Capítulo 27

El comisario Sforza y el inspector Benzoni salieron de Mestre, camino de Trieste, a las siete y media de la mañana del día siguiente. Sforza le había pedido al inspector que condujera el coche y que no tuviera prisa; durante el viaje siguieron dándole vueltas al rompecabezas de lo ocurrido en los cuatro últimos días. Llegaron a media mañana. Una fina lluvia caída la noche anterior había bruñido las calles y los tejados de los edificios. Buscando el muelle llegaron hasta la plaza donde estaba instalado el circo con su gran carpa; unos metros más allá, aparcadas en fila, se veían cinco caravanas y algunos turismos que debían de pertenecer a los feriantes. En lo alto de la carpa y en los laterales de las caravanas, grandes letreros proclamaban la identidad de la compañía: «Circo de Belgrado». Debajo, a los lados de la puerta de lona, dos grandes carteles pintados con colores chillones proclamaban los números fuertes del espectáculo: un domador de leones, trapecistas presentados como las «águilas humanas» y el espectáculo preferido de los niños: «Miss Lisi y sus perritos amaestrados», un número que según el cartel «mezclaba las risas de los payasos con los saltos acrobáticos de los simpáticos animales».

—Ahora deben de estar ensayando, no creo que sea el mejor momento para ir por ahí preguntando —dijo el inspector.

—Al contrario, Benzoni: si hace falta, es cuando les vamos a poder apretar las tuercas; después, cuando se pongan las plumas o cojan el látigo, estarán tensos, nerviosos, pendientes del espectáculo.

—Una pregunta, jefe: exactamente, ¿qué es lo que buscamos aquí?

—Todo y nada, Benzoni, es un tiro al aire a ver si hay suerte y cae el pichón. Si mi teoría del trapecista es correcta, aquí deben de conocer al hombre asesinado en San Lazzaro. También puede ser que no tengan nada que ver; de ser así… pues te invitaré al circo. Dice ahí que la primera sesión es a las cinco de la tarde, así que antes nos daría tiempo a comer.

—Hombre, jefe, así las cosas, casi prefiero el plan B —contestó el inspector con aire de guasa.

—Yo no. La verdad es que este caso me tiene negro y me gustaría que el hilo nos llevara al Minotauro.

—Veo que sigue pensando que el hombre de San Lazzaro era el mismo que asaltó San Marcos, ¿no?

—Sí, Benzoni, así es: creo que fue el mismo, pero nos faltan las pruebas; a lo mejor hoy es nuestro día. ¡Vamos allá! —añadió, señalando en dirección a la carpa.

Cruzaron la plaza y al llegar a la altura de una caravana que hacía las veces de taquilla, el comisario se quedó mirando una fotografía en la que aparecía una mujer de unos cincuenta años; lucía una copiosa melena rubia y llevaba en la mano una sombrilla de cuarteles multicolores; a su alrededor, escoltándola en círculo, se veía a media docena de caniches erguidos sobre las patas traseras. En la parte superior de la fotografía, en letras de color amarillo sobre fondo azul, había un nombre y una leyenda: «Miss Lisi, la domadora acrobática».

Benzoni se había adelantado y estaba ya acercándose a la puerta de lona que daba acceso al interior de la carpa cuando el comisario le llamó.

—¡Benzoni!

—Sí, jefe, ¿qué pasa?

—¿Recuerdas el atestado de lo ocurrido en San Lazzaro?

—Sí, jefe, claro que lo recuerdo, ¡como que me pasé dos horas en la Questura redactándolo, pensando y pesando cada una de las palabras porque menudo es el juez!

—¿Te acuerdas de la parte que recogía las declaraciones de los testigos? Trata de recordar qué era lo que te contaron sobre el momento en el que el hombre aquel dio un grito y cayó desplomado.

—No sé, jefe, estaban en la biblioteca del convento, en la sala en la que los monjes armenios guardan la momia egipcia, y es cuando escucharon el alarido. ¿Por qué me lo pregunta?

