Capítulo 23

De pie, frente al gran ventanal que a modo de ceja coronaba la planta superior de Villa Cassandra, el hombre que se hacía llamar Merkurio contemplaba ensimismado la mar rizada que se extendía a los pies del acantilado sobre el que estaba construida la mansión. Aguardaba la llegada del profesor Wagner, el historiador alemán que había puesto teoría a una convicción arraigada desde hacía mucho tiempo entre el grupo de iniciados que presidía el magnate macedonio. Todo había empezado años atrás, en vida de Tito, el mariscal Presidente que era la mano de hierro que mantenía unida Yugoslavia.

Un profesor de la Universidad de Skopie experto en Bizancio había escrito un ensayo en el que, basándose en textos muy antiguos conservados en uno de los monasterios ortodoxos del Monte Athos, se decía que, incumpliendo la última voluntad del propio Alejandro Magno —que quería ser enterrado en el oasis de Shiva que se halla al principio del desierto de Libia y custodia el oráculo de Amón—, por orden de Ptolomeo, uno de sus diádocos, los restos del gran rey de Macedonia habían sido enterrados en Alejandría. Con el devenir del tiempo y para preservar su destrucción por las turbas fanatizadas en una de las muchas revueltas entre facciones cristianas que asolaron la gran ciudad del Faro, los descendientes de una de las grandes familias de la ciudad compraron la voluntad de las gentes que rodeaban al patriarca de Alejandría y sustituyeron los restos del evangelista San Marcos por los del gran rey depositando los del discípulo de Jesús de Nazaret en un sepulcro digno que aún hoy puede encontrarse en el subsuelo de una de las grandes mezquitas de la ciudad. El cambio salvó para la posteridad los restos del Soma, el cuerpo del caudillo más famoso de la Antigüedad, pero la memoria del lugar exacto en el que fueron depositados se perdió con los libros que ardieron en el último gran incendio que destruyó la Biblioteca de Alejandría en el siglo VII de nuestra era. Se perdieron la mayoría de los libros, pero no todos. Algunos pergaminos y unos pocos papiros fueron salvados por manos de creyentes que arriesgando sus vidas consiguieron llevarlos hasta Constantinopla. Y allí se guardaron durante siglos en el monasterio de San Juan de Estudión, el que se levantaba junto a la Puerta Áurea, hasta que un basileo, el emperador Nicéforo Focas, los confió a la custodia de los monjes del Agía Lavra, el primer monasterio del Monte Athos. Y allí siguen.

Un monje del monasterio serbio del Monte Athos reveló su existencia a un compatriota sin saber que era un agente del servicio de inteligencia de Tito. Aquella noticia quedó en los archivos de Belgrado y de allí, tiempo después, llegó hasta el círculo de iniciados que lideraba el hombre que se hacía llamar Merkurio, quien supo ver la importancia de aquellos documentos y financió la operación para hacerse con ellos.

Al recordarlo, una mueca parecida a una sonrisa iluminó el rostro de aquel hombre de apariencia hermética. El robo había sido obra de un antiguo monje, ex agente del servicio de espionaje de Tito. Monte Athos es un ente autónomo dentro de la República de Grecia regido por los propios cenobitas, que eligen a uno de ellos, al que denominan «Protos» —el primero—, para que se ocupe de la administración del pequeño enclave. Para entrar en su territorio, una península situada al norte del país, a poco más de cien kilómetros de Tesalónica, es imprescindible disponer del diamonitirion, un permiso que conceden los monjes de Athos, pero que hay que gestionar en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Grecia. Siguiendo una norma que impera desde hace siglos, sólo los varones son admitidos en Athos.

