En ruta hacia Mestre, la ciudad que es el contacto de Venecia con la tierra firme, Marco Sforza iba pensando en las extrañas circunstancias en las que había encontrado la muerte, en San Lazzaro, aquel desconocido cuyo cadáver había sido levantado por orden del juez para trasladarlo a la morgue donde le sería practicada la autopsia. El pitido del teléfono móvil le sacó de sus cavilaciones. Era un mensaje de Philippe de Vaucluse, el director de la división de operaciones de Interpol, en el que le informaba del acto pirático del que habían sido víctimas sus colegas de Roma.
—¡Coño! ¡Lo que faltaba! —exclamó al leer el mensaje de su amigo.
—¿Perdone, jefe? ¿Decía usted algo? —preguntó el inspector Benzoni mirando al comisario.
—No, nada. Mejor dicho, sí, está claro que nos ha mirado un tuerto.
—¿Por qué dice eso?
—Pues porque todo el asunto de San Marcos no para de complicarse. Los malos no paran, lo último es que alguien ha pirateado los archivos de la Científica en Roma.
—¡Joder! ¡No me lo puedo creer! —respondió el otro policía llevándose una mano a la boca en un gesto de asombro.
—Pues créetelo, porque así ha sido. Y la cosa debe de ser grave porque no me he enterado por nadie de Roma… —replicó el comisario sin poder ocultar un deje de amargura.
—¿Quiere decir que el asunto se ha filtrado?
—No, no es eso. Todo se andará, pero, afortunadamente, de momento eso no se ha producido. Mi fuente —añadió el comisario, sin mencionar a su amigo de la Interpol— no está relacionada con la prensa. Pero, para el caso, lo malo es que debemos ponernos en lo peor, ya que creo que los periodistas no tardarán en enterarse y entonces se organizará el lío.
—¿Lío por qué, jefe? Más allá del ridículo que han hecho nuestros colegas de Roma dejándose «hackear» los archivos, ¿qué más da que alguien pueda sacar a la luz el resultado del análisis de las muestras que enviamos desde aquí tras el asalto a San Marcos? Supongo que cuando lo conozcamos, también nosotros lo haremos público, ¿no?
—Sí, claro, pero a su debido tiempo y cuando hayamos completado la investigación para saber quién era el que entró en San Marcos y qué es lo que quería llevarse, no antes, porque nos pilla con los caballos en medio del río y todavía no sabemos de la misa la mitad.
—La verdad, jefe, me parece un palo, pero no una catástrofe.
—Dices eso porque desde el primer momento de este caso te han fastidiado las interferencias de Roma. Cuando se sepa lo que ha pasado con el pirata, tus amigos de la Liga Norte se van a frotar las manos diciendo que eso no habría pasado si las muestras se hubieran analizado aquí en Venecia en vez de mandarlas a Roma.
—Y no les faltará razón, jefe. Ya sabe que yo paso bastante de la política, pero la verdad es que lo del centralismo lo llevo mal.
—Te creo, ahórrate los detalles, que ya conozco tus teorías al respecto, Benzoni —añadió el comisario—. Eres un buen policía y aprecio tu dedicación y coraje, sobre todo cuando veo que en nuestro mundo cada vez hay más burócratas que creen que patear la calle y hablar con la gente no va con ellos. Tú eres como yo: de la vieja escuela que piensa que nada es lo que parece; y que nunca hay que dar por cerrada una investigación hasta haber agotado todas las vías porque a veces el asesino es el muerto; pero lo mismo que te digo una cosa, te digo la otra: a mí Umberto Bossi me parece un oportunista y un tipo que está haciendo daño a Italia, porque ya me contarás qué futuro podría tener la Padania si fuera un país independiente. En fin, dejemos la política para los políticos y centrémonos en el caso que nos ocupa, que, como ves, se complica cada día que pasa.
—Estoy de acuerdo con esto último, jefe, pero quiero decirle que sentirse como yo me siento veneciano por los cuatro costados no quiere decir que no quiera seguir siendo italiano; más aún, creo, jefe, que sin Venecia nadie entendería lo que es Italia, lo que sucede es que Roma es como un león que se pasa las horas durmiendo la siesta mientras las leonas salen a cazar y, encima, cuando vuelven con la presa, es él quien se zampa la mejor parte.
—Habíamos quedado en que no seguíamos hablando de política, ¿lo recuerdas, Benzoni?