—Por si recuerdas qué te contaron sobre las personas que formaban el grupo. Haz un esfuerzo, trata de recordar: cómo era el grupo, qué aspecto tenían los visitantes de San Lazzaro —añadió Sforza mirando fijamente al inspector.

—Pues recuerdo lo que me contaron: que iban con uno de los monjes que les servía de guía y que, según me dijo el prior, parecían turistas; turistas como los que todos los días, sobre todo en las vacaciones de verano, llegan hasta la isla en el vaporetto atraídos por la historia del monasterio. No sé qué busca, jefe, si precisara algo más la pregunta, a lo mejor yo…

—¿Recuerdas si el monje con el que hablaste mencionó algo sobre la indumentaria de los visitantes?

—Tengo una copia del atestado en mi ordenador y otra que Gina debe de haber colocado ya en el archivo de la Questura. Si quiere la llamo y le digo que se lo lea.

—Lo repasaremos a la vuelta; ha sido un error mío no traer una copia —dijo el comisario con la mirada perdida en el horizonte—. Una cosa más, Benzoni, ¿recuerdas si te dijo que alguno de los visitantes llevaba una sombrilla o un paraguas?

—¡Sí! ¡Claro que sí! Uno de los turistas entró en el claustro con una sombrilla y el monje le dijo que allí no podía abrirla —saltó Benzoni levantando la voz sin saber muy bien la razón—. ¿Por qué me lo pregunta, jefe?

—Pues porque no sé si te acuerdas de que tú mismo me dijiste que al hombre de marras puede que le hubieran pinchado en la pierna con la punta de un paraguas o de una sombrilla… ¿Tal vez una sombrilla como ésta? —añadió el comisario señalando la foto de Miss Lisi que colgaba en la caravana que hacía las veces de taquilla.

—¡Coño! Jefe, ¿no cree que va usted demasiado deprisa y, si me lo permite, también demasiado lejos?

Durante unos segundos, el comisario Sforza permaneció en silencio mirando el cartel; después, encogiéndose de hombros, miró al inspector y habló:

—Puede que tengas razón, Benzoni; puede que sea sólo una lucubración mía, pero pronto saldremos de dudas. Vamos a ver qué es lo que encontramos ahí dentro —añadió al tiempo que iniciaba la marcha. Entraron en la carpa sin que nadie les llamara la atención. Lo primero que vieron fue a un hombre que estaba en el interior de una jaula en la que había dos leonas de aspecto triste; un poco más alejado del centro, en otra jaula aneja, un ejemplar macho dormitaba; cerca de su cabeza se veían restos de una pieza de carne cuyo rastro de sangre teñía el suelo.

—Supongo, jefe, que no querrá que entremos en la jaula —preguntó el inspector.

—Había pensado que entraras tú, Benzoni. Te tengo por un valiente —contestó en tono irónico el comisario.

—¿No lo dirá en serio?

—Totalmente en serio, son gajes del oficio. Yo pienso entrar.

—Pero, jefe, si no es necesario; podemos hablar con ese tío desde este lado de las rejas.

—Me has convencido, Benzoni —dijo el comisario soltando una carcajada cuyo eco hizo que el domador se fijara en ellos.

—¡Oiga! ¿Qué hacen ustedes aquí? ¡No se puede entrar en el circo mientras ensayamos! ¡Está cerrado! ¡Váyanse! ¡Fuera! —gritó el hombre señalando con la parte rígida del látigo a los policías.

—Sólo queremos hacerle unas preguntas, amigo —dijo el comisario.

—¿No me han oído? —gritó el hombre—. ¿Quieren que le suelte? —añadió señalando al león, al que las voces del domador habían despertado y se había puesto en pie con cara de pocos amigos.

—¿Quiere usted que le pegue un tiro? —terció el inspector Benzoni desabrochándose la chaqueta y mostrando la pistolera.

—No digas tonterías, Benzoni —intervino el comisario—. ¡Somos policías! No se ponga usted nervioso, sólo queremos hacerle unas preguntas, amigo.

—¿Policías? ¿Qué tipo de policías? —preguntó el domador.

