Tiziana Marchesi era una mujer muy inteligente que a lo largo de toda su vida profesional había tenido que luchar contra el prejuicio que despertaba su extraordinaria belleza. El éxito del programa que presentaba y dirigía en Canale 5 la había convertido en una figura nacional. Toda Italia la conocía y todos los italianos sabían de su agresiva independencia.
En las entrevistas que de vez en cuando le hacían otros colegas siempre había un momento en el que Tiziana recordaba al poeta Kavafis evocando un poema que habla del amargo don de la belleza. «Todavía hay mucho machista en Italia —decía—. Para ellos, ser mujer y ser guapa es como tener escrito en la frente un letrero que proclame que una es tonta, y, mira —añadía—, por ahí no paso. Ni por ahí, ni por ningún otro sitio que yo no haya querido. Llegar donde estoy me ha costado mucho, pero no hay nada en mi carrera de lo que deba avergonzarme».
La quería la cámara y la adoraba el público que seguía su programa de actualidades con una fidelidad rayana en los comportamientos propios de los seguidores de una secta.
El programa duraba dos horas y tenía varias secciones, pero el plato fuerte eran las entrevistas y los debates sobre los principales asuntos de la semana. La edición correspondiente a la segunda semana de septiembre había elegido el caso del hacker, del pirata informático que había robado los informes del laboratorio de la Policía de Roma sobre las muestras de ADN localizadas en la basílica de San Marcos de Venecia. Durante los días previos a la emisión del programa de Canale 5 había estado promocionando la emisión con un vídeo en el que se mezclaban imágenes de San Marcos con planos de un laboratorio científico presentados en la jerga de CSI, una serie televisiva de gran éxito centrada en casos de investigación resueltos gracias a la pericia de los expertos de la Policía y a los nuevos métodos para identificar huellas y pistas recogidas en el lugar del crimen.
El programa se emitía los jueves desde Roma, pero aquella semana Tiziana y su equipo se trasladaron a Venecia un lunes por la mañana. Se instalaron en el Danieli, un hotel-palacio que en tiempos había sido residencia de los dogos de Venecia y que está muy cerca de la plaza de San Marcos, el lugar donde estaría emplazado el plató desde el que se emitiría en directo el programa. Conseguir el permiso del Ayuntamiento de Venecia había sido laborioso; lograr que el comisario jefe de la Policía asistiera al programa resultó imposible. Marco Sforza había declinado la invitación en las dos ocasiones en las que el productor jefe del programa le había requerido para participar en el espacio televisivo.
—Ni pagando, ni sin pagar, el «supermadero» no quiere ni oír hablar de nosotros —le dijo Arrigo Impala, el productor del programa, cuando se vieron en el hall del hotel—. Como no lo consigas tú, jefa, me temo que vamos a quedarnos con las ganas.
—¿Tienes ahí su número de teléfono? —preguntó la periodista.
—Sí, te lo apunto en este papel…
—Trae, haré un último intento, y, si no quiere, vamos a ver si desde Roma, desde su despacho, nos puede entrar el ministro por teléfono o enviándole una unidad móvil… A lo mejor se deja.
—No sé, tú sabrás si tienes entrada con Agrícola, la verdad es que siempre que le hemos llamado ha respondido, lo que no sé es si ahora, con el marrón que tienen encima, le interesará hablar. Ya sabes cómo son los políticos: cuando les conviene salir en la televisión, todo son palmaditas en la espalda, pero si les llamas cuando tienen problemas, siempre están reunidos…
—Sí, pero con eso ya contamos. Los políticos sólo son amigos cuando están en la oposición —replicó Tiziana Marchesi con un gesto de fastidio propio de quien llevaba años asistiendo a las costumbres farisaicas de la mayor parte de los políticos y soportándolas—. Voy a subir a la habitación a cambiarme y llamaré al comisario desde allí; lo de contar con el ministro del Interior no me parece mala idea, la entrevista podría complementar la del comisario, podríamos hablar de la parte política, de las consecuencias primero del asalto a San Marcos y después del hacker, la oposición ya ha presentado una pregunta en el Senado… Sí, podría estar bien. Por cierto, Arrigo, ¿qué pasa con el cardenal Lorenzi, han contestado desde el Vaticano a la petición de entrevista?
—No lo sé; te lo digo en diez minutos. Hablamos con su secretario antes de salir de Roma y quedó en que respondería hoy. En cuanto sepa algo, te llamo, jefa.
—Bien, dímelo porque si no hemos de pensar en algún otro invitado para el programa y ya se nos está echando el tiempo encima. Ah, se me olvidaba, en cuanto tengáis montado el previo, quiero ver el reportaje del ADN, no me gustaría que fuera un coñazo demasiado técnico, ya sabes que me gustan las cosas claras y sencillas, que el off no suene a jerga de especialistas en antropología molecular. Quiero que lo entienda todo el mundo.
—Descuida, lo ha hecho Piero Bevilacqua, ya sabes cómo trabaja.
—Bueno, si es cosa de Piero, me quedo más tranquila; de todas formas, quiero verlo, avísame en cuanto tengáis montado el tinglado, ¿de acuerdo?