Con una identidad falsa, Pedraj Androvic había solicitado el pertinente permiso apostando sobre seguro, pues al hacerse pasar por un monje ortodoxo del monasterio de Kosovo, el permiso le fue concedido sin la habitual demora de meses y aun años que es la práctica habitual. Había llegado en autobús desde Tesalónica hasta Urianópolis y desde allí, tras recoger el diamonitirion, embarcó en un caique rumbo a Dafne, el pequeño puerto de Athos desde el que parte la accidentada carretera que conduce hasta Karyes, la capital de aquella república teocrática que todavía en nuestros días se rige con arreglo a las leyes del desaparecido Imperio Bizantino. Desde Karyes, a pie, cubriendo la distancia en dos jornadas, llegó hasta Agía Lavra, el Gran Lavra, el cenobio más antiguo y grande de la región. Una fortaleza que, amén de reliquias de incalculable valor, conserva parte del Tesoro de Bizancio y una extraordinaria biblioteca comparable por el gran valor de sus muchos papiros y pergaminos a la del Vaticano. Uno de esos documentos es conocido como la Crónica del falso Tsimiszes; se trata de un papiro que contiene la descripción de lo acaecido con la reliquia del evangelista San Marcos. También contiene noticias del destino del Soma, los restos del cuerpo del Gran Alejandro, rey que fue de la antigua Macedonia.

A Pedraj Androvic, un hombre sobrio y taciturno aquejado de melancolía, no le resultó difícil habituarse a la espartana rutina de los monjes que habían aceptado su estancia en el monasterio con la cansada cortesía de quien está más pendiente de lo que sucede en el Cielo que de las cosas del suelo. Tardó poco en saber dónde estaba la biblioteca y algo más en localizar su presa. De sus tiempos de monje habituado a rezar a Dios en griego siguiendo las interminables plegarias propias de la Iglesia ortodoxa, había retenido suficiente conocimiento de aquella lengua como para comprender lo que estaba leyendo.

Cuando tuvo en sus manos el papiro con la Crónica del falso Tsimiszes, la leyó varias veces y, tras asegurarse de que era lo que había venido a buscar, extrajo de la faltriquera de la sotana un teléfono celular y sacó varias fotos del documento. Después depositó el papiro en la funda de cristal que protegía tan preciado documento. Su misión había terminado, pero abducido por la serenidad del lugar y la extraña sensación de tiempo retenido que embarga a cuantos recalan en el Gran Lavra, se quedó algunos días más en el monasterio participando de los rezos y demás ritos de la veintena de monjes que habitaban en el amurallado cenobio.

Después, regresó a Karyes aprovechando el viaje de vuelta de la furgoneta que dos veces a la semana trae algunas provisiones a los habitantes del Gran Lavra. De allí no le fue difícil volver a la costa y llegar hasta Dafne, el puerto de la diminuta república teocrática desde el que parten los barcos para Urianópolis, la ciudad griega situada en la frontera de Monte Athos. De regreso a Skopie, Pedraj Androvic rindió cuentas de su misión y fue felicitado por sus superiores. Quienes le felicitaron no supieron interpretar la mirada cargada de melancolía del antiguo monje.

Merkurio tenía ahora en su poder una copia de la crónica y una traducción de su contenido. Mirando el documento, aguardaba con impaciencia la visita de Alfred Wagner, el historiador alemán al que había invitado a pasar unos días en Dubrovnik.

Cuando el mayordomo anunció la llegada del señor y la señora Wagner, el dueño de la casa les recibió con una ligera reverencia.

—¡Sean bienvenidos a ésta, su casa! —dijo en un alemán que sorprendió a los recién llegados.

—¿Habla usted nuestro idioma? —dijo el profesor constatando torpemente la evidencia.

—Sí. Cuando yo era estudiante, los jóvenes aprendíamos alemán. Ahora los tiempos han cambiado y en los colegios enseñan inglés.

—Sí, claro, los tiempos han cambiado —acertó a decir el profesor.

—Bien —añadió Merkurio—, quiero que se instalen aquí. Marko —dijo señalando al mayordomo— les indicará dónde está su habitación en el pabellón de huéspedes, y, si me lo permite su encantadora esposa, profesor —concluyó—, me gustaría que me acompañara usted a la biblioteca porque tengo interés en que vea usted algo.

—Bien, sí, claro. Lea, ¿no te importa? —dijo Alfred Wagner mirando a su esposa.

