El anciano que se hacía llamar Merkurio estaba excitado. Tras haber leído varias veces la copia del «Informe San Marcos» ordenó que llamaran al doctor William Sharp, el especialista británico en enfermedades genéticas y análisis de filiación e identificación de personas.
—Veamos qué opina el inglés. ¡Hágalo venir, coronel!
—Sí, señor, ahora mismo voy a buscarlo —respondió el militar saliendo de aquel despacho cuyos ventanales parecían precipitarse sobre el mar.
Unos minutos después, cuando entró en el despacho del hombre que tan generosamente estaba dispuesto a pagar su estancia en Dubrovnik, el biólogo inglés seguía intrigado acerca de la naturaleza del trabajo que debía realizar.
—Buenas tardes, señor.
—Pase, Sharp. Pase y siéntese. Quiero conocer su opinión sobre esto —dijo Merkurio tendiéndole por encima de la mesa la carpeta con los papeles del «Informe San Marcos»—. ¿Conoce usted el italiano? —preguntó el anciano.
—Un poco. La verdad es que no podría ganarme la vida en uno de esos programas de la RAI en los que los presentadores hablan muy deprisa, pero si me hablan despacio, lo entiendo. Suelo veranear en la costa amalfitana, me gusta el limoncello y me entiendo con la gente —contestó con ironía el recién llegado.
—Como verá, profesor, éste es un asunto muy serio, así que si hay alguna palabra, algún término, que no entienda, dígamelo y yo mismo le ayudaré a traducirlo, ¿de acuerdo?
—Sí, sí, claro. Permítame… sin gafas no veo nada —contestó el científico al tiempo que extraía unas gafas de concha de uno de los bolsillos interiores de la chaqueta. Después de cinco minutos que al dueño de la casa le parecieron eternos, el inglés habló—: No sé qué significa esto —dijo, mostrando uno de los folios y señalando con el dedo las siglas «LPCR», que correspondían al acrónimo del «Laboratorio de Policía Científica de Roma».
Merkurio vio las siglas y antes de contestar miró al coronel. Éste le devolvió la mirada, pero no dijo nada. Fue el anciano quien habló:
—Corresponden al laboratorio en el que se ha realizado el análisis, no tiene importancia.
—¿Un laboratorio? No me suena, creo que conozco los tres laboratorios de Italia donde se realizan estudios genéticos, y, como les digo, éste no me suena.
—Profesor, está usted aquí para interpretarnos este informe, no pierda el tiempo con detalles que no van a ninguna parte. Por favor, concéntrese en su trabajo. Cuanto antes concluya, antes podrá usted disfrutar de sus vacaciones, ¿de acuerdo?
—Sí, sí, claro, pero ya le digo que me extrañan estas siglas porque no las relaciono con ninguna de las universidades en las que sé que realizan este tipo de trabajos. En fin, haré lo que me pide —contestó el profesor aparcando aquel interrogante en su cerebro. Pasado un cuarto de hora, depositó la carpeta encima de la mesa y, tras guardar las gafas, dijo—: El informe está muy bien hecho. Técnicamente, el análisis de las cadenas de azúcares y fosfatos es correcto y los marcadores genéticos empleados también lo son. En resumen, como le digo, es un trabajo muy profesional y, por lo tanto, el resultado del perfil genético es fiable.
—¿Quiere usted decir, profesor, que científicamente hablando, las conclusiones del informe son certeras, inapelables?
—El mundo de la célula es un rompecabezas; a los científicos no nos gusta hablar de evidencias inapelables, porque cada día se enciende una luz sobre una zona que permanecía en penumbra, pero, cuando se trata de identificar la huella genética de una persona a partir de una muestra de su ADN, se puede hablar de fiabilidades al 99,9 por ciento —respondió el profesor Sharp.
—Tratándose de dos personas, ¿no hay posibilidad de confusión, que se hayan mezclado las huellas?
—¡Nooo! Je, je. Cuando hablamos de muestras genéticas no hay posibilidad de mezclas que pudieran dar origen a confusiones de identidad. De los huesos, el cabello, la saliva, el semen o la sangre se extraen muestras para aislar el ADN que luego en el laboratorio tratamos con enzimas para cortarlo en fragmentos que después se separan en bandas sobre un gel mediante un procedimiento de electroforesis y el contacto con una sonda radiactiva. Es un proceso complejo y complicado, pero, como le digo, no hay posibilidad alguna de confusión. Cuando el proceso ha concluido, queda una banda de ADN que es única en cada individuo y que se transfiere a un soporte parecido a una radiografía donde queda expuesta lo que llamamos la «huella genética». No, señor, no hay confusión posible.