—¡Señor, sí, señor! —contestó el productor, cuadrándose y llevándose la mano a la frente a la manera de los marines norteamericanos.
—Déjate de tonterías, Arrigo, que no estoy de humor, me preocupa lo que me has dicho del comisario Sforza. Era la pieza clave del programa, con él en el plató tendríamos asegurada la atención de la gente porque podríamos hablar de cómo van las investigaciones sobre el asalto a San Marcos.
—Toca «Melodía de seducción», jefa. Si no lo consigues tú, nadie lo puede conseguir. El programa está en tus manos, y ¡nunca mejor dicho!
—¡Qué simpático! ¡Venga, poneos a trabajar, que no vamos sobrados de tiempo! —contestó Tiziana Marchesi al tiempo que con la llave de la habitación en la mano se dirigía hacia el ascensor—. ¡Arrigo! Te llamaré en diez minutos, procura no estar comunicando —añadió mientras abría la puerta.
—¡Oído barra, jefa! —contestó el productor cuando ya la periodista desaparecía en el interior de un elevador cuyos pasajeros, al percatarse de su presencia, reflejaron en sus caras el mismo efecto de asombro y felicidad que habría provocado un rayo en un trigal.
Al llegar a la habitación, lo primero que hizo fue quitarse los zapatos. Después encendió el televisor. Le gustaba estar sola, pero no soportaba la soledad silenciosa. Alguna vez había pensado que aquel rechazo suyo al silencio era fruto de la deformación profesional, pero no pasaba de ser una forma de llamar a las cosas. Lo cierto era que Tiziana estaba sola; a sus treinta y cinco años permanecía soltera. Varios hombres habían pasado por su vida, pero ninguno había sido capaz de retenerla. Una de sus mejores amigas había diagnosticado el problema de la falta de continuidad de aquellas relaciones: «Los intimidas —había dicho su amiga—, haces que se sientan inseguros». Tiziana había rechazado aquella apreciación, pero acabó por darla por buena. Desde que el éxito del programa la había convertido en una figura nacional, su circunstancia personal resultaba paradójica: la mujer más admirada y deseada de Italia dormía sola.
Sin mirar la pantalla, con el sonido de fondo de un canal especializado en noticias, la periodista se sentó en un sillón colocado frente al ventanal geminado que se asoma al espectáculo del canal de San Marcos con la iglesia de San Giorgio al fondo. Tanta belleza habría conmovido hasta a un ciego. Tiziana también sucumbió al éxtasis estético. Durante unos minutos permaneció quieta, hipnotizada por la fluida armonía de aquel espacio único en el mundo. Después, sonó el móvil.
—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó.
—¿La señora Marchesi? ¿Tiziana Marchesi? —dijo una voz que no reconoció.
—Sí, soy yo. ¿Quién llama?
—Le llamo del Gabinete telefónico del Ministerio del Interior. Por favor, no se retire, le va a hablar el señor ministro —respondió la voz con un tono impersonal.
—¿Quién ha dicho?
—Sí, ¿Tiziana? Allô! Soy Ottavio Agrícola, perdona que te moleste, ¿puedes hablar? —preguntó la voz que esta vez sí reconoció Tiziana.
—¡Ministro! Hola, buenos días. Sí, sí puedo hablar… —respondió un tanto desconcertada.
—Sé que te habrá sorprendido la llamada, discúlpame, pero enseguida comprenderás por qué te llamo. Riccardo Salcioli, mi jefe de Gabinete, me ha dicho que querías que el próximo jueves estuviera en el programa para hablar de lo de Venecia y el hacker que se coló en el ordenador de la Policía Científica…
—Sí, sí, claro, ministro, me gustaría mucho contar con su presencia —respondió Tiziana sorprendida por la llamada directa del político, circunstancia que hizo que se pusiera en guardia.
—Tiziana, como sabes, soy un seguidor de tu programa. Se podría decir que hasta soy un fan tuyo…, pero me vas a tener que disculpar porque en esta ocasión creo que no es oportuno que vaya.
—¿Por qué? —interrumpió la periodista.
—Verás, creo que hasta que concluya la investigación, es mejor que no hable. Cualquier cosa que diga sería mal interpretada y, en función del resultado de las indagaciones de la Policía, incluso podría ser contradictoria. Tienes que entender que lo que está en juego es el prestigio de la Policía. Como sabes, he ordenado una investigación a fondo para determinar lo que pasó, por si se tratara de una negligencia; quiero decirte que también está abierto un expediente interno de la propia Policía para depurar responsabilidades. Tienes que entenderlo, tal y como están las cosas, el ministro del Interior no debe pronunciarse sobre el caso porque podría ser interpretado, y con razón, como una interferencia…
—Pero, ministro, al margen del caso del hacker, está lo del ADN de San Marcos.
—¡Por Dios, Tiziana! No digas eso ni en broma. No existe el ADN de San Marcos, ésa es una falacia de tus colegas de los periódicos. Lo que ha investigado la Policía son muestras de los ladrones que trataron de robar en la basílica. Lo otro es una fantasía periodística, de muy mal gusto, por cierto. Espero que no caigas en el mismo error —añadió el ministro en un tono en el que la periodista creyó advertir un registro de súplica.
