrovnik! ¿Qué interés pueden tener los croatas en todo este asunto?

—No lo sabemos, ministro. Es lo que nos disponemos a investigar porque la comunicación de Interpol es de esta misma mañana.

—En Croacia, ¿quién puede tener interés en meter las narices en un asunto como éste? —preguntó el ministro sorprendido y extrañado por la información.

—No lo sabemos; como le digo, en cuanto Interpol nos ha notificado la fuente del pinchazo, hemos empezado a investigar por nuestra cuenta y eso ha sido esta misma mañana, así que es muy pronto para obtener resultados…

—¿Hay algún pez gordo de la mafia croata en alguna cárcel italiana? Alguien que esté buscando un intercambio.

—Es lo primero que se nos vino a la cabeza y lo estamos investigando; ya le digo, ministro, que la información de Interpol tiene horas y es pronto para saber nada. Por supuesto, en cuanto tengamos algo se lo comunicaré —añadió el director de la Policía con un cierto aire de alivio al captar que el enfado del ministro parecía estar amainando.

—Eso espero. Volviendo a la filtración a La Stampa, ¿qué tiene que ver con Interpol?

—Tampoco lo sabemos, es sólo una hipótesis, pero la más plausible de todas, porque no creo que la filtración haya salido de aquí, de Roma.

—No estés tan seguro, Alvise. Descontentos o infiltrados los hay en todas partes. Cuando supimos que se había producido el robo de los archivos, te pedí que cortaras algunas cabezas para que sirvieran de ejemplo. ¿Me has hecho caso? ¿Has destituido a alguien? —preguntó el ministro rascándose la barba con la que compensaba una alopecia inmisericorde.

—Sí, ministro, le hice caso: a Cicogna, el director del laboratorio, ya le ha sido notificada la destitución. Valpreda, su segundo, se ha hecho cargo de manera interina del laboratorio y está al frente de la investigación que hemos abierto para saber cómo se produjo el robo de los archivos.

—Bien, me parece bien la decisión de destituir al responsable del laboratorio, pero eso abre una puerta a que la filtración haya podido salir del propio departamento. El despecho, el rencor, o lo que es lo mismo, el deseo de venganza, son motores de la Historia, Alvise. Yo que tú no descartaría a nadie a la hora de averiguar quién nos ha dejado con el culo al aire al filtrar a los periodistas los informes del ADN y la noticia del robo.

—Lo tendré en cuenta, ministro, pero en el caso de Baldassare Cicogna me atrevería a poner la mano en el fuego. Yo creo que la cosa está más en Lyon, en la Interpol, que aquí en Roma, en el laboratorio —dijo el director de la Policía con tal aplomo que él mismo se sorprendió de la rotundidad de sus palabras.

—Por cierto, Alvise, ¿quién ha bautizado los archivos con eso de «Informe San Marcos»?

—Es un invento de los periodistas, ministro; ya sabe lo aficionados que son a novelar sus escritos y a titularlos con nombres de películas o de libros. El Código da Vinci, El Informe Pelícano

—Hablando de San Marcos, ¿cómo va la investigación del intento de robo en la basílica de Venecia? Hoy me lo ha preguntado el Presidente y no he sabido qué decirle.

—Va bien, ministro, pero todavía no hay resultados.

—¿Qué quieres decir con eso de que «va bien, pero no hay resultados»? Hablas como los políticos, Alvise, olvidas que el político soy yo. Dime exactamente cómo están las cosas, no me vengas con eufemismos.

—Perdón, ministro. No me he explicado bien…

—¡Pues explícate, que esta mañana no estoy de humor para escuchar florituras verbales!

—Está bien; verá, como sabe, es el comisario Sforza, el comisario jefe de Venecia, quien lleva personalmente la investigación. Hablé con él anteayer y me dijo que disponen de una pista sólida, que están tirando del hilo para llegar al ladrón y, aunque no me quiso decir nada en concreto, la verdad es que me ha parecido que estaba muy seguro, como si estuviera a punto de realizar algún hallazgo trascendental para lograr la solución del caso. Desde luego, salvo mejor opinión, Sforza tiene toda mi confianza…

—Y la mía, pero no por tiempo ilimitado. Entiéndelo, Alvise, aquí —dijo el ministro señalando el teléfono fijo del despacho—, aquí —repitió— se reciben muchas llamadas y algunas se traducen en una gran presión a quien está sentado en este sillón en el que me siento yo —añadió Ottavio Agrícola en una inopinada confesión que a su interlocutor le pareció fruto del estrés, no de la mala conciencia por la destitución del policía.

Consciente del momento de debilidad que había tenido, como buen tímido, Ottavio Agrícola reaccionó con brusquedad:

—Alvise, tenme al corriente de cualquier otra novedad y recuerda: no quiero más filtraciones ni más dilaciones en la resolución de ambos casos. ¿Entendido? —preguntó el ministro con un tono de voz que si los móviles tuvieran memoria de timbre de voces, la habrían confundido con la del Presidente del Gobierno: era el mismo de la conversación que su jefe había tenido con Ottavio Agrícola una hora antes.

El mal humor es una patología del espíritu muy contagiosa. En las organizaciones jerarquizadas se propaga con arreglo a una pirámide de sentido inverso al de la lucha de clases.