Capítulo 30

Dunia Kovacevic, «Miss Lisi» en el mundo del circo, estaba nerviosa. La visita de los policías italianos había instalado en su ánimo gran desazón. Desde el mismo momento en el que se marcharon se enzarzó en un interminable ejercicio de vuelta a las preguntas del coronel y de repaso a sus respuestas. Estaba segura de no haber dejado ninguna huella cuando pasó por San Lazzaro, pero se atormentaba pensando que quizá algo había escapado a su control porque, de no ser así, concluía: ¿qué hacían allí los policías preguntando por el desaparecido Demeratu? La duda la consumía, la angustia había cortado su apetito —llevaba horas sin comer— y el miedo empezaba a tejer el manto del pánico cuando la idea de escapar cruzó por su cabeza anegando todos los demás impulsos de su cerebro. ¡Huir! ¡Huir! «Es la solución», pensó.

Aunque sabía que no debía hacerlo, fue entonces cuando marcó el teléfono del coronel Bojovic.

—¿Sí?

—¿Coronel? Soy yo.

—¡Sabe que no debe llamar a este teléfono! —respondió el militar con voz airada.

—Sí, lo sé, señor. Perdone, lo siento, pero es que es muy urgente; ha ocurrido algo, no sé…

—¡Hable!

—La Policía, señor; la Policía italiana ha venido al circo; han estado haciendo preguntas. Perdone, pero es que estoy muy nerviosa —dijo la mujer en un tono que revelaba un estado de gran agitación.

—Tranquilícese, Dunia. Si no se tranquiliza, no podré ayudarla —dijo el coronel tratando de encontrar una salida a una situación que no había previsto—. ¿Qué querían los policías? —añadió en un registro de voz mucho más calmado.

—No sé, señor; bueno, en realidad, sí. Preguntaban por Demeratu, querían saber si trabajaba en el circo y, bueno, usted ya sabe…

—¡No diga nada por teléfono! —cortó el militar recuperando el áspero tono de voz con el que había iniciado la conversación.

—Pero si es usted quien me ha preguntado, yo… —acertó a decir la mujer, confundida por el cambio de tono de su interlocutor.

—Ya sé, ya sé que le he preguntado yo, pero ¡por favor!, utilice la cabeza, ¿no comprende que estamos hablando por teléfono y que no es un canal seguro?

—Sí, sí, claro, perdone, perdóneme, es que estoy muy nerviosa y no sé muy bien qué debo hacer.

—Yo se lo diré. Ante todo, Dunia, mantenga usted la calma. No pierda los nervios, parece mentira que una mujer como usted, con su experiencia, no consiga dominar la situación. Dígame una cosa, Dunia, los policías que hablaron con usted, ¿cuántos eran?

—Dos, señor, eran dos.

—Dos, está bien. ¿Y estaban solos o había más con ellos en los alrededores del circo?

—Pues no sé, la verdad es que no me fijé demasiado, pero creo que eran dos nada más.

—¿Hablaron sólo con usted o también hablaron con otras personas del circo?

—No, sólo conmigo, no; hablaron con «Kolia» Vapcarov, el domador, y también con el señor Gruevsky, el director del circo.

—¿Y qué es lo que querían saber?

—Ya se lo he dicho, preguntaban por Demeratu, querían saber si lo conocíamos, y, claro, les dijimos que sí porque todo el mundo sabe que trabajaba en el circo.

—¿Se interesaron por alguna otra cosa? Trate de recordar, Dunia, es importante.

—No, bueno, ¡sí! Ahora que recuerdo, me preguntaron si había estado alguna vez en Venecia, sí, eso es, lo recuerdo perfectamente.

—Y usted, ¿qué les contestó?

—Pues yo… yo les dije que hacía tiempo que no iba por Venecia…

—Bien, hizo usted bien. No se preocupe. Están buscando a Demeratu y es lógico que hayan acudido a su lugar de trabajo. No debe preocuparse, Dunia. No saben nada, son policías y están haciendo su trabajo. Si se pone usted nerviosa, se pondrá en evidencia. Mantenga la calma. ¡Hágame caso!

—Pero yo, señor, no estoy tranquila y me gustaría volver a Skopie, había pensado que usted lo comprendería… —añadió la mujer con voz entrecortada por los sollozos.

—¡No llore, Dunia! ¡Contrólese! —ordenó el militar.

—Lo siento, señor, es que tengo miedo…

—Bien, está bien, le diré lo que tiene que hacer. ¿Quiere usted volver? ¡Pues vuelva! Tiene usted mi permiso, pero hágalo bien, despídase del circo sin prisa, pero no de hoy para mañana, porque eso haría sospechosa su marcha. Prepárelo todo, pero deje pasar unos días, una semana, mejor diez días. ¿Ha entendido bien lo que le he dicho? —preguntó el coronel.

