Capítulo 22

Una semana antes de aquellos acontecimientos, Alfred Wagner y Lea, su esposa, habían llegado al aeropuerto Marco Polo de Venecia. Procedían de Francfort y no era la primera vez que visitaban Venecia.

En realidad, Venecia era «la ciudad» del profesor Wagner, la que llevaba en el corazón y de la que conocía sus rincones, sus canales y su apretada historia. A Lea también le gustaba la ciudad de la Laguna, pero no compartía el entusiasmo de su marido por ella. «En verano hay demasiados turistas, y en invierno, demasiada humedad», le había dicho en más de una ocasión a su marido cuando hacían planes para viajar en vacaciones al norte de Italia. Lea prefería las playas de Mallorca, en España, pero quería a su marido y el resultado era que, un año más, estaban en Venecia.

Aunque llevaban varios años casados, los Wagner no tenían hijos. Los dos trabajaban: ella era ejecutiva de cuentas en la filial alemana de un banco holandés; él era profesor de Historia Antigua en la Universidad de Múnich.

Alfred Wagner era profesor de Historia y tenía una afición y un sueño. Le apasionaba el fútbol —era socio del Bayern de Múnich— y no se perdía un partido cuando jugaba en casa. Por lo demás, su vida transcurría regida por la rutina de las clases, las depresiones provocadas por la falta de interés de los alumnos y el poso de desasosiego que nunca le abandonaba por culpa de un sueño. Un sueño turbador.

El profesor Wagner llevaba años trabajando en un ensayo muy documentado en el que pretendía lanzar una hipótesis tan atrevida como heterodoxa acerca de la verdadera identidad de los restos transportados a principios del siglo IX desde Alejandría, en Egipto, hasta Venecia por Buono da Malamocco y Rustico da Torcello, dos comerciantes venecianos. El profesor Wagner aseguraba que los restos no eran los del apóstol San Marcos; según su teoría, eran los huesos de Alejandro Magno, el gran conquistador macedonio, los que reposaban en la tumba principal de la basílica.

Wagner apoyaba su teoría en textos antiguos que permitían reconstruir el itinerario que había seguido el cortejo fúnebre que trasladó el cuerpo embalsamado del rey macedonio desde Babilonia hasta Alejandría, la hermosa ciudad que él mismo había fundado algunos años antes en la ribera mediterránea, junto a la isla de Faros. Según su teoría, haber hecho pasar los restos del conquistador por los del evangelista habría salvado la reliquia de la furia destructiva con la que los primitivos cristianos trataron todo el legado de los tiempos que consideraban paganos. «Convertir los restos del Gran Alejandro en los del apóstol San Marcos —concluía el ensayo del profesor Wagner— fue una idea genial. No sabemos de quién fue, pero sí podemos afirmar que los salvó de correr la misma suerte que la famosa Biblioteca de Alejandría».

Era una conclusión brillante, incluso genial… pero era una teoría y ese tipo de productos, si no llevan adosado un tratado demostrativo o nacen en una época madura para admitir novedades, suelen tropezar con un bosque de espaldas. Desde los tiempos de Aristóteles, en la comunidad científica han predominado las posiciones conservadoras y, por desgracia, siempre ha tenido asiento reservado la envidia. Lo nuevo inquieta y si es visionario o revolucionario, asusta o se interpreta como una profanación.

Tras publicar su ensayo en una revista universitaria, el profesor Wagner sufrió a su alrededor un espeso silencio. El decano de la Facultad de Historia le convocó a su despacho y le dijo que le parecía incorrecto que hubiera comprometido la seriedad y el buen nombre de la universidad publicando semejantes lucubraciones.

«Ésta es una cátedra de Historia seria que publica cosas serias», le había dicho. «Desde luego —había concluido en tono severo—, lo que mientras yo esté aquí no se va a permitir es que alguien intente convertirla en la redacción de una revista dirigida a los seguidores de Asimov».

Alfred Wagner no contestó. Su pequeña venganza llegó unas semanas después cuando el suplemento cultural de los domingos del Frankfurter Allgemeine publicó una reseña de su ensayo. Unos días después, un redactor del periódico se puso en contacto con él para pedirle un artículo sobre el tema. Según le comentó, quería que fuera en tono divulgativo, apto para el gran público. El encargo le hizo feliz. Felicidad que amplió el contenido de una carta que encontró aquel mismo día en su buzón. Llevaba matasellos de Croacia y la firmaba el Presidente de una fundación que decía ser miembro del patronato de una universidad privada de la ciudad de Dubrovnik.

