Capítulo 18

El comisario Sforza tecleó en su agenda el nombre de Philippe de Vaucluse y esperó a que su amigo, el director de la oficina central de Interpol en Lyon, contestara al teléfono.

Allô! Sforza, ¿eres tú? ¡No me lo puedo creer! —dijo una voz que respondía a un hermoso registro de barítono—. ¿Estás aquí o me llamas desde Venecia?

—Sí, Philippe, soy yo, Marco. Sigo en Venecia.

—¿Qué tal está Venecia?

—Como siempre, bella y sucia a la vez.

—¡Ah, querido amigo, si supieras cuántas veces me he acordado de ti al ver en la televisión lo del robo de San Marcos!

—Pues de eso quería yo hablarte, Philippe.

—¿Sabéis ya quién ha sido? —preguntó el francés con un cambio de tono en la voz que delataba curiosidad.

—No, todavía no estamos seguros, pero tenemos un cabo y precisamente ésa es la razón de mi llamada.

—¿Cabo? ¿Qué quiere decir eso de que tenéis un cabo?

—Se trata de una pista. Necesitamos confirmar una identificación. Tenemos un cadáver, estamos esperando el resultado de la autopsia, pero todo indica que fue asesinado y creemos que podría tener algo que ver con el asalto a San Marcos.

—Deduzco por tu llamada que no es italiano, ¿me equivoco?

—No estamos seguros. Tenemos un nombre que podría ser falso y no le tenemos en nuestros archivos, aunque todo lo que te digo es provisional porque le han matado esta mañana y, como puedes suponer, estamos investigando el caso y, como te decía, queremos ver hasta dónde nos lleva este cabo. Por eso te llamo.

—¿Me llamas el mismo día de autos? Amigo Sforza, entiendo que dada la repercusión del robo de San Marcos, debes de estar recibiendo presiones por todas partes, ¿no? Supongo que estás agobiado. Lo comprendo, Marco, somos policías y sabemos que cuando hay un caso tan, cómo diría yo, tan… eso, tan mediático, ocurre que los periodistas no paran de hacer preguntas y los políticos se ponen nerviosos y cuando eso sucede, al final, nosotros somos los que recibimos las broncas. He pasado por situaciones como ésta, amigo.

—Es como dices, Philippe, por eso te llamo, para ver si nos podéis echar una mano. ¿Tienes algo para escribir? ¿Te doy el nombre del fiambre?

—Sí, espera, que busco un bolígrafo. Ya lo tengo. Dime, te escucho.

—La persona que nos interesa se inscribió en un hotel de aquí con el nombre de Milovan Demeratu. Podría ser serbio o de algún otro país del Este, pero ya te digo que podría ser un nombre falso. Mira a ver si vosotros tenéis algo en vuestros archivos. Philippe —añadió el comisario Sforza—, quiero pedirte otro favor.

—Te escucho, Marco, dime, ¿de qué se trata?

—Tiene que ver con lo que comentabas sobre la presión de los políticos y la prensa. Quiero pedirte la máxima discreción. Te he llamado como amigo, sin pasar por Roma. No me gustaría que se filtrara nada de este asunto hasta que podamos encajar algunas piezas. Te lo digo porque si se entera Luigi Malerba, el colega italiano que tenéis ahí en Lyon, le faltará tiempo para llamar a Roma y mis jefes me armarán la gorda.

—Lo entiendo, Sforza, lo entiendo, y no debes preocuparte por ello. Tienes mi palabra de que, por mi parte, no trascenderá. Entraré yo personalmente en el ordenador central de Interpol con mi clave de superusuario, no te preocupes. Si hay algo, te llamaré enseguida; creo que mientras no exista una solicitud oficial para averiguar la identidad del muerto, podré mantener apartado a tu paisano Malerba.

—Gracias, Philippe, no sabes cómo te lo agradezco, llevo casi tres días sin dormir, y, la verdad, llamar ahora a Roma y dar todas las vueltas que establece el protocolo… Uf, no sé, la verdad es que da pereza tener que explicar a media docena de jefes lo que te he contado. Si no me queda más remedio, lo haré, pero…

—No le des más vueltas —dijo la voz de su amigo al otro lado del teléfono—. Por lo que me dices —continuó—, lo mejor que puedes hacer es descansar; con la cabeza pesada, uno no puede pensar. Descansa, mañana hablamos. Te llamaré a primera hora, ¿de acuerdo?

—Sí, quizá haga lo que me dices. Gracias, Philippe; por favor, saluda a tu esposa de mi parte.

—Así lo haré, comisario, y ¡cuídame Venecia, que tanto yo como Brigitte pensamos volver de vacaciones!

—¡Adiós, Philippe! Reitero mi agradecimiento, hasta pronto —respondió el italiano. Cerró el teléfono y se quedó quieto mirando fijamente uno de los muchos papeles que sitiaban la mesa de su despacho, un papel en el que con letra casi ilegible había anotado el nombre del hombre muerto.

Lo había anotado a la carrera cuando su ayudante, el inspector Benzoni, le había llamado una hora antes diciéndole que aquél era el nombre con el que se había registrado en un hotel de poca monta de la parte más popular de la ciudad.

—Jefe —le había dicho Benzoni—, creo que le tenemos. Se llamaba Demeratu, Milovan Demeratu. Tenía pasaporte serbio, la recepcionista no recuerda nada especial de él. Ah, jefe, hay más. ¿Recuerda que me mandó a Mestre? Pues bien, estuve preguntando en un taller de los que arreglan maquinaria pesada, ya sabe, grúas de la construcción, camiones pesados y esos volquetes con orugas que parecen tanques, y ¿a que no sabe lo que me han contado? Pues lo que está pensando: ¡con un gato que pesa cuatro kilos se pueden levantar hasta cinco mil! También he preguntado en uno de los astilleros que reparan y venden embarcaciones de recreo, así que, si no le parece mal, mañana, en cuanto terminen la autopsia, les voy a pedir a los del laboratorio que saquen una foto de la cara del fiambre y voy a volver a hablar con el encargado del taller de Mestre, a ver si alguien recuerda haberlo visto por allí. No sé, jefe, tengo una corazonada.

—¡San Lazzaro que está en el Cielo te oiga! ¡Ojalá que, por fin, tengamos un cabo del que empezar a tirar! —respondió el comisario.

Marco Sforza no era un hombre particularmente religioso, pero, como muchos otros italianos, tenía muy arraigadas en su forma de hablar expresiones relacionadas con la Virgen y los santos. A fin de cuentas, todo el mundo sabe que aunque estén en éste… hay otros mundos.