—Perdone, jefe, es que cuando hablo de estas cosas, se me enciende la sangre.
—Pues mete la mano en el agua para que te baje la temperatura —replicó el comisario señalando las aguas del canal por el que transitaba la lancha que les llevaba a Mestre— y, cuando lleguemos a tierra, llévame a ese taller del que me hablaste en San Lazzaro, quiero ver si recuerdan algo más del individuo que les compró el gato hidráulico.
—De acuerdo, jefe. ¿Pasaremos después por la consigna de la Ferrovia para ver si hay algo en la taquilla del fiambre?
—Sí, pero no hables así de los muertos, Benzoni. No me gusta el argot de nuestro oficio, es demasiado rudo, demasiado deshumanizado. No me gusta la manera en que nos presentan en el cine y en las series de televisión; no olvides que nosotros somos los buenos y los buenos no tienen por costumbre hablar como los malos.
Llegaron a Mestre y desembarcaron. En el muelle les esperaba un coche de los carabinieri.
—¡A sus órdenes, comisario! —saludó el agente uniformado que estaba junto al vehículo.
—Está bien, agente, ¿cómo se llama usted? —preguntó Sforza.
—Cervi, señor, Tommaso Cervi.
—Bien, agente, llévenos al inspector y a mí al taller… ¿Cómo dijo que se llamaba? —preguntó el comisario dirigiéndose a Benzoni.
—Grimani, Garaje y Efectos Navales Grimani —respondió el inspector.
—¿Sabe dónde está? —añadió el comisario mirando al carabiniere.
—Sí, no está lejos de aquí. Está cerca de la estación de la Ferrovia.
—¡Pues vamos allá! —ordenó Sforza entrando en el coche y colocándose en la parte delantera, en el asiento del copiloto, hecho que desconcertó al agente uniformado, acostumbrado como estaba a que los jefes se acomodaran detrás.
El coche arrancó y, respetando los semáforos —el comisario había dado orden de no poner la sirena—, apenas tardó quince minutos en llegar al garaje que buscaban.
—¡Ahí está! —exclamó el inspector señalando hacia un edificio de dos plantas separado de la calle por un pequeño jardín. Tenía un gran escaparate en el que junto a varios modelos de coches había también un par de embarcaciones deportivas.
—Espérenos aquí —ordenó el comisario al descender del vehículo. Después, seguido de su ayudante, entró en el concesionario.
—Buenas tardes, soy el comisario Sforza, queremos ver al director —dijo dirigiéndose a una recepcionista a la que la presencia de los dos hombres no pareció impresionar.
—Veré si el señor Grimani les puede recibir ahora —contestó al tiempo que descolgaba el teléfono y marcaba un número interior.
—¿Señor Grimani? Están aquí dos señores que quieren hablar con usted, dicen que son policías.
»Pueden ustedes pasar, la secretaria del señor Grimani les indicará dónde está su despacho —añadió, mirando con ironía a los dos funcionarios y señalando hacia el fondo de la sala en donde se veía a una mujer tecleando en un ordenador.
—Benzoni, ¿dejó usted algo a deber cuando vino aquí esta mañana?
—No que yo sepa, jefe. Entré fumando, pero recuerdo que luego, a petición de esta amable señorita, apagué el cigarrillo. Debe de ser de la liga antitabaco, o una ex fumadora convertida en talibán, son los peores.
La secretaria les acompañó hasta el despacho del dueño del concesionario.
—Señor Grimani, como le ha dicho la recepcionista, soy el comisario Marco Sforza. A mi ayudante, el inspector Benzoni, creo que ya le conoce —dijo el comisario mirando a los ojos del hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa y cuya cabeza estaba coronada por un aplique de cabellos intensamente negros.
—Sí, claro, estuvo aquí esta mañana, lo que no suponía es que volverían ustedes, ya le dije al inspector todo lo que sabía. No sé qué más puedo decirles —respondió el hombre del implante.
—Sólo serán unas preguntas, nos iremos enseguida —aseguró el comisario en tono tranquilizador—. Dígame, señor Grimani, ¿qué aspecto tenía el hombre que les compró el gato hidráulico?
—Ya se lo dije a su compañero, yo no trato directamente con los clientes, pero en esta ocasión me llamaron del departamento de repuestos porque el hombre que quería comprarlo no hablaba italiano, hablaba alemán, y me llamaron porque yo, sabe usted, hablo alemán, lo aprendí en los años sesenta cuando estuve trabajando en Stuttgart.