—Policías de la Policía; venga, hombre, salga usted de la jaula y venga aquí, que no le vamos a entretener mucho.

El domador obedeció. Sin darle la espalda a las leonas y conservando el látigo, se acercó a la puerta de la jaula y salió cerrándola tras de sí.

—Será mejor que salgamos de la carpa, los leones son animales muy sensibles y no les gustan los gritos ni los forasteros: se ponen nerviosos.

—Está bien, salgamos a la plaza —dijo el comisario. Una vez fuera, se pararon junto a la taquilla.

—Hablando de forasteros, ¿usted no es italiano? —preguntó el inspector.

—No, soy yugoslavo, serbio, pero estoy aquí legalmente —contestó con desconfianza.

—No tema, que no somos de aduanas; hemos venido aquí porque nos gusta el circo —dijo Benzoni.

—¿Y por eso interrumpen mi ensayo? ¿Saben que ahora me va a costar una hora larga tranquilizar a los leones y que a lo peor el león no puede actuar esta tarde porque se ha puesto nervioso y podría atacarme?

—Lo sentimos, pero es necesario que nos conteste usted a algunas preguntas.

—¿Pueden ustedes demostrar que son policías?

—Sí podemos, pero ¿qué pasa si antes nos enseña usted sus papeles? —contestó, tenso, el inspector.

—¡Benzoni! No es necesario que nos enseñe los papeles —cortó el comisario.

—Empiezo a estar un poco harto de estos guiris, jefe. Vienen a Italia porque se mueren de hambre en sus países y encima nos quieren pasar por encima.

—No tienes razón, entre los que vienen hay de todo, como en todas partes. ¡Déjalo ya! —ordenó el comisario—. Dígame, ¿cómo se llama usted? —añadió dirigiéndose al domador.

—Vapcarov, Nikola Vapcarov, pero todo el mundo me conoce por mi nombre artístico: «El Gran Kolia, domador de leones».

—Bien, señor Kolia, quiero preguntarle algunas cosas. ¿Cuánto tiempo hace que están ustedes en Trieste? —dijo el comisario.

—Llevamos aquí tres semanas; después nos iremos a Verona.

—¿De dónde vienen ustedes?

—De Maribor, en lo que ahora se llama Eslovenia y antes era Yugoslavia —contestó el domador con un rictus de amargura.

—¿No le gusta que Eslovenia sea independiente? —preguntó el inspector.

—No. Desde luego que no. Antes éramos una nación seria. Yugoslavia era un país respetado en todo el mundo. Ahora somos una mierda —contestó con rabia.

—¡Déjelo, Benzoni! No hemos venido a realizar una encuesta sobre los problemas políticos de los Balcanes —cortó el comisario—. Dígame una cosa, señor, ¿cuántas personas componen la plantilla del circo?

—Fijas somos treinta, pero tenemos colaboradores ocasionales, gente que contratamos en los sitios donde actuamos para que nos ayuden a levantar la carpa, colocar las sillas y esas cosas —contestó señalando a su alrededor.

—¿Treinta? ¿Y todos proceden, digamos, de lo que antes era Yugoslavia?

—Sí, ahora todos somos serbios, menos Miss Lisi, que es de Skopie, de Macedonia.

—¿Miss Lisi?

—Sí, la domadora de perritos. Es una gran artista, no es fácil domar a los perros porque se cansan enseguida y se distraen con el público, pero ella lo consigue. Su número gusta mucho a los niños.

—Habla usted muy bien el italiano —dijo el comisario—. Supongo que no es la primera vez que viene usted a nuestro país.

—Es verdad. Antes de trabajar en este circo he actuado en otros: en el Circo de Moscú y también en el Circo de Roma, pero ahora la gente prefiere la televisión y la afición al circo se va perdiendo.

—¿Miss Lisi actúa sola?

—Sí. Bueno…, no, en realidad tiene una ayudante. Una joven que la ayuda en su número. ¿Por qué me lo pregunta, es que ha hecho algo malo?