—¿Cómo puede llegar a establecerse con tanta precisión la personalidad del titular de esa huella, cuando se trata de una persona fallecida hace siglos?
—Pues porque el ADN es el portador del código genético, es la molécula clave de la herencia.
—¿Y no hay margen de error en la datación de la fecha en la que murió la persona de cuyos restos se ha extraído la muestra?
—La respuesta es la misma, señor. El margen de error es prácticamente cero. El resultado del análisis de una muestra de ADN es mucho más fiable que el que podría obtenerse mediante el método del carbono 14. Supongo que habrá oído usted hablar de él, ¿me equivoco?
—Sí, sí, claro —contestó Merkurio casi sin prestar atención al profesor. Su pensamiento era obsesivo y aquella obsesión se convirtió en una nueva pregunta—. Doctor Sharp, ¿es fiable la datación a la que se refiere el informe cuando fija la fecha de fallecimiento de la persona a la que corresponden los restos analizados?
—Señor, no he realizado este informe, pero soy un experto en antropología molecular, y el informe que acabo de leer dice que los restos de ADN analizados corresponden a dos varones, los dos de raza caucásica. También dice que uno de ellos falleció hace unos dos mil años. Los pasos seguidos para determinar las huellas genéticas de las muestras me parecen correctos, así que no tenemos por qué poner en duda el resultado —contestó el profesor con un deje de fatiga en la palabra.
—¿De cuántos años habla exactamente el informe? —preguntó Merkurio sin poder ocultar la tensión que aceraba su mirada.
—Bueno, supongo que ya lo habrá leído usted…
—¡Es a usted a quien se lo pregunto, profesor! —estalló el anciano.
—Perdone, señor, permítame leer otra vez el documento —dijo Sharp intimidado por el tono de las palabras de su interlocutor y por la silente pero incómoda presencia del coronel—. Veamos… sí, aquí está —añadió, señalando uno de los folios—. Sí, dos mil trescientos años. Eso es: tres siglos antes de Cristo. Respecto del otro ADN analizado, el informe dice…
—Esa parte del informe no me interesa. Gracias, profesor. Ahora, quiero que nos ayude a determinar el ADN de otras muestras que le facilitará el coronel.
—¿Identificar ADN aquí? ¡Pero eso es imposible, mi laboratorio está en Londres! Comprenderá que no viajo con los aparatos a cuestas.
—Hay un laboratorio en el que usted podrá hacer su estudio, profesor. El coronel le llevará hasta él —contestó Merkurio sin poder disimular un gesto de impaciencia.
—¿Qué clase de laboratorio? Ya supondrá que para realizar este tipo de análisis se necesitan aparatos y marcadores especiales.
—Tendrá a su disposición todo lo que necesite, el coronel se lo proporcionará. No perdamos el tiempo. Vaya con el coronel, vea el laboratorio y pida lo que necesite. No perdamos más tiempo —concluyó haciendo una seña al militar, quien cogió suavemente del brazo al profesor e inició la marcha hacia la puerta—. ¡Ah, se me olvidaba, profesor Sharp! Cuando concluya su trabajo, recibirá otras cincuenta mil libras para compensar la prolongación de su estancia en los Balcanes y, además, podrá quedarse con el material y los equipos de laboratorio.
—Es mucho dinero, señor. Su generosidad me abruma. En cuanto al equipo de laboratorio, en fin… tendré que comprobar su estado y funcionamiento, pero no creo…
—No hable hasta que no vea el equipo. Cuando eso suceda, quizá cambie de idea. Es lo más moderno que hay en el mercado, ya verá como me da la razón —añadió Merkurio—. Bien, señores —concluyó señalando con un gesto al coronel—, no se demoren más. Y usted, coronel, lleve al profesor al laboratorio. Y no olvide usted esto —dijo, entregándole un recipiente de cristal que contenía una pequeña cantidad de una especie de fango de color gris. El coronel reconoció el tubo que le entregaba su jefe: era la pequeña botella de laboratorio en cuyo interior se encontraba la extraña sustancia traída por Spiderman y su acompañante tras asaltar el laboratorio del Museo de Vergina que custodia los restos del rey Filipo II de Macedonia.