—¿Diría usted que era alemán?
—No, no lo creo. Chapurreaba en alemán, pero no era alemán. Yo diría que era serbio-yugoslavo o búlgaro, balcánico, vamos, pero alemán, no, de eso estoy seguro.
—¿Recuerda si le dijo para qué quería el gato?
—Sí, lo recuerdo: dijo que tenía una caravana y había venido de vacaciones, que le habían robado el gato y como era una grossen machinen, un vehículo grande, no quería quedarse tirado en la carretera si sufría un pinchazo. Eso es lo que dijo.
—¿Les pagó en efectivo o con tarjeta?
—En efectivo, lo sé porque me lo comentó después el cajero. No es lo normal, el gato que se llevó cuesta casi seiscientos euros, y la gente no va por ahí con tanto dinero en el bolsillo, claro que si uno está de vacaciones…
—Razón de más para no quedarse sin efectivo… —añadió el comisario.
—Sí, ahora que lo dice, tiene razón. ¿Por qué le buscan, ha hecho algo malo? —preguntó el dueño del concesionario con un gesto de inopinada preocupación.
—Todavía no lo sabemos, señor Grimani. Es lo que estamos investigando.
—Perdonen la pregunta, pero, ya que hablan ustedes de investigación, ¿cómo va lo del robo de San Marcos? ¿Han encontrado ya al ladrón?
—En eso estamos, Grimani. Gracias por su colaboración —contestó con sequedad el comisario al tiempo que le hacía una seña a su compañero. Juntos salieron del despacho. Al pasar frente a la recepción, el inspector Benzoni se detuvo un segundo. Con parsimonia sacó un paquete de cigarrillos y extrajo uno.
—¿Tiene usted fuego? —preguntó dirigiéndose a la recepcionista.
—¡No! ¡Y le recuerdo, caballero, que está prohibido fumar! —contestó la mujer con voz airada.
—¡Qué carácter! —respondió el policía al tiempo que mostraba el pitillo que había extraído del paquete a la ofendida recepcionista. El cigarrillo era de plástico, un simulador que contenía en su interior una pequeña cantidad de menta.
—Déjese de bromas, Benzoni, y vámonos pitando, que tenemos prisa —cortó el comisario—, vamos a ver si en la consigna de la Ferrovia tenemos más suerte y sacamos algo en claro, porque lo que es aquí no hemos progresado gran cosa.
—Según como se mire, jefe. Ahora sabemos que el pájaro que buscamos hablaba alemán y andaba bien de pasta. Eso descarta al noventa por ciento de los italianos, ¿no cree?
—Puede, pero no es gran cosa. ¿Has pensado que podía estar fingiendo que era extranjero precisamente para que llegáramos a la conclusión a la que te acabas de referir?
—¡Hombre, jefe, tantas cautelas para comprar un gato! La verdad, no lo veo.
—Sí, si vas a levantar la tapa del sarcófago más visitado del mundo después del de Tutankamon.
—Puede que tenga razón, comisario. Mi nariz me dice que el acróbata, por llamarle así siguiendo su teoría de que el asaltante pernoctó en el lavabo de señoras de la Logia de los Caballos, es eslavo, serbio o croata, ya sabe que en tiempos de Tito estudiaban alemán en las escuelas.
—Es posible, la verdad es que no tenemos mucho por donde seguir. A ver qué encontramos en la consigna.
—Jefe, creo que, como está aquí al lado, podríamos ir andando. Si quiere, le digo al carabiniere que nos siga con el coche.
—Me parece una buena idea. Mientras te acercas y se lo dices, voy a telefonear a la forense, a ver si les ha dado tiempo para terminar la autopsia al cadáver de San Lazzaro.
Cuando el inspector Benzoni regresó, su jefe estaba guardando el teléfono móvil en uno de los bolsillos de la chaqueta y su mirada delataba preocupación.
—¿Consiguió hablar con la doctora Grimaldi, con la forense? —preguntó el inspector.
—Sí, un minuto. Me ha dicho que estaba en el laboratorio analizando una muestra de sangre. Aunque el diagnóstico no es definitivo porque han enviado muestras de algunas vísceras al laboratorio de toxicología, parece que se confirman sus intuiciones, Benzoni. A nuestro hombre lo han envenenado. Según la doctora Grimaldi, han encontrado restos de curare en la sangre del cadáver.