—No, no que sepamos. Es por curiosidad, ya le digo que nos gusta mucho el circo y esta tarde nos gustaría asistir a la primera sesión. Nos gustaría verle a usted, a Miss Lisi y también a los trapecistas —contestó el comisario.

—No podrá ser así. El número de los trapecistas se ha suprimido del espectáculo.

—¿Por qué? —preguntaron a dúo los policías.

—Porque el portor se ha ido.

—¿El portor? ¿Quién es ése? —preguntó el inspector.

—El portor es el trapecista que espera a su compañero cuando regresa de su vuelo; sin él no hay número.

—Y ¿qué le ha pasado? ¿Por qué se ha marchado? —preguntó el comisario.

—No lo sé. Hace unos días dijo que estaba enfermo y se fue. Yo no sé más. Hablen ustedes con el director del circo, que es aquel que viene por allí —añadió el domador dando media vuelta.

—¡Eh, tú! ¿Adónde vas? —preguntó el inspector.

—Déjalo, Benzoni, ya no le necesitamos. Vamos a ver qué nos dice ese que viene por ahí —añadió el comisario dirigiéndose hacia el hombre que se acercaba hasta ellos—. ¿Es usted el director del circo?

—Sí, así es. ¿Quién lo pregunta? —contestó receloso el hombre de mediana edad y aspecto fornido que llevaba botas de caña alta y pantalones de montar.

—Soy el comisario Sforza y él es el inspector Benzoni, de la Policía de Venecia.

—¿Venecia? Pero esto es Trieste, ¿no?

—Sí, es Trieste, pero resulta que estamos en Italia, ¿lo sabía usted, amigo? —contestó el inspector con acritud.

—¡Benzoni, no sigas! —atajó el comisario—. Dígame, señor…

—Gruevsky, Slobodan Gruevsky, ése es mi nombre y estamos aquí legalmente, señor —contestó el hombre mirando retador al inspector—. ¿Pasa algo? ¿Ha hecho algo malo Nikola? —añadió señalando hacia el domador que acababa de entrar en la carpa.

—¡No! Para nada. No pasa nada con él, hemos estado charlando con él porque queríamos saber cosas del circo, nada más. Por cierto, nos ha dicho que se les ha marchado un trapecista.

—Sí, así es. Se fue hace dos semanas; dijo que volvería, pero no ha vuelto y la verdad es que estamos preocupados porque no sabemos nada de él.

—¿Han ido a la Policía? ¿Han puesto ustedes una denuncia? —preguntó el comisario.

—¿Denuncia? —preguntó el director, sorprendido—. ¡No! ¡Claro que no hemos presentado una denuncia! ¡Nosotros, señor, somos gente del circo! ¡Nómadas! Hoy estamos aquí y mañana allá, no tenemos rumbos ciertos. Milovan se fue, no sabemos adónde, pero volverá. Todos volvemos al circo. ¿Adónde si no? ¡El circo es nuestra vida!

—¿Se llamaba Milovan? Milovan ¿qué más? —preguntó el comisario.

—¿Por qué habla usted en pasado, señor?

—¿Yo? ¿He dicho algo que le haga pensar eso? —preguntó el comisario cruzando la mirada con el inspector.

—Sí, sí, señor, ha hablado usted de Milovan Demeratu como si ya no estuviera aquí.

—¿El trapecista se llama Demeratu?

—Sí, señor, Milovan Demeratu, ése es su nombre… pero no ha contestado a mi pregunta, señor. ¿Le ha pasado algo?

—Tiene usted razón, señor Gruevsky, no he contestado a su pregunta, pero lo haré ahora: ¿el señor Demeratu es amigo suyo?

—Sí, bueno, la amistad del circo. Él era serbio y yo soy de Montenegro, pero sí, puede decirse que somos amigos.

—Pues lo siento, siento decirle que tenemos razones para pensar que su amigo el señor Demeratu está muerto.

—¿Muerto? ¿Qué le ha pasado? ¿Ha sido un accidente?