«Está acojonado; por alguna razón, este asunto le supera», pensó, pero no lo dijo.
—Razón de más para venir al programa y explicarlo… —añadió la mujer tratando de aprovechar la ventaja psicológica del momento.
—No, no, sobre la cuestión del programa, la decisión es firme. No debo ir, tienes que entenderlo; también me gustaría que nos echases una mano para que la gente entienda lo que ha pasado y no se trague las fantasías que están publicando algunos de tus colegas…
—¿Qué fantasías? ¿A qué se refiere, ministro?
—Pues a lo que te decía antes: hablar y especular sin venir a cuento del apóstol y si están o no sus restos en Venecia. A eso me refiero, Tiziana. Me parece periodismo amarillo, perdona que te lo diga.
—¿No lo dirá por el programa? —preguntó la periodista con recelo.
—No, no, por supuesto; tu programa no es amarillo. Me refería a algunas de las noticias que, al igual que yo, habrás leído en los periódicos de esta mañana —replicó el político, reculando.
—Sí, sí, lo he leído en el avión…
—¿Estás fuera de Roma?
—Sí, me pilla en Venecia, vamos a hacer el programa desde aquí —respondió Tiziana sabiendo que aquella revelación no contribuiría precisamente a rebajar la preocupación de su interlocutor.
—¿En Venecia?
—Sí, ya le he dicho que el jueves haremos el programa desde aquí con San Marcos de fondo…
—Bueno, como comprenderás, no voy a impedirlo… Pero quiero pedirte una cosa —añadió el político en un registro de voz que delataba y mezclaba la preocupación con una explícita admonición—: Te pido que cuentes la verdad.
—¿Qué verdad? ¿A qué se refiere…?
—A la verdad, a que es una estupidez hablar de que se han analizado muestras de los restos que contiene el sarcófago de San Marcos. Te voy a decir más, te voy a decir algo que no se ha publicado: eran dos los ladrones que intentaron robar en la basílica. Se ha dicho que era uno, pero en realidad eran dos. Te doy la primicia, ¿qué te parece?
—Pues no sé qué decir, ministro. ¿Puedo citar la fuente?
—¡No me hagas esa faena! Yo te lo digo, pero no digas que te lo he dicho.
—¿No hay entonces posibilidad alguna de que venga al programa?
—No, Tiziana, ya te he explicado cuáles son las razones; créeme que lo siento, soy sincero cuando te digo que soy un fan del programa. En otra ocasión, cuando pase todo esto, yo, encantado de ir al plató —respondió el ministro—. Ahora, me vas a tener que disculpar, porque dentro de media hora tengo que despachar con el Primer Ministro, ya sabes que mañana sale en visita oficial hacia Albania y me ha pedido un informe sobre la inmigración; ya sabes cómo están por allí las cosas después de lo de Kosovo. Gracias y hasta pronto, te seguiré por la televisión —concluyó Ottavio Agrícola.
—Sí, claro, está bien, ministro; ya hablaremos. ¡Adiós!
Colgó y se quedó mirando la pantalla del teléfono. El número que había quedado grabado tenía prefijo de Roma. Dudó un momento si debía incorporarlo a la memoria del móvil, pero acabó desechando la idea. «¿Para qué quiero el número del Gabinete telefónico del ministerio? Seguro que lo tienen en producción», se dijo. Después, cerró la tapa del pequeño teléfono celular, un formato de última generación programado para realizar todo tipo de funciones. «Cualquier día hasta pensarán por nosotros», se dijo para sus adentros la periodista antes de acercarse hasta una mesita sobre la que había dejado el bolso. La llamada del ministro del Interior la había descolocado; había hablado con él en otras ocasiones, pero no era lo que se dice un amigo. Con los políticos, con todos los políticos, Tiziana Marchesi procuraba establecer distancias. Su filosofía era muy clara: los periodistas deben ser observadores críticos del poder, nunca intermediarios unidos en sus intereses a los de los poderosos.
Su instinto de periodista curtida le decía que la llamada no había sido inocente. Repasando la conversación y recordando los halagos hacia el programa, llegó a la conclusión de que Agrícola, como buen político, había desplegado ante ella una cortina de halagos para, inmediatamente después, advertirla de los riesgos que entrañaba contar la historia no tanto del robo de los datos del archivo de la Policía Científica como de los resultados del análisis de ADN de las muestras recogidas en San Marcos. «¡Qué raro que me haya llamado! —pensó—. ¿Por qué parecía tener tanto interés en decirme que lo del ADN era irrelevante?». Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que nadie hasta aquel momento había dicho que fueron dos los ladrones que penetraron en la basílica. «Tengo que localizar hoy mismo al comisario Sforza. Si me confirma el dato de que fueron dos ladrones, sería un buen scoop para arrancar el programa», se dijo al tiempo que buscaba la agenda en el interior del bolso que había dejado encima de una mesita.
De fuera llegaban hasta la habitación los abigarrados sonidos del canal de San Marcos, la «calle principal» de Venecia.