—¡Coño, jefe! Le juro que lo había pensado, pero sin tener ni idea, sólo porque me parecía raro el pinchazo en la pierna, pero quiero ser honrado con usted, comisario, si la forense le hubiera dicho que el hombre había muerto de un infarto, me lo habría creído. ¡Vaya marrón, jefe!
—Sí, la verdad es que estamos metidos en un laberinto y las cosas se complican de mala manera, aunque hay algo de lo que me ha dicho la doctora Grimaldi que a lo mejor está encendiendo una luz en el túnel —añadió el comisario con un aire de misterio en sus palabras.
—Me he perdido, jefe; no entiendo qué es lo que ha querido decir con esto último.
—Pues que a lo mejor tenemos una pista delante de los ojos y no la habíamos reconocido.
—Perdone, comisario, pero sigo perdido.
—Benzoni, no estoy seguro, pero o mucho me equivoco o el hombre al que han asesinado en San Lazzaro es el mismo que entró en San Marcos.
—¿Cómo ha dicho? ¿Que el fiambre de esta mañana es el ladrón que quiso llevarse la Pala de Oro?
—Sí, eso es lo que creo, Benzoni.
—¿Y en qué se basa para pensarlo?
—Pues en algo que me ha dicho la doctora Grimaldi anticipando el informe de la autopsia. Como te comentaba, me ha dicho que a falta de las pruebas de toxicología, creía que al hombre lo habían envenenado. También me ha dicho que no tenía más heridas en el cuerpo que el pinchazo en la zona gemelar de la pierna izquierda, que era un atleta, que tenía los bíceps muy desarrollados y el vientre como una tabla de planchar.
—¿Que fuera un cachas —preguntó Benzoni— le convierte en el principal sospechoso? Hombre, jefe, usted me tiene acostumbrado a deducciones más sutiles —añadió el inspector sin poder ocultar un punto de decepción ante las palabras de su superior.
—No he terminado, Benzoni, no seas impaciente. La doctora también me ha dicho que el hombre tenía callos muy pronunciados en las manos, callos semejantes a los que tendría un culturista o un trapecista. La forense ha descartado que fuera un obrero de la construcción porque no había restos de yeso o cemento en sus manos. ¿Te dice algo la posibilidad de que fuera un trapecista? —preguntó el comisario clavando la mirada en su ayudante.
—No sé, jefe. No sé qué decirle…
—Lo diré yo, Benzoni: es nuestro hombre. ¡Y no es una corazonada! Un trapecista de poca estatura es justo quien podría haberse encaramado y ocultado en el techo del servicio de la Logia de los Caballos para descender después hasta la nave central donde está el altar de San Marcos saltando desde la balaustrada con ayuda de una cuerda de alpinista o un cabo especial. Eso explicaría por qué no fue detectado por los sensores que dan la alarma, ¿no crees?
—Dicho así, encaja todo, desde luego, pero perdone, jefe, convendrá conmigo en que no es más que una conjetura.
—En eso te doy la razón, pero ahora, antes de ir a la consigna de la Ferrovia, quiero que vayamos a la comisaría que está al lado. Necesito una guía, una guía de espectáculos.
—¡Hombre, jefe! Con el trabajo que tenemos no parece que sea el momento más oportuno para ir al cine o al teatro, ¿no le parece? —contestó el inspector con cara de asombro.
—Benzoni, no es al cine o al teatro a donde vamos a ir —respondió el comisario con una sonrisa—, a donde vamos a ir es al circo. ¿Qué te parece?
—No sé qué decir, jefe, usted sabrá lo que hace.
—Creo que nunca he estado tan seguro. No me digas que no te gusta el circo. A mí cuando era chico me encantaba y siempre le pedía a mi padre que me llevara. Lo que más me gustaba eran los payasos y los leones.
—Yo la verdad es que fui pocas veces al circo, me daban miedo los payasos, siempre pensaba que me iban a llevar. Los que sí me gustaban eran los trapecistas porque parecía que volaban.
—¡Exactamente eso es lo que hizo nuestro hombre, Benzoni: volar! ¡Volar sobre el baldaquino que cubre el altar mayor de San Marcos!
El inspector no contestó. Se limitó a ponerse a la altura de su jefe, quien a buen paso estaba salvando los pocos metros que les separaban de la comisaría de Policía que está junto a la estación término de la Ferrovia de Venecia. Al llegar ante la puerta, el carabiniere de guardia se cuadró. Había reconocido al comisario Sforza.