—En cierto modo podría decirse que sí, que ha sido un accidente. Pero por el momento no le puedo decir más. Más adelante, cuando termine la investigación, yo mismo le daré todos los detalles; ahora, si no le importa, déme un número de teléfono al que le pueda llamar. Éste es el mío: tenga —añadió el comisario entregándole una tarjeta—, póngase en contacto conmigo si cree que hay algo en la vida de su amigo que debamos saber.

—¡«Comisario jefe de Venecia»! ¡Es usted un policía muy importante! —exclamó el director del circo—. ¿Qué es lo que ha hecho Demeratu para que un policía tan importante como usted se interese por él?

—Nada… que sepamos, no se preocupe por eso —mintió el comisario—, es una investigación rutinaria porque creemos que su amigo es una persona que apareció muerta ayer en Venecia, muerta quizá de un infarto. Lo estamos investigando.

—¿Un infarto? ¡No me lo puedo creer! Demeratu tenía una salud de hierro, ¡era un trapecista, un atleta!

—Bueno, esas cosas nunca se saben, no es el primer deportista que muere en la pista o en un campo de fútbol.

—Sí, es verdad, pero Demeratu era muy joven y estaba muy en forma. Ella se lo puede decir, como yo —añadió el director del circo señalando hacia la mujer rubia de mediana edad que acababa de salir de una de las caravanas y se acercaba hasta donde estaba el grupo—. Es Miss Lisi, nuestra otra domadora —dijo el director—. ¡Dunia, querida! Quiero presentarte a estos señores, son de la Policía…

El comisario miró hacia la mujer, pero no advirtió ninguna emoción especial en su cara. Si la había sorprendido la presencia de los policías, lo disimuló.

—¿Policías? Slobodan, ¿supongo que no habrás olvidado pedir el permiso para instalar la carpa? —preguntó la mujer con un tono de voz que a Sforza le pareció glacial.

—No, querida, no vienen del Ayuntamiento de Trieste, son de la Policía de Venecia…

—No me habías dicho que pensabas instalar el circo en Venecia, creía que después de Trieste íbamos a actuar en Verona.

—Y así será, Dunia. Estos caballeros no están aquí por nada relacionado con el circo; bueno, en realidad sí. En realidad han venido preguntando por Demeratu, creen que podría estar muerto —contestó el director con aire fatigado.

—¿Muerto? ¿Qué quieres decir con eso de que está muerto? —preguntó la mujer con aparente sorpresa.

—Lo que has oído, que creen que está muerto.

—Así es, señora —dijo el comisario—. ¿Le conocía usted bien? ¿Sabe por qué se fue sin decir adónde iba?

—No; cuando alguien dice que se va, las gentes del circo nunca preguntamos por qué. Somos nómadas y ese tipo de preguntas no van con nosotros.

—No nos ha dicho si usted y el señor Demeratu eran amigos —añadió el inspector.

—Es verdad, no se lo he dicho, porque no lo éramos; sólo compañeros. No amigos.

—Una última pregunta —dijo el comisario mirando fijamente a la mujer—. ¿En los últimos días ha estado usted en Venecia?

—No, hace tiempo que no voy por su ciudad y lo siento, porque me gusta mucho.

—Está bien, no les molestamos más. Tendrán noticias nuestras, si, como nos tememos, se confirma que la persona muerta cuya identidad estamos investigando es su compañero el señor Demeratu. Les avisaremos para que se hagan cargo del cadáver. No pierda usted mi tarjeta, señor Gruevsky —añadió el comisario.

—Descuide, no la perderé —respondió el director del circo.

—¡Adiós, señora! Sentimos no poder quedarnos a ver la función.

—Saludos de mi parte a los perritos y no se olviden de dar de comer a los leones, no vaya a ser que se coman al domador y se queden ustedes sin función —dijo burlón el inspector Benzoni.

—No le hagan caso, él es así, le gustan las bromas —dijo el comisario mirando con cara de reproche al inspector.

—¡Adiós! —respondieron a dúo el hombre y la mujer.

