Capítulo 26

Siguiendo instrucciones de su jefe, el coronel Bojovic había alquilado un salón en el Holiday Inn de Skopie. Merkurio quería celebrar allí una reunión. Era un capítulo más de un plan trazado hacía unos años, tras la caída de Milosevic y el cambio de rumbo político en Serbia. Que Slobodan Milosevic hubiera acabado sus días poco después de la condena dictada contra él por el Tribunal Penal de La Haya, mientras que nadie parecía tener interés en capturar ni al psiquiatra Radovan Karadzic —cerebro de la «limpieza étnica» en Bosnia—, ni al ejecutor de aquella matanza, el general Ratko Mladic, había instalado en el ánimo de Merkurio la idea de que ni los Estados Unidos ni la Unión Europea —responsables del inicio de aquel proceso que acabó en tragedia por haber avalado la independencia de Croacia— volverían a intervenir en los Balcanes.

«La OTAN bombardeó Belgrado, pero, hagamos lo que hagamos —solía repetir—, sus aviones no atacarán Macedonia. Washington y Londres harto tienen con salir de la ratonera de Irak».

La reunión era un encuentro con empresarios, hombres de negocios, banqueros, juristas, algunos militares y los directores de los periódicos y las emisoras de radio y televisión más ultra-nacionalistas de la capital. No había entre ellos ningún político profesional. El acto había sido convocado bajo un epígrafe que contribuía a disfrazar el objetivo real del encuentro: «Foro Macedonio de Actualidad Económica. Coyuntura y Oportunidades».

La invitación era nominal y los debates, a puerta cerrada. Por indicación de Merkurio, el coronel había ido llamando uno a uno a los empresarios comprobando que todos tenían previsto acudir a la reunión convocada por el enigmático magnate. «Todos me deben algún favor y, más de uno, mucho dinero», le había dicho el irascible magnate. «Si alguno le dice que no puede venir, hágamelo saber. Hablaré con él», había añadido, completando la frase en un tono de voz que al militar le había recordado la forma de hablar del mariscal Tito.

La cita era a las seis de la tarde del día 18 de septiembre. El salón estaba completo cuando Merkurio hizo su entrada precedido del director de uno de los periódicos de más tirada de la capital. El periodista iba a ser el presentador del acto; detrás les seguía el coronel Bojislav Bojovic.

—Caballeros, todos ustedes conocen al doctor Mirko Lauer. Así las cosas, estoy seguro de que cualquier palabra mía sobre su personalidad, méritos y, por qué no decirlo, patriotismo sería ya una palabra de más. Sólo diré que durante los muchos años que estuvo en América, trabajando de sol a sol para labrarse un porvenir, la distancia nunca empequeñeció su amor por nuestra patria. Todo lo contrario; prueba de ello es la Fundación Macedonia que preside y sus generosas donaciones para las gentes más necesitadas de nuestro país. Junto con mi agradecimiento por su generosidad para con el periódico que me honro en dirigir, poco más tengo que añadir acerca de la personalidad del hombre a quien todos admiramos y a quien gustosamente cedo la palabra —concluyó el presentador, iniciando con un aplauso la salva que vino después.

De pie en silencio y con la mirada perdida, Merkurio prolongó el momento. Cuando los aplausos empezaron a declinar, hizo un gesto con una mano, como queriendo poner punto final al homenaje.

—Gracias, amigos, gracias… Quiero agradecerles su presencia aquí, en Skopie, en nuestra amada capital, en un día como este en el que las circunstancias nos obligan a trascender nuestra condición de empresarios, de militares, de hombres del Derecho, de líderes de la comunicación, para poner todas nuestras capacidades y nuestra ilusión al servicio de nuestra patria. Hemos visto cómo, pese al sentimiento mayoritario de nuestros hermanos serbios, amparándose en una política de hechos consumados, Kosovo emprende rumbo hacia un destino albanés ajeno a su historia y a la historia de Serbia. Hemos tomado buena nota y, al igual que nuestros vecinos, también nosotros hemos de hacer saber al mundo que estamos decididos a avanzar en la recuperación del solar de nuestros antepasados. ¡Macedonia tiene derecho a decidir su destino y rescatar lo que históricamente nos pertenece!