—Sí, sí, señor. Lo haré tal y como usted ha dicho, no se preocupe: me iré dentro de diez días —contestó la mujer aliviada por las palabras del militar.

—Bien, será mejor que sea así. Una última cosa, Dunia: no vuelva a llamarme a este teléfono. Cuando llegue a Skopie, ya nos veremos. Adiós —añadió el coronel cortando la comunicación sin dar tiempo a la mujer para despedirse.

Dunia Kovacevic se quedó cortada. Las últimas palabras del coronel la devolvieron al estado inicial de ansiedad. Sabía que algo iba mal, pero no acababa de encontrar la forma de superar la angustia que embargaba su ánimo. Le vino a la cabeza el grito de Milovan Demeratu al caer al suelo tras recibir el pinchazo mortal que en pocos segundos acabó con su vida. Había hecho lo que le había ordenado el coronel; el militar, de manera un tanto vaga, había insinuado que Demeratu era un traidor. Había cumplido la orden sin preguntar, pero ahora, al escuchar aquella voz tan áspera, la misma que le había ordenado acabar con la vida de su compañero, sintió el vértigo de la duda. Aunque ella no lo sabía, Demeratu también era colaborador del antiguo servicio secreto yugoslavo de los tiempos de Tito. Actuando por separado y sin saber el uno del otro, el circo les había servido de tapadera en algunas de sus misiones en el extranjero; las gentes de circo no saben de fronteras. La troupe de un circo pertenece a la estirpe de Babel, va de un lado para otro y se mueve sin despertar sospechas.

Dunia Kovacevic había nacido en Prilep, una pequeña población situada a unos cincuenta kilómetros de Skopie. Había pertenecido a las Juventudes Comunistas y más tarde al Partido; siempre se había movido en los ambientes de los seguidores de Tito. Apenas había cumplido veinte años cuando la reclutaron para colaborar con los servicios de información del régimen. Tras la muerte de Tito y las turbulencias políticas posteriores, echó el ancla en Serbia. En Belgrado había conocido al coronel Bojovic. No era la primera vez que participaba en misiones especiales, pero se quedó muy desconcertada cuando el coronel le dio orden de acabar con aquel compañero del circo con el que apenas se relacionaba. El coronel le había dicho que Demeratu era un traidor y un ladrón, pero no le había dicho cuál era su crimen y qué era lo que había robado. Dunia Kovacevic era una agente disciplinada y no había preguntado más. Esperó a recibir el veneno y, cuando lo tuvo en sus manos, siguiendo las instrucciones del coronel buscó una de las sombrillas que utilizaba en su número de los animales trapecistas y con una lima que se había procurado al efecto trabajó la contera de la sombrilla hasta convertirla en un afilado punzón. Días después, se trasladó a Venecia para cumplir su misión.

«¿Cómo puedo saber si Demeratu estará esa mañana en San Lazzaro?», había preguntado al militar cuando éste la llamó para ordenar la ejecución.

«No se preocupe por eso: él estará en San Lazzaro a las doce y media. Es muy importante que estudie los horarios de los barcos para estar en la isla a la hora que le acabo de indicar. Cuando se vean, no se saluden: hagan como si no se conocieran», le había dicho el coronel.

Contestó que sí, que consultaría los horarios, pero no acababa de entender cómo podía estar tan seguro el coronel de que Demeratu acudiría a la isla, aunque de las palabras del militar había deducido que su compañero de circo también trabajaba para el coronel. Ni él ni el militar se lo habían comentado.

La idea de que Bojovic había estado jugando con su vida y con la de Demeratu acentuó su grado de ansiedad. Al evocar la figura del militar, Dunia Kovacevic sintió miedo, más que el que había disimulado ante los policías italianos que con su presencia habían quebrado la melancólica rutina del Circo de Belgrado. Tuvo un momento de duda y estuvo a punto de huir incumpliendo las órdenes del coronel; después, lo pensó más y decidió quedarse. Pese a que el sistema comunista se había desmoronado y Serbia y Macedonia eran ahora Estados democráticos, como tantos otros antiguos comunistas alienados durante años por aquella doctrina totalitaria, Dunia conservaba un rescoldo de añoranza del sistema que lo había sido todo en su vida, porque todo lo programaba: desde el nacimiento hasta la tumba.

Eran muchos años de disciplinada obediencia los que casi habían conseguido anular los impulsos personales y las libertades a las que con tanta rapidez se habían apuntado los jóvenes; en el fondo, la libertad le daba miedo. Durante muchos años, obedecer sin preguntar le había permitido vivir sin problemas y aquella costumbre se había convertido casi en un acto reflejo. Por eso, tras la duda inicial, decidió permanecer en Trieste ignorando que a ochocientos kilómetros de allí el coronel Bojislav Bojovic había decidido ya su destino.