Una vez en el interior del coche, el inspector fue el primero en hablar:

—¡Jefe! No se enfade conmigo, ya sabe que cuando estoy en tensión me da por hacer coñas…

—Lo sé, lo sé, Benzoni, pero tienes que controlarte porque hay momentos y momentos… Hablando de cosas serias, ¿te has dado cuenta de que cuando le hemos dicho que el trapecista podía estar muerto, la mujer no ha preguntado qué es lo que le había pasado?

—Sí, jefe. Se lo iba a decir: yo también me he dado cuenta. Va a resultar que tenía usted razón y esa rubia teñida está metida en todo esto.

—Si lo está, tiene mucha sangre fría porque en ningún momento se ha delatado; sólo ese pequeño lapsus, pero no es seguro, puede que sea una tía fría y que no se llevara bien con el trapecista. De todas maneras, vamos a acercarnos a la Questura de Trieste para hablar con el comisario Gualtieri; es amigo y le voy a poner al tanto de nuestras sospechas para que discretamente vigile a la rubia, no vaya a ser que se esfume.

—No creo que sea tan torpe como para desaparecer hoy mismo, supongo que, si está pringada, querrá disimular y esperar a ver qué pasa.

—Recuerda que Trieste es la frontera y en veinte minutos pueden pasar al otro lado, a Eslovenia o a Croacia, y si está implicada y desaparece, nos complicaría mucho el trabajo. Vamos a la Questura y, después, a comer. Invito yo.

—¡Hombre, jefe! Tendría que haber empezado por ahí, ¡tengo un hambre que me comería un caballo! —contestó el inspector.

Habían llegado hasta donde estaba el coche que habían aparcado en uno de los extremos de la plaza cuando el inspector Benzoni se fijó en el papel colocado bajo la goma de uno de los limpiaparabrisas.

—¡Joder, jefe! Nos han multado, ¿será posible? Pero si no hemos estado fuera ni veinte minutos… ¡Serán cabrones estos urbanos de Trieste!

—Benzoni, ¡eres un caso! Te sorprende que la gente cumpla con su obligación. Recuerda que eres policía y que ellos también lo son —replicó el comisario mirando a ver si localizaba al agente que les había multado.

—¡Mírela! ¡Está allí! —exclamó el inspector señalando en dirección a una agente de la Policía local que en aquel momento parecía dispuesta a repetir la denuncia contra otro coche mal aparcado—. ¡Me dan ganas de detenerla por obstrucción a la justicia!

—¡Benzoni, no digas más tonterías! Venga, vámonos; conduce tú. Vamos a la Questura. Se me está ocurriendo una idea. Me preocupa que se nos pueda escapar la «miss».

—¿Y qué quiere que hagamos? Sólo por una sospecha no podemos detenerla —respondió el inspector sin disimular la irritación que le producía tener que aplazar la comida.

—Ya lo sé, Benzoni, ya lo sé. Nadie ha dicho que vayamos a detenerla; al menos de momento. Estoy pensando en otra cosa…

—Ya lo sé: quiere usted que pida trabajo en el circo para así poder vigilarla de cerca y ayudarla a cuidar los perritos…

—Vigilarla tú, no, pero que lo haga alguien y sin perder un minuto, sí. Si está Amedeo Gualtieri en la comisaría, no vamos a tener ningún problema —añadió el comisario—. Es amigo y le voy a pedir que vigile el circo. He cambiado de idea respecto de la frontera, bien pensado, creo que es mejor que le demos cuerda a la cometa… Si quiere volar, que nadie se lo impida porque el pájaro quizá nos lleve al nido. Le voy a pedir a Gualtieri que esta misma tarde coloque un chip de localización en el coche de Miss Lisi. ¿Qué te parece la idea?

—¡Magnífica, jefe! Se lo digo en serio. Es mejor que estar pendientes de todos los coches que atraviesan la frontera. Lo que no sé es si dispondrán de un chip de este tipo en la Questura de Trieste.

—Nosotros sí lo tenemos. Sería cuestión de ir a Venecia y volver —contestó el comisario ante un alarmado Tarsizio Benzoni, cuyos jugos gástricos parecían estar reclamando un poco de atención—. Pero no te preocupes, primero iríamos a comer algo. No creo que nuestra acróbata sea tan torpe como para levantar el vuelo esta tarde: sería tanto como una confesión —concluyó el comisario sonriendo ante la cara de alivio de su compañero.