El coronel condujo al científico inglés hasta el laboratorio. El profesor William Sharp no pudo disimular su asombro al observar los modernísimos equipos con los que contaba el laboratorio de genética al que le había llevado el coronel.
—¡Es fantástico! —exclamó al observar la presencia de las últimas novedades con las que estaba equipado aquel recinto insonorizado al que habían llegado tras descender varios pisos en un ascensor al que se accedía por la parte más profunda del garaje de Villa Cassandra.
—Permítame presentarle a la doctora Virna Ivic, genetista de la Universidad de Belgrado —dijo el coronel señalando a una mujer de mediana edad y aspecto risueño—. Doctora, le presento al profesor William Sharp.
—¡El profesor Sharp! ¿El famoso catedrático de genética de Oxford? ¡Oh, es un honor!
—Gracias, doctora, pero no es para tanto, sólo soy un modesto investigador que ha tenido la suerte de publicar algunos trabajos antes de que lo hicieran algunos colegas… —dijo el recién llegado sin poder disimular la satisfacción ante aquellos halagos.
—No debería ser usted tan modesto, profesor. Sus hallazgos en el campo de la biogenética han abierto de par en par las puertas a los secretos que guardan el origen de la vida —añadió la mujer ante la mirada fría y distante del militar.
—Bueno, bueno, es usted muy amable, pero eso que dice me parece una exageración que habrá leído usted en algún periódico. ¡Ya sabe usted cómo son los periodistas! Cuanto más ignoran sobre aquello que escriben, más exageradas son las historias que cuentan. Yo lo único que he hecho ha sido ampliar la senda que abrió Kary Mullís, el Nobel del 93, mostrándonos el camino para obtener una cantidad ilimitada de ADN a partir de pequeñas muestras de tejido. Nada más.
—¡Y nada menos, profesor! Debe saber que para mi promoción, cuando hacíamos el doctorado en la Universidad de Berlín, era usted un mito y un maestro; de hecho, gracias a su método para simplificar la obtención e identificación del ADN, trabajando mucho, eso sí, durante los últimos meses, prácticamente hemos podido completar el mapa filogenético de una parte importante de la población de mi país.
—¿El mapa filogenético de todo un país? —preguntó con asombro el profesor—. ¿Y cómo diablos han conseguido todas las muestras?
—Pues aprovechando una campaña masiva de vacunación —contestó la doctora Ivic, sin poder disimular una mueca de satisfacción.
—¿De qué país me está usted hablando? —preguntó intrigado el doctor Sharp.
—De Macedonia, doctor…
Iba a añadir algo, pero no pudo iniciar la frase.
—Bien, es estupendo que tengamos entre nosotros a las personas idóneas para realizar el trabajo que nos han encomendado —terció el coronel, cortando la conversación de los dos biólogos—. Aquí tienen la muestra que deben analizar —añadió, depositando encima de una mesa el tubo de cristal que contenía el material traído desde Grecia—. Merkurio quiere que se pongan a trabajar cuanto antes. Aunque ustedes apenas le conocen, creo que ya habrán podido captar que la paciencia no es la mayor de sus virtudes —concluyó el militar oscureciendo el tono de voz.
El hombre y la mujer no contestaron. Con un gesto que en él debía de ser costumbre a la hora de ponerse a trabajar, William Sharp se quitó la chaqueta y la colocó sobre el respaldo de una de las tres sillas que estaban junto a la mesa en la que el coronel había depositado el tubo de cristal.
—¿Tenemos nitrógeno líquido y cloroformo? —preguntó dirigiéndose a su colega.
—Sí, por supuesto —contestó la doctora Ivic.
—¿Y enzimas y fenol?
—También.
—Pues pongámonos a la tarea. Como sabe, dentro de poco aquí va a oler muy mal.
—Desde luego, profesor, pero no se preocupe, estoy acostumbrada al olor del formol y también al del jabón carbólico.
—Bien, bien, pues veamos lo que tenemos aquí —dijo cogiendo el tubo en cuyo interior había una pequeña cantidad de una especie de barro de color grisáceo—. ¿Dónde hay unos guantes?
—Aquí tiene, profesor.
—Dígame, doctora, ¿sabemos quién era el muerto o el vivo de quien procede el préstamo? —preguntó mientras levantaba el tubo a la altura de los ojos y miraba la muestra al trasluz.
—Pues la verdad es que no. Lo siento, pero me limito a hacer mi trabajo y no hago más preguntas que las relacionadas con el laboratorio —contestó la mujer sin poder disimular la incomodidad que le había generado aquella pregunta.