El firmante de la misiva explicaba que había leído la noticia publicada por el Frankfurter y le invitaba a dar una conferencia sobre «su histórico descubrimiento», hallazgo que —según el autor de la carta— contribuiría a actualizar la figura del gran rey de Macedonia.

En la misma misiva le comunicaba que el viaje y la estancia en la ciudad adriática para el profesor y un acompañante correrían a cargo de la mencionada universidad. También consignaba la cifra que la universidad estaba dispuesta a pagar al profesor Wagner por la conferencia. La suma, por elevada, estaba muy alejada de las retribuciones que aparejan este tipo de actos académicos.

Al recordar la carta, Alfred evocó la cara de incredulidad de Lea, su mujer, cuando le comentó lo que pagaban por dictar una conferencia.

—¡Nueve mil euros por una conferencia! No está nada mal, ¿verdad? —preguntó Alfred Wagner a su esposa, mostrando la carta.

—¿Estás seguro de que la cifra es correcta?

—Segurísimo, la carta está escrita en alemán, Lea, no hay confusión posible. El tal señor Merkurio debe de ser un admirador de Alejandro Magno o uno de esos millonarios excéntricos que disfrutan patrocinando iniciativas culturales. En cualquier caso, creo que le debemos estar agradecidos porque gracias a su invitación vamos a conocer Dubrovnik. Espero que no te parecerá mal que le conteste diciendo que acepto la invitación.

—Claro que no, cariño. ¡Cómo me va a parecer mal si, además, te conozco y sé que te ha hecho feliz que elogien tu descubrimiento sobre Alejandro y San Marcos!

—Es verdad, me conoces bien. No te niego que aunque nos vendrá bien el dinero, de toda esta historia es lo que menos me importa. ¡Claro que me satisface que haya quien valore mi trabajo y crea en el resultado de mi investigación! No como lo que ha pasado en mi Facultad, donde la mediocridad todo lo disuelve y a todos nos quiere convertir en funcionarios.

—¡Déjalo ya, Alfred! No te amargues con eso. Lo importante es que tú has hecho lo que tenías que hacer. Es envidia, no le des más vueltas, nunca te reconocerán el mérito, les fastidia que un profesor ayudante haya conseguido llegar hasta donde tú has llegado, cariño —concluyó Lea abrazando a su marido.

—Tienes razón. Voy a contestar la carta diciéndoles que acepto la invitación para dar la conferencia. Curioso nombre el de esta fundación, ¿verdad?

—No sé a qué te refieres.

—Al nombre: «Fundación Merkurio». Mercurio era el nombre que los romanos le dieron a Hermes, el dios griego del comercio y de los secretos.

Decidieron que, puesto que la fecha que le proponían para la conferencia en Dubrovnik era el 7 de septiembre, bien podían pasar antes algunos días en Venecia contando con la minuta que prometía la conferencia.

Y allí estaban los Wagner, en el muelle del aeropuerto Marco Polo, a punto de tomar un taxi, una de las veloces lanchas que al modo de las golondrinas recorren infatigables los canales de la ciudad y las islas de la Laguna.

Algunos de los grandes hoteles de la ciudad tienen un servicio propio de lanchas que van hasta el pequeño muelle del aeropuerto para buscar a sus clientes y acercarlos hasta la ciudad. Lea Wagner dirigió a su marido una mirada interrogante al observar que uno de los maleteros de servicio en el muelle transportaba su equipaje hasta una lancha en cuya popa, junto a la bandera del León y el Evangelista —los símbolos de Venecia—, ondeaba otra con un nombre: Luna Hotel Baglioni, un elegante y discreto hotel de lujo que ya era albergue en tiempos de las Cruzadas.

—¿Y esto? —preguntó mirando a su marido, al tiempo que señalaba la bandera en una de cuyas esquinas se podían apreciar las cinco estrellas que indicaban la superior categoría del hotel.

—Se lo apuntaremos a la cuenta del Gran Alejandro, ¿no te parece?

Abordaron la lancha y se sentaron en la parte de atrás. Al fondo, flotando sobre la Laguna, la línea del horizonte recortaba la silueta inconfundible de la ciudad más bella y misteriosa de este mundo.

Pasaron unos días inolvidables. Se perdieron por el luminoso laberinto de calles que cobijan todos los colores de la magia, asistieron a conciertos de música clásica bajo las bóvedas de antiguas iglesias, recorrieron museos… Fueron felices como lo son las palomas cuando hay niños entre las hordas de turistas que visitan la plaza de San Marcos.

Una semana después, el matrimonio Wagner hizo las maletas y emprendió viaje hacia la ciudad croata de Dubrovnik.