—Menos mal, jefe. Por un momento he llegado a pensar que hoy acabaríamos haciendo régimen.

—No, hombre, no; tranquilo. Vamos a la Questura, después comeremos algo y más tarde regresamos pitando a Venecia; quiero hablar con la forense y leer con tranquilidad el informe completo de la autopsia. Creo que debemos pedirles a los de toxicología que nos expliquen dónde se puede conseguir curare; esto no es Brasil y no hay jíbaros por ahí achicando cabezas. Creo que muy pronto vamos a tener ocasión de hablar otra vez con esa Miss Lisi, que me parece que es una arpía de cuidado —añadió el comisario mientras ajustaba el cinturón de seguridad—. ¡Arranca ya de una vez y deja de mirar a la urbana, cualquiera diría que vas a pagar tú la multa!

—No, jefe, pero me fastidia tanto celo por un coche mal aparcado que en realidad no molesta a nadie; no son más que ganas de recaudar euros. Los políticos de los ayuntamientos son insaciables —contestó airado el inspector Benzoni.

—Te doy la razón en eso, pero te recuerdo que la mitad de los concejales de aquí son esos amigos tuyos de la Liga —replicó el comisario con sorna.

—¡Hombre, jefe, eso ha sido un golpe bajo! —contestó el inspector arrancando el coche a gran velocidad.

—¡Benzoni, conduce despacio, que nos va a multar por exceso de velocidad!

—Es que tengo hambre, jefe. ¡Mucha hambre! ¡Me comería un tiburón entero, con aletas y todo!

—Estamos en Trieste, así que tendrás que conformarte con pedir ribaltavapori, creo que vas a salir ganando —replicó el comisario evocando la sabrosa fritura triestina de pescado—. Por cierto, Benzoni —añadió—. En la Questura deja que hable yo. Si está Gualtieri, no me importa contarle lo que sospechamos, es amigo y nos ayudará; pero si no está él, les contaremos lo justo: les diremos que andamos detrás de una red que se dedica a exportar coches de lujo a los países del Este y que tenemos la sospecha de que el circo podría ser una tapadera.

—Está bien, jefe, pero como nuestros colegas se pongan bordes y empiecen con el rollo de las jurisdicciones, vamos a tener un problema.

—Confiemos en que esté Gualtieri. De todas formas, me gustaría que no quedara ningún cabo suelto. ¡Mira que si a la golondrina le diera por emprender el vuelo antes de tiempo!

—Jefe, ¿quiere que me quede vigilando? De verdad, no me importa. Me quedo hasta que vuelva usted y su amigo el comisario Gualtieri o quien él diga. Lo de la comida es broma, me da igual —añadió el inspector con voz grave.

—Umm… Pues, si no te importa, casi sería lo mejor —contestó el comisario Sforza—. Sí, ya que lo dices, va a ser lo mejor. Quédate; yo vuelvo enseguida, en cuanto ponga a nuestros colegas al tanto de nuestras sospechas. ¡Venga, rápido, volvamos a la plaza! —ordenó el comisario con una sonrisa.

Cuando llegaron, dieron una vuelta alrededor del lugar en el que estaba instalada la carpa del Circo de Belgrado. Las caravanas estaban todas y también los coches de los feriantes. Todo parecía estar igual que cuando llegaron la primera vez. El inspector paró el coche y se bajó. El comisario, sin descender del vehículo, se deslizó hasta el asiento del conductor.

—¡Benzoni, aguanta! ¡Y no se te ocurra comprar nada de comer por los alrededores, que la invitación sigue en pie! —dijo el comisario con guasa. Después, se perdió entre el tráfico de la Riva 3 di Novembre, en dirección a la plaza de la Unidad.

Tuvo suerte. Aquel día su amigo, el comisario de la Policía judicial Amedeo Gualtieri, estaba de guardia en la Questura de la ciudad de Trieste.