Capítulo 28

Utilizando su clave de superusuario, Philippe de Vaucluse entró en el archivo informático central de la Interpol. Abrió diversos ficheros hasta localizar lo que buscaba. «Debe de ser esto —se dijo, al empezar a leer una nota enviada por el Departamento Informático de la Interpol al laboratorio de la Policía Científica de Roma. Era un texto muy breve—: … “Aunque no es una conclusión definitiva —decía el informe—, el rastreo de los saltos de base realizados por el hacker para borrar sus huellas hace pensar que el asalto se produjo desde un equipo con un punto de inyección en la red telefónica de Croacia. Desgraciadamente, el intruso realizó un trabajo muy profesional y ha sido imposible determinar con exactitud dicho punto, aunque todo indica que partió de la región de Dubrovnik”». La nota añadía detalles sobre la técnica utilizada por el hacker; también contenía algunas recomendaciones para mejorar la seguridad de los programas informáticos. No estaban dirigidas específicamente a los técnicos de la Policía italiana, pero era obvio que ésa era la intención del Departamento Anti-hacker. «Esta última parte no habrá caído muy bien en Roma —pensó el policía esbozando una sonrisa—. Así que el pirata es croata o cuando menos yugoslavo. Al amigo Sforza le interesará saber que son sus vecinos quienes les espían».

Philippe de Vaucluse cerró el programa y poniéndose la chaqueta abandonó el despacho. La secretaria levantó la mirada al verlo.

—Ivonne, hoy comeré fuera. Volveré por la tarde. Cualquier cosa, ya sabe: llámeme al móvil —dijo levantando el pequeño celular que llevaba en una mano.

—Descuide, jefe. Bon appétit! —respondió la secretaria con una sonrisa.

—Gracias.

A buen paso, el policía ganó la salida y se dirigió al garaje donde tenía aparcado el coche. Una vez dentro, se colocó el cinturón de seguridad y antes de poner en marcha el vehículo, sacó el teléfono del bolsillo de la chaqueta y buscó en la agenda el número de Marco Sforza.

Allô! ¿Marco?

—Sí, ¿quién es?

—Marco, soy Philippe, Philippe de Vaucluse…

—¡Philippe! ¡Qué alegría, amigo! ¿Cómo te va?

—Bien, bien, gracias. Marco, ¿recuerdas lo que pediste?

—Sí, claro, cómo no voy a recordarlo. ¡No me digas que ya tienes algo para mí! —preguntó el comisario sin poder disimular su excitación.

—Así es, amigo. Tengo novedades.

—¡Me tienes en ascuas!

—Marco, los piratas los tenéis cerca, muy cerca.

—¡No te oigo bien, Philippe! Estoy en el coche y se va la voz.

—¿Me oyes mejor ahora?

—Sí, sí, ahora sí.

—Escúchame, Marco, según nuestros técnicos, el hacker que entró en el programa del laboratorio de Roma lo hizo desde algún punto de Croacia, probablemente en el área de Dubrovnik. ¿Te dice algo eso? —preguntó Philippe de Vaucluse levantando la voz.

—¿Croacia? Eso está como quien dice aquí al lado, muy cerca de Venecia. En principio, la verdad es que no me dice nada especial, pero es un dato; un dato importante que seguramente tendrá algún sentido. Mil gracias, Philippe. ¡No sabes cómo te lo agradezco! Espero poder compensarte cuando vuelvas por Venecia, amigo.

—Te tomo la palabra, pero te advierto, amigo, que te va a salir caro, porque no me conformaré con menos de una cena en Do Forni, regada con una botella de Pinot Grigio. Ja, ja —respondió el policía francés.

—¡Eso está hecho, amigo! La cena, desde luego, corre de mi cuenta, Philippe, y, repito, mil gracias.

—No hay de qué, amigo. Espero que para entonces me puedas contar como va lo de San Marcos…

—Te lo contaré antes de que vengas, estoy atando cabos y lo que me acabas de contar quizá encaje en el puzzle.

—¡Cuídate!

—Tú también, amigo —respondió el comisario Sforza. Después apagó el móvil y se quedó pensativo.

Iba en el coche en compañía del inspector Benzoni. Regresaban a Venecia tras haber organizado con sus compañeros de la Questura de Trieste la vigilancia de la mujer sospechosa de haber participado en el crimen de San Lazzaro. No había sido fácil, aunque el comisario Amedeo Gualtieri había colaborado desde el primer momento. El problema, como siempre, eran la burocracia y las jurisdicciones. Para poder justificar la petición del chip-chivato, el minúsculo dispositivo electrónico que una vez colocado en un coche permite seguir al vehículo mediante la señal que transmite a un satélite, el comisario Gualtieri había tenido que inventar una historia. Confiaba en Marco Sforza, al que conocía desde los tiempos de la Academia. «Sabes que me la juego, pero por ti estoy dispuesto a hacer lo que sea», le había dicho a su amigo. Sforza sonrió al recordar que él le había contestado que no se preocupara, que si las cosas iban mal, los dos acabarían cantando serenatas a las turistas norteamericanas desde una góndola.

—La verdad es que Gualtieri tiene un par —dijo en voz alta el comisario.

—Desde luego que sí, jefe —respondió el inspector Benzoni—. ¿Era él quien le ha llamado?

—No, no era él. El que me ha llamado es un amigo de Interpol.

—¿Su amigo, el comisario francés?

—El mismo.