—¡A sus órdenes, comisario!
—Baje la mano, gracias. ¿Quién está hoy de jefe de guardia? —preguntó.
—El comisario Castelli, señor.
—¿Todo bien por aquí?
—Sí, comisario, no hay novedad.
—Bien, gracias —respondió Sforza entrando en la comisaría seguido de su ayudante. Cuando llegaron al despacho del jefe de guardia, éste estaba tecleando un informe en el ordenador. Al reconocer a los visitantes, sonrió y se puso de pie.
—¡A sus órdenes, comisario! ¿Qué le trae por aquí? Si viene con Benzoni, no debe de ser nada bueno —dijo guiñando un ojo al inspector.
—Visita de cortesía, Castelli, nada especial. Queremos que nos prestes una guía de espectáculos, seguro que con el poco trabajo que tenéis aquí, no como en la Questura, que estamos hasta aquí —añadió llevándose una mano hasta la frente—, seguro, digo, que tenéis alguna guía a mano.
—Desde luego, comisario, aquí lo primero que hacemos es dar carrete a las mochileras suecas y alemanas que llegan en tren a Venecia y, después, consultamos la guía de espectáculos para quedar con ellas, llevarlas al cine o al teatro y después invitarlas a una cena de trescientos pavos en el Harry’s Bar —contestó con ironía el policía—. Con nuestro sueldo, qué le voy a contar, es el plan de cada día —concluyó.
—Está bien, Castelli, no digo que os estéis mirando el ombligo, lo que decía es que tenemos más trabajo en la Questura. Anda, no te piques. ¿Tienes por aquí alguna guía? —preguntó el comisario Sforza tratando de ser amable.
—Sí, creo que sí, habrá alguna, el periódico trae una. ¡Mire, aquí está! —respondió entregándole un cuadernillo que parecía haber sido un encarte del rotativo—. ¿Puedo saber qué buscan?
—Un circo, buscamos un circo —respondió el inspector Benzoni.
—Eso es, un circo, ¿te suena que acampe alguno en Mestre o sus alrededores? —preguntó el comisario Sforza.
—Ni idea, la verdad es que, como no me gusta el circo, aunque hubiera uno delante de la comisaría, ni me habría fijado. ¿Qué se les ha perdido en el circo? ¿Se ha escapado algún león? Espero que no se les haya perdido el de San Marcos —añadió en tono de guasa el otro policía.
—¡Muy gracioso, Castelli! Reconozco que lo del león de San Marcos ha tenido gracia, pero no, no buscamos un león, ni a nadie que te pueda interesar.
—No se enfade, jefe, era broma. Hablando en serio, supongo que es algo relacionado con el robo de la basílica, ¿no?
—¿Por qué lo supones? —preguntó Sforza.
—Hombre, jefe, porque si es el comisario jefe de Venecia en persona quien va por ahí haciendo preguntas, ¡no creo que esté haciendo una encuesta sobre lo que opinan los venecianos sobre el puente de Calatrava! Digo yo que será algo más importante, ¿no?
—Supones bien —atajó el comisario Sforza sin contestar a su compañero—. ¿Me la puedo llevar? —añadió señalando la guía.
—Es toda suya, jefe. A ver si viene más a menudo por aquí y nos tomamos una ombretta.
—Lo haré con gusto, Castelli; descuida, que volveré cuando termine todo esto. Ahora, Benzoni y yo nos vamos; dentro de unos días ya te pondré al tanto de todo. ¡Hasta luego!
Se fueron sin decir más. Al salir a la calle, caminaron un buen rato en dirección al lugar en el que les esperaba el carabiniere que les hacía de chófer. El comisario iba hojeando la guía. Antes de llegar al coche se paró y señaló un punto del papel. Era un anuncio.
—¡Aquí está lo que buscamos, Benzoni!
—¿Aquí? —preguntó sorprendido el inspector.
—Sí. ¡Mira! Mira lo que dice aquí: «Circo de Belgrado actúa en Trieste. Sesiones de tarde y noche». Benzoni, ¿cuánto tiempo hace que no vas a Trieste? ¿Qué te parece si nos plantamos allí mañana por la mañana?
—Lo que usted diga, jefe; usted es quien manda —contestó el inspector con aire de resignación. Sabía por experiencia que cuando a su jefe se le metía algo en la cabeza era mejor no llevarle la contraria.