Un aplauso cerrado sofocó las palabras del orador. Pasaron dos minutos que el anciano saboreó a fondo y después, con un gesto cargado de autoridad, impuso silencio a los allí reunidos.

Después, el hombre que se hacía llamar Merkurio prosiguió:

—Los pueblos no siempre tienen los gobiernos que se merecen; el nuestro, desde luego, no lo tiene. Tenemos un Gobierno débil, políticamente acomplejado ante las nuevas circunstancias. La voz del Presidente no ha sido tenida en cuenta en la crisis de Kosovo, como no lo fue durante la guerra, hace diez años, cuando la OTAN bombardeó Serbia. Mitrovic es un hombre débil; para él, todo es un problema; hasta rebautizar el aeropuerto de Petrovec con el nombre de «Alejandro el Grande» también ha sido un problema —añadió el conferenciante, provocando las risas de los asistentes—. ¡Macedonia! —prosiguió Merkurio—. ¡Macedonia no cuenta! Como todos sabemos, el tamaño actual de nuestro país es fruto de una injusticia. La dimensión geográfica y la historia que nos niegan, empezando por el glorioso nombre de Macedonia, es una imposición que debemos rechazar. Somos de la estirpe del Gran Alejandro y a esa seña de identidad ¡ni podemos ni queremos renunciar! Caballeros —continuó el anciano enfatizando unas palabras que a la mayoría de los asistentes les sonaron a enigmáticas—, dentro de poco estaremos en condiciones de decirle al mundo que Macedonia es la tierra de Alejandro y de Filipo y nadie, recuerden bien lo que les digo, ¡nadie podrá ponerlo en duda! Hasta que llegue ese momento —añadió—, confío en que en este instante crucial para el destino de Macedonia cada uno de ustedes sepa cumplir con su deber.

Al terminar, se hizo un silencio que apenas duró un segundo. Después, un aplauso cerrado resonó en la sala.

El orador, puesto en pie, hizo una seña al coronel que éste trasladó a uno de los asistentes. Como si de un ritual concertado se tratara, a través de la megafonía sonó el himno de Macedonia. Puestos en pie, los asistentes se sumaron al coro. A otra seña del coronel, un fotógrafo que hasta aquel momento había permanecido en un discreto segundo plano se acercó hasta las inmediaciones de la mesa presidencial y centrando en el objetivo la imagen de Merkurio disparó. La instantánea retrataba al anciano cantando el himno con un fondo que parecía envolver su leonina cabellera blanca: era la bandera roja y gualda con la Estrella de Vergina, el símbolo popularmente conocido como la Estrella de Macedonia, enseña del nuevo país desde que proclamó su independencia en 1991; independencia que no fue ratificada por las Naciones Unidas hasta dos años más tarde, tras superar la oposición del Gobierno de Grecia, que no admite que su nuevo vecino utilice un nombre y unos símbolos que considera propios de la región helena del mismo nombre. En 1995, tras una larga negociación, la estrella de la bandera pasó a ser un sol y los dieciséis rayos se redujeron a ocho.

Al terminar la reunión, uno de los directores de periódico que habían asistido al acto se acercó a «Merkurio».

—¡Ha estado usted genial! Le felicito, señor Lauer —dijo en tono servil el periodista.

—¿Lo cree así? —respondió con desconfianza el anciano.

—¡Sí! ¡Rotundamente, sí! Líderes como usted, patriotas con las ideas claras, es lo que necesita Macedonia.

—Gracias, me he limitado a decir lo que creo que piensa la mayoría de nuestros compatriotas.

—A propósito de lo que le hemos escuchado decir: nos ha dejado usted muy intrigados; hablo por mí, pero me consta que hay más personas que también sienten curiosidad por saber a qué se refería cuando ha dicho que «dentro de poco estaremos en condiciones de decirle al mundo que Macedonia es la tierra de Alejandro y de Filipo y nadie, recuerden bien lo que les digo, ¡nadie podrá ponerlo en duda!». Creo que son palabras suyas textuales porque he tomado nota de toda su intervención, que, como le decía, me ha parecido extraordinaria —añadió, servil, el periodista en un tono de voz que pretendía hacerse perdonar la pregunta.

