Capítulo 21

Paul Ford, el enlace norteamericano de la red Echelon en Londres, estaba preocupado. Mientras se dirigía hacia Le Gavroche, un restaurante de factura francesa con una interesante carta de vinos, iba pensando en el informe que habían remitido los agentes destacados en Dubrovnik. Lo había comentado por teléfono con Howard Wilberforce, el subdirector de la red en Gran Bretaña; Paddy —que así era conocido por todos— compartía su preocupación. «Espero no llegar tarde. Aparcar en Londres va camino de ser un milagro», se dijo para sus adentros cuando al pasar por delante de la estación de ferrocarril de Paddington tomó la decisión de dejar el coche en un parquin que quedaba dos calles más arriba del restaurante. Cuando cruzó la puerta del restaurante, miró el reloj y comprobó que pasaban cinco minutos de la una.

—Siento llegar tarde, me ha costado encontrar aparcamiento —dijo a modo de excusa al ver a su amigo acodado en la barra.

—Para ser norteamericano, cinco minutos no es mucho —contestó con una sonrisa Paddy Wilberforce—. ¿Te parece que pasemos a la mesa? —añadió señalando hacia el interior de la sala.

—Buena idea.

Se sentaron y, tras consultar la carta, el norteamericano se adelantó y señaló la lista de vinos:

—¿Qué te parece si celebramos el encuentro con un pequeño homenaje a nosotros mismos?

—¿Homenaje? No te entiendo… —contestó el inglés un tanto desconcertado.

—Quiero decir que, en lugar de cerveza, vamos a pedir vino y no cualquier vino.

—Hombre, si invitas tú, no se hable más, pero creo que me tocaba a mí.

—Ya hablaremos de eso al terminar la comida. Creo que éste es un buen vino —dijo señalando con el dedo la carta que le tendía un camarero que de pie, hierático como un basalto asirio, asistía en silencio a la conversación entre los dos clientes.

Cuando el camarero se fue, Paul Ford cambió el tono de voz.

—¿Has pensado sobre lo que dice el informe de los «marinos»? —preguntó refiriéndose de esa manera a los agentes que operaban de manera encubierta en aguas de Dubrovnik.

—Sí, lo he leído dos o tres veces y estoy preocupado, como supongo que lo estás tú, ¿no?

—Sí, por eso quería que nos viéramos, para hablar.

—¿Qué has pensado? —preguntó el inglés.

—Creo que nosotros no debemos intervenir, nos delataríamos. Echelon debe quedar al margen de todo este asunto. Creo que es hora de llamar a Philippe de Vaucluse en Lyon para que entre en acción la Interpol, ¿no te parece?

—Sí, creo que la cosa es seria. Con los «rojos» y los «verdes» del Parlamento Europeo enredando por ahí no debemos cometer errores. Lo que no acabo de ver es que este caso sea un asunto de Interpol; por lo que dice el informe, creo que es más de la OTAN que de otra cosa, ten en cuenta que esa zona sigue siendo un polvorín y lo de Kosovo ha vuelto a tensar la cuerda. ¡Sólo faltaba que ahora alguien quiera desestabilizar Macedonia!

—¡Nada de Macedonia! ¡Antigua República Yugoslava de Macedonia! Ya sabes cómo se ponen nuestros amigos los griegos cada vez que alguien menciona ese nombre. Con este asunto no admiten bromas.

—Lo sé, lo sé, pero me parece una exageración porque ahora nadie cuestiona las actuales fronteras de los países de la región.

—Dices bien al precisar que «ahora», pero tú sabes que en geopolítica nada es definitivo y las fronteras de los países de esa zona han sufrido tantos cambios a lo largo de la historia que nunca se puede descartar uno más. ¿Quién pensaba que Yugoslavia dejaría de serlo así que el mariscal Tito, un croata, pasara a mejor vida? ¿Y que Rusia dejaría independizarse a Ucrania y a Bielorrusia? Si hace veinte años alguien nos hubiera dicho que veríamos a Polonia y a Hungría en la OTAN, habríamos pensado que estaba borracho.

—Es verdad, pero, claro, la caída del Muro trastocó todo.

—Pues por eso, porque siempre hay algún elemento que se escapa de las previsiones, es por lo que no podemos descartar nada. Nosotros trabajamos con ecuaciones abiertas. Para Echelon, querido Paddy, las cosas de la política, ni siquiera en un sistema de base diez suman cien.