—No, claro que no. Abriré las maletas y te esperaré —contestó su mujer afirmando las palabras con un gesto.

—Gracias, cariño.

Un minuto después, ya en la biblioteca de Villa Cassandra, el hombre que se hacía llamar Merkurio depositó en las manos del profesor Alfred Wagner una copia en papel de seda de la Crónica del falso Tsimiszes. La reproducción era de extraordinaria calidad.

Durante un minuto el profesor examinó minuciosamente el documento. Después, vencido su asombro, habló:

—¡Santo Dios! ¿Cómo ha conseguido este documento? —preguntó sorprendido, tras observarlo de nuevo.

—Lo importante no es el origen, sino el contenido. ¿Cuál es la opinión del historiador? —preguntó Merkurio.

—A simple vista, parece que reproduce un texto auténtico, pero, claro, necesitaría tiempo para examinarlo. Tiempo y alguno de mis libros.

—¿Lee usted griego?

—Sí, puedo leer cualquier texto en griego antiguo y también en demotiké, el griego moderno, aunque las peculiaridades dialectales son otra cosa. Esto, ya digo, necesita estudio.

—Tiene usted a su disposición mi biblioteca, profesor. En ella encontrará libros en alemán y también en griego; necesito que sea sincero y no se deje llevar por el primer impulso. Tómese su tiempo. Dispone usted, digamos, de cinco días, o mejor, de una semana, ¿le parece a usted suficiente? Mientras usted está aquí trabajando, su mujer puede bajar a la ciudad o ir a la playa; no creo que vaya a aburrirse. Aunque son ustedes mis invitados, sólo les impongo una condición: discreción. Quiero su palabra de que ni usted ni su mujer comentarán a nadie la verdadera razón de su presencia aquí. Quiero pedirle disculpas por lo de la conferencia, lo cierto es que no habrá tal. Lo siento; por supuesto, la minuta se mantiene, y también corren de mi cuenta los gastos de su estancia aquí, pero dada la índole del asunto que le he comentado y por varias razones que no hacen al caso, no me parece oportuno que su estancia en Dubrovnik tenga publicidad. Cuando termine su trabajo y a su debido tiempo, queda usted autorizado para publicar lo que considere necesario de la crónica, si lo considera oportuno, para reforzar su teoría acerca de la verdadera identidad de la reliquia que se custodia en la basílica de San Marcos en Venecia. Pero yo le diré a usted cuándo habrá llegado ese momento —concluyó Merkurio, en un tono de voz que por su dureza desconcertó al profesor—. ¿Han cenado ustedes? —añadió, cambiando de registro.

—No, bueno, es decir, sí. Hemos comido en el avión, gracias —contestó Alfred Wagner. Luego añadió—: No sé si le he entendido bien, señor. ¿Dice que lo de la conferencia no iba en serio?

—Así es, no hay tal conferencia. Fue una excusa para atraer su atención. Le pido disculpas, y le repito que económicamente no habrá ningún problema para que usted perciba los honorarios que le anunciaba en la carta. Además, como le digo, cuando concluya el examen del documento que le he mostrado, si lo cree oportuno, podrá hacer mención de él en sus próximos ensayos.

—La verdad, señor, es que… convendrá conmigo en que todo esto resulta un tanto desconcertante —añadió Alfred Wagner en un tono de voz que su interlocutor adivinó como antesala de que iba a aceptar el nuevo planteamiento del asunto.

—Así es, herr Wagner, pero la vida misma es siempre desconcertante.

—Quizá tenga usted razón —asintió el profesor.

—Bien, entonces —añadió Merkurio—, les sugiero que bajen ustedes a la ciudad; den un paseo y empiecen a conocerla. Es una belleza con aire…, cómo diría yo… sí, con aire veneciano. Eso es, tiene cierto aire veneciano, ya lo verán. Espero, profesor, que mañana por la mañana pueda usted iniciar su trabajo de traducción. Buenas noches.

—Buenas noches, señor —respondió el desconcertado profesor.