—Lo que he querido decir no debería ser un secreto para ningún macedonio; todos deberían conocer la historia de nuestros antepasados y saber el porqué del nombre de nuestro país. Descendemos de aquellos invictos soldados que acompañaron al Gran Alejandro en la conquista de Asia…

—Sí, claro, eso es así, tal como usted lo está diciendo, aunque por desgracia no todos los macedonios conocen nuestra historia, pero discúlpeme, me parecía, quizá sea una interpretación mía —añadió con humildad el periodista—, me parecía que estaba usted anunciando algo, no sé, alguna iniciativa encaminada, bueno, no sé, algo para… precisamente acabar con esa ignorancia de la que hablamos.

—Esa ignorancia es interesada. En tiempos de la Federación Yugoslava nuestros libros de Historia sólo se referían de pasada al antiguo y glorioso Reino de Macedonia, porque Tito era enemigo de todo nacionalismo que no fuera el del Estado a cuya cabeza se encontraba; pero Tito murió y Milosevic también, y, desde hace catorce años, desde que se proclamó la independencia de Macedonia, nuestro Gobierno ha perdido un tiempo precioso para dar a conocer a los macedonios su glorioso pasado. Las batallas políticas que se ganan en la escuela no se pierden en los despachos. Promover nuestra lengua, nuestra bandera y nuestros símbolos nacionales es lo que nos dará la fuerza para salvaguardar nuestra identidad —contestó el patriarca con una chispa de fanatismo reflejada en la mirada.

Cuando el periodista quiso insistir, el coronel, que se había acercado hasta Merkurio, hizo ademán de intervenir, pero el anciano le hizo una seña para que se quedara quieto.

—Señor, no le quiero molestar; sabe que en nuestro periódico siempre le hemos hecho un sitio y sus palabras siempre han sido bien acogidas. Si insisto en preguntar, es porque comparto sus ideas y porque, bueno, me gustaría, si fuera posible, no sé, dar alguna noticia. En resumen, como le decía: me ha parecido que usted tenía algo que anunciar; si no es el momento, discúlpeme; reitero que me tiene a su disposición.

Merkurio guardó silencio. Su figura de coloso coronado por una melena blanca sobresalía con ventaja entre los asistentes. Sólo el coronel le igualaba en estatura y esa circunstancia, junto a su afinidad ideológica, había pesado mucho a la hora de consolidar su cercanía al visionario financiero a cuyo alrededor giraba parte de la vida económica y política de la joven república. Tras unos segundos que al periodista, que se sentía escrutado, le parecieron horas, el patriarca habló:

—¿Cuento con su discreción?

—¡Por supuesto, señor! —contestó raudo el interpelado.

—¿Me da usted su palabra?

—¡La tiene, señor Lauer! Tiene usted mi palabra.

—Bien, le diré lo que vamos a hacer. Vamos a despedir a nuestros amigos y después nos acompañará al coronel y a mí. Su curiosidad tendrá premio. Ya lo verá —añadió el anciano dando media vuelta y acercándose a uno de los corros que habían formado sus invitados.

Antes de seguirle, el coronel se dirigió al periodista.

—En cuanto nos vea salir, síganos. Al señor Lauer no le gustan las indiscreciones, así que no hable usted con nadie de lo que le ha dicho, ¿entendido?

El periodista asintió. Estaba nervioso. Llevaba tres meses intentando dejar de fumar y para animarse a conseguirlo llevaba siempre encima un paquete de tabaco. Siempre explicaba de la misma manera por qué iba a todas partes con un paquete de cigarrillos en el bolsillo aunque había dejado de fumar: «Si no fumo —decía—, es porque no me da la gana. Puedo hacerlo en el momento que quiera». Mientras observaba alejarse al coronel, instintivamente se llevó una mano al bolsillo y extrajo el paquete de tabaco. Sin dejar de mirar al militar, encendió un cigarrillo y aspiró el humo con voracidad.