—Estoy de acuerdo en que debemos seguir atentamente la evolución del caso, pero procediendo con cautela. Como se enteren en Atenas, son capaces de todo.

—Y a mi modo de ver no les faltaría razón si sienten amenazada su integridad territorial —replicó el norteamericano—. Piensa que para ellos no hay otra Macedonia que la que tiene por capital a Tesalónica. Estuve destinado cinco años en la oficina de la CIA en Atenas; conozco bien el país y creo que hasta un poco de su historia. Hace apenas un siglo, los griegos no sólo combatieron contra los turcos; también se vieron obligados a luchar contra los búlgaros, que, aprovechando el río revuelto, intentaron conseguir una salida al mar Egeo y no dudaron en financiar a los sanguinarios comitadjis, que eran grupos terroristas. La actual frontera norte de Grecia está regada con mucha sangre griega; son historias que pasan de padres a hijos, y eso, querido Paddy, no se olvida fácilmente.

—Puede que tengas razón, pero más a mi favor para que movamos este asunto con guantes.

—En eso estoy de acuerdo y quizá tengas razón en que implicar a la Interpol sería como publicarlo en la portada del New York Times.

—Quizá debamos pensar en tus antiguos camaradas…

—¿En la CIA? ¡Sería una locura! Lo estropearían todo. Desde los cambios de la era Bush todo son peleas entre departamentos para ver quién controla más presupuesto. La verdad es que lo del 11-S nos pilló cagando y aún no hemos encontrado el rollo de papel higiénico —dijo el norteamericano con un deje de amargura.

—Hombre, Paul, tampoco es para ponerse así. A nosotros en Londres los mismos cabrones nos la metieron doblada en el metro el 7-J y aún no les hemos pillado a todos.

—Pero fue distinto. Lo de las Torres Gemelas acabó con el mito de nuestra invulnerabilidad. Si descontamos a Pancho Villa, que hace cien años entró por El Paso para devolver la «visita» que había hecho a México el general Pershing, nadie nunca había conseguido atacar objetivos dentro de Estados Unidos. Fue un fallo de nuestros servicios de inteligencia y hay que asumirlo como tal. Yo no quiero engañarme, Paddy, eso lo dejo para los políticos. Por eso no quiero ahora que este asunto que tanto huele a política se enmierde más de lo que ya está por culpa de una filtración o una pelea entre departamentos gubernamentales. Creo que lo mejor es que hables con tus colegas del MI6.

—Sí, quizá sea lo mejor, aunque con el Gobierno Brown no sé qué decirte. Si estuviera todavía Tony Blair, pero Gordon Brown es premioso como él solo, duda y tiende a marear la perdiz. No sé…

—Piénsalo. Es lo mejor. Además, piensa en la suerte que va a tener aquel al que le toque el caso. ¡Menuda «hoja de ruta»!: Dubrovnik, las islas del Adriático, Atenas, Tesalónica… Vamos, que si yo tuviera veinte años menos, ¡me pedía el caso! —concluyó en tono de guasa el norteamericano.

—No bromees con esto, que es muy serio y a quien le toque tiene muchas probabilidades de que le afeiten en seco o que lo intenten. Ya sabes que en los Balcanes la gente es de gatillo fácil, recuerda lo que ocurrió en Sarajevo y en Srebrenica.

—Sí, hombre, sí, tienes razón. No era más que una broma. A veces siento nostalgia de los días en los que estábamos sobre el terreno. Ahora hay momentos en los que me siento un burócrata poco menos que en puertas de la jubilación.

—Un burócrata que tiene sus compensaciones. Por ejemplo, haber podido regar la comida con este Corton-Charlemagne que no está nada mal, por cierto —contestó el inglés señalando la botella de vino blanco, ya muy terciada.

—Visto así, creo que tienes razón. Cada época de la vida tiene su afán y, a nuestra edad, saber apreciar un buen borgoña es más importante de lo que parece.

El inglés asintió con la cabeza, al tiempo que apuraba su copa.

—Bien —dijo—, si te parece, me pondré en contacto con el MI6 a través de Baldwin Wallace.

—Tenme informado.

—Descuida, lo haré. Esta vez creo que me toca pagar a mí.

—Creo que lo mejor es que paguemos a medias. Lo del Cortón —dijo el norteamericano señalando la botella— fue idea mía.

—Si te empeñas…