Capítulo 20

Philippe de Vaucluse, el director de Interpol, se enteró de la solicitud de ayuda cursada por la Unidad de Delitos Informáticos de la Policía italiana a las cuatro de la tarde del 9 de septiembre. Estaba tomando un café junto a la máquina instalada en uno de los pasillos del segundo piso, cerca de donde tenía su despacho. Le acompañaba su segundo, Gert Pfinstein, subcomisario de Policía de la República Federal Alemana. Habían almorzado juntos en el sobrio comedor que se encuentra en el mismo edificio y que funciona en régimen de autoservicio. Vaucluse había sido un hombre de acción en los inicios de su carrera, cuando pasó por algunas de las comisarías de París y su conflictiva banlieue. También había sido durante algún tiempo responsable de seguridad en la Embajada de Francia en Atenas.

Amén de su arrojo personal, su mejor cualidad era la intuición, un sexto sentido que le permitía anticiparse a los acontecimientos. Estaba casado, tenía dos hijos y estaba a punto de cumplir cincuenta años. Pese a su buena estatura y porte distinguido, el comisario Vaucluse no había conseguido arrinconar del todo al flick que llevaba dentro. Había llegado a lo más alto de Interpol y llevaba dos años y medio en el cargo haciendo malo el pronóstico de quienes habían profetizado que en menos de dos meses se estrellaría contra la burocracia. Fue una profecía fallida. En parte gracias al talento de Pfinstein, un hombre sumamente organizado.

Con él estaba hablando cuando Ivonne, la jefa de su secretaría, se acercó precedida de una sonrisa capaz de disuadir a un suicida en trance de pasar a la historia.

—Jefe, perdone que le moleste, pero creo que debería leer esto —dijo la mujer al tiempo que le entregaba un papel. Era un fax dirigido al jefe de la UDIP (Unidad de Delitos Informáticos de Interpol), en el que el director del laboratorio de la Policía Científica de Roma, en una breve nota informativa, daba cuenta del acto de piratería del que había sido víctima su sistema informático y solicitaba ayuda para poder identificar al hacker. El mensaje no mencionaba la naturaleza de la información sustraída por el pirata informático.

—¡Joder! ¡Lo que les faltaba a nuestros colegas italianos! Les debe de haber mirado un tuerto —exclamó el comisario tendiendo el papel a su acompañante—. Gracias, Ivonne, en un minuto estaré en el despacho.

—O el programa no estaba bien protegido o estamos ante un genio de la informática —comentó el subcomisario Pfinstein devolviendo el fax a su superior.

—O las dos cosas —comentó Philippe de Vaucluse en voz baja, al tiempo que, sin saber por qué, le vino a la cabeza la imagen de su amigo, Marco Sforza—. No les arriendo la ganancia a nuestros colegas italianos: primero fue el robo de Venecia y ahora esto. Como se entere la prensa, les van a freír.

—Los periodistas no tendrían por qué enterarse —comentó el alemán—. Los hackers actúan todos los días en todos los sitios. Hace poco leí que en Estados Unidos, no sé si era American Express o Visa, una de las dos, habían contratado a uno de estos piratas que habían conseguido forzar sus sistemas de seguridad; le habían contratado para que les diseñara un nuevo sistema capaz de resistir nuevos ataques. Con buen criterio, debieron de pensar que teniéndolo dentro evitaban males mayores.

—Sí, yo también recuerdo haberlo leído, pero en este caso, Pfinstein, concurren circunstancias un tanto especiales. Si el pirata o los piratas hubieran entrado en el ordenador central de los carabinieri o de la Policía judicial, podríamos pensar que algún grupo de la mafia estaba rastreando información sobre la marcha de las investigaciones de la Policía sobre alguno de los capos que han detenido en los últimos meses en Sicilia o en Calabria, pero que hayan atacado el sistema informático del laboratorio de la Policía Científica me huele mal. No sé, tengo un presentimiento.

—¿Qué tipo de presentimiento? —preguntó el alemán.

—No te lo puedo decir, es una tontería sin ningún fundamento —contestó el comisario Vaucluse al tiempo que su mirada parecía estar instalada en un punto muy alejado de la máquina de café que tenía delante. Un punto en el que aparecía una ciudad cuyos bellos edificios de piedra parecían flotar sobre el agua—. Volvamos al despacho; si hay alguna novedad te avisaré —concluyó, dirigiéndose a su acompañante.

—¡A sus órdenes, director! Y lo mismo le digo: le tendré al corriente si hay noticias.

—¡Gert! Te tengo dicho que no estamos en Alemania: ¡relájate y apea el tratamiento, hombre!

—Lo siento, director, es la costumbre, son muchos años… —contestó el subcomisario.

—Está bien. Venga, vamos a trabajar, para olvidarnos de este infame café que acabará con nosotros —concluyó, al tiempo que tras arrugar el vaso de plástico se deshacía de él lanzándolo a una papelera. Acto seguido, los dos hombres se separaron dirigiéndose a sus respectivos despachos.

Antes de entrar en el suyo, Philippe de Vaucluse ordenó a su secretaria que localizara a Marco Sforza, el comisario jefe de Venecia.