—¿Y qué le ha dicho? Si es que se puede saber…

—Se puede saber, Benzoni. Se puede saber.

—¿Y…?

—Pues lo que me ha dicho mi amigo es que en algún punto de Croacia están muy interesados en las cosas que hacemos en Venecia.

—¿Cómo? No le entiendo —respondió el inspector con cara de desconcierto.

—Estoy armando el rompecabezas, Benzoni, yo tampoco encuentro la lógica a todo esto, pero resulta que el hacker que entró en el programa cifrado del laboratorio de la Científica de Roma al parecer opera desde algún lugar de la región de Dubrovnik, en Croacia. Está ahí —dijo, señalando hacia el mar que se perfilaba a lo lejos de la autostrada—. Ahí, en algún punto de la costa dálmata.

—¡Huy! ¡Balcánicos! Lo que nos faltaba. ¡Kosovares y serbocroatas! Son gentes violentas, han tenido una guerra atroz hasta hace dos días y están acostumbrados a tirar de pistola. No me gustan nada. ¡Toco madera! —respondió el inspector llevándose la mano derecha a la cabeza; había cerrado los dedos índice, anular y medio y mantenía extendidos el pulgar y el meñique.

—No generalices, Benzoni. Habrá de todo; como en todas partes, en Croacia y en Serbia hay gente buena y gente mala. Ya sabes lo que dijo Chesterton cuando una vez le preguntaron que qué opinaba de los franceses: «No lo sé, no le puedo contestar porque no les conozco a todos». Pues eso, Benzoni, que en todas partes hay buena y mala gente.

—¿Quién era ese Chesterton? Me suena a marca de tabaco…

—¡No seas burro, Benzoni! Chesterton era un escritor inglés y muy bueno, por cierto. Tiene un personaje, el padre Brown, un cura, que es un detective genial, un detective al que no se le escapa una. Te vendría bien leer alguna de sus obras.

—Jefe, ya sabe que leer no es lo mío, mira que lo he intentado con Camilleri y su Montalbano, pero no puedo.

—Pues a mí me gusta. Es muy bueno.

—¿Qué diría ese cura amigo suyo, el padre Brown, de todo este lío en el que estamos metidos?

—Buena pregunta. Supongo que haría un poco lo mismo que nosotros, ir armando el puzzle y no dejar de preguntarse por el quid prodest? de la cosa. Lo que pasa es que en este caso, si es que es el mismo, y digo eso porque, a veces, la verdad es que me vienen dudas, digo que si, como parece, hay conexión entre el asalto a San Marcos y el homicidio de San Lazzaro, no sé qué relación puede tener con el hacker croata, si es que se trata de un croata, que ésa es otra, porque vete tú a saber quién está detrás de las manos capaces de triangulaciones informáticas que dan la vuelta al mundo antes de volver al lugar desde el que se ha iniciado la operación. Pero que no sepamos dónde encajan las piezas no quiere decir que no estén relacionadas. Podría ser una casualidad que el hacker hubiera entrado en el ordenador de la Científica por puro placer, porque ha visto en la televisión la noticia de lo de San Marcos y ha querido demostrar que es más listo que nadie; tengo entendido que suelen hacer eso, que crean programas que se hacen con las contraseñas y no hay código que se les resista. Entran y algunos incluso graban sus «hazañas» y luego las cuelgan en la Red para alardear de sus habilidades. Podría ser que fuera ése el caso, pero no sé… Después de veinte años en la Policía, la verdad es que no creo en las casualidades, lo que pasa es que tampoco veo dónde está la lógica en este caso, pero que no lo vea no quiere decir que no exista…

—Hoy le veo poco optimista, jefe —dijo el inspector, al tiempo que daba un volantazo para evitar que se les echara encima un camión que les había adelantado a gran velocidad—. ¡Pero qué hace ese imbécil, nos va a matar! —exclamó Benzoni indignado por la maniobra del conductor del camión—. ¡Será canalla! Jefe, ¿pongo la sirena y le detenemos? —preguntó.

—Déjalo, Benzoni, bastantes problemas tenemos, vamos a tranquilizarnos y a volver cuanto antes a casa —respondió el comisario con un gesto de resignación.

—Menos mal que llevamos un alfa, que es un coche cojonudo. Si es uno pequeño, el rebufo del camión nos habría metido contra el quitamiedos. De todas formas, jefe, aunque no nos paremos, déjeme que ponga la sirena sólo para que ese terrone se acojone y deje de conducir como si fuera el rey de la carretera.

—Haz lo que quieras, Benzoni, pero ni hablar de pararnos. Estoy cansado y quiero llegar cuanto antes a casa. Estoy hecho polvo —respondió el comisario llevándose las dos manos a la altura de las orejas en un intento de aminorar el ulular de la sirena cuyos destellos azules, captados por el retrovisor, helaron la sonrisa del camionero que había rebasado el coche de los policías a una velocidad muy por encima de la permitida. Instintivamente frenó llevándose una mano a la frente, una señal que delataba preocupación. Esperaba que el coche de la Policía le rebasara obligándole a detenerse, pero no fue así. El alfa romeo rebasó el camión y regresó al carril derecho sin que ninguno de sus dos ocupantes prestaran la menor atención al acongojado camionero. A lo lejos y a la izquierda, la línea del horizonte parecía partida en dos. A un lado se veía la silueta confusa de Mestre; en el otro, sobre las inquietas olas de la mar, la siempre enigmática Venecia reposaba.