—Disculpe, no era mi intención ponerla en un aprieto. ¿Sabe una cosa? Casi prefiero no conocer el nombre o las circunstancias de la personalidad cuyo ADN indagamos, así reducimos una posibilidad más de contaminación de las muestras, ¿no le parece?
—No he entendido bien esto último.
—Quiero decir que no sabiendo a quién pertenecen estos restos —dijo el profesor señalando el tubo— eliminamos prejuicios.
—Sí, sí. Quizá tenga usted razón.
—Bien, pues vamos a trabajar. Por el aspecto de la muestra, yo diría que es de procedencia ósea. ¿No le parece a usted? —preguntó el profesor Sharp—. Lo primero que vamos a hacer es eliminar el calcio, eso nos llevará algún tiempo —añadió sin esperar la respuesta de la doctora a su pregunta—. Y después ya sabe que como, además de grasa, quedarán restos de colágeno y otras proteínas, tendremos que librarnos de ellas echando mano de una enzima. ¡Manos a la obra! Por favor, doctora, conecte los aparatos. Ah, y vaya preparando los nucleótidos y el magnesio para que en cuanto esté listo el fluido restante podamos proceder a copiar y ampliar el ADN.
—Todo está a punto, doctor Sharp, llevaba días preparándolo todo; sólo aguardábamos su presencia para empezar a trabajar. Llevo algún tiempo estudiando todo lo que se ha publicado sobre el proceso para copiar y ampliar el ADN en el laboratorio. Confieso que su último artículo en Science me pareció esclarecedor. Mágico, si me permite decirlo con una expresión poco científica.
—Doctora Ivic, sus palabras me abruman. No creo, de verdad, que sea para tanto y no es falsa modestia, es que no le confieso ningún secreto si le digo que en este campo es mucho más lo que ignoramos que lo que sabemos. Pero, en fin, copiar y ampliar el ADN para poder estudiarlo mejor, efectivamente, nos está acercando un poco más a los secretos de la célula. Vamos a ver qué sale de aquí —añadió señalando al barro pardusco cuyo código genético se aprestaban a descubrir—. ¿Es verdad que han realizado ustedes un estudio masivo de ADN analizando un núcleo muy grande de población? Eso, que yo sepa, no se había hecho nunca.
—Es cierto, profesor. Aprovechamos una campaña de vacunación para extraer las muestras. Fue complicado, pero disponíamos de los medios para hacerlo.
—¡Pero una operación de ese tamaño costaría un dineral! No sabía yo que un Estado tan joven como es Macedonia tuviera tantos recursos —dijo el profesor.
—Nuestro anfitrión fue quien patrocinó la campaña. Es un hombre muy rico, uno de los hombres más ricos del mundo. Dicen que media Argentina es de su propiedad, pero la verdad, profesor, es que yo no entiendo mucho de finanzas. A mí quien me contrató para dirigir la campaña fue el Ministerio de Salud de mi país.
—Dígame, profesora, ¿qué resultados obtuvieron al realizar el mapa?
—No se lo puedo decir, profesor, perdóneme, esa información es confidencial. Verá, al terminar las identificaciones de ADN y completar el mapa filogenético, nos hicieron firmar un documento a todos los miembros del equipo que había realizado el trabajo. Un documento por el cual nos comprometíamos a no revelar el resultado de la muestra. Es un documento, nos dijeron, que se ampara en una Ley de Secretos Oficiales. Si yo le dijera algo, estaría cometiendo un delito que en mi país se paga con cárcel. Perdóneme, profesor.
—Nada, nada. No se preocupe usted. Era simple curiosidad; nunca se me ha ocurrido pensar que nuestro trabajo pudiera ser considerado materia reservada. Todos los días aprende uno algo, sobre todo en este oficio nuestro en el que lo único verdaderamente esencial que hemos podido averiguar después de tantos años de estudio, esfuerzo y análisis es que básicamente todos los hombres somos iguales y es muy poca la distancia cromosómica que nos separa de los animales. Por eso, cuando me preguntan por la biogenética, suelo contestar que lo único que sabemos es que los seres humanos no tenemos grandes razones de peso para sentirnos superiores a las demás criaturas de la Creación, ¿no le parece, doctora?
—Sí, sí, claro, profesor —contestó Virna Ivic, sabiendo en lo más íntimo de su corazón que había decepcionado a aquel hombre al que tanto admiraba.